Cada país es un poco diferente y un poco parecido a los que lo rodean. En el caso de Argentina, su singularidad viene dada por la extensión de su territorio, la baja densidad de habitantes y su poblamiento a partir de inmigrantes europeos: Argentina es uno de los pocos países del mundo cuya Constitución establece explícitamente como uno de los deberes del Estado “fomentar la inmigración”, y fue, junto a Estados Unidos, el país que incorporó más inmigrantes entre fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Aunque la influencia étnica de las poblaciones originarias, prolijamente ocultada por la historia oficial, es más fuerte de lo que a menudo se piensa, la singularidad argentina está dada por este espíritu europeo –hay barrios enteros de Buenos Aires que recuerdan a París–, que modeló un tipo de sociedad particular, que protagonizó desde temprano gestas de resistencia social: las ideas anarquistas y socialistas llegaron con los inmigrantes, que portaban además un rechazo congénito al autoritarismo de sus países de origen, y dieron pie a episodios masivos de lucha, ya a comienzos del siglo XX, como las huelgas en la Patagonia o las protestas contra la Ley de Residencia. Estas ideas fueron también el germen de avances progresistas de resonancia latinoamericana, como la Reforma Universitaria de 1918. Y estuvieron en el origen de un movimiento sindical amplio y combativo, que luego fue cooptado, relanzado y regulado por el primer gobierno de Juan Perón (1946-1955).
Los sindicatos argentinos adquirieron una potencia única. De hecho, el país registra junto con Uruguay la mayor tasa de sindicalización de la región 1. La industrialización comenzó tempranamente, antes incluso de países que luego superarían a Argentina como Brasil, primero como reacción al crack mundial del 29 y luego por un impulso del Estado peronista. Esto se vio reforzado por la relativa homogeneidad de los centros urbanos industriales (Buenos Aires, Córdoba, Rosario), que impedía bajar salarios por vía de una deslocalización interna. Todo esto hizo de Argentina un país de salarios altos, movilidad social ascendente y demandas igualitarias, bastante diferente a sus vecinos.
Ese país ya no existe. Hoy la sociedad argentina es una sociedad desigual y empobrecida. Hasta los 70, cuando la crisis del modelo estadocéntrico y la dictadura militar comenzaron a cambiar la conformación social, Argentina era un país de casi pleno empleo, con salarios altos y socialmente cohesionado. En los 90, cuando el gobierno neoliberal de Carlos Menem concretó su programa de reformas, el desempleo se impuso como una nueva realidad social, creando por primera vez una gran masa de “excluidos”. Pero quienes estaban dentro del sistema, básicamente porque tenían trabajo, todavía podían vivir razonablemente bien. La informalidad laboral, sin embargo, fue creciendo. Así, a partir de la crisis del 2001 ya no alcanzaba con tener trabajo: había que tener trabajo en blanco para poder escapar de la pobreza. Hoy, luego de una década de crecimiento bajo, estancamiento exportador y nula creación de empleo formal, no alcanza con tener trabajo, ni siquiera formal, para evitar la pobreza: se estima que el 17,5% de los empleados en blanco es pobre.
De este modo, la singularidad argentina –la imagen de una sociedad más parecida a las europeas que a las latinoamericanas– terminó de diluirse. Los salarios argentinos, históricamente altos, se acercan a los de los demás países de América Latina. Medido en dólares, el salario argentino se encuentra hoy entre los más bajos de la región, por debajo incluso de países con niveles menores de desarrollo, como Perú o Ecuador. Si durante todo el siglo XX Argentina fue, junto con Uruguay, el país latinoamericano más igualitario y el que exhibía menores niveles de pobreza, hoy ya es superado por Uruguay, Costa Rica, Panamá y, según cómo se mida, Chile. Argentina lleva ya tres generaciones con un núcleo de pobreza estructural de entre un cuarto y un tercio de la población. Desde 2011, la economía argentina no logra reducir la pobreza durante uno o dos años consecutivos, mientras que la mayoría de los países latinoamericanos sí lo consiguen. En otras palabras, Argentina tiende a converger con sus vecinos. El resultado, al final, es un país que se va pareciendo a Colombia, Perú, Chile, Brasil, México.
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Las razones de Milei
Sobre este paisaje social se recorta el sorprendente resultado de las elecciones del domingo pasado. Las PASO (primarias obligatorias en las que vota todo el padrón) funcionan en los hechos como una pre-primera vuelta electoral. Para sorpresa de todos, el candidato libertario de extrema derecha, Javier Milei, alcanzó el primer lugar, con 30 % de los votos. Se trata de un economista neoliberal gestado en los sets de televisión, de corta experiencia política y que cultiva un perfil excéntrico: ha dicho que se comunica a través de un médium con un perro que le era muy querido y murió hace unos años, viste una campera de cuero muy diferente al traje de los políticos tradicionales, y luce un corte de pelo extravagante, a lo Trump, que le cuida una cosplayer que integra sus listas legislativas. En sus intervenciones públicas, Milei sube y baja los tonos como un telepredicador, puede pasar de una explicación econométrica compleja al grito destemplado, y no se priva de insultar al interlocutor si le viene en gana. Su biografía se titula “El loco”.
Milei carece de experiencia política –había sido elegido diputado nacional apenas dos años antes– y de una estructura partidaria consolidada que lo respalde, algo que se suponía que era crucial en un país extenso y diverso como la Argentina. A pesar de eso (o justamente por eso), resultó el gran ganador de las elecciones del domingo.
La primera explicación es sociológica. Milei supo expresar la frustración de esta sociedad latinoamericanizada, que desde hace años sobrevive como puede, en la que las expectativas de movilidad social ascendente se fueron cerrando. A este declive estructural, que como dijimos lleva varias décadas, se le sobreimprime la “crisis corta” de la última década. Desde hace diez años, la economía argentina crece poco o no crece y el escaso dinamismo se concentra en algunas islas de hiperlujo desacopladas del resto del país. La inflación, el gran drama de la economía argentina, fue de 25 % en el segundo mandato de Cristina Kirchner (2011-2015), de 50 % en la presidencia de Mauricio Macri (2015-2019) y cerrará por arriba del 100 % en el gobierno de Alberto Fernández (2019-2023).
La dimensión socioeconómica de la crisis se completa con otra arista, menos cuantificable pero no menos importante: la sociedad argentina está anímicamente rota, astillada en mil pedazos. La larga debacle económica, la larga cuarentena obligada por la pandemia y la falta de perspectivas de futuro han ido creando un clima de desilusión y falta de esperanzas. Se nota en el aumento de los suicidios, en especial entre varones jóvenes, en el incremento de la violencia intra-familiar y en la multiplicación de casos de pequeños conflictos entre vecinos que escalan rápidamente a pelea feroz; también en el aumento del consumo de alcohol y psicofármacos. A esto se puede sumar una tendencia que se profundiza: el “sentimiento de afrontamiento negativo”, definido como el “predominio de conductas destinadas a evadir ocasiones para pensar en la situación problemática sin realizar intentos activos por tratar de resolverla” 2. En otras palabras, una sociedad desesperanzada y de brazos caídos.
Este cuadro devastado, decíamos, constituye la primera explicación del triunfo de Milei. La segunda es el desgaste de la política tradicional. Desde hace quince años, la política argentina se organiza en base a dos coaliciones: una progresista, con eje en el peronismo y referenciada en Cristina Kirchner, y otra liberal, liderada por Macri. Ya van tres gobiernos bajo este esquema, y los tres fracasaron. El electorado castigó al kirchnerismo (en 2015, cuando votó en contra del candidato elegido por Cristina), a Macri (en 2019, cuando votó en contra de su reelección) y a Alberto Fernández (que ni siquiera pudo presentarse a la reelección; el candidato oficial, Sergio Massa, terminó tercero). Vistas así las cosas, no resulta tan extraño que, decepcionada y cansada, la sociedad haya elegido esta vez algo totalmente diferente, el outsider que habita la isla más lejana de la política. Milei fue la expresión de un grito de bronca. Como escribió el periodista Martín Rodríguez, Milei podrá no tener razón, pero sus votantes sí la tienen.
Porque, además, Milei ofreció algo. No diríamos una esperanza, sino una expectativa, sobre todo en los jóvenes, en los varones de clase media baja y en los cuentapropistas. Tras una década de empate político, de “hegemonía imposible” entre dos coaliciones que no logran ni derrotar a la otra ni acordar un programa común, Milei arriesgó promesas audaces, de transformación radical. Una de sus propuestas más festejadas, por ejemplo, es la dolarización, es decir la adopción definitiva del dólar como moneda nacional. Aunque los economistas coinciden en que, con los actuales niveles de reservas del Banco Central, la deuda acumulada y el contexto internacional, una dolarización sería imposible, la idea es muy popular, en buena medida porque Argentina vivió una etapa semi-dolarizada, entre 1991 y 2001, con un régimen de convertibilidad que logró una década de estabilidad sin inflación que se recuerda hasta hoy (aunque al costo de profundizar el drama social y cristalizar la desigualdad). Pero en un contexto de inflación por encima del 100 % no parece tan absurdo que un sector de la sociedad abrace la propuesta de Milei, que el candidato formula envuelta en una nube de tecnicismos y especulaciones econométricas que nadie entiende, mientras deja correr alegremente la versión de que dolarizar la economía supone dolarizar salarios. Y por supuesto que en el contexto actual la dolarización es imposible, pero también era imposible construir un muro a lo largo de la frontera con México y Trump ganó las elecciones.
Junto a la crisis social y la oferta de una salida (aunque esa salida sea imposible), la otra explicación de la victoria de Milei es su capacidad para expresar las nuevas realidades laborales, sobre todo de los jóvenes. Las economías capitalistas de la periferia están modificando el modo en que jóvenes de todos los estratos sociales se insertan en el mundo laboral. Me refiero a los “trabajos” en servicios de reparto y apps de transporte, los empleos a comisión (por ejemplo en telemarketing), las oportunidades que ofrece la economía de plataforma para la creación de pequeños emprendimientos comerciales a partir del marketing digital y las campañas en redes sociales, la especulación en el mundo cripto, las posibilidades de monetización de los influencers. Se trata, en todos los casos, de iniciativas individuales –a lo sumo familiares o de grupos muy pequeños– sostenidas en las ideas de libertad, pequeña propiedad, flexibilidad horaria, creatividad y emprendedorismo. El paradigma meritocrático del esfuerzo individual, la autosuperación y el riesgo.
Para todos ellos, el Estado, presente sobre todo en su dimensión impositiva, constituye un problema antes que una solución. De modo que, frente a un peronismo que sigue ofreciendo salidas colectivas a través de la construcción sindical, del movimiento social o la cooperativa, que ofrece “más Estado”, Milei propone un entorno económico estable para que esa mundo de las “desigualdades solitarias”, al decir de François Dubet, progrese sin interferencias. También, en contraste con la seguridad del empleo formal y la regularidad de los planes sociales, defiende la idea de riesgo. Todas estas personas –el repartidor de Rappi, el chofer de Uber, el que puso sus ahorros en un departamento y lo alquila vía Airbnb, el que juega con las criptos– arriesgan lo poco o mucho que tienen –su inversión, su salud, su vida pedaleando para una entrega–, y miran con desconfianza a quienes consideran que no lo hacen. Como si la “sociedad del riesgo” de Ulrich Beck se hubiera internalizado en clave positiva. Milei les promete libertad y el campo libre para seguir arriesgándose.
Perspectivas
El triunfo de Milei, entonces, se explica por la crisis social de largo aliento que vive la sociedad argentina, por el rechazo a la política tradicional y por su capacidad para expresar las nuevas sensibilidades formateadas por un mercado laboral salvaje. A ello habría que agregar un voto más duro, ideológico: el de los ultraneoliberales convencidos que creen que en su propuesta de “dinamitar” el Banco Central, recortar el Estado al mínimo y privatizar la educación y la salud; y el voto del sector conservador tradicional, que encontró en Milei un candidato que promete derogar la despenalización del aborto, aprobada hace solo dos años, y retrotraer los avances en materia de igualdad de género, derechos de la minorías sexuales, diversidad y tolerancia.
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Con este electorado blando y difuso y el plus de sus votantes más convencidos, Milei logró la hazaña de una victoria. Ganó en provincias históricamente inclinadas al peronismo, en otras que siempre habían votado contra el peronismo, en zonas agropecuarias, mineras e industriales, en centros urbanos grandes y en pueblos chicos. Aunque parece haber obtenido sus mejores resultados en las provincias del interior y entre los hombres jóvenes de los sectores populares y las clases medias bajas, su triunfo fue nacional y policlasista.
Dicho esto, no es seguro que Milei se convierta en presidente. Su elección fue asombrosa, pero aún está lejos de lo que necesitaría para ganar en primera vuelta (en Argentina se requiere obtener más del 45 % de los votos o el 40 % y una diferencia de 10 % sobre el segundo). Esto dependerá, por supuesto, de lo que hagan los otros dos candidatos con chances. La primera es Patricia Bullrich, que se impuso en la interna de la coalición opositora (28 % de los votos) con un discurso duro, de confrontación con el peronismo cercano al de Milei, pero sin el perfil de outsider: Bullrich es una política de larga trayectoria, que comenzó su carrera en el peronismo revolucionario de los 70 y luego fue girando a posiciones cada vez más derechistas. El segundo es Sergio Massa, el actual ministro de Economía, que representa a los sectores más moderados del peronismo y al mismo tiempo contó con el apoyo –tibio– de Cristina Kirchner. Mientras Bullrich ofrecerá un cambio profundo como el de Milei pero más sensato y con garantías de gobernabilidad, Massa buscará captar el horror que produjo en un sector de la sociedad el ascenso del libertario, apostando sobre todo a aquellas personas que se negaron a ir a votar (la abstención y el voto en blanco alcanzó un cuarto del padrón electoral).
En todo caso, y para volver al comienzo de esta nota, el ascenso de Milei replica escenas vistas en los últimos años en otros países latinoamericanos: la emergencia de José Antonio Kast en Chile, de Rodolfo Hernández en Colombia y, sobre todo, de Jair Bolsonaro en Brasil, protagonista de un rush electoral tan inesperado y veloz como el del candidato argentino. Aunque la suerte de estos dirigentes fue diversa, todos representan el malestar económico, la fatiga de la sociedad con la política tradicional, los valores conservadores de una parte del electorado y, más profundamente, el desencanto con la democracia. Argentina, que había logrado evitar estas derivas peligrosas gracias a un sistema de partidos consolidado y un amplio apego social a la democracia, terminó finalmente subiéndose a la ola. La latinoamericanización, que al principio fue social, llegó también a la política.
Notas al pie
- «Sindicatos en América Latina», Nodal, 3 de de junio de 2021.
- Los datos que respaldan estas afirmaciones están acá: https://www.eldiplo.org/268-cuando-el-peronismo-cruje/las-almas-rotas-de-la-pandemia/