Este artículo es un extracto anticipado del último número de la revista GREEN, «El Creciente Fósil», dirigido por Paul Magnette, que presentará el número el 31 de octubre en el Mardi du Grand Continent en la École normale supérieure.
Una de las cosas más sorprendentes de la cuestión climática y ecológica es que ya no resulta difícil imaginar un mundo descarbonizado, un mundo en el que la organización socioeconómica relaje su presión sobre el medio ambiente garantizando al mismo tiempo una vida digna al mayor número posible de personas. Las políticas actuales de inacción, retraso, negación y relativización, y la acumulación de catástrofes y conflictos, no se deben a una falta de posibilidades objetivas: se desarrollan en un momento en que están surgiendo los conocimientos, las técnicas y los dispositivos institucionales necesarios para una transición rápida y rigurosa. Aunque trastornarán patrones económicos y políticos bien establecidos e intereses creados, están en condiciones de salvarnos de las consecuencias más drásticas de la crisis climática.
La imaginación no basta en política, pero dejémosla funcionar por un momento. El mundo idealmente reconstruido según el imperativo climático es un mundo en el que los bienes públicos -agua, suelo, aire- están protegidos por un marco jurídico y democrático vinculante, en el que apenas se queman combustibles fósiles para calentar nuestros hogares o producir bienes de consumo porque la sustitución renovable se ha completado allí donde puede hacerse, donde las infraestructuras de transporte público son fiables, distribuidas uniformemente en el espacio y eficientes, donde los sistemas alimentarios son mayoritariamente vegetales y locales, donde los procesos industriales estén descarbonizados y son capaces de reutilizar los recursos de forma óptima, y donde la distinción social a través del consumo es marginal.
La electrificación de los usos 1, la regeneración de los suelos y de los sumideros de carbono, una combinación eficaz de sobriedad y de sustituciones técnicas, todo ello respaldado por un coraje político asertivo, pueden sacarnos del atolladero. Así descrito, el mundo que ha pacificado sus relaciones con el planeta no es en absoluto una utopía. Es más bien la actualización de posibilidades muy reales, en gran medida en consonancia con las promesas de mejoras tecnocientíficas de la vida cotidiana y la democratización del espacio público. En resumen, se trata de una nueva etapa de la modernidad, que Robert Boyer califica de «antropogénica» 2 y no simplemente competitiva, pero desde luego no de un desafío subversivo a la misma: el Estado, la división del trabajo, la previsión de riesgos, la racionalización de la experiencia colectiva, el ideal de justicia e incluso la competencia entre Estados siguen ahí, en el centro de la historia, pero simplemente cumplen nuevas funciones dictadas por el presente.
Hoy estamos rodeados del imaginario visual y narrativo de la catástrofe, y aquí y allá surgen algunos escenarios auténticamente utópicos de vuelta a la naturaleza o de abandono más o menos total del mundo industrial. Esas posibilidades, que son a la vez las menos deseables y las menos realistas, dejan poco margen para un imaginario cultural en el que prevalezca el escenario rápidamente esbozado más arriba. Con la excepción, por ejemplo, de la corriente Solarpunk, difícil de encontrar en las grandes producciones cinematográficas, en las plataformas de distribución de contenidos, en la publicidad o en la comunicación política dominante, la idea misma de un mundo compartido sostenible no parece arraigar en la conciencia colectiva. ¿Se trata de una derrota ideológica reflejada en las representaciones culturales? Sabemos hasta qué punto el sueño modernista de la ciudad, de la emancipación a través del consumo, de la libertad de movimiento, se promovió en los siglos XIX y XX a través de la producción a ultranza de imágenes y discursos dominantes 3.
Sabemos que para que una realidad exista primero debe ser representada. Entonces, ¿por qué no somos bombardeados a diario por un arsenal mediático de imágenes, historias, personajes y símbolos que convergen para formar un sistema visual en el que proliferen los aerogeneradores, las granjas regenerativas, los edificios de emisiones cero y los trenes de alta velocidad? ¿Por qué el modelo social de reparto, eficacia y sobriedad no es objeto de una vasta campaña de comunicación, o incluso, digámoslo así, de propaganda? ¿Por qué esta sorprendente falta de inversión, incluso por parte de quienes se supone que promueven la transición, en el imaginario del mundo post-combustibles fósiles? El movimiento climático, en particular, se limita a menudo a un catecismo acusatorio que, si bien nombra a los enemigos correctos -el sistema económico y político que sostiene los combustibles fósiles-, sigue invocando la defensa del planeta o de los seres vivos como una causa en sí misma, un principio de acción tan vago como desprovisto de cualquier asidero en la realidad y los intereses.
Nos encontramos, pues, en una situación en la que una gran parte de la población sabe que el modelo socioeconómico en el que vive es insostenible, pero no tiene ni idea de cómo sería el mundo hacia el que hay que avanzar. Entonces, ¿cómo pueden querer ese mundo? ¿Cómo puede cambiar una realidad inestable pero tangible por otra totalmente abstracta y poco atractiva? En ausencia de ese mundo imaginario, el mundo obsoleto de los combustibles fósiles -coches, aviones, carne, casas suburbanas, etc.- conserva su poder de atracción y, lo que es peor, se convierte en un bastión que hay que defender en una guerra cultural.
La explicación de esta paradoja -la de un mundo objetivamente deseable pero subjetivamente indeseable- puede residir en la magnitud de los obstáculos que se interponen en el camino de esta democracia simbiótica. Aun suponiendo que el objetivo final sea alcanzable y goce de consenso, los obstáculos socioeconómicos que nos alejan de estas potencialidades podrían engendrar derrotismo y desaliento. Sin duda podemos imaginar un paisaje transformado por la revolución ecológica, pero no podemos movilizar a la gente para exigirlo ni construir el bloque social que lo impulse. El poder de atracción del ideal quedaría así anulado o disminuido por la idea de que ese mundo deseable y posible, incluso necesario, sigue siendo lejano e improbable. Así que tal vez haya llegado el momento de comprender mejor esos obstáculos, de demostrar que pueden superarse, para que el imaginario cultural y político de un mundo post-combustibles fósiles pueda por fin abrirse camino en nuestra vida cotidiana. Porque, repitámoslo, el asunto climático no está en ningún punto muerto, salvo en nuestra incapacidad para creer en nuestro poder de transformación.
Comprender la avería del imaginario ecológico
En primer lugar, hay que decir que este camino se vuelve complejo por obstáculos estructurales, ligados a las expectativas colectivas y a las formas de acción política que predominan en el mundo social donde se produce la crisis climática. Uno de los principales es el debate entre gradualismo y radicalismo. Por un lado, hay un grupo de actores que recomiendan prudencia en la acción transformadora: para no ofender demasiados intereses y, por tanto, no comprometer las etapas posteriores de la transición, habría que proceder con cautela, cosechando primero los frutos de medidas bipartidistas que susciten poca o ninguna oposición. El gradualismo preconiza una estrategia socialmente realista, cuyo objetivo es no inflamar al electorado y construir, lentamente, un público receptivo a los beneficios de la transición. Los radicales, por el contrario, plantean el imperativo absoluto de la transición y su urgencia, y aceptan perturbar temporalmente los intereses existentes en nombre de una obligación que pone en juego la supervivencia 4. El equilibrio entre gradualismo y radicalidad sustenta gran parte del discurso político actual sobre el clima y determina las posiciones adoptadas en relación con el capitalismo, el Estado y la movilización social. Existe un gradualismo hipócrita, que contribuye a dar crédito a los intereses de los combustibles fósiles partiendo del supuesto de que ni siquiera ellos pueden sentirse demasiado ofendidos; y también existe un radicalismo de encantamiento, desatento a las palancas sociales de transformación en las que puede apoyarse eficazmente. Sobre todo, esta polaridad tiende a crear las condiciones para una actitud artificial de espera, ya que cada parte utiliza la existencia de la otra como excusa para no embarcarse en una vía de transformación que, lenta o rápida, sea al menos tangible.
Este debate se inscribe a su vez en una reflexión más metapolítica sobre la naturaleza del desafío al que nos enfrentamos. Uno de los rasgos desestabilizadores de la cuestión climática es que tiende a absolutizar lo que está en juego. Mientras que en el pasado los conflictos políticos implicaban a grupos sociales bastante bien identificados, ya fueran órdenes, grupos religiosos, clases o naciones, la crisis climática introduce una forma de politización en la que está implicada la humanidad como categoría abstracta, y en la que el escenario sobre el que solíamos luchar forma ahora parte de la trama. De ahí el retroceso de categorías de pensamiento teológico-políticas como la salvación, o todo el léxico del fin del mundo, de lo planetario. Esto no quiere decir que las desigualdades socioeconómicas intra e internacionales sean obsoletas, ni mucho menos, sino que la reflexión sobre las escisiones internas del mundo social debe revisarse a la luz de una experiencia que va mucho más allá de su marco. El hecho de entrar al Antropoceno trastorna las filiaciones sociales, los intereses, las lógicas de coalición y oposición heredados del pasado —y el mismo hecho vuelve a poner en juego tales elementos—. La consecuencia más visible de esta transformación es que el espacio político oficial, formado por partidos, promesas y agendas, se encuentra en pugna con un nuevo imperativo que no tiene clientela social preconstituida. No existe una «clase geosocial», por utilizar el término de Latour 5, ni siquiera existe realmente un bloque socioecológico visible que haya alcanzado una masa crítica, por lo que no existe un portavoz legítimo para esta cuestión.
A su vez, esta cuestión plantea otra. Uno de los requisitos previos para anclar este nuevo conjunto de cuestiones políticas en la sociedad -y, por tanto, poder responder a ellas- es la existencia de un espacio público sano, estructurado por un sistema escolar que funcione y una economía mediática razonablemente independiente. En otras palabras, necesitamos un público suficientemente formado e integrado para que las transformaciones en curso no parezcan aberrantes, fuente de anomia o, peor aún, una amenaza. El sueño republicano de la educación generalizada y de la democratización de las competencias para descodificar el mundo cobra todo su sentido en el contexto de una crisis epistemológica y social como la que estamos viviendo. Desde ese punto de vista, hay que admitir que la crisis del clima político ha llegado en el peor momento posible (o, más radicalmente, que su desarrollo desenfrenado es consecuencia de la desintegración de la esfera pública). En la mayoría de los países llamados desarrollados, la inversión en capital humano se encuentra en términos negativos, lo que tiende a aumentar la desigualdad en el acceso a los conocimientos esenciales y a comprometer la capacidad colectiva para entrar en el Antropoceno 6. La prensa, especialmente en Francia, está en gran medida en manos de una oligarquía financiera que no tiene reparos en explotarla para sus intereses inmediatos 7. Las redes sociales también pueden alimentar esta anomia al difuminar la línea que separa la información del ruido. En estas condiciones, es poco probable que surja el espacio público necesario para la formación de un ideal social de transición.
El cuarto y último aspecto de estas coordenadas estructurales que obstaculizan el desarrollo de una verdadera politización del clima es la incertidumbre más o menos deliberada sobre los beneficios de la transformación ecológica. Para muchas personas -incluidos, sorprendentemente, los ecologistas- la transición es tanto un riesgo como una oportunidad. Si bien hay acuerdo, al margen de los grupos de presión y cabildeo, sobre la necesidad de prescindir de los combustibles fósiles, no lo hay hasta la fecha sobre los métodos de sustitución energética y técnica, ni sobre el alcance de la palanca que proporciona la sobriedad elegida: en resumen, ¿cuál es la parte respectiva de la innovación/sustitución y de la sobriedad en el proceso de descarbonización? Los ecologistas, a menudo enamorados del sueño edénico de una vida discreta y sin problemas, se resisten a avalar el giro energético de las energías renovables: señalan con frecuencia que los aerogeneradores ocupan espacio y requieren materiales, que las fábricas de baterías y las minas de litio contaminan, y que la apertura de nuevos sectores industriales y la innovación tecnológica que los sustenta se parecen demasiado a las soluciones del pasado. La evidente imperfección de la transición, el hecho de que a veces desplaza más de lo que revierte las depredaciones medioambientales 8, oscurece la cruda, obvia y masiva necesidad de la descarbonización y la economía de materiales, y más aún la oportunidad socioeconómica que se esconde tras ella.
Históricamente, el ecologismo nació en Europa como una crítica a la modernidad industrial, y el hecho de que las políticas climáticas tengan hoy el rostro de su renacimiento está creando un electroshock en sus actores clave. En otras palabras, hay ambigüedad, incluso y sobre todo en los segmentos de la arena política que están en posición de defender la transición. ¿Estamos viendo cómo los Verdes europeos inundan la arena política con imágenes del mundo post-combustibles fósiles? Esto sólo ha ocurrido en el contexto de la guerra en Ucrania 9. ¿Los vemos reclamar la autoridad intelectual y política para proyectarse hacia un futuro seguro? No. Si no lo hacen, es muy fácil para los adversarios de esta transición acusarla de todos los males: subida de los precios de la energía, amenazas a la seguridad del abastecimiento, amenazas al empleo y al crecimiento… todo puede achacarse a la transición si no se presenta al público con la energía adecuada.
Estos cuatro obstáculos, estas cuatro condiciones desfavorables a la transición, por así decirlo, relativizan sin duda nuestra observación inicial de que no existe un impasse climático. En realidad, entendemos que, si hay un punto muerto, éste no se sitúa en el plano de la viabilidad técnica e institucional -tenemos a mano las máquinas y el marco normativo para lograrlo, y no hay ninguna imposibilidad antropológica profunda-, ni siquiera en el plano de su deseabilidad objetiva, sino en el de la movilización de intereses. El fracaso de la imaginación política está, pues, ligado al deterioro de las condiciones sociales generales, a la incapacidad de crear y difundir un mensaje claro y suficientemente universal para ejercer un efecto de arrastre sobre las expectativas y las prácticas colectivas. Pero esta constatación no hace sino lamentar aún más, y podríamos decir que enfurecer aún más, este fracaso de la imaginación, ya que podría muy bien compensar la actual falta de movilización para la transición.
La necesaria transformación de los discursos políticos
Para convencerse de que el estancamiento climático es sólo relativo, o subjetivo, y creer así en nuestros poderes de transformación, es esencial que la comunidad política sea consciente tanto de la naturaleza de los obstáculos que hay que superar como del hecho de que pueden superarse. Para que surja y se extienda un cierto nivel de confianza en una vía de transición, es necesario, en otras palabras, que la guerra climática aparezca como lo que es, y que parezca que se puede ganar. Por tanto, es necesaria una descripción de la línea del frente, si queremos ampliar esta metáfora, para identificar los posibles puntos de inflexión entre el statu quo y la transformación, y las fuerzas que deben intervenir en cada uno de ellos.
La transición hacia un sistema de producción y distribución de la riqueza, y hacia un sistema de libertades públicas bajo en carbono y sostenible, depende fundamentalmente del arte de gestionar los dilemas que genera. Actualmente nos enfrentamos a estos dilemas a diario: nos preguntamos cómo mantener el empleo y el desarrollo humano sin recurrir a las infraestructuras heredadas del pasado; cómo financiar la transición sin sobrecargar demasiado el presupuesto de los hogares; cómo articular la reindustrialización de las economías nacionales sin comprometer la cooperación internacional mediante un proteccionismo excesivo; cómo integrar las nuevas prácticas de consumo, de desplazamiento y de alimentación en las experiencias ordinarias de la población sin provocar una guerra cultural o un sentimiento de desclasamiento. Estos dilemas están en el centro de nuevos movimientos sociales como los chalecos amarillos en Francia, las revueltas sobre el precio de los bienes básicos que recorren el mundo y los conflictos internacionales en torno a la innovación tecnológica.
Para aliviar la presión sobre los medios naturales y preservar bienes públicos mundiales como la atmósfera, los océanos y, más ampliamente, las funciones ecológicas elementales que garantizan la habitabilidad del planeta, en otras palabras, necesitamos un arte político de compromiso entre naciones, entre clases sociales, entre sectores de influencia. En otras palabras, necesitamos una coalición post-combustibles fósiles más poderosa que la coalición fósil del pasado 10. Estamos empezando a vislumbrar el despliegue de este arte político en las estrategias industriales y climáticas de Estados Unidos, China y la Unión Europea, pero estas estrategias aún no han alcanzado su velocidad y su masa crítica, el punto en el que imparten su movimiento al conjunto de la sociedad. Por eso nos encontramos en lo que podría llamarse una «falsa guerra climática»: sabemos que el conflicto ya comenzó, que el viejo orden no va a volver, pero aún estamos en medio del camino, los ganadores y los perdedores no se han declarado, los golpes más duros ni siquiera se han dado todavía. El reciente discurso sobre el Estado de la Unión de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, da fe de esta situación intermedia 11: el horizonte histórico había quedado definido por el Green Deal y una primera ronda de financiación estimulada por la situación de guerra en Ucrania (RePowerEU, NZIA), pero la sublevación de la derecha europea, que plantea la amenaza de una transición desestabilizadora y pide una ralentización de las medidas, está provocando el enfriamiento del establishment 12.
Al elevar artificialmente el costo político de la transición y suscitar el temor a una sociedad post-combustibles fósiles ingobernable o indeseable, la derecha europea aumenta el costo futuro de las catástrofes. Por ello, un análisis lúcido de esta transición, en sus diversas dimensiones industrial, financiera, científica y geopolítica, no puede adoptar la forma de una comparación neutra de costos y beneficios. Debe demostrar de forma performativa cómo la gestión de la transición puede integrar la reducción de su costo sociopolítico, mediante la construcción de una coalición de intereses sociales que se beneficie de ella y, en última instancia, la exija 13. La proliferación de discursos autocomplacientes sobre la gran marcha hacia la innovación y el desarrollo industrial verde refleja el desequilibrio entre la facilidad de definir un horizonte técnico e industrial para la descarbonización, y la dificultad, en el marco político actual, de definir los contornos de esta coalición. La Unión Europea, y tal vez también Estados Unidos, está definiendo un programa de reconversión adaptado a la restricción climática, pero que no está diseñado para responder a las demandas de justicia que impulsan a la sociedad y a la mano de obra. En otras palabras, es un programa que corre el riesgo de no ir a ninguna parte.
Los tres ejes del problema climático
Una vez más, si queremos ir más allá del encantamiento, debemos abandonar nuestra concepción fatalista de la transición. Ya sea que la veamos como la marcha automática de la historia, según una nueva teleología verde, o como una imposibilidad socioeconómica radical, como es el caso de los partidos de derecha fosilizados en casi todo el mundo, el fallo es el mismo: las fuerzas sociales siguen ausentes en la ecuación. Así que tenemos que echar un vistazo a cada uno de los tres grandes pivotes históricos que se están desarrollando ante nuestros ojos en torno al problema climático para entender mejor el frente en el que tenemos que luchar, y cómo las fuerzas sociales reales pueden encontrar su camino allí y movilizarse, por el clima y por sí mismas.
Esos tres pilares son el geopolítico, el socioeconómico y el cultural, a falta de un término mejor.
Podemos empezar por la escala geopolítica, o internacional, en la medida en que es la más abarcadora. La historia y los problemas de la crisis climática son en gran medida una cuestión de guerra y paz, una cuestión que pone en juego la piedra angular de los Estados modernos, a saber, el principio de seguridad. En efecto, desde la Ilustración y el nacimiento de la economía política moderna, la mayoría de las élites políticas aceptan que el mejor sustituto de la guerra es el comercio, y que la extensión de los circuitos comerciales permite tanto mejorar las conexiones entre los seres humanos como domesticar aún más la naturaleza 14. Lo fantástico de la sociedad mercantil, tal como fue concebida por Hume y Smith y más tarde por Bentham y Spencer, así como por teóricos socialistas como Saint-Simon y Marx, es que simultáneamente unifica a la humanidad y transfigura una naturaleza considerada peligrosa por las fuerzas productivas. La teodicea moderna del progreso está motivada en gran medida por los dilemas del Estado territorial, es decir, la necesidad de crear una cooperación entre naciones en un planeta único y finito, preservando al mismo tiempo una ventaja interna. A lo largo del siglo XIX, con el desarrollo de las tecnologías fósiles, la utopía comercial se convirtió en utopía industrial 15, y la vocación histórica de la humanidad se identificó casi universalmente con el esfuerzo productivo, al que se atribuía una virtud pacificadora y civilizadora. La tendencia a eliminar la violencia sustituyendo la guerra por la producción se arraigó en el sistema internacional, en forma de apertura del comercio mundial, transferencias de tecnología y ayuda al desarrollo. Sin embargo, paradójicamente, este ideal se ha convertido ahora en el principal obstáculo para la acción por el clima, ya que vincula la estabilidad del sistema internacional a la búsqueda de la movilización productiva total. Este vínculo entre estabilidad internacional e intensidad fósil también tiene un impacto negativo: por ejemplo, anular contratos de suministro energético o negarse a importar mercancías en nombre del clima, o elegir socios en nombre de los principios medioambientales, equivale a declarar la guerra, o al menos a cuestionar el orden internacional tal y como se configuró tras la Segunda Guerra Mundial.
En este contexto, las estrategias industriales de transición están creando un nuevo dilema geopolítico, que puede resumirse así. La cuestión climática requiere un alto nivel de coordinación internacional, porque es de interés común para la humanidad, porque las emisiones de CO2 y el clima son indiferentes a las fronteras territoriales interestatales, y porque es necesario negociar un reparto equitativo de la carga entre las naciones. Pero en la medida en que la descarbonización de la economía tiene que integrarse en la búsqueda de legitimidad por parte de los aspirantes al poder (tienen que poder ser elegidos sobre la base de un programa climático), cada nación tiende a querer captar para sí los beneficios socioeconómicos de la transición, y a trasladar sus desventajas a los demás. El resultado de este dilema está muy presente en el discurso político dominante sobre estas cuestiones, ya sea Emmanuel Macron y su nuevo eslogan de «l’écologie à la Française» 16, o el reciente discurso de Rishi Sunak en el Reino Unido, que condiciona la acción climática al desarrollo de industrias nacionales de tecnología verde 17.
Este dilema geoecológico condiciona hoy las relaciones internacionales, como lo demuestran los conflictos económicos entre Estados Unidos, la UE y China, alimentados en particular por la ley IRA y el Green Deal, pero también la actitud de aquéllos del Sur global que pretenden tomar una vía de desarrollo sostenible en el contexto de la guerra de Ucrania. Esta es la hipótesis que planteamos en la revista GREEN.
Sin embargo, hasta la fecha no existe una verdadera síntesis doctrinal propuesta por el movimiento democrático y social, una síntesis que permita integrar su estrategia política en este juego de condicionantes históricos. Si queremos encontrar una salida al dilema climático internacional, debemos definir un equilibrio entre la presión que debemos ejercer sobre nuestros socios económicos y políticos excesivamente dependientes de las energías fósiles, y la ayuda igualmente necesaria que los países más desarrollados deben aportar a los demás para acelerar su descarbonización. Así, por ejemplo, la tendencia actual al proteccionismo ecológico, preconizada por casi todo el espectro político, sólo puede ser coherente si se corresponde con el surgimiento de una coalición interestatal decidida a difundir normas de producción descarbonizadas mediante instrumentos reglamentarios y aduaneros. Por lo tanto, debemos preguntarnos si la UE tiene suficiente peso económico para hacerlo, o si necesita aliarse con otros socios para ello, y en caso afirmativo, con cuáles. Además de este uso estratégico del poder económico, que corre el riesgo de crear frustraciones e incluso réplicas, los países ricos deben poner fin a su reticencia a comprometerse en transferencias de tecnología y ayudas a la adaptación, es decir, medidas más positivas que puedan a la vez atenuar las rivalidades generadas por las medidas punitivas y anticiparse a los riesgos futuros.
El equilibrio entre esas dos líneas de acción debe estar definido por la racionalidad estratégica, es decir, un equilibrio entre promesas y amenazas.
En el plano socioeconómico, ya se ha escrito mucho para alimentar el debate sobre la compatibilidad entre el fin del mundo y el fin de mes. En Abondance et liberté, desarrollé una reflexión sobre el proceso histórico que condujo a la confiscación de las estructuras del Estado social por el crecimiento de los combustibles fósiles, y más allá por la formación de un imaginario social de emancipación a través del consumo, a la vez herramienta de distinción y palanca de negociación sociopolítica.
A este respecto, hay que hacer tres observaciones, similares a lo que se ha dicho anteriormente sobre la geopolítica. En primer lugar, se trata de un legado histórico que hay que reinventar; en segundo lugar, la cuestión se plantea fundamentalmente en forma de dilemas por resolver; y en tercer lugar, no existe una síntesis teórica y política completa.
En cuanto al primer punto, ahora está claro que, en el contexto de las socialdemocracias, donde el presupuesto del Estado está destinado a soportar el costo de la transición y la exposición a nuevos riesgos, el agravamiento de la crisis climática representa una amenaza adicional para su equilibrio. En cuanto se plantea la cuestión del cambio climático, se generaliza el fenómeno del chantaje sobre la financiación de las prestaciones sociales: ¿cómo frenar el ritmo de producción de automóviles o de aviones de pasajeros en este contexto, dado que el Estado necesita ingresos? Más ampliamente, ¿cómo cuestionar los motores del crecimiento si la transición energética es una carga presupuestaria creciente? Este dilema puede aplicarse a la cuestión del empleo: ¿cómo aceptar la pérdida de puestos de trabajo en los sectores que más emiten si hay que construir una plataforma política de transición dirigida a las clases medias y bajas ya afectadas por el desempleo y la precariedad? Llama la atención que la crisis climática se produzca en un momento en el que el debilitamiento de los servicios públicos es ya un fenómeno relativo, más que absoluto: su eficacia disminuye porque las necesidades crecen más rápido que las instalaciones y el equipo 18, y sabemos hasta qué punto este proceso ha servido en el pasado para construir un discurso sobre su ineficacia estructural. Un mecanismo similar de cuestionamiento del acceso a los derechos e infraestructuras públicas a través de la cuestión climática ya está en marcha, y es evidente que urge responder a él.
Como en el caso de las relaciones internacionales, los dilemas son reales pero no insolubles. En un primer momento, es posible aflojar la cuerda demostrando que emanciparse de los modos de producción y consumo más perjudiciales para el clima y la biodiversidad tiene importantes beneficios colaterales, sobre todo en términos de salud. Pero esto no basta para restablecer el equilibrio. En segundo lugar, y este es un argumento que se ha vuelto omnipresente hoy en día, podemos demostrar que el proceso de destrucción creativa que lleva al cierre de sectores intensivos en carbono para abrir canales alternativos de producción y consumo crea riqueza. Pero tampoco en este caso se ha restablecido totalmente el equilibrio, sobre todo porque la propia fase de transición es bastante costosa 19, si hay que financiar y apoyar nuevos programas de formación y recalificación de la mano de obra. Para volver a estar dentro de los límites planetarios, habrá que modificar seriamente la escala de los flujos materiales que estructuran nuestra realidad económica, es decir, habrá que adoptar mecanismos de sobriedad basados en la disciplina de los comportamientos individuales y en el desarrollo de mecanismos de reparto y cooperación. En este contexto, la renovación industrial y el crecimiento verde sólo pueden tener un efecto limitado sobre las estructuras generales de la economía nacional, y es necesario volver a poner sobre la mesa los mecanismos de la deuda y la fiscalidad, así como el desarrollo de una racionalidad macroeconómica compatible con los objetivos climáticos 20: emancipación del PIB, no contabilización de las inversiones climáticas en el presupuesto nacional, desarrollo de la doble materialidad.
La razón por la que todavía no existe una síntesis teórica y estratégica para navegar por las incertidumbres y los riesgos de la transición es que el espectro político se encuentra actualmente dividido entre un bloque que se ocupa de demostrar los beneficios económicos de la transición (traería crecimiento, empleo, innovación, competitividad, es decir, todo lo que recomienda la doctrina económica clásica), y un bloque de oposición que se ocupa esencialmente de criticar las patologías económicas y los intereses creados. El mayor defecto de los primeros, que se encuentra sobre todo en el centro y entre algunos ecologistas, es que prometen reinventar la economía política clásica en torno a la descarbonización, aunque ello suponga facilitarse las cosas percibiendo únicamente aquellos aspectos de la crisis objetiva que pueden incorporarse fácilmente a una doctrina preexistente. La transición sería así una panacea demasiado milagrosa. En cuanto a los segundos, sus límites difieren según su cultura política, ya sea socialista o ecologista. Los primeros -en Francia, el movimiento de los «insumisos»- tienden a ver la crisis ecológica como una crisis exógena: viene de otra parte, de intereses privados, de influencias extranjeras, de estructuras económicas externas al cuerpo social o «al pueblo». Evidentemente, se trata de una limitación importante, porque nos impide analizar las razones por las que la coalición de los combustibles fósiles se está extendiendo a amplios sectores de este famoso pueblo, por las que los coches, las parrillas, las calderas de gas y los fines de semana de Easyjet son un enemigo interno que hay que eliminar. En estas condiciones, la oportuna promoción de la planificación ecológica por parte de este movimiento choca con el discurso político general, lo que dificulta su lectura. Para los ecologistas, el callejón sin salida es el opuesto: este movimiento invierte sobre todo una crítica del comportamiento consumista, que ha provocado durante mucho tiempo el rechazo de los grupos sociales más cautivos de las emisiones constreñidas y de las perspectivas de distinción a través del consumo, es decir, las mismas personas a las que habría que volver a incorporar a la coalición ecologista.
No existe una solución milagrosa para estos dilemas, para definir un justo equilibrio entre las oportunidades muy reales de la transición y los trastornos no menos previsibles que engendrará. Sin embargo, es posible presentar mejor las distintas opciones en términos de opciones tecnológicas, estrategias industriales, mecanismos de apoyo y adaptación, es decir, reconstruir un proyecto de Estado del bienestar en torno a esta transición 21. También es posible, cada vez más desde 2022, vincular la transición necesaria a los riesgos a mayor escala, en particular la influencia ideológica de Rusia y de los actores internacionales que pretenden prolongar la existencia de la civilización fósil 22, reconstruir el imperativo ecológico como principio de seguridad y estabilidad, y convertirlo así en un elemento constitutivo de legitimidad y autoridad política, en el centro del Estado y de sus misiones, en el centro de la producción del futuro colectivo. Un principio, en otras palabras, en nombre del cual se pueden hacer algunos sacrificios temporales y controlados si se distribuyen adecuadamente en un periodo de crisis profunda. Las políticas climáticas se inscriben así en una narrativa más amplia de lucha contra la extrema derecha y de reinvención de la nacionalidad y de las fronteras.
El tercer y último ángulo de este triángulo de políticas climáticas es el cultural. Utilizo este término para referirme a lo que se ha dado en llamar las «guerras culturales», es decir, el desarrollo de identidades sociales muy fuertes que se oponen ferozmente entre sí, y que obviamente son explotadas por los actores políticos para impulsar su agenda. En Francia, el interminable debate entre Fabien Roussel y Sandrine Rousseau sobre el consumo de carne y el símbolo cultural de la parrillada es una muestra de esta guerra cultural, pero se está convirtiendo rápidamente en el núcleo de una división social más amplia sobre la transición. Durante el movimiento de los chalecos amarillos, y paralelamente a la aparición de un conflicto socioeconómico en torno al reparto del esfuerzo ecológico, ya habíamos vislumbrado algunos aspectos de la guerra cultural en torno a la ecología con la expresión de un sentimiento de abandono de grupos sociales que se veían a sí mismos como periféricos, lejos de los centros de decisión, conocimiento y comunicación: este momento ya había dejado la impresión de que la transición ecológica sólo podía resonar en el seno de una élite cultural urbana, y en detrimento de los rezagados.
Lo primero que hay que señalar sobre la batalla cultural que se libra en torno a la ecología es que la estrategia histórica del ecologismo europeo ha fracasado. Esta estrategia se caracterizaba por la idea de una «guerra cultural», con la idea de que se produciría un cambio gradual en las normas de comportamiento, consumo y expectativas sociales bajo la égida de una vanguardia verde, algo así como la aparición de formas de cortesía descritas por N. Elias. Pero si la ecología es una cuestión eminentemente cultural, y si esta dimensión de la guerra climática se está intensificando ante nuestros propios ojos, es precisamente porque la transformación de las normas sociales nunca es un proceso pacífico y uniforme: en el caso que nos ocupa, el hecho de que la vanguardia cultural en cuestión esté formada principalmente por personas bastante privilegiadas tiende a asociar el modo de vida ecológico a estos privilegios y a suscitar, en consecuencia, las reticencias de los grupos menos privilegiados.
En Estados Unidos, esta guerra cultural se ha convertido en un elemento absolutamente central de la vida política, al menos desde la campaña presidencial de Trump. En 2016, por ejemplo, el multimillonario Charles Koch, que hizo su fortuna con el petróleo, expresó su preocupación por las políticas climáticas, que en su opinión afectarían gravemente a las clases trabajadoras dependientes de la energía barata (y a él mismo en el proceso) 23. La sociedad, y la transición climática, se ven así atrapadas en una alianza entre las élites de los combustibles fósiles y las clases populares, cuyos intereses convergen por la fuerza de las circunstancias, y cuya expresión más evidente en el día a día es la reiterada insistencia, en la derecha y en el ecosistema mediático que sustenta, en calificar cualquier acción frente al cambio climático como un crimen contra los valores tradicionales de la gente corriente. El guiño del presidente Macron a la cultura del automóvil en su reciente comparecencia ante los medios de comunicación (“J’adore la bagnole”, “Me encanta el coche») es una manifestación más de esta batalla cultural: ahora es casi imposible no tranquilizar los hábitos de la era de los combustibles fósiles, para evitar el doloroso contragolpe de la transición.
Y lo que es aún más sorprendente, gran parte de esta batalla cultural se centra en el aspecto estético de la transición. Es cierto que el desarrollo de la energía eólica, y el lugar cada vez más importante que ocupan estos modernos molinos en el entorno visual de los habitantes de las zonas rurales, constituye una transformación absolutamente gigantesca de la vida cotidiana. La crítica de esta molestia estética se convirtió así en un elemento central de los movimientos de derecha y extrema derecha, que podían presumir de un discurso de preservación del medio ambiente al tiempo que daban garantías a la coalición fósil 24. La gran ventaja de los combustibles fósiles era que su enorme concentración, y el hecho de que se extrajeran fuera de nuestras fronteras, los hacía prácticamente invisibles, lo que tenía el paradójico efecto de liberar nuestro medio ambiente de las garras de la energía. Así es como, combinando los temores a la transición con apelaciones a valores tradicionalistas y al egoísmo NIMBY, la extrema derecha se convirtió en una opción electoral masiva entre los grupos sociales más dependientes de los combustibles fósiles. Al factor estrictamente socioeconómico se une, de hecho, un elemento de política identitaria absolutamente central.
Europa debe prepararse para el embate de esta guerra cultural. Recientemente, la presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola, pidió a U. Von Der Leyen que ralentizara su programa de regulaciones medioambientales, alegando el temor a una ola populista desencadenada, una vez más, por el miedo a la desestabilización 25. En otras palabras, la derecha se reorganiza en torno a la resistencia a las políticas climáticas sobre una base ideológica que tiene una dimensión económica, pero que se expresa sobre todo en la frustración cultural de las clases medias y trabajadoras (o más bien en su instrumentalización).
Entonces, ¿cuál debería ser la estrategia para hacer frente a esta guerra cultural? Lo más obvio es que es imperativo que los actores y promotores de la transición se deshagan de los estereotipos culturales que generalmente se le atribuyen: el de una burguesía urbana culta que apuesta por el modo de vida ecológico como estrategia de distinción. A la inversa, no tiene sentido tranquilizar a quienes sostienen el estereotipo contrario, porque es más un estereotipo que una realidad social coherente. En su reciente libro, Léa Falco da una indicación teórica y estratégica clave: lo que ella llama «ecología por diseño» significa que el cambio de hábitos no puede adoptar la forma de una aquiescencia explícita, sino de una reorganización de los modos de producción, circulación y consumo por defecto 26. He aquí algunos ejemplos: la carne debe ser más cara y de mejor calidad para limitar la demanda, los distribuidores deben generalizar los envases a granel, los coches eléctricos deben ser más baratos y más cómodos de usar que los coches de combustión, el transporte público debe ser aún más barato y más cómodo que el coche privado, etcétera. Es la arquitectura de las normas y la organización de las infraestructuras físicas la que debe incorporar los principios ecológicos, exactamente de la misma manera que en el pasado se impuso por defecto el consumo de energía. De este modo, no es necesario que los ciudadanos adopten una postura cultural fuerte, y el frente de batalla se desplaza de la arena cultural a la arena política (ya que hay que ganar batallas políticas para imponer a la industria las normas descritas anteriormente).
Además de esta estrategia de desdramatización de los conflictos identitarios que empiezan a surgir en torno a la transición, y volviendo a las primeras líneas de este texto, hay que invertir en el desarrollo de un imaginario político propio de una ecología social de la construcción. Una tercera cultura ecológica, por así decirlo, que no sea ni idealismo contestatario ni derrotismo catastrofista, sino que retome, refine y desarrolle los códigos estéticos y narrativos del movimiento Solarpunk mostrando los resultados reales de una estrategia industrial verde para la ciudad, el transporte, el trabajo y la agricultura. Si va a haber una batalla cultural sobre la ecología, más vale que vayamos a ella con las armas adecuadas.
Imponer los términos del debate
Así que no hay un impasse climático, pero hay muchos actores sociales que tienen mucho éxito inventándolo y escenificándolo. Y otros, menos poderosos, que ceden al poder persuasivo de esa estrategia por interés propio o en función de intereses imaginarios. Tal confrontación, que se desarrolla a escala internacional, a nivel socioeconómico y cultural, sólo progresa por el momento de forma muy limitada. Lo que le falta a la coalición post-combustibles fósiles, o socioecológica, es la capacidad de imponer los términos del debate tal y como ella los entiende: la transición es una cuestión de justicia y seguridad internacionales, una cuestión de igualdad fundamental entre grupos sociales dentro de la división del trabajo, y si nos implica a todos y cada uno de nosotros según nuestros hábitos y sistemas de valores, no puede ser obra de una minoría activa.
En el contexto histórico actual, hay una serie de factores que dan peso a esta estrategia. Entre ellos, el desarrollo de estrategias industriales de transición, sobre todo desde la adopción de la ley IRA en Estados Unidos, la acentuación de los conflictos sobre el reparto del costo de la transición, que pueden despertar a las fuerzas sociales, y la apertura del frente ucraniano, que permite dar al imperativo climático una dimensión de seguridad internacional. Pero como decíamos al principio de este texto, la coalición socioecológica carece aún del poder blando que podría impulsarla más rápidamente en el imaginario colectivo y permitirle luchar contra el fatalismo. Un imaginario en el que la transición no sea ni una renuncia ni una suma de incertidumbres, sino la actualización de tendencias modernizadoras aún latentes en torno a la igualdad, la seguridad, la ciencia al servicio del bien común y la toma de control sobre nuestro destino colectivo.
Una versión anterior de este texto contenía un párrafo en el que se atribuían al profesor Reynié declaraciones que nunca hizo. Hemos retirado este párrafo de acuerdo con el autor. La redacción pide disculpas a sus lectores y a Dominique Reynié.
Notas al pie
- International Energy Agency, 2023. Ver https://www.iea.org/energy-system/electricity/electrification
- Robert Boyer, Les capitalismes à l’épreuve de la pandémie, Éditions La Découverte, 2020, 200 p.
- Kristin Ross, Fast Cars, Clean Bodies. Decolonization and the Reordering of French Culture, The MIT Press, 1996, 274 p.
- Alyssa Battistoni, “There’s No Time for Gradualism”, en The Wire, 2018. Ver https://thewire.in/environment/climate-change-earth-no-time-for-gradualism
- Pierre Charbonnier, Bruno Latour y Baptiste Morizot, «Redécouvir la terre», en Tracés. Revue de Sciences humaines, n°33, 2017, pp. 227-252
- Peter Achterberg, Willem de Koster, Jeroen van der Waal, “Science confidence gap: Education, trust in scientific methods, and trust in scientific institutions in the United States”, en Public understanding of science, n°26, 2017, pp. 704–720
- Olivier Godard, “Le climato-scepticisme médiatique en France : un sophisme moderne”, en Cahier du département d’économie de l’école Polytechnique, n°20, 2011, 33 p.
- Maeve Campbell, “In pictures: South America’s ‘lithium fields’ reveal the dark side of our electric future”, en Euronews, 2018. Ver https://www.euronews.com/green/2022/02/01/south-america-s-lithium-fields-reveal-the-dark-side-of-our-electric-future
- Greens / EFA, “Stand with Ukraine: Let’s stop fuelling war!”. Ver https://act.greens-efa.eu/ukraine
- Thomas Oatley, Mark Blyth, “The Death of the Carbon Coalition. Existing models of U.S. politics are wrong. Here’s how the system really works”, en Foreign Policy, 2021. Ver https://foreignpolicy.com/2021/02/12/carbon-coalition-median-voter-us-politics/
- Discurso sobre el estado de la Unión de la presidenta von der Leyen, 2023. Ver https://ec.europa.eu/commission/presscorner/detail/en/speech_23_4426
- Andy Bounds, Climate regulation is driving support for populism, says EU parliament chief, en The Financial Times, 2023. Ver https://www.ft.com/content/16f30328-8031-4486-b0bf-2a934e6e8b1b
- Neil Makaroff, “Réindustrialiser l’Europe, prochaine étape du pacte vert européen”, Fondation Jean Jaurès, 2023. Ver https://www.jean-jaures.org/publication/reindustrialiser-leurope-prochaine-etape-du-pacte-vert-europeen/
- Istvan Hont, Jealousy of Trade. International Competition and the Nation-State in Historical Perspective, Harvard University Press, 2010, 560 p.
- Arnault Skornicki, «La deuxième vie du doux commerce. Métamorphoses et crise d’un lieu commun à l’aube de l’ère industrielle», Astérion, n° 20, 2019
- Matthieu Goar, “Emmanuel Macron dessine les contours de son ‘écologie à la française’ : inciter sans contraindre”, Le Monde, 2023. Ver https://www.lemonde.fr/planete/article/2023/09/26/inciter-sans-contraindre-emmanuel-macron-dessine-les-contours-de-son-ecologie-a-la-francaise_6190983_3244.html
- Discurso del primer ministro Rishi Sunak, 2023. Ver https://www.gov.uk/government/speeches/pm-speech-on-net-zero-20-september-2023
- Informe sobre el estado de los servicios públicos en Francia, 2023. Ver https://nosservicespublics.fr/rapport-etat-services-publics-2023
- Las incidencias económicas de la acción por el clima. Informe, 2023. Ver https://www.strategie.gouv.fr/publications/incidences-economiques-de-laction-climat
- Eric Monnet, La Banque Providence. Démocratiser les banques centrales et la monnaie, La République des idées, 2021, 132 p.
- Colin Hay, “The ‘New Orleans effect’: The future of the welfare state as collective insurance against uninsurable risk”, en Renewal: A journal of social democracy, vol. 31 n°3, 2023, pp. 63-81
- Aleksandra Krzysztoszek, Extrême droite polonaise : le nouveau patron veut reprendre les importations de charbon russe, Euractiv, 2022. Ver https://www.euractiv.fr/section/energie-climat/news/extreme-droite-polonaise-le-nouveau-patron-veut-reprendre-les-importations-de-charbon-russe/
- Matea Gold, “Charles Koch on the 2016 race, climate change and whether he has too much power”, The Washington Post, 2015. Ver https://www.washingtonpost.com/news/post-politics/wp/2015/08/04/charles-koch-on-the-2016-race-climate-change-and-whether-he-has-too-much-power/
- Comunicado de prensa de André Rougé, diputado (RN) ente el Parlamento Europeo, 2022. Ver https://rassemblementnational.fr/communiques/eoliennes-arnaque-ecologique-energetique-et-economique
- Andy Bounds, “Climate regulation is driving support for populism, says EU parliament chief”, The Financial Times, 2023. Ver https://www-ft-com.proxy-ub.rug.nl/content/16f30328-8031-4486-b0bf-2a934e6e8b1b
- Léa Falco, Faire écologie ensemble. La guerre des générations n’aura pas lieu, Rue de l’échiquier, 2023, 96 p.