El xhiro europeo
Cuando crecí en la Albania comunista de los años ochenta, no había mucho que hacer en las calurosas tardes de verano. Nada, salvo el xhiro. El xhiro –que se pronuncia jee-ro y deriva del latín girare o del griego antiguo γῦρος, literalmente dar vueltas en círculos– era lo que otros europeos llamarían una passeggiata, un paseo o un Spazierengang. Pero xhiro era mucho más que una palabra: era un ritual de esperanza y resistencia, como si a uno no le importara que no hubiera otra cosa que hacer que el xhiro, como si, en medio de la miríada de actividades alternativas que no existían, el xhiro hubiera sido la mejor de todas formas.
¿En qué consistía el xhiro? En el caso de mi ciudad natal, Durrës, en la costa adriática, la gente llevaba puestas sus mejores galas y, en cuanto se ponía el sol, paseaba por el centro de la ciudad hasta llegar al paseo marítimo.
Pero explicar dónde culmina el xhiro es algo engañoso. Se corre el riesgo de hacer creer que tenía una finalidad: ir a alguna parte, encontrarse con alguien o hacer algo. La verdad es que no había ninguno. El xhiro era un fin en sí mismo. Tenía sus propias reglas, su propio simbolismo e incluso sus propios ritmos. Ni demasiado rápido –porque eso habría significado intentar llegar a alguna parte– ni demasiado lento –porque eso habría provocado una congestión humana y habría detenido la lenta procesión–.
En muchos aspectos, el xhiro se parece al proceso de ampliación de la Unión. Dura eternamente, gira en círculos y la pregunta de adónde va exactamente parece singularmente inapropiada. En su circularidad, su previsibilidad, su fórmula monótona, es a la vez desesperado y lleno de esperanza –alegremente desafiante y miserablemente resignado–.
Pero eso no es todo. Otros elementos de estos paseos juveniles me recuerdan inevitablemente lo que Europa está viviendo hoy. En Durrës, salir a dar el xhiro era como hacer un recorrido imaginario por la historia del continente. Por lo general, pasábamos por un pequeño y ruinoso yacimiento arqueológico, donde unas columnas rotas recordaban la época en que la ciudad se llamaba Epidamnos, nombre que los romanos cambiaron más tarde, quizá porque tenía algo de damnos –o condenado–. Los oligarcas exiliados de Epidamnos ocupan un lugar destacado en La Guerra del Peloponeso de Tucídides, uno de los textos fundacionales de la civilización europea y una de las primeras lecciones sobre el poder y el realismo internacional. También aparecen en la Política de Aristóteles como ejemplo de la degeneración del poder oligárquico: los ricos se vuelven contra los pobres, los pobres arrebatan el control a los ricos –y en medio aparecen los demagogos–. Poder, riqueza, Realpolitik: si todo esto nos suena familiar, es porque el legado cultural europeo está hecho de valores universales, pero también de violaciones universales.
Hacer los deberes
Un poco más allá, más allá de las ruinas, hay un anfiteatro romano –o más bien medio anfiteatro, ya que el resto sigue enterrado bajo tierra, con la esperanza de ser resucitado algún día con fondos de la Unión–. Se trata del anfiteatro más grande de los Balcanes, construido por el emperador Trajano en el siglo II d.C. Para ser más precisos, Trajano sólo encargó la obra: las piedras fueron colocadas por esclavos anónimos. No es sólo que las violaciones y los valores coexistan, es que a veces una es requisito para el otro. Más allá del xhiro, justo detrás del anfiteatro, se encuentran las murallas bizantinas de la ciudad, erigidas tras un terremoto por el emperador oriental Anastasio I, nacido y criado en la ciudad. Al otro lado de la muralla hay una torre veneciana, que data de la época en que Durrës era conocida como Ducado de Durazzo, colonia de la República de Venecia arrebatada a los normandos, luego disputada entre los Anjou, los serbios y los húngaros, antes de que el conflicto se resolviera definitivamente con la expansión del Imperio Otomano. Curiosamente, quedan pocos vestigios de esa ciudad: una antigua mezquita, convertida en centro juvenil cuando los comunistas abrazaron por la fuerza el ateísmo, algunas casas y unos pocos comercios.
Con el final de la Guerra Fría, todo cambió. El xhiro se extendió. Llevó a la gente más allá de las ruinas arqueológicas, más allá de las murallas de la ciudad, más allá incluso del agua, a otra parte de Europa –a la Unión Europea–. Los soldados europeos, antes movilizados para conquistar tierras extranjeras, vigilan ahora las fronteras exteriores de Europa. Las instituciones europeas se preocupan por saber si estos nuevos europeos en ciernes son iguales a los antiguos que triunfaron. ¿Merecen venir? ¿Tienen documentos de viaje válidos? ¿Sobre qué base pueden establecerse? ¿Son sus valores compatibles con los valores europeos?
Cuando me preguntan si Albania merece estar en Europa, pienso en mi paseo por Durrës y me hace sonreír: ha sido difícil mantenerse alejado de Europa en los últimos milenios –tanto en el buen sentido como en el malo–.
Pero la pregunta es indicativa de la actitud de quienes la formulan –al equiparar los ideales de Europa con la realidad de las instituciones europeas, Bruselas con la emancipación universal, el proceso de ampliación con una carrera de obstáculos montada por los Estados miembros meritorios y prósperos de Europa contra sus homólogos aspirantes, en el mejor de los casos incompetentes, en el peor corruptos–.
En septiembre de 2022, tras una visita oficial a Tirana tras la apertura de las negociaciones formales de adhesión, los albaneses se sintieron aliviados al oír a la Comisaria Europea Ursula von der Leyen decirles en una conferencia de prensa: «Albania ha hecho sus deberes».
Eso resume todas las luchas de la Unión y todos los tormentos de la ampliación en una sola metáfora. Es la formulación más elemental de una relación distorsionada: la relación no entre iguales, sino entre alumno y maestro, entre los que tienen sabiduría que impartir y los que tienen lecciones que aprender, entre la zanahoria y el palo, entre las sanciones y las recompensas. ¿Pueden «enseñarse» realmente la libertad y la democracia? ¿Y son éstas el tipo de lecciones que los actuales Estados miembros de la Unión están en mejores condiciones de enseñar?
Al menos los países candidatos tienen deberes. ¿Y la Unión? Sus valores son bien conocidos: derechos humanos, dignidad humana, Estado de Derecho, igualdad, libertad, democracia, respeto de las minorías. Se enseñan con tanta pasión a los países candidatos y se refrendan con tanto entusiasmo en los discursos de los líderes en el camino hacia la adhesión que harían creer en ellos hasta al cínico más inflexible. La realidad es más compleja. No se puede sermonear sobre los derechos humanos mientras se cortan los fondos para proyectos humanitarios –como ha pedido Italia recientemente–. No se puede predicar la dignidad humana mientras se deja que la gente se ahogue en el Mediterráneo. No se puede alabar el Estado de Derecho mientras se orquestan sistemáticamente ataques contra los tribunales –como en Polonia y Hungría–. La triste verdad es que, en todas estas cuestiones, los ideales están muy alejados de la realidad, y la agenda de la Unión está, si no fijada, al menos orientada por la extrema derecha. La izquierda, los liberales, los Verdes y el centro tratan de consolarse diciendo que la situación no es tan mala como podría ser –sorpresa: es tan mala como débil es la resistencia que encuentra–.
La moral interna de la ampliación
La imagen que la Unión ha proyectado tradicionalmente sobre los países candidatos –con principios, segura de sí misma, decidida– es lo contrario de lo que parece desde dentro. Mientras que los académicos solían debatir la ausencia de democracia dentro de la Unión, la cuestión se ha convertido ahora en la de la supervivencia de esta organización–. Porque las cuestiones de la ampliación exterior y la reforma interior no son tan distintas como podría parecer. Con los partidos de derechas ganando elección tras elección en los Estados miembros, y cada vez más partidos de izquierdas imitando sus programas, los cimientos del proyecto parecen tambalearse. ¿Qué tipo de Unión Europea saldrá de la crisis actual? Por lo que sabemos, podría reflejar el zeitgeist: políticamente autoritaria, culturalmente esencialista –excluyente hasta la crueldad–.
En estas condiciones, ¿qué sentido tiene hablar de la ampliación como si fuera una política normal? ¿Qué sentido tiene seguir como siempre: cumpliendo plazos, comparando los casos de Ucrania y los Balcanes Occidentales, fijando objetivos e imponiendo prioridades? En un momento en el que la Unión nunca ha parecido tan impotente, seguramente el centro de atención no debería estar en lo que puede enseñar para desarrollarse, sino en cómo puede aprender a sobrevivir.
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Esto requiere un nuevo enfoque del proceso de ampliación e integración: no son dos problemas, sino uno solo. Requiere interactuar con los países candidatos no como subordinados sino como socios, no como sujetos pasivos sino como agentes en pie de igualdad. Durante décadas, el proceso de ampliación ha tratado ciertamente de reforzar la democracia en los países candidatos, pero también la ha empobrecido. Por un lado, la perspectiva de la integración europea ha alimentado la esperanza tanto dentro como fuera de la Unión, dando a los ciudadanos un sentido de propósito y una visión de futuro en medio del colapso total de la fe en las ideologías. Por otro lado, ha fomentado la adhesión a principios abstractos y ha reducido las posibilidades de intercambiar principios. Ha fomentado el Estado de derecho, pero ha desviado la atención de la crítica estructural. Si ahora todos los males sociales se achacan a la «corrupción» de las élites nacionales –como si la corrupción sólo pudiera encontrarse fuera de la Unión–, ello se debe en gran medida a la hegemonía del discurso sobre la ampliación de la Unión. Se daba a entender que no había reglas malas, sino personas malas para aplicarlas. Como resultado, los habitantes de la región sólo pueden ver a los políticos –a todos los políticos– como ladrones.
Por supuesto, lo mismo ocurre en la Unión. Esto demuestra que los tiempos han cambiado. El proceso de ampliación hacia el exterior no puede permanecer insensible a lo que ocurre en el interior: quienes se oponen a la Unión actual, quienes se sienten atraídos por la derecha, no se oponen a ella porque sea demasiado abierta o demasiado cosmopolita. Muy sencillamente, y debería agregar, muy racionalmente, se oponen a ella porque no les representa. Es esta falta de representación la que colma la extrema derecha, que la convierte en un ultimátum de O lo uno… o lo otro…, o «tú» o «ellos», o «Europa» o «el Estado» o «el inmigrante» o «el trabajador blanco».
El problema de la Unión no es que sea transnacional, sino que no lo es suficientemente, o más bien que sólo es transnacional para las élites. La idea de que todos somos iguales a la hora de configurar las leyes que estamos obligados a obedecer –o las normativas europeas que cumplimos– es tan patentemente falsa en un mundo caracterizado por fracturas económicas y políticas estructurales que resulta sorprendente y lamentable que se haya convertido en un grito de guerra sólo para la derecha.
En el bazar constitucional europeo
En La República de Platón, la democracia se compara con un bazar constitucional. La gente tiene tanta libertad que puede elegir cualquier forma de gobierno como base de la comunidad política: gobierno del pueblo (democracia), gobierno de los ricos (oligarquía), gobierno de los mejores (aristocracia) y, cuando la democracia se deteriora, gobierno de los tiranos. Platón, como sabemos, no era demócrata, y pretendía dar la voz de alarma. Pero su crítica nos recuerda a la Unión Europea, otra especie de bazar constitucional. El Parlamento Europeo se asemeja al poder del pueblo, el Banco Central Europeo se hace eco del poder de los ricos, la Comisión Europea y el Tribunal de Justicia representan el poder de los mejores –o de los expertos– y el Consejo combina elementos de cada uno.
Esta mezcla hace que el programa de transformación de la Unión sea especialmente difícil. En el caso de los Estados nación, la presencia nominal de la soberanía es lo que da la ilusión del control popular: la política vuelve a ser el espacio de la libertad. Las instituciones de la Unión sólo pueden basarse en la política. Por eso siguen circulando buenas ideas políticas: un nuevo Pacto Verde para Europa, una política común europea de migración –cuando las cosas van bien–, un sistema fiscal progresivo. Pero, como hemos visto recientemente, las buenas políticas se ven constantemente amenazadas por las malas.
La Unión nunca ha sido tan vulnerable a las fluctuaciones políticas de sus Estados miembros –el Brexit fue, de hecho, solo el primer temblor–. Por eso las buenas políticas, incluidas las políticas de ampliación, ya no bastan. Las buenas políticas no se sostienen por sí solas: también requieren la intervención humana. Un cambio real en la Unión requiere el desarrollo de un movimiento paneuropeo que defienda políticas verdaderamente integradoras y radicalmente igualitarias, un conjunto de normas e instituciones que pongan en práctica la libertad y la igualdad que propugnan. El problema de la expansión exterior de la Unión no puede separarse del de su reforma interna. Lo que hace falta es una acción política decidida y la claridad de miras que caracterizó a los padres fundadores: una nueva visión económica capaz de trascender los límites del capitalismo, e instituciones políticas capaces de dar a los ciudadanos una representación democrática adecuada. En resumen: un nuevo modelo económico transnacional combinado con un nuevo modelo político transnacional.
Europa se encuentra en un momento decisivo. O se deja moldear por la derecha, que acabará destruyéndola desde dentro; o debe tomar un camino distinto al que suele seguir, priorizando no lo que tiene que enseñar a los demás, sino lo que debe aprender para que el ideal sobreviva.
El fin del paseo
Al final del paseo en Durrës, llegamos a una zona conocida extraoficialmente por las generaciones mayores como Volga –por el nombre de inspiración soviética de un antiguo hotel– y por nosotros, los niños, como Rezistenca, o Plaza de la Resistencia, por un monumento comunista que celebra la resistencia de Albania a la invasión fascista durante la Segunda Guerra Mundial. El monumento consta de varios escalones de hormigón –a menudo utilizados por los niños como toboganes– que se elevan hasta una gran escultura socialista de un soldado no identificado. Su mirada está fija en el mar Adriático y hay algo nostálgico, casi melancólico, en la expresión de su rostro y sus ojos. Pero sus manos están firmemente levantadas, sosteniendo un fusil que apunta hacia Italia, al otro lado del mar. Es una imagen plástica de violencia y deseo.
Sin embargo, nadie le presta atención. Los habitantes de Durrës pasean alrededor del monumento como si se tratara de una procesión, absortos en sus ocupaciones cotidianas, apenas lo miran, ni siquiera se detienen a observarlo.
También este pasaje tiene algo de la Unión. Una procesión interminable alrededor del pasado. Un pasado que no es más que un hito, pero al que nunca nos detenemos a mirar, al que nunca levantamos la vista, sobre el que nunca reflexionamos. Está ahí, como una estatua de bronce fría como la piedra –sus lecciones más importantes también están ahí, a su vez a salvo de las miradas y a la vista de todos–.