Las precarias chozas de la historia 

En esta historia, Sabrina Janesch rememora y explora un capítulo poco conocido de las historias alemana y europea: el de la población de origen y lengua alemanes. Esta exploración novelística sigue las trayectorias de un mosaico familiar moldeado por errancias, migraciones y deportaciones.

Sabrina Janesch, Sibir, Berlín, Rowohlt, 2023, 352 páginas, ISBN 978-3-7371-01, URL https://www.rowohlt.de/buch/sabrina-janesch-sibir-9783737101493

Katzenberge, la primera novela de la escritora germano-polaca Sabrina Janesch, que fue aclamada por Günther Grass y galardonada con el Premio Literario Anna Seghers, en 2011, traza el viaje de una familia entre Galicia y la Baja Silesia para arrojar luz sobre el papel de las reconfiguraciones territoriales del siglo XX y del mestizaje cultural en nuestra herencia europea. 

Su nueva novela, Sibir, sigue esta estela. A través de la voz de su narradora, Leila, que intenta rescatar del olvido los recuerdos de infancia de su anciano padre, aquejado por demencia senil, este relato se adentra en la historia de una familia zarandeada por las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial entre Galicia, donde estaba establecida desde el siglo XVIII, Wartheland, territorio anexionado al Reich nacionalsocialista tras la invasión de Polonia, Kazajstán y los Brezales de Luneburgo, en el norte de Alemania. Esta exploración novelística de un aspecto, en gran medida, ignorado de las relaciones germano-rusas desentierra un pasado que flota entre lenguas (alemán, ruso, kazajo y polaco), rasgos de pertenencia y territorios (que se extienden desde Europa Central hasta las estepas euroasiáticas). Al hacerlo, cuestiona lo que constituye una identidad familiar marcada por el odio racial y xenófobo y desgarrada por el trauma de la violencia de la Segunda Guerra Mundial y de múltiples deportaciones y desarraigos.

Este mosaico familiar, entretejido por vagabundeos, migraciones y deportaciones, es la narración de la autora, tejida a partir de dos temporalidades distintas y de dos perspectivas novelísticas: a los recuerdos de infancia de Josef Ambacher, padre de Leila, que nació en 1935, se les suman los de la propia Leila, que abarcan el periodo de 1990, cuando se disolvió la Unión Soviética. Josef procedía de una familia alemana de Egerland, en los confines de Bohemia, que se instaló en Galicia, en el siglo XVIII, siguiendo los pasos de los numerosos colonos alemanes que habían venido a poblar esta nueva adquisición territorial del Imperio austrohúngaro. Tras la invasión del Este de Polonia por el ejército ruso, en 1939, la familia Ambacher huyó de su lugar de nacimiento para instalarse en una granja de Wartheland, antiguo territorio polaco que el Estado nacionalista acababa de anexionar al Reich alemán y que, ahora, era objeto de una política de germanización. Sin embargo, el año 1945 es cuando, realmente, inicia la historia de los recuerdos del pequeño Josef, al cargarla con una experiencia traumática: tenía diez años cuando la familia se vio obligada, bajo la presión del Ejército Rojo, a abandonar su nuevo hogar para ser, finalmente, deportada a una colonia de las áridas estepas de Kazajstán, formada por réprobos de diversas nacionalidades.

A través de este relato, la autora rememora y visita un capítulo poco conocido de las historias alemana y europea: el de la población de origen y lengua alemanes (siguiendo el ejemplo de los alemanes de Galicia o los del Volga), asentada desde el siglo XVIII, como resultado de políticas de colonización, en los territorios de Europa Central y Oriental y víctima de deportaciones a raíz de los reajustes geopolíticos provocados por la Segunda Guerra Mundial. 

No obstante, el interés de esta novela radica no sólo en las revelaciones que aporta sobre la historia de los traslados forzosos de poblaciones alemanas, sino, sobre todo, en la forma en la que pone en perspectiva las convulsiones geopolíticas de la Segunda Guerra Mundial y su impacto en los destinos familiares. El relato del joven Josef sobre la brutal deportación de la familia Ambacher a un asentamiento precario en las estepas euroasiáticas, al margen de la vida y del mundo, hace eco del de su hija, que cuenta su infancia en una urbanización periférica de los Brezales de Luneburgo, donde los Ambacher migraron con toda una comunidad de refugiados de origen alemán, tras la repatriación de los soldados alemanes hechos prisioneros en la Unión Soviética (negociada en 1955 por el excanciller Konrad Adenauer). A través de esta construcción narrativa en espejo, surgen correspondencias que nos dan la medida de la fatalidad de una historia familiar que nunca ha dejado de escribirse al margen de la sociedad: si bien los Ambacher vivieron al límite, asimilados al enemigo nazi, en la colonia relegada a las estepas de Kazajstán, a su regreso a la RFA, nunca volvieron a sus raíces, pues se contentaron con vivir, desgarrados entre múltiples aspectos de pertenencia lingüística y cultural, desvinculados de su pasado en una urbanización periférica cuyos edificios dan la impresión de ser provisionales1. En efecto, aunque la infancia siberiana de Josef también tuvo sus momentos felices, llenos de amistades, intercambios y encuentros decisivos, su regreso a Alemania se produjo al precio de una amnesia que encerró al Josef adulto en una melancólica soledad: su abuelo instruyó al niño para que borrara toda huella del pasado, condición necesaria para integrarse con éxito en el nuevo país.  

Este vacío de la memoria, en el que los recuerdos no están anclados y en el que los descendientes son incapaces de integrarse, se evoca hábilmente, en la novela, a través de una red de imágenes: por ejemplo, apenas llegan a «Siberia», Sibir, palabra que representa un lugar vergonzoso e irreal, un desierto amenazador, la muerte y la ausencia2, la familia tiene que enfrentarse a una tormenta de nieve que se traga, misteriosamente, a la madre de Josef, desaparecida sin dejar rastro. Esta desaparición hace eco de la de otro ciudadano alemán de la colonia siberiana, Heinrich Quapp, deportado al Gulag y cuyos hijos, unas décadas más tarde, reaparecieron en la pequeña ciudad alemana, como fantasmas de un pasado doloroso, pero irreal. Tal vez, esta ausencia también queda ilustrada por la soledad de Josef, que no deja de ser un extraño para su hija y que se desvanece en la amnesia de la enfermedad.

Este vacío se expresa también a través de la proliferación de viviendas precarias, ya sea en Siberia o en Alemania: los barracones improvisados de Kazajstán son más refugios que viviendas, cosa que reflejan las chozas de los Brezales de Luneburgo que se desbordaron por los nuevos refugiados alemanes, después de 1990, y en las que, después de todo, la gente siguió acampando. No obstante, también, vemos las numerosas cabañas en las que la infancia entierra secretos (la lengua materna alemana prohibida que tememos olvidar) y recuerdos (los cuadernos y memorias traídos de Siberia que Leila intenta proteger del deseo de su padre de hacer borrón y cuenta nueva). 

Este mundo de la infancia se relata con un estilo conciso y sobrio. Esta sencillez le quita patetismo a la historia y beneficia las descripciones de las vastas soledades de Kazajstán, por mucho, los pasajes más bellos de esta novela3.

Notas al pie
  1. «Al principio, a los repatriados -como llamaban los habitantes de Mühlheide a los deportados civiles y militares- se les asignaron viviendas en las afueras de la ciudad», Sabrina Janesch, Sibir, Rowohlt 2023, p. 206.
  2. «Así llamaban los deportados al oscuro terror que se extendía detrás y al sur de los Urales, detrás de Europa, detrás del fin del mundo», ibid. p. 15.
  3. «Desde que habían pasado las últimas manchas de árboles dispersos, el tren había estado atravesando la nada, el paisaje se había vuelto informe, plano como los tablones bajo la paja, desierto y vacío», ibid. p. 29.
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