La Unión Europea se enorgullece de ser un ordenamiento jurídico y una organización supranacional creada y organizada en torno a un marco institucional específico y a un enfoque de «normas contra discrecionalidad» de inspiración ordoliberal. Abundan las teorías de la «integración a través del derecho» y la Unión Monetaria Europea sigue siendo una zona monetaria común única estructurada en un marco constitucional. Oficialmente, la prioridad formal de los tratados, los mandatos y el marco jurídico europeo se presentan como la condición sine qua non de la integración europea. 

Sin embargo, el derecho es interpretación. Y cuando entra en juego la cuestión de interpretar el significado y el alcance del ordenamiento jurídico, también entra en juego la discrecionalidad. Cualquier observador serio de la Unión sabe muy bien que la glorificación de su formalismo jurídico existe paralelamente a un grado de interpretación discrecional que permite un considerable cuestionamiento y ambigüedad.

El caso del Banco Central Europeo es un buen ejemplo. Aunque su mandato es la búsqueda singular de la estabilidad de precios con una prohibición basada en el tratado de financiación monetaria directa de los presupuestos de los Estados miembros, la realidad de la gestión de la crisis posterior a 2008 y el inicio de los programas de compra de bonos indicaron que, ante condiciones adversas, prevaleció una interpretación más amplia de lo que significa exactamente la estabilidad de precios o de cómo debe lograrse.

Cualquier observador serio de la Unión sabe muy bien que la glorificación de su formalismo jurídico existe paralelamente a un grado de interpretación discrecional que permite un considerable cuestionamiento y ambigüedad.

PAVLOS ROUFOS

De hecho, la investigación ha demostrado que la adhesión a la prohibición formal de financiación monetaria directa que determinó la respuesta del BCE durante las primeras etapas de la crisis de la eurozona y que, según se ha reconocido ampliamente, agravó sus devastadoras consecuencias, correspondía a una lectura específica del mandato del banco central. Por un lado, en las fases de diseño de la Unión Monetaria Europea, las compras de deuda pública se habían considerado de hecho aceptables dentro de un marco monetarista de regulación de la oferta monetaria, mientras que la prohibición de las operaciones de mercado abierto se eludía rutinariamente mediante intervenciones en el mercado secundario, convirtiéndose rápidamente en parte de la caja de herramientas del BCE para hacer frente a los abultados déficits de financiación. La negativa del BCE a actuar como «prestamista de última instancia» (al modo en que lo habían hecho la Reserva Federal estadounidense o el Banco de Inglaterra) al principio de la crisis de la eurozona se ha descrito de hecho como una «posición atípica» (van’t Klooster, 2023), basada en una conceptualización de la política monetaria como mecanismo disciplinario contra la «imprudencia fiscal» que dominó el discurso de mediados de la década de 2000 dentro del BCE (Papademos, 2005). En otras palabras, una interpretación del papel y el mandato del BCE construida durante el alegre periodo previo a que las intervenciones fiscales se hicieran indispensables para gestionar la recesión económica provocada por el colapso del sector bancario. El Programa para los Mercados de Valores de 2009, el plan de Operaciones Monetarias de Compraventa de 2012 y, finalmente, la adopción del Programa de Compras del Sector Público en 2014 demostraron que, ante la posibilidad de un colapso económico, las normas anteriores a la crisis se sustituyeron por la discrecionalidad en la gestión de la crisis.

El estallido de la pandemia de Covid afianzó aún más esta realidad, extendiendo su lógica subyacente a otras instituciones de la Unión. Así, junto con el Programa de Compras de Emergencia para Pandemias del BCE, la Comisión Europea puso en marcha su propio Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, que proporcionó financiación directa en forma de préstamos y subvenciones obtenidos mediante la emisión de bonos por parte de la CE, socavando así la oposición convencional a las transferencias fiscales que dominaba el diseño inicial de la Unión Monetaria Europea.

Sin embargo, este aparente contraste entre la comprensión formal de un orden jurídico supranacional y la interpretación discrecional de su marco no tiene por qué verse como una contradicción incompatible. Uno de los arquitectos fundadores de la integración europea, Jean Monnet, había sentado las bases para conceptualizar esa aparente divergencia al proclamar que Europa se «forja en las crisis», añadiendo que «[será] la suma de las soluciones adoptadas para esas crisis». Esta formulación permite entender la integración europea como la consecuencia tanto de las directrices institucionales que pretenden crear resultados dependientes de la trayectoria como de las elecciones discrecionales necesarias para mantener el conjunto. Dada la apertura históricamente evidente de la tradición neoliberal a la hora de permitir desviaciones de las normas estrictas ante circunstancias adversas1, se dispone de un marco conceptual que puede dar cabida a tales «transgresiones».

Los límites del orden jurídico europeo

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando las desviaciones del ordenamiento jurídico de la Unión no pueden explicarse o justificarse haciendo referencia a momentos agudos de crisis? Los casos de los gobiernos polaco y húngaro son un ejemplo de ello, ya que cuestionan la idea generalizada de que la pertenencia a la Unión y la dependencia del comercio y la inversión que conlleva ejercen presión sobre las élites gobernantes para que se atengan al paquete liberal-democrático europeo.

Este aparente contraste entre la comprensión formal de un orden jurídico supranacional y la interpretación discrecional de su marco no tiene por qué verse como una contradicción incompatible.

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Desde su llegada al poder (2015 para el PiS de Kaczyński y 2010 para el Fidesz de Orbán), ambos gobiernos han sido descritos como autoritarios y nacionalistas, con un claro sabor a euroescepticismo. Se han opuesto abiertamente a la democracia liberal, con el PiS inspirándose en el régimen autoritario de entreguerras de Józef Piłsudski y Orbán adoptando con orgullo el calificativo de «democracia cristiana antiliberal» para su propia forma de gobierno. Aparte de ese posicionamiento ideológico, ambos gobiernos han puesto en práctica sus ideas violando el ordenamiento jurídico de la Unión, desde la abolición efectiva de la independencia judicial y los controles constitucionales hasta el drástico recorte de los derechos de reunión y libertad de prensa. La persistente calificación de «traidores» de las fuerzas de la oposición también puede considerarse contraria al consenso liberal-democrático.

Orbán describe a menudo la Unión como un «régimen totalitario cosmopolita» empeñado en socavar los valores culturales cristianos, mientras que sus ataques (esencialmente antisemitas) a Jean-Claude Juncker como títere de George Soros en 2019 obligaron incluso al conservador PPE a iniciar un proceso para la exclusión de su partido de la coalición (Orbán se retiró del PPE antes de que se alcanzara una decisión final). Y aunque no exista ninguna contradicción histórica entre el sistema de valores europeo y el ferviente anticomunismo que ambos gobiernos enfatizan con fuerza, su operacionalización como excusa eufemística para suprimir cualquier oposición orientada a la izquierda ha levantado bastantes inquietudes. Por último, el atizamiento de la xenofobia deshumanizadora contra inmigrantes y refugiados ha provocado tensiones considerables, no porque contradiga la propia política migratoria de la UE como tal, sino debido a los obstáculos burocráticos que crea para el modelo de gestión de los programas de asignación de inmigrantes en toda la Unión.

Sin embargo, ambos gobiernos siguen siendo firmemente promercado, y dan prioridad al marco de un orden competitivo, presupuestos equilibrados y bajos impuestos, con el PiS abrazando públicamente una visión ordoliberal de la «economía social de mercado» (Sozialmarktwirtschaft). Desde una perspectiva económica, el papel específico de Polonia y Hungría como nodos de acumulación dentro de las cadenas de valor mundiales, así como su posicionamiento dentro de la infraestructura logística de las industrias (especialmente alemanas)2, ha hecho que ambos países dependan en gran medida de la inversión extranjera directa (que representa más del 50% del PIB), una situación facilitada por la pertenencia a la Unión. Sin embargo, en lugar de actuar como punto de presión para ajustarse al ordenamiento jurídico de la Unión y a sus pretendidos valores liberal-democráticos, esta realidad ha tenido el efecto contrario de amparar esencialmente su dirección autoritaria, o «retroceso democrático», como a veces se denomina en los comentarios críticos. La necesidad institucional de unanimidad en relación con el presupuesto de la Unión y la política exterior y de defensa significa que la aquiescencia polaca y húngara sigue siendo crucial.

Aunque no exista ninguna contradicción histórica entre el sistema de valores europeo y el ferviente anticomunismo que ambos gobiernos enfatizan con fuerza, su operacionalización como excusa eufemística para suprimir cualquier oposición orientada a la izquierda ha levantado bastantes inquietudes.

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Es cierto que el continuo desprecio por los requisitos del Estado de derecho de la Unión se hizo, en algún momento, difícil de ignorar. Así, en 2017, la Comisión Europea activó el Art. 7 contra Polonia, un proceso que incluyó la amenaza de sanciones, la suspensión de los derechos de voto de Polonia en el Consejo Europeo y la congelación de la ayuda financiera. Y aunque no se alcanzó la mayoría calificada para ejecutar la decisión, la CE inició «procedimientos de infracción» que llevaron al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) a emitir una serie de sentencias exigiendo al gobierno polaco la reversión de las reformas que socavaban la independencia judicial. Del mismo modo, en 2022, la Unión Europea aumentó la presión sobre Hungría congelando 22 mil millones de euros del Fondo de Cohesión hasta que se restableciera la independencia judicial. Antes de eso, también se habían suspendido para ambos países los fondos del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia de la CE relacionados con la pandemia.

Para defenderse mutuamente de tales acciones, los gobiernos húngaro y polaco habían anunciado un plan conjunto para crear un instituto de investigación que promoviera una interpretación del Estado de derecho que pretendía ser contraria a la «corriente dominante de la Unión», pero pronto resultó que no habría necesidad de ello, ya que la invasión rusa de Ucrania provocó una importante desescalada del «conflicto del Estado de derecho». Sorprendentemente, aunque Polonia se haya volcado de lleno en el apoyo a Ucrania, mientras que la respuesta de Hungría fue exactamente en la dirección opuesta, la cuestión de socavar el orden jurídico de la Unión pasó a un segundo plano. En el caso de Polonia, su papel geopolítico en esta guerra se tradujo en la retirada de las sanciones anunciadas y la pausa en la ayuda financiera, mientras que, en el caso de Hungría, la exigencia de su voto para una decisión unánime sobre la posible adhesión de Ucrania a la Unión condujo a las recientes negociaciones para desbloquear los fondos de cohesión que estaban congelados.

En Grecia, el largo punto de inflexión autoritario

Hasta ahora hemos visto cómo los preciados fundamentos de la Unión como ordenamiento jurídico que promueve la integración mediante el estricto cumplimiento de los tratados y mandatos vigentes y de valores liberal-democráticos como el Estado de derecho pueden ser obviados o dejados de lado cuando se trata de hacer frente a crisis económicas sin precedentes, cuando los intereses económicos directos así lo exigen o cuando lo exige la necesidad de procedimientos institucionales en relación con la unanimidad en la toma de decisiones de la Unión.

La invasión de Ucrania por Rusia ha provocado una importante desescalada del conflicto por el Estado de Derecho entre la Unión por un lado, y Polonia y Hungría, por otro.

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Sin embargo, existe un tercer ejemplo en el que la restricción gubernamental de los controles constitucionales, las autoridades independientes, la libertad de prensa y el respeto general por el Estado de derecho se ignora a pesar de que ninguno de los calificativos anteriores podría justificarlo: es el caso del gobierno de Nueva Democracia en Grecia. En esta situación, la indiferencia hacia la dirección autoritaria de este gobierno no puede explicarse haciendo referencia a una crisis en desarrollo, a ninguna prueba de presión debida a intereses económicos directos o a la amenaza de no acatar potencialmente las expectativas de voto de la Unión. En su lugar, parece ser que el giro autoritario de Grecia se tolera debido a un conjunto de apariencias elegidas y a una afinidad ideológica abstracta «proempresarial». Grecia, un caso atípico en las racionalizaciones anteriores de las violaciones del Estado de derecho, necesita ser examinada bajo una luz diferente precisamente porque su propio «retroceso democrático» se produce en secreto (en lo que respecta a las instituciones de la Unión) y representa, por lo tanto, un ejemplo más preocupante del descenso a ciegas hacia el autoritarismo3.

Desde su victoria sobre Syriza en las elecciones generales de julio de 2019, los observadores cercanos deberían haber notado un retrato peculiar del gobierno de Nueva Democracia por parte de los principales medios de comunicación: el Financial Times calificó su toma de posesión como una oportunidad para «volver a la corriente política dominante», mientras que The Economist saludó la «moderación ofrecida» del nuevo gobierno. Esto fue desconcertante porque cualquiera que preste atención al período de gobierno de Syriza (con la excepción de los primeros 6 meses de agitación e incertidumbre a principios de 2015) sabe que ningún partido político ha realizado un «retorno a la corriente política dominante» más verdadero que Syriza, una transformación que recuerda a la propia ‘capitulación’ de Mitterrand en 1983.

De hecho, ni siquiera fue la «moderación» lo que acompañó a la etapa de Syriza en el poder, sino la aceleración de la austeridad hasta tal punto que el informe técnico del Mecanismo Europeo de Estabilidad de 2017 sintió la necesidad de elogiar al gobierno de Syriza por aplicar reformas estructurales «por encima de los compromisos acordados inicialmente en el memorando de entendimiento firmado en agosto de 2015» (ESM, 2017: 3). Eso tenía sentido: la actuación de Syriza en la senda de la consolidación fiscal resultó tan exitosa que, cuando fue superado en las urnas en 2019, dejó tras de sí un superávit presupuestario primario del 3.5% del PIB (acumulado mediante recortes masivos del gasto), un superávit que no se lograba en Grecia desde principios de la década de 1990. Es más, el ostensible carácter izquierdista del partido contribuyó a la aplicación de tal austeridad sin movilizaciones masivas para contrarrestarla. Desde esta perspectiva, la proclamación de Nueva Democracia como un retorno largamente buscado a una supuesta normalidad y a la corriente política dominante sólo puede describirse como una ofuscación inadvertida o deliberada de la realidad. Además, un examen de la actuación de Nueva Democracia desde 2019 desbarata aún más tal caracterización, especialmente cuando se considera desde la perspectiva de los valores liberal-democráticos proclamados por la Unión, como la protección de los derechos civiles, el papel de las autoridades independientes, la concentración de poderes y la libertad de prensa.  

¿Qué ocurre cuando las desviaciones del ordenamiento jurídico de la Unión no pueden explicarse o justificarse haciendo referencia a momentos agudos de crisis?

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Los primeros indicios de esta dirección se hicieron visibles durante la pandemia del Covid, cuando la precipitada adquisición de tecnología de Silicon Valley para aplicar bloqueos y trasladar servicios en línea se caracterizó por la «constante erosión de las salvaguardias de privacidad». Los contratos con empresas como Palantir ni siquiera se registraron públicamente cuando se firmaron, en lo que sólo puede entenderse retrospectivamente como un intento de evitar cuestiones de cumplimiento de las directivas de privacidad de la Unión. Al final, como describe Nektaria Stamouli, la publicación del contrato tras su expiración en 2021 reveló que sólo tenía dos páginas. Por supuesto, no incluía ninguna salvaguarda de privacidad.

Es difícil evitar la impresión de que la historia concreta está directamente relacionada con el escándalo del software espía que se haría público en 2020, cuando el periodista de investigación Thanasis Koukakis recibió información de un informante anónimo de que su teléfono había sido intervenido. El caso de Koukakis pronto resultó ser sólo un rasguño de la superficie, ya que se descubrió que una lista cada vez mayor de políticos de la oposición y del gobierno, periodistas y empresarios también estaban bajo vigilancia. Para muchos de ellos, el programa espía de alta tecnología conocido como Predator había infectado sus teléfonos a través de un enlace de phishing incluido en un mensaje de texto que confirmaba una cita para vacunarse desde la propia plataforma electrónica del Estado. Y aunque en un principio lo negó, el gobierno se vio finalmente obligado a admitir que se estaban llevando a cabo «operaciones de vigilancia selectiva» bajo el pretexto abstracto de la «seguridad nacional», operaciones orquestadas y dirigidas por la Agencia Nacional de Inteligencia (AEI) que, casualmente, había sido puesta bajo el control directo del primer ministro Mitsotakis en 2019. Sin embargo, la afirmación oficial adicional de que el Estado griego no había comprado ni utilizado la tecnología de software espía Predator ha sido directamente cuestionada por expertos en ciberseguridad, obligando incluso al periódico de derecha y habitualmente favorable al gobierno, Kathimerini, a cuestionar la narrativa del gobierno. Curiosamente, y sin implicar por supuesto que la vigilancia se reduzca a los gobiernos autoritarios, idénticos escándalos de espionaje a periodistas y políticos de la oposición (con tecnología producida por la misma empresa que creó Predator, NSO) han surgido también en Hungría y Polonia.

El hecho de que parte de las operaciones de vigilancia tuvieran como objetivo a periodistas de investigación reforzó la creciente preocupación por la libertad de prensa que, en el caso de Grecia, era anterior a la historia de los programas espía, pero que sin embargo coincidió cronológicamente con el ascenso de Nueva Democracia al gobierno. De hecho, la cuestión ya había aflorado en el caso de la famosa (o infame) «lista Petsas» (llamada así por el nombre del ministro de Protección Civil), que enlistaba los medios de comunicación que se beneficiarían de un reparto gubernamental de 20 millones de euros para garantizar la transmisión de las medidas del Estado en el contexto de la pandemia. Que los medios de comunicación recibieran dinero del Estado para hacer lo que literalmente es su trabajo ya era un gesto dudoso, pero la revelación de que la lista de Petsas destinaba menos del 1% de ese dinero a medios críticos con el gobierno no hizo más que echar leña al fuego.

El hecho de que parte de las operaciones de vigilancia tuvieran como objetivo a periodistas de investigación reforzó la creciente preocupación por la libertad de prensa que, en el caso de Grecia, era anterior a la historia de los programas espía.

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Este suceso aterrizó en un panorama mediático griego que ya dejaba mucho que desear. A este respecto, lo más crucial es la realidad de que la inmensa mayoría de los principales canales de televisión y periódicos, un porcentaje significativo de la agencia de distribución de prensa, numerosas emisoras de radio y los medios de noticias en línea más visitados son propiedad de tres empresarios cuyas relaciones con el gobierno pueden describirse con seguridad como más que amistosas. Dentro de este marco general, no es de extrañar que la libertad de prensa en Grecia se haya visto constantemente degradada en los últimos años, y que las evaluaciones más recientes de Reporteros Sin Fronteras sitúen a Grecia como el país con peores resultados de toda la Unión Europea y en el puesto 107 del mundo.

Sin embargo, en lugar de un caso de captura total del entorno mediático por parte del gobierno (como muchos han descrito la situación en Hungría), lo que tenemos en Grecia es más concomitante con una relación recíproca matizada, propicia para la perspectiva ideológica proempresarial de Nueva Democracia. El resultado, en cualquier caso, es una situación en la que los principales medios de comunicación no sólo están asombrosamente sesgados a favor del gobierno y ya abandonaron incluso las apariencias performativas de periodismo crítico o de investigación, sino que también parecen considerar que su tarea es instruir al gobierno sobre cómo mitigar las situaciones que amenazan su legitimidad.

Las secuelas del devastador accidente ferroviario que cobró la vida de 57 personas en febrero de 2023 ofrecen un caso ejemplar. La cobertura del suceso, que demostró la terrible unilateralidad que los principales periodistas estaban dispuestos a adoptar para deslindar al gobierno de la responsabilidad en la tragedia, generó la creciente sensación de que se había perdido irremediablemente el sentido de la proporción. En un crescendo de insensibilidad pasmosa, un supuesto periodista aclamado no dudó en encontrar un resquicio de esperanza en el desastre, proclamando que las muertes eran un sacrificio desafortunado pero necesario para modernizar el sistema ferroviario. Mientras tanto, otros periodistas se dedicaron a promover la versión de que el único responsable del accidente había sido un director de estación mal pagado que no activó un sistema automático de seguridad que, como informaron los trabajadores ferroviarios a todo el que quisiera oírlo, nunca llegó a instalarse4. Sintiendo que la burbuja protectora en torno al gobierno estaba cada vez más minada, otros periodistas recurrieron a aconsejar públicamente al gobierno cómo minimizar el tremendo costo político comparando su actuación con anteriores fracasos gubernamentales, aludiendo directamente a la espeluznante muerte de 104 personas en un incendio forestal en Atenas durante el gobierno de Syriza.

No es de extrañar que la libertad de prensa en Grecia se haya visto constantemente degradada en los últimos años, y que las evaluaciones más recientes de Reporteros Sin Fronteras sitúen a Grecia como el país con peores resultados de toda la Unión Europea y en el puesto 107 del mundo.

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Una vez descrito este contexto, es pertinente recordar que la erosión de la libertad de prensa es un indicio (si no una consecuencia) de un descarrilamiento institucional más profundo. Y a este nivel, el gobierno griego tiene un historial igualmente impresionante que, en otras circunstancias, bastaría para que Grecia figurara en la lista de países de la Unión calificados de «retroceso democrático».

Ya se ha señalado el hecho de que el Servicio Nacional de Inteligencia haya pasado a estar bajo el control directo del primer ministro, lo que genera inquietud por una preocupante concentración de poderes. Pero no es el único caso, ni el más preocupante desde el punto de vista institucional. Otros ejemplos serían la decisión de poner el Servicio Meteorológico Nacional, anteriormente independiente, y el Observatorio Nacional bajo el control directo del Ministerio de Protección Civil, anunciada por el primer ministro tras los incendios forestales que devastaron Grecia este verano. Como muchos señalaron, no fue casualidad que la decisión se anunciara pocos días después de que el Observatorio Nacional contradijera públicamente la versión oficial del gobierno sobre la magnitud de los incendios, al tiempo que proporcionaba una comparación condenatoria con la devastación causada por los incendios en años anteriores5.

Sin embargo, los intentos de controlar la información o de silenciar las refutaciones de la versión oficial no son los únicos objetivos. Junto a estas intervenciones, el gobierno también se ha dedicado a socavar sistemáticamente a las autoridades independientes delegadas constitucionalmente como contrapesos de las mayorías gubernamentales. Los recientes casos de la Autoridad Helénica para la Seguridad de la Comunicación y la Privacidad (ADAE) o el Consejo Nacional Griego de Radio y Televisión (ESR) son claros ejemplos.

Con la excusa oficial de que su mandato había expirado, el gobierno anunció la sustitución de algunos miembros de la parlamentaria Conferencia de Presidentes, institución encargada de nombrar a los miembros de las autoridades independientes (como la ADAE o el ESR) y cuya legitimidad se supone que emana de su composición de mayoría parlamentaria reforzada de 3/5. Tras una repentina decisión de sustituir a estos miembros de la Conferencia (una precipitación que, curiosamente, no se extendió a la sustitución de los miembros del Defensor del Pueblo griego o de la Autoridad Helénica de Protección de Datos, cuyos mandatos también habían expirado), el gobierno acabó teniendo un control mayoritario (bastante dudoso)6 de la institución. En otra peculiar coincidencia, este brusco cambio de composición se produjo sólo un día antes de que la ADAE tuviera que deliberar sobre la cantidad exacta con la que multaría al Servicio Nacional de Inteligencia por ocultar información relacionada con el escándalo del programa espía Predator. Además, el hecho de que se alcanzara una mayoría favorable al gobierno en la Conferencia con la ayuda de 2 votos del partido de extrema derecha Solución Griega, cuyo líder ha sido multado con más de 1 millón de euros por el ESR (es decir, la otra autoridad independiente afectada por la decisión) no parece nada irrelevante.

Entre estrategia y la convicciones, la evolución de Nueva Democracia hacia la extrema derecha

Las explicaciones de los casos anteriores de descarrilamiento institucional que se centran en una alianza micropolítica, estratégica y efímera entre Nueva Democracia y los partidos de extrema derecha no tienen en cuenta ni las trayectorias históricas ni las transformaciones contemporáneas. No cabe duda de que la mayoría electoral de Nueva Democracia en las elecciones generales de 2023 y el notable descenso de los votos de la izquierda convierten al creciente electorado de extrema derecha en una fuerza de oposición considerable para el gobierno. Sin embargo, una visión tan limitada no sólo ignora la afinidad ideológica entre Nueva Democracia y la extrema derecha, sino que también oculta la necesidad de aceptar el auge contemporáneo de la extrema derecha y las tendencias autoritarias en toda Europa.

Es pertinente recordar que la erosión de la libertad de prensa es un indicio (si no una consecuencia) de un descarrilamiento institucional más profundo.

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Por un lado, quienes no se dejan confundir por la miopía y la frivolidad de las apariencias saben perfectamente que el partido Nueva Democracia ha albergado históricamente en sus filas a personalidades y posiciones de extrema derecha. Su más reciente incorporación de políticos surgidos directamente de partidos de extrema derecha/fascistas no constituiría, desde esta perspectiva, un cambio digno de mención. Pero si algo ha alterado el panorama es el nombramiento directo de un número significativo de esos políticos en puestos ministeriales clave, lo que les ha permitido erigirse en auténticos representantes y coautores de la cosmovisión ideológica del gobierno. 

Es en este contexto en el que la adopción por parte del gobierno de posiciones directamente de extrema derecha no debe malinterpretarse como una estrategia electoral micropolítica. Cuando el gobierno expresó la despreciable invención xenófoba de que los refugiados eran «muy probablemente» los responsables de los incendios forestales del verano pasado (a pesar de las pruebas contrarias del servicio de bomberos), no estaba simplemente intentando apaciguar a los votantes perdidos por los partidos de extrema derecha. Del mismo modo, cuando el exprimer ministro de Nueva Democracia (2012-2015), Adonis Samaras, fustigó la «deconstrucción de los valores tradicionales» a través de la «cultura woke», al tiempo que aludía a la ficción fascista del «Gran Reemplazo» durante un discurso en mayo de 2023, no estaba simplemente imitando los argumentos de la extrema derecha para obtener beneficios electorales. Por último, pero no por ello menos importante, la esperanza expresada por el actual ministro de Estado Makis Voridis de «derrotar a la izquierda» se enmarcó, según sus propias palabras, no en el contexto de una «victoria electoral», sino en una lucha «por nuestras almas, nuestra patria, nuestra historia, nuestra nación». Un discurso, en otras palabras, que se inspiraba más en sus antecedentes en las filas del partido fascista EPEN del exdictador Papadopoulos y en su admiración por Pinochet y Jean Marie Le Pen, que en una estrategia electoral coyuntural.

El caso griego en el espejo de la Unión Europea

Al igual que en otras partes de Europa, el significativo ascenso de las tendencias de extrema derecha/autoritarias en Grecia surge de una combinación de cambios ideológicos a nivel de partidos políticos y de la presión desde abajo, con electorados desencantados que optan cada vez más por «soluciones» autoritarias a los problemas mezclados del declive económico, la aceleración de la desigualdad, la amenaza existencial que supone la catástrofe climática y la falta de alternativas visibles.

La sensación ampliamente compartida de impotencia de los individuos frente a la totalidad social genera una identificación casi perversa con las estructuras autoritarias. Además, como ya había señalado Adorno en su estudio sobre la personalidad autoritaria, el miedo a volverse superfluo en el contexto de un declive visible de la forma predominante de organización económica da lugar a un «mecanismo de defensa ligado al prejuicio». En consecuencia, la furia que acompaña a dicha realidad opresora, que parece mucho más fuerte a cualquier resistencia a la misma, a menudo da lugar a una transferencia de dicha furia hacia los oprimidos por ella. Como hemos visto, el consenso metodológico resultante se exterioriza en la deshumanización de los inmigrantes y se interioriza en la calificación de «traidoras» de las fuerzas opositoras nacionales. En el centro de este marco se encuentra una fantasía de armonía que sólo puede lograrse excluyendo a los que se consideran perturbadores o más débiles.

Quienes no se dejan confundir por la miopía y la frivolidad de las apariencias saben perfectamente que el partido Nueva Democracia ha albergado históricamente en sus filas a personalidades y posiciones de extrema derecha.

PAVLOS ROUFOS

Como en otros lugares, la traslación de este proceso a la vida cotidiana de la sociedad griega se manifiesta en un creciente número de comportamientos antisociales desde abajo (que van desde la organización de pogromos contra los inmigrantes en las regiones fronterizas de Grecia hasta el espantoso asesinato de un hombre a manos de los tripulantes de un transbordador en El Pireo) que, sobre todo, se reflejan institucionalmente en las declaraciones y reacciones justificatorias de los funcionarios del gobierno.

Como ya se ha señalado, muchos tienden a describir este giro general hacia el autoritarismo como un «retroceso democrático». Para terminar, quizá valga la pena detenerse a considerar las implicaciones de este concepto. Porque sólo entonces se hace evidente que el término «retroceso» presupone no sólo una regresión a un estado de cosas anterior en gran medida indefinido y abstracto, sino también, más sutilmente, una firme creencia en el progreso en forma de una trayectoria naturalizada y lineal de mejora constante que de alguna manera se «desvía». Que se trata de un imaginario crucial del paradigma liberal-democrático y del propio modelo de producción capitalista es bastante evidente. Tampoco es difícil de descifrar su infusión en el dictamen de Monnet sobre la integración europea como «forjada a través de las crisis».

Pero tal vez nos beneficiaría conceptualizar el predicamento contemporáneo más como una revisión que como una regresión. En lugar de insistir en una supuesta incompatibilidad del orden liberal con el autoritarismo, la elaboración de Gáspár Miklós Támás del concepto de postfascismo que encuentra «fácilmente su nicho en el mundo del capitalismo global sin trastornar las formas políticas dominantes de democracia electoral y gobierno representativo» parece, por desgracia, más apropiada. En el contexto actual, la ausencia de un movimiento antagonista persistente no sólo permite que las tendencias autoritarias avancen sin necesidad de intensificar la violencia de la parte represiva del Estado (Francia podría considerarse una excepción en este sentido), sino que también significa que el giro autoritario se produce dentro de los procedimientos democráticos formales y a través de ellos. Si en un futuro inmediato la Unión va a estar dirigida por gobiernos de extrema derecha y/o autoritarios, como muchos están señalando de forma alarmante, será el resultado de unas elecciones y no la obra de movimientos violentos como las SA o de sistemas totalitarios de partido único.

La ausencia de un movimiento antagonista persistente no sólo permite que las tendencias autoritarias avancen sin necesidad de intensificar la violencia de la parte represiva del Estado.

PAVLOS ROUFOS

Se ha vuelto bastante común evocar el periodo de entreguerras como paralelo histórico de nuestra situación contemporánea. Pero la historia no contiene repeticiones. Si los liberales autoritarios se aliaron (aunque fuera temporalmente) con los regímenes fascistas en la década de 1930, ello se debió principalmente a la existencia de un movimiento obrero masivo cuyas expresiones socialdemócratas, anarquistas o comunistas se consideraban indistinguibles y una amenaza directa para el mundo de la propiedad y el capital. Desde esta perspectiva, la analogía histórica se queda corta. Pero si se puede extraer una lección histórica, ésta consiste en el hecho de que no existe una incompatibilidad inherente entre liberalismo y autoritarismo. Hoy en día, el autoritarismo surge en el seno del orden liberal y se acomoda sin problemas a su marco formal. Dada esta reciprocidad, un intento de socavar el autoritarismo defendiendo el propio sistema que lo produce parece una receta para el desastre.

Notas al pie
  1. En sus años de formación en el periodo de entreguerras, por ejemplo, los pioneros del marco neoliberal como Wilhelm Röpke introdujeron la noción de «intervencionismo liberal» que llegaba hasta el punto de aceptar programas de creación de empleo dirigidos por el Estado para hacer frente al persistente subempleo o desempleo.
  2. Una encuesta de 2017 mostró que más de 6 mil empresas alemanas operan en Hungría y emplean a más de 300 mil trabajadores. Todas mostraron planes de aumentar la inversión en el futuro.
  3. Hacerse de la vista gorda ante las transgresiones de las decisiones comunes europeas para mantener las apariencias no empezó con Grecia. El ejemplo de Portugal ofrece un caso anterior, aunque en menor medida. Miembro de los Estados periféricos en el epicentro de la crisis de la eurozona y, al menos oficialmente, destinado a sufrir el mismo duro proceso de austeridad que vimos en Grecia o España, Portugal consiguió de hecho eludir el tratamiento de choque de la Troika y seguir recibiendo financiación del BCE (su inclusión en los programas de compra de bonos del BCE sancionada a través de su solvencia evaluada positivamente por una única agencia de calificación) mientras que el país votaba en realidad presupuestos expansivos en contradicción directa con el sentimiento general del periodo. En este caso, la decisión de presentar a Portugal como una historia de éxito parece haber sido tan primordial para la UE que se convirtió en costumbre hacerse de la vista gorda ante sus políticas fiscales expansivas.
  4. El informe oficial de un comité independiente sobre la catástrofe concluyó inequívocamente que la no instalación de sistemas de seguridad cruciales para evitar errores humanos fue la causa del accidente ferroviario. Una investigación más profunda demostró que Grecia ya había recibido más de 800 millones de euros de fondos europeos desde 2014 para mejorar, entre otras cosas, «la interoperabilidad y la señalización de los ferrocarriles», pero el Estado griego no había cumplido sus obligaciones. Pocos días antes del accidente, la Comisión Europea había anunciado su decisión de llevar a Grecia ante el Tribunal de Justicia de la UE precisamente por este incumplimiento.
  5. Un ataque similar contra los datos científicos proporcionados por el programa de vigilancia medioambiental Copernicus también fue expresado por funcionarios del gobierno. Sin embargo, dado que este programa está gestionado por la Comisión Europea, la posibilidad de ponerlo bajo el control directo de sus ministerios no era una opción real.
  6. Las cuentas para alcanzar la mayoría de 3/5 no cuadraban. Con 27 miembros en la Conferencia, el precedente constitucional exigiría 17 votos para alcanzar una decisión mayoritaria (27×3/5= 16.2). En su lugar, se declaró que 16 votos eran suficientes.