Hace unas semanas, la importante consultora McKinsey publicó un interesante informe titulado Geopolitical resilience: The new board imperative. En él se presentaban una serie de soluciones de gestión para hacer frente a los riesgos geopolíticos, que han pasado a ocupar un lugar prioritario en las agendas estratégicas de las empresas. ¿Cómo pueden gestionarse décadas de planificación de inversiones en un entorno geopolítico en rápida evolución? ¿Cómo hacen malabares las empresas con la creciente maraña normativa de controles a la exportación, sanciones y requisitos de domiciliación de datos, que a menudo se solapan y dificultan cada vez más una huella global sin fisuras? Éstas son las preguntas que se plantean los consultores de McKinsey, abriendo una línea de pensamiento que marca un cambio de paradigma desde la era de la globalización, el «mundo plano» y el libre mercado, y muestra la creciente interacción entre gestión y gobierno a raíz de las transformaciones políticas y económicas de los últimos años.

La relación entre la gestión privada y la maquinaria gubernamental no es nueva –como tampoco lo es el intento de los consultores de actuar como mediadores entre ambas–. Sin embargo, la evolución histórica de esta relación y sus repercusiones políticas aún no han sido objeto de un estudio en profundidad.

La relación entre la gestión privada y la maquinaria gubernamental no es nueva.

LORENZO CASTELLANI

En el último siglo, el «hermanamiento siamés» entre gestión y burocracia ha creado un verdadero sistema de gobierno, más o menos implícito según las fases históricas, que podría representarse con la figura mitológica del Minotauro, un monstruo mitad burócrata, mitad gestor. Este sistema híbrido de gobierno ha influido en la historia contemporánea y en la formación de las élites al menos tanto como el desarrollo de la democracia representativa. Sin embargo, los inicios de este Minotauro del siglo XX ya estaban inscritos en un pasado más antiguo, con las marcas de un proceso gradual de racionalización político-burocrática y económica.

© François Delaroziere Cie La Machine

La evolución histórica de la profunda relación entre el Estado y el mercado, y en particular la forma en que operan y se aplican, constituye un interesante punto de partida desde el que esbozar una historia del poder que perdure en el tiempo y trascienda los límites de la política en el sentido estricto del término. Por eso, en mi último libro Il minotauro. Governo e management nella storia del potere (LUP 2023), he intentado centrarme en la relación entre la gestión –en el sentido de organización del sector privado– y el gobierno –en el sentido de organización del sector público–. Lo que estos dos ámbitos tienen en común es la idea de administración. Y sin los medios, directrices, procedimientos, cálculos y organización de una administración, el concepto moderno de poder sería muy difícil de codificar. Del mismo modo, la idea de una separación total entre las esferas pública y privada, de una distancia apriorística –por lo demás conflictiva– entre burocracia y gestión, seguiría siendo abstracta, ideológica y totalmente irreal. Por el contrario, la historia demuestra que estos dos elementos coexisten más por cooperación, contaminación e hibridación que por lucha y aversión.

Sin los medios, las directrices, los procedimientos, los cálculos y la organización de una administración, el concepto moderno de poder sería muy difícil de codificar.

LORENZO CASTELLANI

Hoy en día, la relación entre los sectores público y privado se ha remodelado radicalmente. Hace sólo unos años, los líderes empresariales y los ejecutivos de la administración pública sólo tenían que preocuparse por la eficacia de los procesos y la eficiencia de la ejecución. Podían vivir en dos mundos separados que rara vez se cruzaban. Cuando lo hacían, era más para aprovechar oportunidades positivas –encargos públicos, inversión en investigación, etc.– que para plantearse cómo afrontar los retos del futuro. Hoy en día, en el espacio de unos pocos años, las tensiones internacionales, la guerra en Ucrania, el proteccionismo y las nuevas exigencias políticas en materia de seguridad han cambiado radicalmente el paradigma político y económico, teniendo un gran impacto en la relación entre gestión y gobierno.

En los últimos tiempos, el intervencionismo público ha regresado bajo múltiples formas: las cadenas de suministro se han redefinido, las fuentes de energía se han diversificado, los nuevos sectores tecnológicos se han convertido en fundamentales para el desarrollo económico y la defensa, y las materias primas han vuelto a ser decisivas. A medida que el mundo actual se redefine en torno a nuevos requisitos de seguridad, las organizaciones –tanto públicas como privadas– tendrán que adaptarse al cambio siguiendo nuevas coordenadas, nuevos indicadores y nuevos enfoques. Como sugiere el informe McKinsey, se abre una nueva era en la relación entre la gestión y los gobiernos. Trae consigo nuevos riesgos y nuevas oportunidades. Un conocimiento histórico de sus antecedentes puede resultar útil para comprender las tendencias a largo plazo, analizar los mecanismos políticos, culturales y económicos que sustentan la transición actual y desarrollar posibles estrategias para hacer frente a los nuevos problemas y riesgos.

Se abre una nueva era en la relación entre la gestión y los gobiernos. Trae consigo nuevos riesgos y nuevas oportunidades.

LORENZO CASTELLANI

El objetivo de este trabajo puede parecer sencillo: escribir la historia de la relación entre el gobierno y la gestión desde sus orígenes hasta nuestros días. Sin embargo, estos dos elementos han dado lugar a historias y episodios muy diferentes. Les une una relación profunda que no siempre es fácil de identificar. El gobierno es una entidad polifacética, formada por cumbres políticas, burocracias, ejércitos, normas y símbolos. Es una rama del Estado moderno, que a su vez ha adoptado distintas formas según las fases históricas y las zonas geográficas en las que se ha desplegado. Tendencias políticas similares se injertan en contextos diferentes, lo que dificulta esquematizar la experiencia del Estado. Siglos de historia, armas, sangre, derechos, revoluciones, cortes y parlamentos han marcado la evolución del gobierno como institución que, sin embargo, a partir del siglo XVII, lleva en sí los genes de la organización, la estadística, la razón calculadora, la búsqueda de una ciencia del gobierno y la racionalidad instrumental con fines políticos. El Estado moderno es una fusión progresiva de soberanía, constitución y administración.

La gestión, por su parte, no entró en la historia hasta finales del siglo XIX, como expresión de un capitalismo más maduro que estaba dispuesto a sustituir el genio del empresario individual por la competencia de una clase de ejecutivos industriales –los gerentes–. La sociedad anónima se convirtió en la institución jurídica que hizo posible esta evolución. 

© François Delaroziere Cie La Machine

Si bien éstas eran las premisas, no hay que olvidar que la gestión adquirió inmediatamente un perfil más social, vinculado a la idea de desarrollo y modernización. En su traducción política, se presentó como un conjunto de técnicas organizativas que generarían un juego de suma positiva para todos: para los inversores y propietarios, que maximizarían la productividad y los beneficios; para los directivos, que verían incrementado su papel y prestigio en la empresa; y para los propios trabajadores, que ganarían más dinero y trabajarían en un entorno más saludable y seguro. Con esta nueva ciencia, el directivo habría reducido a cero los conflictos sociales y también habría sido útil al gobierno.

En este contexto dinámico, la gestión se cruza con el gobierno casi en el mismo momento en que se teoriza.

La gestión se cruza con el gobierno casi en el mismo momento en que se teoriza.

LORENZO CASTELLANI

Basta recordar que la primera aplicación práctica de la teoría de la gestión no tuvo lugar en una empresa, sino en organizaciones sin ánimo de lucro y organismos gubernamentales. Frederick Winslow Taylor, el pionero de la ciencia de la gestión, se presentaba en su tarjeta de visita como «consultor de gestión», explicando que elegía intencionadamente estos términos nuevos y extraños para escandalizar a los clientes potenciales y hacerles entender que ofrecía algo totalmente innovador. Sin embargo, no fue una empresa, sino la Clínica Mayo, una organización sin ánimo de lucro, que Taylor utilizó como «ejemplo perfecto» de «gestión científica» en su comparecencia de 1912 ante el Congreso, la que concienció por primera vez a los políticos estadounidenses sobre la gestión y su potencial interdisciplinar. La aplicación más publicitada de la «gestión científica» de Taylor tampoco tuvo lugar en una empresa, sino en el ejército estadounidense, en el arsenal de Watertown, propiedad del gobierno y gestionado por éste. El primer empleo al que se aplicó el término «mánager» en su sentido actual tampoco fue en la empresa privada. Fue el City Manager, un invento estadounidense de principios de siglo destinado a profesionalizar y hacer más eficiente la administración pública. La primera aplicación consciente y sistemática de los «principios de gestión» tampoco tuvo lugar en una empresa, ya que fue la reorganización del ejército estadounidense en 1901 por Elihu Root, Secretario de Guerra de Theodore Roosevelt. Por último, el primer congreso sobre gestión, celebrado en Praga en 1922, no fue organizado por empresarios, sino por Herbert Hoover, entonces Secretario de Comercio de Estados Unidos, y Tomáš Masaryk, historiador de fama mundial y Presidente fundador de la nueva República Checoslovaca. Mary Parker Follett, cuyo trabajo académico sobre la gestión comenzó poco después de esta conferencia, nunca distinguió entre gestión empresarial y no empresarial. Hablaba de la gestión de las organizaciones, a las que se aplicaban los mismos principios, sin distinguir entre públicas y privadas, con o sin ánimo de lucro.

La gestión también encontró un terreno fértil en el sector público gracias al concepto de finales del siglo XIX, desarrollado por primera vez por Woodrow Wilson, de que la administración pública podía organizarse según principios científicos y político-jurídicos. Del mismo modo que la gestión puede aumentar la productividad del trabajo en las fábricas, con beneficios y paz social para todos, la división de tareas y funciones puede convenir al gobierno para aumentar la eficacia de su acción. 

Pero eso puede no ser todo. A finales de los siglos XIX y XX, el Estado experimentaba cambios aún más profundos. Tras convertirse en constitucional en el siglo XIX, pasó a ser multiclasista y democrático –aunque no sin debilidades e inestabilidades– en las primeras décadas del siglo XX. Como consecuencia, el gobierno se entrelazó con la nueva irrupción de las masas en la política y las nuevas necesidades del capitalismo y la sociedad industrial: el ejecutivo amplió sus funciones sociales, económicas y asistenciales. Esto dio lugar a la confluencia de nuevos conocimientos, técnicas y una creciente profesionalidad en el gobierno, sobre todo a finales de siglo. Esto, a su vez, dio lugar a la aparición de nuevas oficinas económicas, instituciones tecnocráticas, agencias y empresas públicas que extendieron y ampliaron la base del gobierno al tiempo que lo fragmentaban. El Estado pasó de ser una entidad soberana con personalidad política y jurídica a una empresa de desarrollo económico y social. Como parte de esta transformación, la gestión penetró en los departamentos gubernamentales: desde la proliferación de gestores para organizar la producción de guerra, gestionar nuevas organizaciones y políticas sociales, administrar empresas y sociedades públicas, organizar las compras, hasta la difusión del «taylorismo de oficina» para importar técnicas y procedimientos privados al sector público. En los regímenes autoritarios y totalitarios, la gestión se convirtió en una herramienta seductora para aumentar el poder industrial y técnico de la nación. Un complemento práctico de la ideología dominante. Un engranaje a disposición del partido único en el poder para proseguir la modernización y el desarrollo del poder, ya sea capitalista o colectivista.

En los regímenes autoritarios y totalitarios, la gestión se convirtió en una herramienta seductora para aumentar el poder industrial y técnico de la nación.

LORENZO CASTELLANI

Tras la Segunda Guerra Mundial, la figura del directivo o mánager se integra, junto con la de los científicos y otros técnicos, no sólo en el funcionamiento del gobierno, sino también como actor en la construcción de una nueva sociedad y de nuevas políticas científicas, económicas y sociales. La historia de la gestión se cruza con los grandes temas gubernamentales de la Guerra Fría: la seguridad nacional, el complejo militar-industrial, la competencia tecnológica y la «gran ciencia», la modernización de la administración y las infraestructuras, la expansión del Estado del bienestar y la transición hacia una economía basada en el conocimiento. Es una época en la que las organizaciones públicas y privadas –en la doctrina y en la práctica– se convirtieron en actores políticos en un mundo en el que los partidos, los sindicatos y los parlamentos ya no abarcan todo el ámbito de lo «político». La política se sublima en la organización y recurre de nuevo a la gestión, ciencia de la organización y factor central en la formación y producción de las nuevas élites, como demuestra la explosión de cursos universitarios y escuelas de negocios dedicados a ella en los años cincuenta y sesenta. En efecto, la gestión implica una división de tareas que sólo un sistema meritocrático basado en la competencia puede apoyar y alimentar. Mientras que a principios del siglo XX los teóricos de las élites hablaban de «clase política» o «clase dirigente» para designar a las altas esferas de la sociedad, centrándose principalmente en la política, a finales de siglo el mecanismo de producción y reproducción de las élites trascendió estos conceptos, yendo más allá de la política y la cúspide administrativa del Estado para incluir a las altas esferas de todas las organizaciones, públicas y privadas, que participan en la toma de decisiones públicas y actúan como intérpretes del desarrollo. El concepto de élite se hace más plural, inseparable del conocimiento especializado, y la propia clase dirigente se hace más flexible, gracias también al sustrato común de la gestión cuyos principios pueden desplegarse en todas las organizaciones con o sin ánimo de lucro. 

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Incluso cuando el sistema económico mixto de posguerra entró en crisis en los años 1970, la gestión fue capaz de reinventarse y replantearse su relación con el gobierno. Así fue como las empresas y consultorías de gestión participaron en el desarrollo del nuevo liberalismo de los años 1980, proponiendo y aplicando privatizaciones, liberalizaciones y externalizaciones de servicios públicos, y diseñando y poblando nuevas instituciones de regulación del mercado. También bajo la presión de las instituciones internacionales, se pidió al gobierno y a sus departamentos que introdujeran el espíritu empresarial, la economía del conocimiento, los conocimientos técnicos de gestión y las herramientas para medir el rendimiento y exigir responsabilidades a los directivos. Los teóricos de la organización alcanzaron el apogeo de su influencia política, y los manuales de gestión se convirtieron en las nuevas biblias de la reforma de la administración pública a escala internacional. Los propios políticos tomaron la gestión y a los gestores como modelos de actuación, símbolos de eficacia y capacidad para aportar soluciones a los problemas. Se convirtieron en la fuente de inspiración de la acción política de muchos políticos occidentales en las décadas de 1980 y 1990. Nació así un neocameralismo que enfrentaba a la ciencia cada vez más central del gobierno y las finanzas con la representación política y las ideologías, que a su vez eran cada vez menos relevantes para la práctica de la toma de decisiones y la teoría del Estado. El contexto ideológico también cambia en consecuencia: en la nueva vulgata dominante, el mercado y el sector privado –y, por consiguiente, la gestión empresarial– se convierten en los motores del desarrollo si se les deja libertad para expresarse a escala mundial y sin interferencias del Estado. Por el contrario, se pide al Estado que se comporte como el sector privado; en la administración pública, intenta inculcar el espíritu empresarial e importar las técnicas de gestión de las multinacionales. Sólo un gobierno que «cueste menos y funcione mejor» puede promover el desarrollo económico y social y superar el clientelismo, las rentas y las ineficiencias que produce el Estado.

Incluso cuando el sistema económico mixto de posguerra entró en crisis en los años 1970, la gestión fue capaz de reinventarse y replantearse su relación con el gobierno.

LORENZO CASTELLANI

Incluso cuando este sistema político, económico y cultural empezó a derrumbarse, con la crisis financiera de 2007-2008, los gobiernos no dejaron de mirar hacia la gestión. Al principio adoptó la forma de gestión de crisis, incluso en las administraciones públicas a través de comisiones tecnocráticas y gobiernos, y luego mutó en un intento de gestionar la complejidad y la interdependencia de sistemas que trascienden las fronteras de las naciones y ahora se organizan sobre la base de la gobernanza multinivel. Cuando, en la última década, la interconexión de las instituciones y la nueva gobernanza pública se mostraron insuficientes para contener las transformaciones de la política y la economía, nuevas orientaciones y nuevos instrumentos marcaron un retorno a la potenciación del Estado-nación mediante una multiplicidad de estrategias que incluían, sin ningún orden en particular, los derechos de aduana, los controles de las inversiones, las restricciones a la controles a la inversión, restricciones a la exportación, nuevas y viejas empresas estatales y diversos fondos de capital público, nuevas oficinas de aplicación y control de la nueva orientación proteccionista e intervencionista. 

Pero la gestión seguirá siendo fundamental en la centrifugadora del cambio de paradigma fuera y dentro del perímetro de gobierno: gestión estratégica y de la complejidad, gestión de la contingencia, de los sistemas, del comportamiento y del cambio, orientada a combinar la eficacia organizativa, el control de los procesos, los estímulos psicológicos y ambientales, el liderazgo y la pericia técnica con los nuevos objetivos político-administrativos marcados por las nuevas exigencias de la seguridad nacional y la política industrial. Ante el caos generado por la reducción de riesgos y la fragmentación de la globalización, la gestión del sector privado y público tendrá que cumplir su función histórica e intentar labrarse un papel como estabilizador y generador de productividad en un escenario marcado por la incertidumbre, los nuevos riesgos y los nuevos costes. Este papel de gestión es ahora una exigencia de una política que pretende apoyarse en instituciones, competencias y liderazgos que no son directamente atribuibles al gobierno popular, pero cuya legitimidad se justifica desde la perspectiva de la razón de Estado, la urgencia económica y los riesgos sistémicos. En el interregno, la gestión puede volver a florecer, porque sólo la construcción y legitimación de nuevas organizaciones públicas y privadas se reconoce como un factor capaz de restablecer el orden, la estabilidad y la prosperidad poniendo fin a los peligros de la transición.

En el interregno, la gestión puede volver a florecer, porque sólo la construcción y legitimación de nuevas organizaciones públicas y privadas se reconoce como un factor capaz de restaurar el orden, la estabilidad y la prosperidad poniendo fin a los peligros de la transición.

LORENZO CASTELLANI

Pero es evidente que en un mundo en el que los riesgos y las urgencias se multiplican y chocan cada vez con más fuerza, las estructuras y la organización, por eficaces y coordinadas que sean, no bastan para gobernar la política, la sociedad y la economía sin desórdenes ni crisis. Por tanto, el desarrollo y la modernización seguirán dependiendo del gobierno y la gestión, pero para ello tendrán que basarse en la capacidad de la sociedad para generar valor humano, riqueza cívica y autoridades con amplia legitimidad. Los lazos sociales, los «vínculos» entre grupos sociales y los valores e identidades asociados a ellos, siguen siendo esenciales para estimular el desarrollo: la creatividad, la innovación, el espíritu empresarial, la solidaridad y la diversidad surgen de individuos y grupos que pueden florecer gracias a las capacidades administrativas y organizativas. Pero para que esto ocurra con éxito y de forma progresiva, necesitamos una civilización que vaya más allá del Estado y del mercado, una cultura que vaya más allá de la tecnología, una sociedad capaz de construir sentido y autoridad, no sólo reglas y poder. También está claro que la especialización del conocimiento y la búsqueda de la productividad no pueden ser el único objetivo, ya que todo gestor público y privado estará llamado a realizar un análisis de escenarios más profundo que no sólo se refiera a los costes, los beneficios y las ganancias. Será necesaria una formación diferente, más transversal y global de los directivos, así como nuevas instituciones de análisis y estudio dentro de las administraciones públicas y las empresas.

© François Delaroziere Cie La Machine

En el mundo gobernado por este nuevo minotauro, es necesario un «espíritu de las instituciones» en la base de la sociedad que sepa atemperar y resolver los conflictos sin deflagraciones, superar los intereses creados y las formas de patrimonialismo, reconocer y gestionar los riesgos y conciliar los peligros morales, reforzar el concepto de responsabilidad pública y privada, dar vida a comunidades y redes de sociabilidad basadas en el conocimiento y la solidaridad, y reforzar el arraigo sin perder el sentido de la exploración del horizonte. La búsqueda de la eficacia en la organización no es suficiente, porque sin una infusión de valores en las organizaciones, acompañada de un sentido de la responsabilidad y de la historia por parte de la clase dirigente y del liderazgo, las instituciones y la autoridad se reducirán a la mera racionalidad instrumental, a la homologación enquistada y a las luchas de poder entre grupos. El desarrollo positivo será posible si sabemos construir sobre los puntos de anclaje que ya ofrecen las sociedades, comunidades y territorios, dotarlos de valores y sentido ético, reforzarlos con estructuras de gestión y gobierno, hacer instituciones capaces de vincular redes y procesos que se extiendan por el espacio en una lógica de comunión y responsabilidad, y educar a las élites en el eclecticismo, la tolerancia, la sobriedad y la responsabilidad. Si el minotauro no puede ser deconstruido o destruido sin caer en la utopía, es posible ahuecar cavidades en las que puedan florecer la libertad, la solidaridad, el ingenio, la creatividad y la pluralidad, reforzando y mejorando así la legitimidad y el funcionamiento de la máquina en forma del mítico monstruo. Mitad burócrata, mitad mánager.