¿Puede entenderse el golpe de Estado en Gabón como un eco de los golpes de Estado que se vienen produciendo en el Sahel desde 2021?

Hay que decir de entrada que el contexto geopolítico y los sistemas de gobernanza de estas regiones son muy diferentes. Por lo tanto, una comparación directa sería inapropiada. Sin embargo, un sorprendente punto de convergencia radica en la creciente convicción entre los oficiales militares de África de que tomar el poder por la fuerza no sólo es factible, sino que también es probable que reciba una reacción moderada, o incluso un apoyo tácito, por parte de los actores internacionales. 

Tomemos el ejemplo de Malí. El país ha sido testigo de un golpe de Estado seguido de otro, con una notable aceleración en el ritmo de estos acontecimientos. En Burkina Faso, la situación fue similar, con dos golpes de Estado en rápida sucesión. En Níger se produjo una toma del poder aún más rápida, lo que indica que este modo de acceso al poder parece ser cada vez más eficaz y, por tanto, tentador. Curiosamente, en estos casos, la retórica de la «emancipación» contra las antiguas potencias coloniales y sus recientes intervenciones se utiliza a menudo para movilizar a la población. Casi se convierte en un programa político en sí mismo. Así ocurrió especialmente en Malí, y así lo subrayaron también las recientes declaraciones del capitán Traoré en la cumbre Rusia-África de San Petersburgo.

Existe una creciente convicción entre los oficiales militares de África de que tomar el poder por la fuerza no sólo es factible, sino que también es probable que reciba una reacción moderada, o incluso un apoyo tácito, por parte de los actores internacionales. 

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Níger ofrece otro ángulo de análisis especialmente intrigante, dado que fue un importante aliado de Francia en la región. La presencia de una importante base militar francesa no impidió que se produjera el golpe. Esta actitud deliberada de laissez-faire envía el mensaje de que, incluso con una importante presencia militar occidental, cualquier cosa parece ahora posible en términos de cambio de régimen.

En resumen, aunque la dinámica y las motivaciones de estos golpes difieren significativamente de un país a otro, comparten un parecido familiar en la creciente percepción de que un golpe militar puede tener éxito sin desencadenar una intervención armada sustancial. En este sentido, el golpe de Estado en Gabón forma parte de una tendencia regional más amplia, que alimenta la audacia de quienes podrían verse tentados a seguir su ejemplo.

Poco más de un mes después del golpe de Estado en Níger, ¿cuál es la situación actual? 

Poco más de un mes después del golpe de Estado en Níger, la situación en el país sigue siendo estática, pero no carente de impulso. Los actores locales e internacionales se mantienen firmes, creando una tensión palpable que se extiende más allá de las fronteras de Níger.

Por un lado, los golpistas consolidan su dominio, explotando hábilmente la disonancia entre las dos grandes potencias occidentales implicadas en la región: Francia y Estados Unidos. París, que pretende mantener una línea dura, reconoce que este enfoque no ha sido suficiente para resolver la crisis. Estados Unidos, por su parte, se encuentra en una situación delicada. Su reticencia a calificar el suceso de «golpe de Estado» obedece a una razón pragmática: tal declaración le obligaría legalmente a poner fin a su cooperación con Níger y pondría en peligro el funcionamiento de su base de drones en Agadez, una inversión de 100 millones de dólares.

Los estadounidenses parecen creer que un acuerdo con la junta militar en el poder no sólo es posible, sino preferible a una ruptura. Este pragmatismo forma parte de una estrategia más amplia para contener la influencia rusa en la región. Sin embargo, esta postura está resultando arriesgada. Basta recordar los fracasos franceses en Malí y Burkina Faso, donde una estrategia similar acabó provocando la expulsión de Francia y la llegada de fuerzas rusas. Una vez cómodamente instalados, los regímenes militares tienden a seguir su propia agenda, independientemente de las promesas previas hechas a las potencias occidentales.

En este gran juego geopolítico, la junta de Níger parece tener el viento a favor. Están sacando partido de esta dicotomía entre las visiones francesa y estadounidense, con la esperanza de maniobrar entre ambas para consolidar su poder. Su principal baza reside en la amenaza latente de poner fin a los acuerdos con las potencias extranjeras, una espada de Damocles que pende sobre Washington.

En resumen, aunque la lucha contra el terrorismo siga ocupando un lugar destacado en la retórica de las juntas y las potencias occidentales, el impulso parece haber cambiado hacia la «posguerra contra el terrorismo». Hoy, el objetivo principal ya no es simplemente luchar contra el terrorismo, sino navegar por este nuevo y complejo tablero geopolítico en el que la supervivencia política interna de los regímenes en el poder se ha convertido en la verdadera cuestión. En este clima, los golpistas de Níger, al igual que sus homólogos de otros países africanos, parecen cada vez menos dispuestos a ser dóciles peones en manos de potencias extranjeras. Sus acciones sobre el terreno lo confirman, haciendo que la situación en Níger no sólo sea tensa, sino también emblemática de los retos geopolíticos que están surgiendo en el continente.

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Ha mencionado la guerra contra el terrorismo. ¿Podría la guerra del Sahel, presentada hasta ahora como una operación antiterrorista a gran escala, evolucionar hacia un conflicto interestatal? En otras palabras, ¿es posible una intervención militar de la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO)?

En un entorno geopolítico tan complejo como el del Sahel, la cuestión del conflicto interestatal es legítima, pero difícil de resolver. El reciente golpe de Estado en Gabón inyecta una nueva dosis de incertidumbre, reduciendo potencialmente la probabilidad de una intervención militar coordinada por parte de la CEDEAO. Si los golpistas se afianzan de forma duradera tanto en Gabón como en Níger, podría producirse un efecto dominó de reticencia internacional. Nadie quiere intervenir militarmente en dos lugares a la vez. Parece que cada nuevo golpe de Estado consolida el control de las juntas militares en toda la región, cuyo objetivo es claramente mantenerse en el poder, no luchar contra el terrorismo ni democratizar su país.

De hecho, los actores locales y las potencias occidentales parecen estar inmersos en conflictos distintos. Los primeros están inmersos en una guerra por la influencia, mientras que las segundas persisten en una visión antiterrorista, respaldada por una agenda democrática. Este paréntesis recuerda extrañamente a las tensiones de la Guerra Fría, aunque la situación geopolítica me parece hoy muy diferente. Los adversarios de los países occidentales ya no dudan en utilizar métodos que Occidente se niega a emplear, como apoyar o provocar golpes de Estado: las reglas del juego, en efecto, han cambiado.

En cuanto a la posibilidad de una guerra interestatal, hay que plantearse una pregunta crucial: ¿entre qué ejércitos? Ninguno de los países implicados, ya sea Malí, Burkina Faso o Níger, tiene actualmente capacidad para librar una guerra convencional: sus ejércitos son pequeños y no controlan la totalidad de sus territorios, ni mucho menos. Los grupos yihadistas que operan en estos países están más interesados en extender su respectiva influencia.  

Ninguno de los países implicados, ya sea Malí, Burkina Faso o Níger, tiene actualmente capacidad para librar una guerra convencional. 

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El dilema para Estados Unidos y Francia, principales actores occidentales, es especialmente espinoso. Por un lado, su deseo de mantener bases militares para operaciones antiterroristas se ve socavado por la falta de socios locales fiables. Por otro lado, la inacción o una intervención militar insuficiente pueden ser percibidas como debilidad o incluso traición por sus aliados sobre el terreno, lo que les llevaría a buscar apoyo en otros lugares.

En resumen, en un momento en el que el Sahel está sumido en una creciente inestabilidad y los golpes de Estado parecen ir en aumento, la evolución hacia un conflicto interestatal me parece poco probable, pero por supuesto no es imposible. Los actores en el poder están menos preocupados por la guerra contra el terrorismo que por mantener o adquirir poder. En este contexto complejo y rápidamente cambiante, a menos que retiren sus tropas, las potencias occidentales deberán adaptarse a las nuevas reglas del juego o reconsiderar radicalmente su implicación en la región.

¿No podría Nigeria verse tentada a intervenir? Ha estado muy implicada en la crisis de Níger y cuenta con el mayor ejército de la región. 

En la compleja crisis del Sahel, Nigeria cuenta sin duda con el ejército más robusto de la región. Sin embargo, esta fuerza militar no es garantía de una intervención unilateral, sobre todo porque Nigeria tiene las manos ocupadas en su propio territorio, luchando contra Boko Haram y el Estado Islámico de África Occidental en el noreste del país. Otros ejércitos regionales, como los de Costa de Marfil y Senegal, no ofrecen una alternativa realista en términos de proyección de fuerzas. Por tanto, una decisión de este tipo requeriría el apoyo militar de las potencias occidentales, principalmente Estados Unidos y Francia. Pero consideraciones militares aparte, una intervención de Nigeria tendría un alto coste político. Para Bola Tinubu, sería arriesgado comprometerse en otro teatro de operaciones descuidando las cuestiones internas. Esto lleva a una pregunta crucial: ¿acudirían los aliados occidentales al rescate de Nigeria si la situación se agriara como consecuencia de esta intervención? La caída de Bazoum es un recordatorio de los riesgos de mostrar demasiada cercanía a Occidente, especialmente a los franceses. Esta incertidumbre podría desalentar seriamente cualquier iniciativa militar.

La caída de Bazoum es un recordatorio de los riesgos de mostrarse demasiado cercano a Occidente, en particular a los franceses.

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Además, el Sahel es ahora una zona en la que coexisten regímenes inestables, juntas militares y grupos yihadistas. La cuestión primordial para los dirigentes, ya estén en el poder tras unas elecciones o tras un golpe de Estado, es cómo mantenerse en el poder. Lo vemos en los casos recientes de Malí, Burkina Faso, Guinea, Níger y ahora Gabón. Si Nigeria decidiera intervenir, también tendría que considerar la reacción ante un posible levantamiento interno. Una vez más, no hay que pasar por alto la cuestión de la confianza en los aliados occidentales, sea cual sea la naturaleza del régimen instaurado.

En resumen, la incertidumbre y los costes políticos asociados hacen improbable una intervención militar de Nigeria en el Sahel, a pesar de su superioridad militar. Por el momento, el cálculo de riesgos parece disuadir de cualquier acción significativa por parte de Abuja en este contexto. 

Usted ha trabajado mucho sobre los grupos islamistas, ¿sabe cómo valoran ellos la evolución de la situación? 

A diferencia de los actores estatales, los yihadistas no basan su estrategia en los vaivenes de la situación política. Su agenda sigue siendo clara e inquebrantable, alimentándose sobre todo de las lagunas y oportunidades creadas por los actores externos.

Tomemos el ejemplo de la retirada militar francesa de Mali. Mucho antes de que esta retirada finalizara en 2022, grupos como el Estado Islámico aprovecharon inmediatamente este hecho. Intensificaron sus operaciones, ampliaron su zona de control y aumentaron su influencia. ¿Por qué lo han hecho? Sabían que con la marcha de las fuerzas francesas, la ascendencia aérea y las fuerzas especiales que les habían contenido hasta entonces desaparecerían, dejándoles vía libre para imponer una nueva realidad sobre el terreno. Desde este punto de vista, la región se ha convertido en un campo abierto para los yihadistas, tanto más cuanto que los recursos naturales –sobre todo el agua– y las rutas estratégicas de paso han aumentado su atractivo.

La adaptabilidad es también un punto fuerte de estos grupos. En el contexto de Níger, por ejemplo, el número de operaciones llevadas a cabo por Al Qaeda ha superado a las del Estado Islámico. Ello se debe en gran medida a que los canales de comunicación del gobierno con estos grupos se han cortado, lo que ha allanado el camino a una mayor competencia entre facciones rivales para afirmar el control territorial.

Los yihadistas sabían que con la marcha de las fuerzas francesas, la ascendencia aérea y las fuerzas especiales que los habían contenido hasta entonces desaparecerían, dejándoles vía libre para imponer una nueva realidad sobre el terreno.

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En términos de reclutamiento, también han jugado a su favor factores externos como las acciones de los Volontaires pour la Défense de la Patrie (VDP) en Burkina Faso (milicia surgida en 2019), o incluso el impacto del grupo Wagner en Mali. Con sus acciones violentas, estos actores han reforzado indirectamente el mensaje de los yihadistas, que se presentan como protectores de las comunidades locales.

Luego está la cuestión de la inestabilidad política interna. A menudo son las unidades de élite de los ejércitos nacionales, entrenadas para luchar contra el terrorismo, las que se ven implicadas en golpes de Estado. Al hacerlo, dejan un vacío de seguridad que los grupos yihadistas están encantados de llenar.

En su ideología y literatura, el debilitamiento de los enemigos mediante conflictos internos se considera una bendición divina. Mientras los Estados se pelean por motivos a menudo mercenarios, ellos continúan siguiendo el «camino de la yihad». En resumen, destacan en el arte de aprovechar las complejidades y defectos de las situaciones políticas para hacer avanzar a sus peones, siempre con el objetivo de extender su influencia y marcar su territorio.

Durante estas revoluciones caqui, los golpistas explotaron sistemáticamente el sentimiento antifrancés. ¿Contribuyó Francia efectivamente al deterioro de la situación en el Sahel?

En el fondo de esta cuestión subyace un dilema estratégico que Francia nunca ha sabido resolver: ¿cómo combatir eficazmente el yihadismo sin un socio local fiable, navegando al mismo tiempo en un mar de intereses divergentes?

En primer lugar, Francia ha errado al centrarse demasiado en la lucha contra el terrorismo, en detrimento de una comprensión más amplia de las dinámicas locales. En un contexto como el de Malí, la retirada de las fuerzas francesas de las zonas de combate debe ir acompañada del retorno de la administración maliense, lo que no siempre ha sucedido. La ausencia de una administración nacional ha dejado un vacío que ni siquiera las mejores fuerzas militares pueden llenar, sobre todo si son extranjeras. Esta obsesión francesa por la lucha antiterrorista se asemeja a los errores cometidos por los estadounidenses, que a menudo han dado prioridad a las cuestiones de seguridad en detrimento de las consideraciones políticas y sociales.

En segundo lugar, Francia ha impuesto a sus socios locales obligaciones cada vez más onerosas en materia de democratización, derechos humanos, protección de las minorías y gobernanza, sin ofrecerles las garantías de seguridad que antaño proporcionaba la «Françafrique». No podemos ignorar el hecho de que estas restricciones se imponen en sociedades conservadoras, donde los dirigentes no se sienten necesariamente en sintonía con la agenda occidental. El resultado es bastante simple: los líderes locales, al sentirse atrapados en medio, buscan otras opciones, entre ellas fomentar golpes de Estado.

Así, el mensaje enviado por Francia se ha vuelto borroso, por no decir esquizofrénico. Por un lado, no quiere ser percibida como un actor dominante, aunque mantiene una presencia militar significativa. Por otro, exige reformas que, aunque loables en teoría, no siempre se corresponden con la realidad sociopolítica local. Esta ambivalencia se percibe, en el mejor de los casos, como una debilidad y, en el peor, como una traición por parte de la opinión pública local.

Francia ha impuesto a sus socios locales obligaciones cada vez más onerosas en materia de democratización, derechos humanos, protección de las minorías y gobernanza, sin ofrecerles las garantías de seguridad que antaño proporcionaba la «Françafrique».

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Las revoluciones caqui que explotan el sentimiento antifrancés sólo sirven para cristalizar esta complejidad. Hace cincuenta años, Francia podía contar con asociaciones basadas en un equilibrio de intereses mutuos. Pero esos días han pasado, y hoy Francia se encuentra navegando en un entorno cada vez más precario.

El resultado es un legado complejo que combina los ecos negativos de la época colonial y la Françafrique, sin la seguridad y los beneficios económicos de antaño. Francia se encuentra así atrapada en un papel que ya no sabe cómo desempeñar, tratando de hacer malabarismos para conciliar sus propios intereses con una miríada de retos locales. La solución, si es que existe, pasa por una revisión completa de la estrategia francesa, con una nueva definición de sus intereses y de su capacidad para defenderlos, teniendo en cuenta no sólo la amenaza a la seguridad, sino también las dinámicas sociales, políticas y económicas que alimentan la inestabilidad en el Sahel.

En una entrevista en el Grand Continent, Rémi Carayol destacaba la persistencia en el seno del ejército francés de un marco de análisis derivado de la conquista colonial. ¿Cómo explica la persistencia de esta visión caricaturesca? ¿Es una de las causas de los errores estratégicos de Francia? 

Antes de abrazar plenamente esta idea, debemos preguntarnos si el ejército francés define realmente la totalidad de la política francesa en esta región. Por supuesto, la influencia del pasado en el ejército francés es innegable y se hace eco de un orgullo histórico compartido por muchos ejércitos del mundo: el de las victorias militares pasadas. Sin embargo, no creo que este orgullo por el pasado colonial haya influido realmente en las decisiones estratégicas que se han tomado en el Sahel. 

Es posible que el ejército haya desempeñado un papel en el mantenimiento de la presencia en Malí, pero hay otros elementos a tener en cuenta en el panorama general. Por ejemplo, se han cerrado varias bases militares y se ha reducido el número de tropas. Es más, el ejército no ha intervenido contra las distintas juntas gobernantes, en contra de lo que cabría esperar si esta visión colonial fuera el principal motor de sus acciones.

Si bien es cierto que el legado colonial pesó sin duda en ciertas decisiones –como la obstinación en permanecer en Malí incluso cuando la situación se volvió irracional–, no parece haber dictado toda la política francesa en el Sahel. Si así fuera, Francia probablemente estaría menos inclinada a condenar los golpes de Estado y a imponer principios éticos en sus relaciones con los regímenes locales. En otras palabras, si la Françafrique siguiera siendo la baza de la política francesa, ¿para qué soportar todos estos obstáculos?

La cuestión de si el ejército francés se guía por una visión derivada de la colonización es, por tanto, más matizada de lo que parece. Ciertamente, las sombras del pasado se ciernen, pero no parecen ser el único factor determinante en el complejo tablero de ajedrez del Sahel. En su lugar, lo que está surgiendo es un mosaico de opciones y compromisos, influidos pero no dictados por el legado colonial.

En la actualidad, Francia parece ser el único país que muestra signos de apoyo a una posible intervención de la CEDEAO en Níger. ¿Cómo puede explicarse esta postura? Por otra parte, ¿cómo explicar la postura prudente adoptada por los estadounidenses, tanto en Níger como en general, ante esta oleada de revoluciones caqui?

La postura de Francia ante una posible intervención de la CEDEAO en Níger está vinculada tanto a su historia reciente como a una forma de realismo estratégico. París había jugado a fondo la carta de Mohamed Bazoum y, dada esta lógica, era de esperar y comprensible una respuesta firme por parte de Francia. La experiencia de Francia en Malí y Burkina Faso añadió un velo de pragmatismo a esta postura. En estos dos países, un acercamiento más moderado a las juntas tuvo consecuencias indeseables, haciendo dudoso cualquier intento futuro de mediación con regímenes militares.

La postura de Estados Unidos, en cambio, es de calculada cautela. Washington parece creer que la estrategia adoptada en Egipto, en particular la opción de colaborar con Abdel Fattah al-Sissi, podría transponerse a Níger. Sin embargo, esta visión podría ser miope. Las políticas occidentales siguen marcadas en gran medida por la lucha contra el yihadismo, una preocupación que, aunque legítima, está cada vez más desfasada con respecto a las cambiantes realidades del Sahel.

La paradoja es sorprendente: los fondos dedicados a la lucha antiterrorista han tenido a menudo el efecto perverso de corromper en lugar de fortalecer, y de militarizar los regímenes en lugar de reducir la amenaza yihadista. Las unidades de élite, entrenadas por las fuerzas francesas y estadounidenses, se han desviado a veces de su misión original para orquestar golpes de Estado, añadiendo una nueva capa de complejidad al ya enrevesado panorama geopolítico.

Estados Unidos parece creer que su enfoque moderado podría contener la influencia rusa en la región. Sin embargo, tal estrategia entraña riesgos éticos. ¿Realmente queremos que se asocie a Estados Unidos con los abusos cometidos por regímenes militares, como los que se han visto en Malí y, potencialmente, en Burkina Faso?

El ejemplo de Burkina Faso es instructivo. Cuando se nombró al nuevo primer ministro civil, una de las primeras peticiones que se hicieron a Francia y Estados Unidos fue la de entrenar y armar a las milicias locales, a pesar de la alta probabilidad de que esta petición fuera rechazada. Esto pone de manifiesto una nueva forma de realpolitik, en la que los regímenes del Sahel tratan de presentar a las potencias occidentales un hecho consumado: ayúdennos y hagan la vista gorda ante nuestros abusos, o buscaremos nuevos aliados, especialmente entre los rusos.

En Francia, muchos observadores achacan el aumento del sentimiento antifrancés a la propaganda rusa y a la intervención de auxiliares rusos como el grupo Wagner. ¿Es este análisis una forma de eximirse de haber malinterpretado la situación? ¿Y cómo entiende usted la política rusa en la región? 

Atribuir el aumento del sentimiento antifrancés en África a la influencia rusa es tan fundado como simplista: las tensiones antifrancesas son el producto de una serie de malentendidos, frustraciones y errores estratégicos que son mucho más profundos que la mera influencia rusa. Sí, Rusia, sobre todo a través de actores como el grupo Wagner, saca partido de la opinión pública africana desfavorable a Francia, pero el antagonismo no tiene su origen en la influencia rusa, sino en cuestiones más complejas propias de cada país. El Kremlin desempeña el papel de amplificador más que de generador de estas tensiones.

Tomemos el ejemplo del Sahel, donde el «poder militar francés», uno de los mayores del mundo, no ha logrado erradicar el problema yihadista. Esta percepción fantaseada de las capacidades del ejército francés crea una disonancia cognitiva tanto para los líderes africanos como para la población. Los drones militares, por ejemplo, se perciben como «varitas mágicas» que permitirán acabar con los yihadistas, cuando su eficacia depende en gran medida de la calidad de la inteligencia y de las elecciones tácticas. La compra de drones turcos da fe de ello: es más fácil comprar material militar que resolver problemas geopolíticos complejos.

Esta percepción fantaseada de las capacidades del ejército francés crea una disonancia cognitiva tanto para los dirigentes como para la población africana.

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La creencia de que el poder militar occidental puede resolverlo todo es una ilusión que se está volviendo contra Francia. La idea de que los occidentales –y concretamente los franceses– apoyan encubiertamente a los yihadistas es un rumor persistente, nacido mucho antes del Sahel, en Afganistán e Irak. 

Pero entremos en el laberinto de la política rusa en la región. Moscú aprovecha hábilmente estos errores franceses para hacer avanzar sus intereses, utilizando todos los métodos a su alcance, ya sean «leales» o «desleales». Rusia ofrece una alternativa atractiva a los países africanos frustrados por lo que perciben como impedimentos occidentales en su lucha contra el yihadismo, impedimentos a menudo relacionados con cuestiones de derechos humanos. Los rusos llegan y dicen: «¿Queréis eliminar el yihadismo por todos los medios? Bien, les ayudaremos, sin preguntas morales. Y como extra, os ayudaremos a consolidar vuestro poder».

Esto crea una dinámica en la que la diplomacia rusa parece ser más «eficaz» o, al menos, menos complicada, reforzando la sensación de que los principios y valores occidentales son obstáculos más que ventajas. 

¿Cambiará la muerte de Prigozhin las cosas en el lado ruso? 

No tengo una bola de cristal, pero hay muchas razones para creer que Rusia no abandonará un instrumento tan eficaz y económico como el grupo Wagner. Cambiará de nombre y de líder, pero el modelo de negocio se mantendrá. 

Rusia ofrece una alternativa atractiva a los países africanos frustrados por lo que perciben como impedimentos occidentales en su lucha contra el yihadismo –impedimentos a menudo relacionados con cuestiones de derechos humanos–. 

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Lo fascinante de este grupo es que Francia decidió no enfrentarse a él en el Sahel ni en la República Centroafricana, a pesar de la amenaza que suponía para los intereses franceses y las poblaciones locales. A modo de comparación, Estados Unidos no dudó en enfrentarse a Wagner cuando comenzó a atacar a sus aliados en Siria en 2018, matando a más de un centenar de mercenarios. Esta cautela francesa estuvo motivada por una lectura errónea de las cuestiones en juego. Las autoridades francesas parecen haber confundido a los mercenarios rusos con el propio Estado ruso, lo que fue un error. Se trataba de una decisión política, porque militarmente Francia era perfectamente capaz de enfrentarse a esos mercenarios.

En cuanto a Prigozhin, al final no era más que un proveedor de servicios para los Estados africanos. Alrededor de Vladimir Putin, hay una multitud de actores dispuestos a tomar el relevo. El modelo de negocio de Wagner es eficaz y rentable para Rusia, por lo que hay pocas razones para que lo abandone. Imagínense: en algunos círculos, Rusia ha conseguido hacer retroceder al ejército francés con una presencia mínima en África. En resumen, Francia ha perdido en todos los frentes, no por razones militares, sino por decisiones políticas y una red de lectura anticuada. El juego geopolítico en África evoluciona constantemente, y es hora de que Francia reevalúe su enfoque. En cuanto a Rusia, probablemente seguirá aprovechándose de los errores de Occidente, utilizando todos los medios a su alcance para hacer avanzar sus peones en el tablero africano.