Este documento de trabajo está disponible en inglés en el sitio web del Groupe d’études géopolitiques.

En memoria de Bruno Latour

1.

El invierno de 2022 es un momento clave en el giro que están tomando conjuntamente las políticas energéticas y climáticas. Desde la invasión de Ucrania, Europa se ha expuesto voluntariamente a la tensión de los mercados energéticos limitando sus importaciones de carburantes rusos y soportando a cambio disminuciones de suministro orquestadas por Rusia. Al mismo tiempo, la idea de que se podía poner en riesgo la seguridad energética para asumir la rivalidad geopolítica con el régimen de Vladimir Putin pudo ganar terreno invocando la necesidad preexistente de descarbonizar la combinación energética de los países miembros. Transición ecológica y seguridad europea irían así de la mano, y el corte del suministro ruso debería favorecer una aceleración del esfuerzo climático. Pero con la llegada del invierno, y con él el riesgo de interrupciones de la red (sobre todo en Francia, donde se han cerrado muchas centrales nucleares), cortes de calefacción y/o precios al alza, la cuestión de la estrategia tecnopolítica de Europa se hace mucho más acuciante, y mucho más perceptible. Especialmente para los millones de hogares que ya se encuentran en situación de pobreza energética, que pueden sentir que están siendo sacrificados en el altar de imperativos estratégicos distantes. ¿Se está cerrando la trampa energética tendida por el régimen ruso a Europa? ¿Se limita al invierno de 2022-2023 o durará más? ¿Deberíamos retrasar la transición y limitarnos a buscar otros proveedores de gas y petróleo para evitar una serie de inviernos duros? ¿O deberíamos aprovechar la oportunidad histórica de reflexionar en profundidad sobre el uso de la energía y su dimensión política?

Los estudios sociales sobre la energía acostumbran a presentar estas cuestiones en forma de trilema. En sus tres puntos, encontramos (1) la seguridad del abastecimiento, es decir, el mantenimiento de un nivel de producción nacional o de importaciones suficiente para cubrir las necesidades, garantizar la actividad y, por tanto, el modelo económico de forma más general (2) el cumplimiento de los objetivos climáticos, o la capacidad de satisfacer las necesidades energéticas por medios descarbonizados en el marco del Acuerdo de París, y (3) el reparto social de los costes de la energía y de los riesgos asociados a su utilización, es decir, el impacto en las jerarquías socioeconómicas de las opciones tecnológicas y de la organización de los mercados energéticos, en particular en tiempos de crisis y/o de transición. Se trata de un trilema porque la respuesta a cada uno de estos imperativos no se alinea automáticamente con los demás: es posible, por ejemplo, imaginar que la respuesta al desafío climático vaya en detrimento de la seguridad del abastecimiento o de la justicia social, pero hay que convenir en que, por el momento, es el imperativo de seguridad el que desempeña el papel de condicionante y limitador con respecto a los otros dos. 

Actualmente existen dos grandes respuestas a este trilema, dos formas principales de considerar la alineación de estos tres imperativos. La primera, retomada por ejemplo por el Presidente Macron en su discurso sobre política energética pronunciado en Belfort en febrero de 2022, consiste en apoyarse en la innovación tecnológica para reducir la tensión entre los imperativos de producción y la respuesta a la restricción climática. Como en los años de la posguerra, la tecnología se presenta como un recurso intelectual inagotable que puede suplir los límites del medio ambiente y allanar el camino a un modo de producción siempre orientado al crecimiento sin generar externalidades medioambientales y sociales insostenibles. Para los tecno-optimistas, el átomo, sobre todo en Francia, es la piedra angular de este dispositivo sociotécnico modernizador: aunque la energía nuclear es una tecnología antigua, sigue estando culturalmente asociada al horizonte del progreso científico y aparece, sobre todo en Francia, como un símbolo mayor de la vanguardia. En respuesta a este discurso, que como hemos visto tiene sus raíces en la gobernanza de posguerra y se vio reforzado por las crisis del petróleo de los años 1970, se desarrolló una crítica del «tecnosolucionismo», llevada a cabo principalmente por organizaciones medioambientalistas. Se argumenta que la transición sólo puede lograrse mediante la sobriedad energética, ya que la innovación técnica sólo genera nuevos riesgos e impone costes innecesarios. La moderación de las necesidades, sostiene este discurso, permite reducir las alas energéticas de la sociedad sin menoscabo de la justicia y la igualdad, porque se alinea con criterios de salud (menos contaminación y estrés) y normas sociales (valores post-materiales) considerados garantes del interés común, al tiempo que estimula una reflexión sobre el valor del trabajo y el tiempo que se le dedica. Desde hace tiempo, este discurso concede una importancia central a la crítica de la tecnología como herramienta de despolitización de la sociedad y como rendición a los intereses industriales y a una ideología de la ciencia instrumental.

Sin embargo, la confrontación entre estas dos ideologías, estas dos relaciones polarizadas frente a la innovación tecnológica, no refleja necesariamente las opciones reales de que disponemos para pasar los inviernos que nos esperan con toda serenidad, para lograr la «transición justa» definida recientemente por el informe del IPCC. Es posible demostrar que el tecnosolucionismo, al igual que la oposición mecánica que engendra, no permite captar la relación social con las máquinas que habrá que construir para realizar la transición justa. Por una parte, siempre existe el riesgo de ceder a la ilusión de una frontera tecnocientífica infinita invirtiendo en tecnologías «disruptivas» como los aviones ecológicos, ciertas tecnologías de geoingeniería o la generalización de la inteligencia artificial1, que responden menos a las necesidades reales y a los imperativos ecológicos que a las expectativas de los inversores privados. Por otra parte, existe el riesgo de permanecer sordos a las expectativas de desarrollo, seguridad y empleo que mueven a la sociedad, incluso cuando pretende evitar el choque climático.

Para romper el trilema energético sin recurrir a soluciones burdas e ineficaces, existen verdaderas oportunidades sociotécnicas que aún no han recibido la atención que merecen. Es el caso de la bomba de calor, una modesta maquinita cuyo principio se conoce desde hace mucho tiempo y que está llamada a desempeñar un papel esencial en el proceso de transición energética, al tiempo que constituye un modelo, un caso de prueba, para reflexionar sobre esta transición. La bomba de calor nos enseña a vincular seguridad, transición y justicia social reduciendo al máximo las fricciones entre estos tres imperativos. 

Daremos pues una «pequeña lección de sociología de las ciencias» sobre este objeto singular, a la manera y en el espíritu de Bruno Latour.

2. 

La gran dependencia de Europa de formas de energía que emiten gases de efecto invernadero y están en manos de un rival geopolítico ha sido ampliamente comentada desde el inicio de la guerra en Ucrania, que ha actuado como revelación de un nuevo orden ecológico y político. En 2019, el petróleo y el gas natural representan el 58,5% de la energía bruta disponible en la Unión Europea, y estos dos combustibles se importan de Rusia en un 29% y un 40% respectivamente2.

Esta crisis va acompañada de una activación acelerada del tema de la sobriedad en el debate público: bajar el consumo, aumentar la parte de las energías renovables en el mix energético y desarrollar tecnologías eficientes de bajo consumo. En efecto, los patrones de consumo que impulsan el actual orden energético se debaten directamente como las principales palancas mediante las cuales se puede dar la vuelta a la situación ecológica y geopolítica al mismo tiempo. Sin embargo, estos patrones de consumo dependen profundamente de infraestructuras técnicas y sociales, vinculadas al desarrollo urbano y a las grandes opciones energéticas, que limitan el margen de maniobra de la disciplina individual y confieren al problema de la sobriedad una dimensión inmediatamente política. En Europa, cerca de la mitad de la demanda anual de energía procede de la demanda de calefacción y climatización (principalmente calefacción doméstica y calefacción de procesos industriales). El sector de la calefacción doméstica representa el 45% del consumo de gas y el 13% del de petróleo3. Por lo tanto, su transformación mediante nuevas prácticas y herramientas es una parte esencial de la transición energética que hay que llevar a cabo: junto con el transporte y la agricultura, es uno de los campos en los que se encuentra el mayor potencial de ahorro de emisiones de gases de efecto invernadero, por lo que el potencial de una herramienta como la bomba de calor despierta cada vez más interés.

Una bomba de calor funciona con un ciclo frigorífico, que es un tipo de ciclo termodinámico que permite transferir calor de una fuente fría a una fuente caliente, en contra del curso natural de los acontecimientos. Esta transferencia es posible gracias a un aporte de energía mecánica (una compresión), generalmente a través de una alimentación eléctrica. Así, un ciclo de refrigeración permite extraer energía de la fuente fría para difundirla a la fuente caliente y, por tanto, puede utilizarse para enfriar la fuente fría en el caso de un acondicionador de aire o para calentar la fuente caliente en el caso de un calentador. Un frigorífico funciona con un ciclo de este tipo: enfría su contenido y expulsa al exterior el calor extraído a través del radiador situado en su superficie trasera. La bomba de calor funciona a la inversa: capta la energía térmica del exterior (del aire, del agua o del suelo) y la libera en el interior del edificio a calentar.

La particularidad de un ciclo frigorífico es que el aporte de calor al foco caliente (la «calefacción») es igual a la suma del calor extraído del foco frío (el «enfriamiento») y del aporte de energía mecánica por compresión.

Ccalentamiento = Crefrigeración + Eeléctrico por lo tanto Ccalentamiento > Eeléctrico

Así, en el caso de una bomba de calor, la energía útil (energía de calefacción) es siempre superior a la energía eléctrica suministrada al sistema, ya que una parte de la calefacción procede de la energía térmica ya presente en el aire exterior, en el agua o en el suelo. Por cada unidad de energía eléctrica suministrada, se reciben por término medio de 3 a 5 unidades de calefacción (esta cifra, denominada coeficiente de rendimiento, varía evidentemente en función de la bomba de calor y de la temperatura). Hay que tener en cuenta que, como la energía térmica del disipador es renovable, las bombas de calor se clasifican a veces como fuente de energía renovable. Aquí es donde reside el truco técnico y el interés social de la bomba de calor: en lugar de limitarse a convertir energía, como en el caso del radiador eléctrico o del circuito de agua caliente, utiliza la electricidad como medio de transferencia de calor, lo que permite explotar calorías presentes en el entorno que antes eran inaccesibles o se dejaban de lado. Por eso la bomba de calor es a la vez un convertidor y una «fuente» de energía: pone a nuestra disposición calorías muy necesarias que están a nuestro alcance sin ningún avance tecnológico. Nos ayuda a pasar de ser «productores» de energía a ser, por así decirlo, cazadores-recolectores, al acecho de la menor unidad de calor presente en el entorno.

En este sentido, sólo puede decepcionar a los amantes de la innovación, porque ya está madura y sólo espera que se generalicen las infraestructuras de instalación, así como a los tecno-críticos, porque permite apoyar una demanda preexistente sin ponerla en entredicho, al tiempo que parece en algunos aspectos una solución puramente técnica a un problema social. Pero ahí está su razón de ser: a la bomba de  no le sirve la oposición estéril entre tecno-utópicos y tecno-críticos.

Al extraer la mayor parte de su energía de una fuente renovable y el resto de un suministro eléctrico (compatible, por tanto, con fuentes renovables), tiene el potencial de reducir en gran medida la demanda energética y la factura de carbono del sector de la calefacción. Así pues, un despliegue masivo de bombas de calor en Europa y en todo el mundo parece ser una palanca importante para la transición energética y para aliviar la presión geopolítica actual y las facturas que se presentan a los hogares. Pero convertir efectivamente el potencial técnico de las bombas de calor en una reducción de las emisiones que beneficie a todos requiere una doble reflexión sobre los medios políticos de un despliegue masivo de las bombas de calor: la redefinición del papel del Estado en las políticas a gran escala, por una parte, y la construcción política y cultural de un imperativo de sostenibilidad, por otra.

LEER EL RESTO DEL ESTUDIO -EN INGLÉS- EN EL SITIO WEB DEL GROUPE D’ÉTUDES GÉOPOLITIQUES

Notas al pie
  1. Sobre el coste energético de la IA, véase https://arxiv.org/abs/1906.02243 y https://spectrum.ieee.org/deep-learning-computational-cost.
  2. Toute l’Europe. (2021, 14 de abril). La dépendance énergétique dans l’Union européenne. Touteleurope.eu.
  3. IEA (2022), Heating, IEA, Paris https://www.iea.org/reports/heating,License : CC BY 4.0