Hace veinte años, Avishai Margalit e Ian Buruma acuñaron, en un notable libro epónimo, la expresión «occidentalismo» para describir la visión estereotipada de Occidente –burgués, moderno, decadente– que tienen sus adversarios1. Hoy podríamos hablar sin duda de una nueva forma de meridionalismo: expertos, comentaristas y dirigentes políticos hablan de la existencia de un «Sur global» reivindicativo, incluso vengativo, que alteraría el equilibrio mundial y señalaría el paso definitivo a un mundo posoccidental2.
Los orígenes de esta expresión son bien conocidos. En plena guerra de Vietnam, el escritor y activista Carl Oglesby propuso sustituir el «Tercer Mundo», acuñado por Alfred Sauvy en referencia al Tercer Estado3, que a veces se consideraba despectivo y demasiado asociado únicamente a las condiciones económicas, por un «Sur global» que sufriría un «orden social» injustamente impuesto por el «Norte». Tras la Guerra Fría, surgió la idea de un «Occidente contra el resto», expresada de diversas formas, entre ellas por Jean-Christophe Rufin en L’Empire et les nouveaux barbares4. El término ha pasado a primer plano, a través del activismo poscolonial retransmitido por las instituciones internacionales, y está de moda hoy. En gran parte por las mismas razones.
Pero es una trampa intelectual y política. Esta expresión no sólo no es pertinente ni eficaz para caracterizar la evolución de las grandes relaciones de poder internacionales, sino que encierra el discurso en una simplificación peligrosa y contraproducente. Lo que está en juego hoy es a la vez más complejo y más interesante. Ofrecemos un marco de lectura en nuestro libro La Guerre des mondes. Le retour de la géopolitique et le choc des empires5.
Ni pertinente, ni eficiente
Empecemos por señalar lo obvio: los términos «Norte» y «Sur» no tienen sentido a la hora de describir las principales agrupaciones políticas implicadas. China e India están en el hemisferio norte, Australia y Nueva Zelanda en el sur. Otro hecho evidente es que el mundo ya no es el mismo que en los años setenta. La descolonización se completó hace mucho tiempo y una serie de países emergentes han adquirido un notable poder económico y diplomático.
La noción de «Sur global» no encierra ninguna coherencia ni unidad, ni política ni económica. La República Popular China supera a todos los demás, no sólo porque es miembro permanente del Consejo de Seguridad desde 1971 (año en que Pekín sustituyó a Taipei), sino también, por supuesto, porque está por encima de todos los demás países emergentes.
En términos diplomáticos, ¿cómo tratar a los Estados que exigen una actitud abiertamente enfrentada a Occidente y a los que quieren mantenerse al margen de las grandes luchas de poder, o buscan una posición de equilibrio? El Sur Global es el matrimonio de la carpa antioccidental con el conejo no alineado, de los aliados de Rusia con Estados que se inclinan hacia Occidente. Se supone que incluye a Siria e Irán, conocidos por su proximidad a Moscú, así como a Arabia Saudí, que actualmente hace todo lo posible por obtener garantías de seguridad de Estados Unidos, y a India, que afirma ser «no occidental, pero no antioccidental»6. Malasia está en pleno despegue económico, Zambia tiene una renta per cápita diez veces inferior, Uruguay es democrático y Sudán del Sur se encuentra en el último peldaño de la escala de desarrollo político7.
Las actitudes nacionales ante la guerra en Ucrania son un buen indicador de la extrema diversidad política de los países generalmente considerados parte del «Sur Global». Si observamos de cerca la distribución de la población mundial representada por las opiniones de sus gobiernos, vemos que, en términos generales, los que apoyan a Rusia constituyen un tercio de la población, los que son neutrales otro tercio, y los que se inclinan hacia Occidente constituyen el tercio restante8. El Grupo de Contacto, que reúne a los países que ayudan a Ucrania, incluye a Kenia, Liberia y Túnez. Otros han proporcionado ayuda militar a Kiev: Jordania, Marruecos, Pakistán e incluso Sudán.
Por último, las grandes disputas entre vecinos son un obstáculo para la unidad del Sur. Pensemos, por supuesto, en la rivalidad chino-india, pero también las relaciones entre Marruecos y Argelia, Etiopía y Eritrea, Irán y Arabia Saudí, etcétera. Son obstáculos importantes para la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU.
Esta diversidad y estas disputas explican por qué el «Sur global» no puede pretender estar representado por ninguna institución o agrupación de países.
La Organización de Cooperación de Shanghai (OCS) no lo encarna: este verdadero círculo de autoritarios asociados, cuya principal labor se centra en la represión a través de su estructura graciosamente denominada RATS (Regional Antiterrorist Structure), incluye a Rusia, lo que la descalifica para representar al «Sur global», y lo mismo para ser calificada de «bloque antioccidental», ya que incluye a India.
Lo mismo ocurre, por idénticas razones, con la agrupación BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Formado como respuesta al G8 (del que, por cierto, Rusia era miembro en aquel momento), los BRICS se ampliaron espectacularmente en 2023 para incluir a seis nuevos miembros –es cierto que el coste de entrada es bajo– y los candidatos se apresuran a llamar a la puerta. Sin embargo, su reducido tamaño no le permite representar lo que se conoce como el «Sur Global». Es interesante observar que Indonesia, anfitrión de la famosa conferencia de Bandoeng que lanzó el no alineamiento (1955), se negó a convertirse en miembro… señalando que su objetivo era más bien entrar en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Los únicos miembros significativos del Sur son los 134 países del Grupo de los 77 (1964), la «unión de los pobres» como la llamó Julius Nyerere, y en menor medida los 120 miembros del Movimiento de Países No Alineados (MNOAL) creado tres años antes. Es a este grupo al que Pekín pretende seducir y, en cierto modo, atraer el Sur hacia el Este: “Al igual que Mao Zedong llegó al poder en Pekín eludiendo las ciudades que le eran hostiles y apoyándose en el campo, Xi pretende apoyarse en el «Sur global» para eludir a un Norte hostil y establecerse como una potencia a tener en cuenta a mediados de siglo», escribe acertadamente Frédéric Lemaître9. La República Popular China figura en la lista del G77 como miembro del grupo… ¡pero la propia China no se considera miembro! De ahí el ambiguo «G77 más China», en el que Pekín vota casi sistemáticamente con el grupo. En cuanto al Movimiento de los Países No Alineados (MNOAL), varios de los grandes países que a menudo se mencionan como parte del «Sur Global» son meros observadores, especialmente Argentina, Brasil, México y… China.
Además, estas organizaciones no han demostrado realmente su eficacia. Es cierto que los BRICS han creado el Nuevo Banco de Desarrollo, pero su papel sigue siendo modesto en comparación con el de las demás instituciones financieras internacionales. Han abandonado sus planes de crear una moneda común. No coordinan sus políticas energéticas. ¿Y el G77 y el MNOAL? Organizados para armonizar sus posiciones en las instituciones internacionales, con verdadero éxito en cuestiones no vinculantes (en el caso del G77, 75% de votaciones conjuntas en la ONU en los años 2000), los países implicados votan a menudo de forma dispersa sobre las cuestiones más sensibles10. Además, no se trata de organizaciones estructuradas. Así se vio en las resoluciones de condena a Rusia, en las que la mayoría de los países votaron con Occidente, algunos adoptaron una posición neutral y sólo un número muy reducido se puso del lado de Moscú11.
Deconstruir la oposición a Occidente
Es cierto que tres cuartas partes de los países del mundo se niegan a aplicar sanciones contra Rusia, a pesar de las órdenes de Occidente. Pero es importante deconstruir la narrativa de una oposición sin matices a Occidente, por una amplia variedad de razones que confirman la heterogeneidad del «Sur global» y, en última instancia, la irrelevancia de esta noción.
Estas razones son políticas, económicas, estratégicas e ideológicas, a veces sentimentales o incluso pasionales, y varían de un país a otro: algunas son primordiales para un Estado, accesorias o inexistentes para otros.
Negarse a seguir a Occidente es, ante todo, una simple declaración de independencia –nada de sanciones a menos que lo decida la ONU– y de no pertenencia a un bando determinado: se quiere poder «tener un McDonald’s y un Burger King en la misma calle». Muchos Estados son tanto más celosos de preservar su autonomía estratégica, o lo que Delhi llama multialineamiento, cuanto que su soberanía es relativamente reciente. Además, sus opiniones nacionales suelen estar divididas: en las encuestas, brasileños, sudafricanos e indios se dividen entre la preferencia por las reglas y normas estadounidenses, europeas y del mundo en desarrollo12. Israel tiene tantos nacionales de origen ucraniano como ruso.
Las razones económicas son bien conocidas y a menudo bastante comprensibles. Brasil e India compran sus fertilizantes a Rusia. India, Argelia y otros países quieren seguir comprando sus equipos de defensa a Moscú. Los Estados del Golfo no quieren que se fugue el capital ruso. Egipto, como Turquía, cuenta con Rosatom para sus futuras centrales nucleares. En otras palabras, no quieren imponer sanciones por miedo a ser sancionados a su vez.
El deseo de no disgustar a Rusia puede justificarse por cálculos geopolíticos: India necesita a Moscú en su enfrentamiento con China, Brasil considera que Rusia es un elemento esencial en un mundo multipolar. Los BRICS y los países no alineados no quieren que Occidente sea demasiado fuerte. El cinismo no está lejos: muchos Estados emergentes o menos desarrollados esperan a ver quién se impone. Son hedgers, como se dice en el mundo de las finanzas, y podrían convertirse, si la competencia chino-estadounidense se agudizara, en el equivalente de los Swing States de las elecciones estadounidenses. Para utilizar las categorías de la teoría realista de las relaciones internacionales, esto es hedging (garantía) más que balancing (equilibraje) o bandwagoning (seguidismo). Por último, muchos de ellos no detestan el concepto de esferas de influencia: al fin y al cabo, consideran normal que Moscú o Pekín hagan lo que quieran en su entorno regional, como Arabia Saudí en Yemen, por ejemplo.
También se oye en estas reacciones un eco lejano de la Guerra Fría: desde Sudáfrica hasta la India, Moscú sigue siendo el aliado leal, el «anticolonialista», que apoya a los movimientos de liberación. La propaganda rusa supo utilizar este recuerdo romántico. También sabe presentar el discurso del Kremlin como el de un hombre fuerte que apela a valores conservadores, lo que no deja de atraer a ciertas poblaciones. «El agravio es un elemento importante para entender la relación entre África y Occidente: la realidad del pasado colonial es todavía muy reciente, y sigue produciendo consecuencias y efectos. Esto ofrece una puerta de entrada de facto a países que no están concernidos por este pasado colonial, como Rusia y Turquía», como dicen los habitantes del continente africano. «Moscú nos muestra respeto», se oye en Brasil. Un país cuyas élites, como ocurre a menudo en América Latina, siguen marcadas por el antiamericanismo.
Por último, no debemos pasar por alto la importancia del sentimiento tóxico conocido como Schadenfreude, el disfrute del sufrimiento ajeno. ¿La razón? Un supuesto doble rasero, en referencia a la invasión de Irak o la anexión de los Altos del Golán, como si las turpitudes de unos sirvieran de excusa para las de otros, o una supuesta falta de atención de Occidente a sus propios problemas, que permitiría a los países afectados despreciar tanto el sufrimiento ucraniano como las normas internacionales. Occidente debe expiar y pagar sus culpas, reales o supuestas. Como escribió Pierre Hassner en 2005, cada vez que se ve afectado, las reacciones en gran parte del mundo van desde «la Schadenfreude hasta un sentimiento de equilibrio restablecido, desde el resentimiento y el espíritu de venganza hasta la idea de una hibris castigada»13. El apoyo implícito a Rusia es, pues, una expresión indirecta de nuestro descontento con Washington, tanto como nuestro respeto por China.
La guerra en Ucrania es, pues, el prisma a través del cual se revelan los intereses y los cálculos de los Estados, así como todas las frustraciones y pasiones de las naciones.
Diagnóstico equivocado, estrategia equivocada
«No sabemos cómo definir el Sur Global, pero nadie puede negar que existe», le dijo al autor una diplomática de un país latinoamericano en un foro internacional en diciembre de 2022. Esto es más que cuestionable desde un punto de vista epistemológico. Debe ser posible definir lo que existe, de lo contrario la expresión es más un eslogan polémico que una realidad política.
Podría argumentarse que lo mismo se aplica a Occidente. Esto no es del todo falso. Hemos recordado la existencia de este «occidentalismo», que consiste en imaginar un Occidente uniforme y coherente –lo que Moscú llama hoy el «Occidente colectivo»–. Pero la simetría es sólo aparente. En primer lugar, porque la invocación de Occidente en Europa y Estados Unidos, y la reivindicación de pertenecer a él, son, sin haber caído en desuso, menos frecuentes hoy que durante la Guerra Fría. En segundo lugar, porque Occidente sigue estando mejor representado por la OTAN y la OCDE que el Sur Global por la OCS, los BRICS, el G77 o el MNOAL.
Que muchos países se oponen a Occidente, y que la guerra en Ucrania es a la vez el detonante y el indicador de ello, es indiscutible. Agruparlos a todos bajo una misma etiqueta es contraproducente, porque conduce a errores de diagnóstico y de estrategia.
Se trata de un diagnóstico erróneo, porque no hay una gran revuelta en el Sur contra Occidente.
Con la emergencia política y económica de nuevos actores y potencias intermedias, y el retorno de las rivalidades internacionales al primer plano, el mundo está volviendo en cierto modo a ser «normal», como escribió Robert Kagan hace unos años14. Sin embargo, hablar de un mundo posoccidental es una gran exageración. Fue a finales de los años 1950 cuando los países en desarrollo se convirtieron en una fuerza política, con la Conferencia de Bandoeng (1955) y la creación del Movimiento de Países No Alineados. Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética –que no es exactamente un país occidental– fue un actor político formidable (y una fuerza de bloqueo en el Consejo de Seguridad). Incluso en los años 1990, descritos a menudo como el triunfo de la unipolaridad estadounidense, las relaciones con Rusia, China, Irán y otros países eran difíciles. Occidente no tenía el mundo en sus manos. Hace tiempo que no domina el mundo sin compartirlo. «Occidente comprende que sus clubes exclusivos ya no pueden resolver todos los problemas del mundo», afirma un experto indio15. Pero, ¿ha sido éste el caso desde 1945? El eterno «declive de Occidente», que «ya no está solo en el mundo», dice más de nuestras ansiedades y de nuestra capacidad de autoflagelación, así como de las legítimas reivindicaciones de las potencias emergentes, que de cualquier transformación real del mundo.
En la ONU, no menos de 141 países, entre ellos Perú, Mauritania, la República Democrática del Congo, Somalia, Yemen y Bangladesh, han condenado en dos ocasiones la agresión rusa. En 2023, según cálculos de The Economist Intelligence Unit, los países que se oponen abiertamente a la política rusa representarán el 60% del Producto Interior Bruto (PIB) mundial, frente al 3,3% de los que la apoyan. Los países inclinados a apoyar a Occidente representan el 35% de la población mundial, frente al 33% de los que tienden a apoyar a Moscú16.
Este Occidente se conserva bien. En términos de PIB nominal per cápita –un criterio esencial del poder–, el G7 sigue a la cabeza. Los 38 países de la OCDE –todos ellos democracias, aunque algunas muy imperfectas– siguen representando en conjunto más del 40% del PIB mundial en términos de paridad de poder adquisitivo. Registran casi todas las patentes triádicas, y los diez países más innovadores del mundo, con la excepción de Singapur, pertenecen todos a la Organización. En el ámbito sanitario, la pandemia de Covid-19 demostró una vez más la capacidad de reacción de la ciencia y la industria occidentales: las vacunas más eficaces se desarrollaron en Europa y Estados Unidos. En el plano militar, los países occidentales disponen de una red de bases y alianzas sin parangón en el mundo. Y Estados Unidos tiene una experiencia en combate de la que China carece.
Podemos reírnos de los fracasos diplomáticos occidentales, pero ¿están los países del Sur en condiciones de ofrecer una alternativa? Las ambiciones brasileñas y sudafricanas de poner fin a la guerra en Ucrania se han estrellado contra los muros del Kremlin. La reunión del G20 organizada por Delhi mostró los límites de su «poder de convocatoria»: ni Putin ni Xi Jinping asistieron.
También debemos recordar que no se trata de un juego de suma cero: no es tanto Occidente el que está en declive como el resto del mundo el que está creciendo en poder, algo de lo que hay que congratularse dado que su desarrollo ha contribuido a mejorar la vida de cientos de millones de personas.
Lo que es cierto para Occidente lo es aún más para Estados Unidos, cuya participación en el PIB mundial a precios corrientes es hoy la misma –una cuarta parte– que en 1980 o 1995. Ha habido innumerables autores y libros que predecían el declive de Estados Unidos. ¿Recordamos el fenomenal éxito de Paul Kennedy, que en The Rise and Fall of the Great Powers (1987) profetizó su hundimiento y predijo que la próxima potencia mundial sería… Japón? Treinta y seis años después, Estados Unidos sigue ocupando un lugar único en la geopolítica mundial, gracias a sus ventajas estructurales, naturales y culturales. La desdolarización está muy lejos: la moneda estadounidense se utiliza en casi el 90% de las transacciones en divisas, el 60% de las reservas de divisas, el 50% de las facturas comerciales, casi la mitad de los títulos de deuda internacional, más del 40% de los pagos SWIFT y el 40% de los préstamos internacionales17. Incluso cuando las compras se realizan en euros, yuanes o rublos, el precio suele fijarse en dólares (como en el caso del petróleo). ¿Arabia Saudí fija su producción de petróleo sin preocuparse de los consumidores estadounidenses? Esto ha sucedido regularmente desde el final de la Guerra Fría. Los excesos de quienes, al otro lado del Atlántico, ven a Arabia Saudí como el único país «capaz de contener las fuerzas naturales de la historia» no deben ocultar los elementos fundamentales de su poder y atractivo, que siguen sin tener rival18. Por no mencionar el hecho de que, demográficamente, sigue estando en una posición mucho mejor que su principal competidor, China.
Hablar del «Sur global» es también un error estratégico, porque la expresión sugiere que es posible tener una política única hacia los países afectados cuando sus quejas y necesidades son heterogéneas. Peor aún, su uso es contraproducente: cuanto más se utiliza, más se crea una realidad. Nuestra interlocutora citada más arriba no estaba del todo equivocada. Como señala Sarang Shidore, nos guste o no, el Sur global es ya un «hecho geopolítico»19. Esto recuerda, mutatis mutandis, al concepto de «raza» en el debate público: puede que no abarque ninguna realidad genética, pero su uso crea un hecho social que construye distinciones artificiales. Hablar del «Sur Global» promueve la idea de una confrontación política con Occidente. En beneficio de China, que se considera el líder natural…
¿Qué podemos hacer al respecto?
Junto con otros, sugerimos evitar o incluso rechazar el término «Sur Global» en el discurso político, sin pretender sustituirlo. De hecho, el Banco Mundial ha abandonado la categoría de «país en vías de desarrollo» (a pesar de que podría definirse en función de criterios objetivos como el PIB o la renta per cápita). Tampoco hay que hablar del «resto del mundo», expresión poco atractiva y que además sugiere un enfrentamiento («Occidente y el resto»20), aunque los países en cuestión formen una zona de competencia entre Occidente y sus adversarios –que analizamos en La Guerre des mondes como la de dos familias, una euroasiática, más bien autoritaria, y otra euroatlántica e indopacífica, más bien liberal–. Pero evitemos también evocar un enfrentamiento entre regímenes democráticos y Estados autoritarios: aparte de que sabemos hasta qué punto las lecciones de democracia son a menudo contraproducentes, conocemos unos cuantos Estados que dicen ser del Sur que son al menos tan democráticos como algunos pertenecientes al bloque occidental.
Naturalmente, hay que escuchar a los dirigentes y a los pueblos que dicen «querer respeto». Pero comprender no es lo mismo que aceptar, y no debemos tomar al pie de la letra la retórica de la humillación de la que los occidentales son sistemáticamente responsables. Raymond Aron escribió: «Debemos convencer a los pueblos de Europa de que no podemos vivir de nuestro pasado, de que no se nos debe todo simplemente porque hayamos tenido desgracias»21. Este consejo sigue siendo válido para los demás.
En este sentido, es importante no permitir que prevalezca la acusación de «doble rasero». Recordando que puede ser a la inversa: lo que los anglófonos llaman el «doble rasero» existe al menos tanto del lado de quienes denuncian el imperialismo estadounidense como de quienes se abstienen de hacerlo en relación con el de Rusia. Que son los occidentales quienes defienden la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU, mientras que China no quiere ni oír hablar de la condición de miembro permanente para India. Y que a menudo son ellos quienes están en primera línea en la promoción de la seguridad humana y la protección del bien común, ya se trate de la ayuda al desarrollo, de la lucha contra el calentamiento climático o de la defensa de las poblaciones amenazadas.
¿No está el doble rasero del lado de quienes se quejan de Occidente cuando interviene y de Occidente cuando no lo hace? ¿No es contradictorio felicitarse de la intervención estadounidense de 1991 para liberar a Kuwait, anexionado por Irak, pero impugnar el apoyo militar occidental a Ucrania, parte de cuyo territorio también ha sido anexionado por Rusia? (En cuanto a señalar que los Altos del Golán también habían sido anexionados, es olvidar que Siria era el agresor). ¿El reproche de egoísmo no podría dirigirse igualmente a China, que se resiste a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, o a India, que prohíbe toda exportación de vacunas en plena crisis del Covid-19?
La supuesta hipocresía de Occidente puede volverse así contra sus críticos, que a veces son los primeros en solicitar un visado para Europa o Estados Unidos, o en invertir allí sus activos. También podemos poner a todos de acuerdo sugiriendo, como hizo Richard Haas, entonces Director de Prospectiva del Departamento de Estado estadounidense, a principios de los años 2000, que «la coherencia es un lujo que no podemos permitirnos en política exterior».
Las críticas de los países emergentes al llamado orden liberal –el entramado de instituciones y normas internacionales desarrollado desde 1945– son a menudo excesivas. ¿Hace falta recordar, por ejemplo, que fomentó la descolonización mediante el ejercicio del «derecho de los pueblos a la autodeterminación»? Y que si bien los orígenes de este ordenamiento son esencialmente occidentales, se ha beneficiado de otras aportaciones, como la «responsabilidad de proteger» inspirada por el diplomático sudanés Francis Deng.
Se trata, pues, de aceptar el debate sin aceptar necesariamente los constantes reproches lanzados a un Occidente responsable de todas las desgracias del mundo, pero sin pensar tampoco que lo único que hace falta es un poco más de pedagogía para hacer comprender nuestras posiciones a los pueblos que, con razón o sin ella, se sienten despreciados. En resumen: ni negligencia, ni arrepentimiento, ni condescendencia.
Por otra parte, tenemos toda la razón al quejarnos de la esclerosis de las grandes instituciones internacionales, cuyo modus operandi refleja un mundo anticuado.Pensamos, por supuesto, en el Consejo de Seguridad de la ONU: pero, como se ha dicho, su falta de reforma en profundidad presupondría un acuerdo… entre los países del Sur. Así pues, lo más urgente es sin duda reformar el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, donde Estados Unidos tiene el 30% de los votos mientras que los BRICS sólo el 15%. Relegitimar el orden liberal significaría que Occidente tomara la iniciativa en este proceso. Prestar toda nuestra atención a este asunto no es sólo una cuestión de justicia: también redunda en nuestro propio interés, porque es al erigirse en competidor de estas instituciones financieras como China avanza en su posición.
Notas al pie
- Avishai Margalit & Ian Buruma, Occidentalism. The West in the Eyes of Its Enemies, Londres, Penguin Books, 2004.
- A partir de finales del siglo XIX, la «cuestión meridional» describía el problema del desequilibrio entre el desarrollo del norte de Italia y el Mezzogiorno.
- « Ce Tiers-Monde ignoré, exploité, méprisé comme le Tiers-État veut, lui aussi, être quelque chose ». Alfred Sauvy, « Trois mondes, une planète », Le Nouvel Observateur, 14 de agosto de 1952.
- Matthew Connelly & Paul Kennedy, « Must It Be the Rest Against the West ? », The Atlantic, diciembre de 1994. Jean-Christophe Rufin, L’Empire et les nouveaux barbares, Jean-Claude Lattès, 1991.
- Éditions de l’Observatoire, 2023
- S. Jaishankar, Intervención en el Hudson Institute, 29 de septiembre de 2023.
- Stewart Patrick & Alexandra Huggins, « The Term ‘Global South’ Is Surging. It Should Be Retired », Carnegie Endowment for International Peace, 15 de agosto de 2023.
- « Russia’s pockets of support are growing in the developing world », Economist Intelligence Unit, 7 de marzo de 2023.
- Frédéric Lemaître, « Xi Jinping veut s’appuyer sur le “Sud global” pour contourner un Nord hostile et s’imposer comme une puissance incontournable », Le Monde, 28 de marzo de 2023.
- Diana Panke, « Regional Power Revisited : How to Explain Differences in Coherency and Success of Regional Organizations in the United Nations General Assembly », International Negotiation, vol. 18, n° 2, 2013, pp. 265-291.
- Cuba, Venezuela, Nicaragua, Eritrea, Bielorrusia, Siria, Irán, Corea del Norte, Birmania.
- Munich Security Conference, Munich Security Index, febrero de 2023.
- Pierre Hassner, « La Revanche des passions », Commentaire, n° 110, 2005, p. 307.
- Robert Kagan, The Return of History and the End of Dreams, New York, Knopf, 2008.
- Sylvie Kauffmann, « Entre l’Occident en recul et le Sud qui s’affirme, l‘heure du rééquilibrage est venue. Ca va vite et c’est brutal », Le Monde, 27 de septiembre de 2023.
- « Russia’s pockets of support are growing in the developing world », Economist Intelligence Unit, 7 de marzo de 2023.
- Mathias Drehmann y Vladyslav Sushko, « The global foreign exchange market in a higher-volatility environment », BIS Quarterly Review, diciembre de 2022.
- Robert Kagan, « A Free World, If You Can Keep It », Foreign Affairs, enero-febrero de 2023.
- Sarang Shidore, « The Return of the Global South », Foreign Affairs, 31 de agosto de 2023.
- Editorial, « The West Versus the Rest », Foreign Affairs, 9 de mayo de 2023.
- Raymond Aron, « Le plan Schuman », Conferencia en el Centro de Estudios Industriales de Ginebra, 8 de mayo de 1952.