La demografía es una de las grandes fuerzas de cambio de nuestro tiempo. En el pasado, durante mucho tiempo se subestimó su papel aduciendo que la población tendía a crecer muy lentamente y a mantener una estructura estable. La transición demográfica, es decir, el gran proceso de cambio que ha reducido progresivamente los elevados riesgos de mortalidad del pasado y ha hecho completamente normal que las personas atraviesen todas las etapas de la vida hasta la vejez, ha puesto fin a esta situación. La esperanza media de vida, que en el mundo preindustrial apenas superaba los 35 años, incluso en los contextos más favorables, ha aumentado progresivamente. A mediados del siglo pasado, superaba los 50 años a escala mundial, para quedarse en 73 años en la actualidad –pero supera los 80 años en los países más ricos–.
En 1962, la tasa de crecimiento demográfico alcanzó un máximo de más del 2% anual. A continuación entró en una larga fase de declive, que corresponde a la entrada en una fase de menor crecimiento demográfico a escala mundial.
Mientras que el descenso de la mortalidad es el motor del crecimiento demográfico, el descenso de la natalidad es el freno. En 1950, la media mundial de hijos por mujer era de 5. Hoy es menos de la mitad, y en la segunda mitad de este siglo debería descender a 2, umbral de reemplazo de las generaciones. Ya hoy, la mayoría de los países están por debajo de este nivel y han perdido por tanto su capacidad endógena de crecimiento.
Los países que impulsan el crecimiento demográfico mundial forman parte de un grupo cada vez más reducido, concentrado en ciertas regiones de Asia y África. El África subsahariana, en particular, cuenta actualmente con algo más de 1.100 millones de habitantes, una cifra similar a la de Europa y Norteamérica. Sin embargo, mientras que la primera casi duplicará su población de aquí a 2050, la segunda ya ha dejado de crecer.
El aumento residual de la población en la segunda mitad de este siglo dependerá sobre todo de la dinámica del continente africano. En cualquier caso, las Naciones Unidas estiman que dos tercios del aumento de la población son inerciales, lo que significa que se alcanzaría incluso si se aumentara inmediatamente a 2,1 el número medio de hijos por mujer en el planeta. Esto se debe a que la pirámide de edades sigue desequilibrada a favor de las generaciones en edad fértil. Sin embargo, se trata de una ventana temporal, ya que la transición demográfica –un proceso que tiene lugar en distintos momentos y con distinta intensidad en diferentes partes del mundo– culmina en una pirámide de edades cuya base se reduce (menos jóvenes) y cuya cúspide se ensancha hacia arriba (personas mayores).
Mientras disminuye el número de países con alta fecundidad y elevada presión demográfica, aumenta constantemente el de aquellos cuya fecundidad ha caído por debajo del umbral de reemplazo generacional. Cada vez es más evidente que los países en fase avanzada de transición demográfica, en lugar de estabilizarse en torno a una tasa de fecundidad de 2,1 hijos por mujer, tienden a situarse sistemáticamente por debajo de este nivel.
Estos datos subrayan el hecho de que la humanidad está entrando en una fase crítica en cuanto a los mecanismos de renovación de las generaciones. Por primera vez en su larga historia, la capacidad de darse continuidad en el tiempo está siendo cuestionada no tanto por factores exógenos (condicionantes externos que pesan sobre la supervivencia de sus miembros o sobre la posibilidad de sindicarse) como por factores endógenos ligados a las elecciones de los individuos y a las condiciones que encuentran en la sociedad en la que viven.
Hoy en día, para la mayoría de los hombres y mujeres, tener hijos es una elección deliberada y consciente, que no puede darse por sentada y que debe encontrar las condiciones adecuadas para realizarse plenamente. Por lo tanto, más que en el pasado, es necesario fomentarla y apoyarla mediante el reconocimiento explícito de su valor en la comunidad de referencia, así como mediante condiciones objetivas que permitan una integración positiva con las distintas dimensiones de la realización personal y profesional.
En la complejidad de las sociedades modernas avanzadas, la elección de tener un hijo se ha convertido en el indicador más sensible de la combinación de las circunstancias presentes y las expectativas de futuro. Cuando estos dos elementos son positivos, la elección (que hoy ya no se da por supuesta) de añadir una nueva vida a la propia tiene más probabilidades de encontrar un ecosistema propicio para su realización. En cambio, cuando existe una gran incertidumbre sobre el futuro, unida a las dificultades objetivas del presente y a la ausencia de políticas públicas, dicha elección, aunque deseada, queda en suspenso; mientras tanto, el tiempo pasa y se convierte implícitamente en una renuncia.
Contrariamente a lo que sugiere el término «transición», el gran cambio en curso no es un simple desplazamiento de las coordenadas del sistema demográfico de un antiguo equilibrio a uno nuevo. Implica una evolución continua de las relaciones entre generaciones y dentro de las etapas de la vida: la longevidad es cada vez más larga y la fecundidad desciende en todas partes por debajo del umbral mínimo de reemplazo entre generaciones.
Sin embargo, en el contexto de este cambio fundamental, existe una gran diversidad de experiencias entre los países que se encuentran en una fase avanzada de este proceso. Allí donde, gracias a políticas acertadas y continuadas, la tasa de fecundidad se sitúa en torno a 2 o justo por debajo, la población tiende a mantener cierta estabilidad en su tamaño y estructura interna (como en Estados Unidos, Francia y los países escandinavos).
Cuando, por el contrario, se sitúa permanentemente por debajo de 2, la población tiende a reducirse cada vez más, alimentando desequilibrios internos cada vez más pronunciados (como en el caso de Italia, así como de otros países del sur de Europa y de Extremo Oriente, en particular Japón y Corea del Sur).
El caso de China es interesante. Tras imponer una drástica reducción de la fecundidad con la política del hijo único adoptada a finales de los años 1970, ahora se encuentra con el problema contrario. En otras palabras, la demografía se está convirtiendo en un freno para el desarrollo económico y en un factor de debilitamiento del sistema social (debido al envejecimiento de la población y a la disminución de la mano de obra potencial). Pekín se ha dado cuenta de que levantar la prohibición de tener hijos no basta para aumentar la natalidad. Las preferencias y expectativas de la gente han cambiado, y las condiciones en las que se toman las decisiones reproductivas también son diferentes en el siglo XXI que en el pasado. Invertir la tendencia negativa de la natalidad exige políticas que respondan positivamente a los deseos y necesidades de la gente. Un país como China, que ejerce un riguroso control demográfico, puede planificar el crecimiento de la producción de todos los bienes excepto los nacimientos.
En resumen, el gobierno de Pekín se enfrenta a las mismas dificultades que los países democráticos, que hace tiempo descubrieron que en las economías desarrolladas, si se quiere que descienda la natalidad, no es necesario aplicar medidas disuasorias, sino simplemente no aplicar políticas eficaces de apoyo a la libre elección de tener un hijo. Por consiguiente, si China no hace nada, la tasa de fecundidad seguirá siendo muy baja o continuará bajando.
En Europa, Italia ya lleva tiempo en esta situación, siendo uno de los Estados en los que la tasa de fecundidad es inferior a 1,5 y el primero en ver cómo los menores de 15 años eran superados por los mayores de 65 (actualmente, este último grupo también ha superado a los menores de 25).
Italia comparte con otras economías desarrolladas el reto de garantizar una buena calidad de vida a las personas que, gracias a la longevidad, llegan a la vejez (con pensiones adecuadas y servicios de atención y asistencia). Este reto puede superarse positivamente si la población en edad de trabajar sigue siendo robusta, porque de este componente depende la capacidad de un país para generar riqueza, es decir, para alimentar el proceso de desarrollo económico y hacer sostenible el sistema social (mediante la financiación y el funcionamiento del sistema de protección social). Aquí es donde Italia es más vulnerable. Esto coloca a las nuevas generaciones italianas en una situación de desventaja competitiva con respecto a sus homólogas de los países con los que se comparan, debido a los mayores desequilibrios a los que tienen que hacer frente (en la relación entre las viejas y las nuevas generaciones, así como en la relación entre la deuda pública y el PIB).
Durante gran parte de la historia de la humanidad, la sociedad y la economía han funcionado con una gran base de jóvenes y un número relativamente pequeño de personas mayores. Sin embargo, el reto de garantizar el desarrollo y la prosperidad en un mundo en el que los jóvenes se están convirtiendo en un recurso escaso –fenómeno que denomino «desjuvenecimiento», degiovanimento en italiano– frente a un componente de edad avanzada cada vez mayor –»envejecimiento»– es completamente nuevo. Hay que subrayar que la causa de la deformación de la estructura por edades no es el envejecimiento en sentido estricto, es decir, la longevidad, sino la persistencia de una baja natalidad que produce el proceso de desjuvenecimiento, es decir, la reducción continua del tamaño de las nuevas generaciones. Como resultado de este proceso, Italia, por ejemplo, está experimentando un colapso sin precedentes y mayor en el número de adultos jóvenes que otras economías desarrolladas. La combinación de baja fecundidad y disminución de la población en la edad en que se forman las familias corre el riesgo de provocar una especie de reacción en cadena de generaciones: menos padres y, por tanto, progresivamente, aún menos hijos y futuros padres –es lo que llamamos «trampa demográfica»–.
La dinámica histórica de la natalidad ya ha producido un resultado irreversible: la población italiana ha agotado su capacidad endógena de crecimiento y se encamina hacia un declive constante. El balance entre nacimientos y defunciones se hizo negativo hacia finales del siglo pasado, luego se compensó con la inmigración, pero desde 2014 ni siquiera la contribución del componente extranjero ha podido contrarrestar el declive demográfico: desde este año hasta 2023, la pérdida de población italiana ha sido de alrededor de un millón y medio de habitantes.
La cuestión para Italia ahora es si resignarse o no a que la tendencia negativa de la natalidad sea tan irreversible. Para evitar la «trampa demográfica» que conduce a una configuración estructural cada vez más inestable, no basta con aumentar la fecundidad: el número medio de hijos por mujer debe alcanzar niveles que compensen la reducción del número de madres potenciales.
Los datos de previsiones del ISTAT lo confirman. En 2010, el número medio de hijos por mujer en Italia era de 1,44, es decir, 562.000 nacimientos. El escenario medio del ISTAT (basado en 2021) prevé un aumento de la tasa de fecundidad hasta 1,44 hijos en 2039 (frente al 1,25 actual), pero esto corresponde a un total de solo 424.000 nacimientos. Con el mismo número medio de hijos por mujer, en 2039 habría unos 140.000 nacimientos menos que en 20101.
Sólo el escenario «alto» (el más favorable de los descritos en las últimas previsiones del ISTAT) deja abierta la posibilidad de contener los desequilibrios en la estructura por edades y evitar la «trampa demográfica». Este escenario prevé la combinación de un aumento de la fecundidad hasta 1,82 en 2050 –de hecho, al nivel de los valores más altos de Europa en la actualidad, próximos a los niveles de Francia– y una migración neta con el extranjero de 250.000 personas, lo que corresponde a unas entradas anuales de más de 350.000 personas.
El aumento de la fecundidad estabilizará el grupo de edad de los menores de 20 años y, por tanto, no hará que siga disminuyendo, mientras que la inmigración tendrá su principal efecto en el crucial grupo de edad de 20 a 54 años, que, en lugar de perder casi 7 millones de personas –en el escenario más pesimista, en el que la migración neta tiende a cero–, limitaría esta pérdida a 3,7 millones –de nuevo en 2050–.
Todo ello no conduciría a un mayor crecimiento de la población italiana, pero se desactivaría el mecanismo de la espiral descendente, garantizando la base estructural del futuro de Italia con una vuelta a los nacimientos de más de 500.000 personas. Además, la reducción de la población activa potencial se contendría en niveles que no constituirían una desventaja competitiva frente a otros países y que podrían compensarse en términos cualitativos: invirtiendo en una vida laboral larga y en oportunidades de empleo para los jóvenes y las mujeres, en particular.
Este escenario sigue una trayectoria similar a la de Alemania, que en los últimos quince años ha llevado su tasa de fecundidad de ser inferior a la de Italia a situarse por encima de la media europea. Los nacimientos alemanes han pasado de 663.000 en 2011 a 795.000 en 2021. En 2011, la diferencia de natalidad entre Italia y Alemania era de unas 120.000; hoy es de unas 400.000. Alemania es el caso más interesante de un país que ha logrado recientemente invertir la tendencia combinando políticas familiares prudentes con la capacidad de atraer y gestionar flujos migratorios de personas en edad laboral y fértil. En la última década, la migración neta ha rondado una media de medio millón al año.
Es bueno saber que, dada la situación en la que se encuentra Italia –una combinación de fecundidad persistentemente baja y una estructura demográfica desequilibrada en detrimento de las nuevas generaciones–, la posibilidad de impulsar una nueva fase sólida que conduzca al escenario elevado solo puede lograrse alineándonos con las mejores experiencias europeas.
La experiencia europea nos muestra que la ayuda económica es la palanca más eficaz a corto plazo para impulsar la natalidad, porque contribuye a desbloquear –sobre todo después de una crisis y en condiciones de incertidumbre– una elección dejada en suspenso y constantemente aplazada. Sin embargo, para que este impulso vaya acompañado de un proceso eficaz de inversión de tendencia que pueda mantenerse a medio y largo plazo, es preciso poner en marcha una mejora sólida de los servicios e instrumentos de apoyo a las familias y a la elección de los padres, con un seguimiento y una evaluación continuos de la eficacia en relación con los resultados esperados.
Un reciente informe de las Naciones Unidas (World Population Policies 2021) muestra que los países con políticas de apoyo a la natalidad han superado a los que se han comprometido a reducirla, es decir, los países con una tasa de fecundidad inferior a 2. Aparte del permiso de maternidad, el instrumento más adoptado es el cuidado de los hijos, fundamental para conciliar trabajo y familia (88%), seguido del apoyo económico (78%) y el permiso de paternidad (73%). En todos estos ámbitos, Italia está lejos de las mejores prácticas internacionales.
No se trata de convencer a la gente para que tenga hijos, sino simplemente de favorecer la aparición de un ecosistema propicio a la libre elección de tener hijos. Los márgenes en los que pueden actuar las políticas familiares italianas son amplios, dado que el espacio estratégico posible es el de la brecha («déficit demográfico») entre la tasa de fecundidad actual (1,25) y la cifra deseada (en torno a 2) o, al menos, el valor que la experiencia de otros países europeos muestra como alcanzable (1,8). Los datos de investigación más sólidos disponibles sobre la comparación entre intenciones y comportamiento muestran que Italia es uno de los países desarrollados en los que existe una mayor diferencia entre el número de hijos que han tenido las mujeres que ahora se encuentran al final de su vida reproductiva –alrededor de los 45 años– en comparación con lo que decían desear cuando tenían 20 o 24 años.
Ningún país desarrollado ha visto reducirse esta diferencia sin poner en marcha medidas sólidas e instrumentos eficaces de apoyo a la natalidad. Más bien al contrario: el número deseado de hijos puede caer en contextos en los que la falta de políticas y de atención pública lleva a consolidar el mensaje de que el nacimiento de un hijo no se ve como un valor social, sino sólo como un coste y una complicación para los padres. Esto es lo que Italia corre el riesgo de hacer.
Los datos del Osservatorio giovani (Observatorio de los jóvenes) del Instituto Toniolo muestran que la gran mayoría de las nuevas generaciones de Italia y Europa quieren tener hijos (o adoptarlos), pero también se sienten libres de no hacerlo. No se sienten obligados a tener hijos por necesidad biológica o para ajustarse a una norma social, sino que quieren compartir con ellos el placer de verlos crecer en un entorno seguro, con los cuidados y el bienestar adecuados. Éstas son las condiciones que más se echan en falta en países como Italia, donde la tasa de fecundidad es más baja y la edad a la que se tiene el primer hijo se retrasa continuamente. Tener un hijo debe situarse dentro de los límites de una concepción posible de la transición a la edad adulta de las nuevas generaciones, y no más allá de un horizonte que se acerca cada vez más al umbral de la renuncia. La ausencia de medidas adecuadas de apoyo a la autonomía y al espíritu empresarial (mediante políticas activas de vivienda y empleo) corre el riesgo de mantener a muchos jóvenes italianos como niños hasta que sea demasiado tarde para ser padres.
El propio concepto de desarrollo sostenible hace hincapié en el papel de las nuevas generaciones y en la calidad del futuro que pueden contribuir activamente a propiciar con sus decisiones individuales y colectivas, estas últimas también debilitadas por el menor peso electoral derivado del desjuvenecimiento.
Por tanto, es importante comprender que sin un compromiso de convergencia con las políticas dirigidas al escenario elevado, las nuevas generaciones se ven privadas de la posibilidad de invertir la tendencia actuando sobre las causas, lo que las condena a tener que limitarse a gestionar las consecuencias de los desequilibrios crecientes. En este caso, se ignora el principio subyacente del desarrollo sostenible, a saber, no tomar hoy decisiones que dañen irreparablemente las condiciones y las oportunidades de los que vendrán después.
También es importante recordar que la inversión en calidad y la reducción de los desequilibrios cuantitativos forman parte del mismo proceso de convergencia hacia el escenario alto: por un lado, la reducción de los desequilibrios significa que se dispone de más recursos para invertir en calidad (formación, trabajo, investigación y desarrollo); por otro, la mejora del empleo de los jóvenes y las mujeres –en combinación con políticas que refuerzan la autonomía y la conciliación de la vida laboral y familiar– favorece el aumento de nuevos hogares y nacimientos.
La misma calidad de vida en las fases más maduras requiere una renovación de las generaciones que funcione, tanto en lo que se refiere al vínculo entre el bienestar futuro y las decisiones tomadas a una edad más temprana, como en lo que se refiere a la relación cuantitativa entre generaciones que depende de los cambios en las tasas de natalidad, así como de las decisiones de los jóvenes de permanecer en la región o abandonarla.
A diferencia de un individuo, una población puede tanto envejecer y rejuvenecerse como permanecer con una estructura equilibrada, lo que, como hemos dicho, corresponde a una tasa de fecundidad en torno a la media de dos hijos. El camino que ha emprendido Italia corre el riesgo de ser el del envejecimiento irreversible, en el que, con el tiempo, tenemos que resignarnos a hacer menos cosas y a sentirnos peor que el año anterior.
Una parte cada vez más amplia de Italia sufre ya en gran medida los desequilibrios provocados por el escaso relevo generacional, con dificultades para garantizar los servicios básicos. El reto de atraer a las nuevas generaciones es aún más agudo para los municipios de montaña y las zonas del interior, realidades descentralizadas que son cruciales para la resiliencia global del territorio en términos de hidrogeología, paisajes e identidad cultural. Esto es un anticipo de lo que podría llegar a ser Italia si no se invierte la tendencia.