A día de hoy debería quedar claro que las nuevas extremas derechas han venido para quedarse. Los resultados obtenidos por Marine Le Pen muestran sin ambages que casi la mitad de los votantes franceses consideran a la líder del Rassemblement National (RN) como una opción válida para presidir uno de los países fundadores de la Unión Europea. Aunque el cordón republicano le ha permitido a Emmanuel Macron seguir cinco años más en el Elíseo, Le Pen ha conseguido en buena medida desdiabolizarse, facilitada también por la entrada en escena de Éric Zemmour. Sin embargo, resulta naif que muchos analistas y ciudadanos tomen conciencia de todo esto solo ahora.
Como apuntaba Cas Mudde, la extrema derecha se ha normalizado hace tiempo. Según el politólogo holandés, con el cambio de milenio hemos entrado en la cuarta ola ultraderechista marcada justamente por el fenómeno de la desmarginalización de las nuevas extremas derechas1. De actores minoritarios y excluidos de las instituciones o, como mínimo, relegados a sus márgenes estas formaciones se han convertido en un actor político arraigado en los territorios, con presencia en los parlamentos y aceptado por un porcentaje elevado de la población. Evidentemente Hungría, donde Viktor Orbán gobierna desde hace doce años con mayorías absolutas y donde gobernará cuatro años más, y Polonia, donde el PiS lleva ya dos legislaturas en el poder, son los casos más emblemáticos y preocupantes, pero no se trata tan solo de la Europa oriental. Desde finales del siglo pasado las nuevas extremas derechas han entrado en los ejecutivos de diferentes países de la Europa occidental. No olvidemos que el Movimento Sociale Italiano, a punto de transformarse en Alleanza Nazionale, dejó de ser el polo escluso2 de la política transalpina ya en el lejano 1994 cuando llegó al gobierno junto a Forza Italia y la Lega Nord: en las dos décadas siguientes, se vivió con cierta “normalidad” en Italia la presencia de los posfascistas de Fini y de una Lega Nord cada vez más radicalizada en el gobierno del país, sin contar los muchos municipios y las regiones que administraban. Asimismo, en 1999 el FPÖ de Jörg Haider obtuvo el 26,9% de los votos y entró en un gobierno de coalición con los conservadores en Austria.
En los últimos tiempos hemos visto una aceleración de este fenómeno. Por un lado, las nuevas extremas derechas se hicieron con el gobierno de diferentes países: la victoria de Donald Trump en Estados Unidos en 2016, la formación de los ejecutivos de coalición entre el FPÖ y el ÖVP en Viena y la nueva Lega lepenizada de Salvini y el Movimento 5 Stelle en Italia en 2017 y 2018, respectivamente, o la victoria de Bolsonaro en Brasil en 2018, sin contar el fenómeno del Brexit en el Reino Unido. Por el otro, el avance electoral de estas formaciones políticas ha sido generalizado: en las elecciones europeas de 2019, la extrema derecha ha sido la primera fuerza en cinco países (Francia, Italia, Reino Unido, Polonia, Hungría) y hoy en día, con la excepción de Irlanda y Malta, tiene representación en todos los parlamentos nacionales del Viejo Continente, obteniendo porcentajes de voto incluso superiores al 20%. La que hasta 2018 se definió “excepción ibérica” se ha derretido como nieve al sol: Chega es ya el tercer partido en Portugal y Vox ha entrado recientemente por primera vez en un gobierno autonómico, el de Castilla y León, en coalición con los populares. En suma, estamos hablando de un fenómeno generalizado en todo el mundo occidental que no ha empezado ayer, sino que viene de lejos.
¿Nuevas o viejas extremas derechas?
Uno de los principales debates existentes sobre las nuevas extremas derechas es el terminológico que se conecta directamente con las relaciones con el fascismo de los años de entreguerras. Tanto en las publicaciones académicas como en los medios de comunicación hemos leído definiciones distintas y distantes para hablar de Trump, Salvini, Le Pen, Orbán y Abascal: derecha radical, populismo de derecha radical, ultraderecha, extrema derecha, nacionalpopulismo, posfascismo, neofascismo o incluso fascismo a secas. No se trata, como podría parecer, de un debate baladí: es fundamental saber cómo llamar a las cosas para poder entenderlas.
Mi percepción es que nos encontramos con dos enormes obstáculos –los conceptos de fascismo y de populismo– que no nos permiten llegar a una solución satisfactoria de esta cuestión. En primer lugar, las nuevas extremas derechas son algo distinto del fascismo histórico. Como explica Emilio Gentile, el fascismo fue un movimiento político y una ideología que tenía una serie de características que no encontramos en el trumpismo, la Lega, Fidesz o el RN: desde la utilización de la violencia como herramienta política hasta la voluntad de instaurar un régimen totalitario de partido único, pasando por el proyecto de encuadrar a las masas en grandes organizaciones o de presentarse como una revolución palingenésica que se propone transformar radicalmente a la sociedad y crear hombres y mujeres nuevos3. Esto no significa que no existan elementos de continuidad entre aquellas experiencias y las actuales: sin embargo, sencillamente, el fascismo fue otra cosa. Hoy en día siguen existiendo grupúsculos neofascistas y neonazi, pero son ultraminoritarios.
En síntesis, la nueva extrema derecha ha dejado de hacer el saludo romano, raparse la cabeza y tatuarse esvásticas en los brazos: ahora viste camisa y americana y se pone incluso la corbata. Se hizo más presentable. Además, dice que habla el lenguaje de la gente común, rechaza la etiqueta de fascista o extremista y acepta el marco democrático. Lo que ha habido, más bien, es un aggiornamento, es decir una actualización, de la ideología fascista que ha empezado, como mínimo, entre los años sesenta y setenta del siglo pasado. Una de las figuras clave es sin duda la de Alain de Benoist que, junto al grupo de la Nouvelle Droite francesa, ha permitido un replanteamiento de la cultura política neofascista a partir de la relectura de Antonio Gramsci. La extrema derecha decidió dejar de lado la lucha por la conquista del poder político y centrarse en la guerra de posición, gramscianamente entendida, por hacerse con la hegemonía cultural. De aquellos polvos, estos lodos.
En segundo lugar, el populismo es poco útil para definir y entender las nuevas extremas derechas. En las últimas dos décadas se han vertido ríos de tinta acerca de este concepto, convertido en una especie de cajón de sastre en que meter todo lo que no encaja con las ideologías políticas tradicionales. Quizás el único consenso al cual se ha llegado es justamente la “natura proteiforme” del populismo y su ser “un concepto esencialmente controvertido” y “polémico políticamente”4. Hay quien lo considera una ideología, aunque esta sea delgada y pueda yuxtaponerse a otras, como el nacionalismo o el socialismo, y quien lo considera una retórica, un estilo, un lenguaje o una estrategia política5. Al no disponer de un corpus doctrinal, creo que es más acertada la segunda interpretación. Añádase que estamos viviendo una fase en que el populismo lo empapa todo. Si tanto Le Pen, como Mélenchon e incluso Macron son populistas, ¿de qué nos sirve este concepto? Más bien, es la marca de la época en la cual vivimos y convendría hablar, como apuntaron Marc Lazar e Ilvio Diamanti, de “pueblocracia”6. Resumiendo, la extrema derecha utiliza las herramientas retóricas y lingüísticas del populismo, pero el populismo de por sí no nos ayuda para definirla y entenderla.
Con la definición de derecha radical, el ya citado Cas Mudde ha conseguido superar los dos escollos mencionados. Sin embargo, su propuesta es problemática. Por un lado, ¿es correcto definir con el mismo adjetivo –radical–, como si existiese una especie de simetría, a las formaciones de la nueva ultraderecha y a las de izquierda como Podemos, Syriza o La France Insoumise? Personalmente, creo que es un error: la izquierda radical, de hecho, critica a los sistemas liberales existentes, centrándose sobre todo en el modelo neoliberal y las cuestiones económicas, y pide una reforma de los mismos, pero no pone en discusión las conquistas y los derechos democráticas garantizados por estos mismos sistemas. Más bien, pide una ampliación y profundización de estos mismos derechos, junto a una disminución de las desigualdades. Como apunta Beatriz Acha Ugarte, “¿podemos concebir una democracia no pluralista? ¿Podemos calificar de democráticas –aunque no en su ‘versión liberal’– a fuerzas que, en su tratamiento del “otro” (inmigrante, extranjero), muestran su desprecio al principio democrático de igualdad?”. Y añade: “no se puede rechazar la democracia liberal sin rechazar también, de alguna manera, la democracia”, así que se debería ser “cautos al considerar[las] formaciones democráticas, pues defienden una ideología de la exclusión incompatible, incluso con [la] versión meramente procedimental” de la democracia7. Efectivamente.
Extremas derechas 2.0, una macro-categoría declinada en plural
A partir de estas consideraciones, he propuesto la definición, un tanto provocadora si se quiere, de extrema derecha 2.0. Con este concepto, quiero remarcar no solo que los Trump, los Salvini y las Le Pen son un fenómeno distinto al fascismo histórico con elementos radicalmente nuevos respecto al pasado, sino también que las nuevas tecnologías han tenido un papel crucial para el auge de estas formaciones políticas. Asimismo, quiero remarcar la utilidad de una macro-categoría en la cual podemos incluir todas estas formaciones políticas porque, más allá de algunas divergencias, son más las cosas que comparten tanto desde el punto de vista de las referencias ideológicas como desde el punto de vista de las estrategias políticas y comunicativas.
En esta definición, entrarían los partidos políticos miembros de los grupos de Identidad y Democracia (ID) y de los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR) en el Europarlamento, además de los húngaros de Fidesz, recién expulsados del Partido Popular Europeo (PPE). Entrarían también movimientos identitarios que se mueven en las mismas coordenadas y fenómenos sui generis como el trumpismo, el bolsonarismo o el Likud de Benjamin Netanyahu en Israel. Se trata de una macrocategoría en la cual, sin embargo, no entrarían los partidos de la derecha tradicional –miembros en general del PPE– aunque en algunos casos, como los Tories británicos o el PP en España, vemos un más o menos marcado proceso de ultraderechización, es decir lo que Roger Eatwell y Matthew Goodwin llaman “nacionalpopulismo ligero”8. Tampoco entrarían partidos o movimientos políticos como Amenecer Dorado, CasaPound Italia u Hogar Social Madrid, así como organizaciones y asociaciones como Combat 18, Lealtà e Azione u otros grupos que participan en redes transnacionales como Blood & Honour que, por la vinculación ideológica directa con el fascismo de entreguerras y por asumir la violencia como una herramienta imprescindible en su estrategia política, pueden definirse como neofascistas o neonazis. Tampoco entrarían los gobiernos y los movimientos políticos liderados por Duterte en Filipinas, Modi en India o Erdoğan en Turquía, tratándose de experiencias fruto de culturas y contextos políticos muy distintos de los occidentales: Duterte, Modi y Erdoğan, así como Putin, responden más bien a la ola autoritaria global y van más allá de una definición como la de extrema derecha 2.0. Para estos casos podríamos hablar de autoritarismo competitivo retomando la fórmula acuñada por Steven Levitsky y Lucan Way, es decir regímenes que se basan en el recurso periódico a elecciones formalmente libres, pero cuya realización es incorrecta9.
Todas las formaciones de la extrema derecha 2.0 tienen unos mínimos comunes denominadores, es decir unas referencias ideológicas comunes. Entre estos, podemos mencionar un marcado nacionalismo, el identitarismo o el nativismo, la recuperación de la soberanía nacional, una crítica profunda al multilateralismo –y, en Europa, un alto grado de euroescepticismo–, la defensa de los valores conservadores, la defensa de la ley y el orden, la islamofobia, la condena de la inmigración tachada de “invasión”, la crítica al multiculturalismo y a las sociedades abiertas, el antiintelectualismo y la toma de distancia formal de las pasadas experiencias de fascismo. Asimismo, hay otros elementos comunes: el tacticismo exacerbado con el objetivo de marcar la agenda mediática, la capacidad de utilizar las nuevas tecnologías y las redes sociales para viralizar sus mensajes, perfilar los datos de los ciudadanos y polarizar más la sociedad con las guerras culturales, y la voluntad de presentarse como transgresoras y rebeldes frente a un sistema supuestamente hegemonizado por la izquierda que habría instaurado una dictadura progresista o del políticamente correcto. Esta última característica es especialmente interesante y la vemos representada plásticamente en figuras como el influencer trumpista Milo Yannopoulos o el economista paleolibertario argentino Javier Milei que rompen la imagen clásica de lo que considerábamos como representantes de la extrema derecha tradicional. Los nuevos ultraderechistas no solo se han hecho más “presentables”, sino que intentan apropiarse de las banderas progresistas y de izquierdas –piénsese en el concepto de libertad o en fenómenos como el homonacionalismo o el ecofascismo– en un momento histórico marcado por el confusionismo ideológico10. Asimismo, todas estas formaciones políticas comparten los mismos objetivos. In primis, ultraderechizar el debate público, es decir mover la ventana de Overton haciendo aceptables discursos y narrativas que hasta hace unos años no lo eran. En segundo lugar, llegar al poder para instaurar una democracia iliberal siguiendo el modelo de Orbán. La Hungría de hoy en día no es una democracia plena, sino un régimen híbrido paulatinamente en camino hacia el autoritarismo11.
Ahora bien, existen también diferencias y divergencias entre estas formaciones políticas que van desde el programa económico –hay quien, como Vox o Chega, es ultraliberal y quien como, Le Pen, defiende el llamado Welfare Chauvinism–, los valores –en el sur y el este de Europa la posición es mucho más ultraconservadora respecto a las extremas derechas de los Países Bajos o Escandinavia, un poco más abiertas sobre temas como el derecho de la comunidad LGTBI y el aborto– o la geopolítica en que, como se ha visto en los últimos meses, hay partidos rusófilos y otros atlantistas. Quizás deberíamos declinar en plural el concepto de extrema derecha 2.0 y hablar de extremas derechas 2.0: parafraseando el historiador Ricardo Chueca, que estudió la Falange durante el régimen franquista, cada país da vida a la extrema derecha de la que necesita. Y, podemos añadir, que cada extrema derecha es hija de las culturas políticas existentes en cada contexto nacional. De ahí sus peculiaridades que no impiden considerarlas parte de una gran familia global ya que, además, existen redes transnacionales que trabajan en fortalecer los lazos existentes, elaborar una agenda común y financiar estos partidos políticos12.
¿Hacia una lucha por la hegemonía en el espacio ultraderechista?
A día de hoy, es evidente que la extrema derecha ha conseguido el primer objetivo: se ha normalizado y desmarginalizado, ha ganado al menos en parte la batalla cultural y ha ultraderechizado el debate público. Esta ya es una realidad en todos los países occidentales. La pregunta qué cabe hacerse ahora no es tanto si querrá llevar los países donde gobiernan o gobernarán hacia sistemas democráticos iliberales –lo harán en cuanto puedan, más o menos rápidamente, con mayores o menores dificultades–, sino si se ha abierto una lucha por la hegemonía en el espacio ultraderechista y qué consecuencias tendrá13. En diferentes países, de hecho, hemos visto como a los partidos principales de extrema derecha le han salido competidores en su mismo espacio político e ideológico. El caso francés es el más reciente quizás y, aunque Le Pen ha ganado el primer round a Zemmour, la guerra quizás no ha terminado. Algo similar pasa también en los Países Bajos donde la hegemonía del Partij voor de Vrijheid de Geert Wilders está siendo puesta en duda por el Forum voor Democratie de Thierry Baudet o en Dinamarca con la entrada en escena del Nye Borgerlige de Pernille Vermund y el Stram Kurs de Rasmus Paludan que presionan desde la derecha al Dansk Folkeparti. El caso más emblemático es, sin embargo, el italiano donde la Lega de Salvini está llevando desde hace un par de años un combate de judo con Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni con ambos partidos que, según las encuestas, obtendrían cada uno alrededor del 20% de los votos.
Esta cuestión tiene también una vertiente europea e internacional. La guerra en Ucrania ha tensado aún más las cuerdas en los frágiles equilibrios existentes entre los diferentes partidos de la gran familia ultraderechista. Salvini intenta desde hace años lanzar una OPA a los Conservadores y Reformistas Europeos que los polacos del PiS y Fratelli d’Italia rechazan rotundamente. La salida de Orbán del PPE ha removido las aguas y ahora la Lega y Fidesz han anunciado un acuerdo para crear un nuevo partido europeo que quiere canibalizar a los populares. La operación puede cerrarse sencillamente con la incorporación de Fidesz en Identidad y Democracia y con un intento de lavado de cara para seguir la senda de Le Pen en el proceso de desdiabolización hacia la opinión pública o puede convertirse en un terremoto, provocando la creación de un único partido europeo de la extrema derecha. Parece que Kaczyński y Meloni no están por la labor –sus relaciones con Orbán, también por la posición filoputiniana del premier húngaro, se han enfriado notablemente–, pero Vox podría sumarse a la iniciativa. Dirigentes del núcleo duro de Abascal, miembro de ECR, han estado en Budapest para celebrar la victoria de Orbán el pasado 3 de abril y han acompañado a Le Pen en su cuartel general la noche de la segunda vuelta de las presidenciales francesas. En suma, el partido está abierto y puede deparar sorpresas.
Hay que añadir un último elemento a todo esto: los populares como anillo débil de los sistemas políticos en Europa. Los partidos de la derecha tradicional están viviendo una fuerte crisis y no saben cómo lidiar con la aparición de un competidor a su derecha. Si en Alemania la CDU ha mantenido un cordón sanitario frente a Alternative für Deutschland, en otros países la derecha que se define democrática y que ha sido uno de los pilares de la construcción de la UE se ha aliado con la ultraderecha y ha adoptado gran parte de su discurso. En la ecuación debemos pues añadir este elemento que puede tener consecuencias de primer orden en el futuro próximo. En síntesis, si las extremas derechas conseguirán superar sus divergencias y llegar a unificarse o, al menos, a colaborar, atrayendo además a su terreno los populares, el escenario más probable es el de una orbanización de diferentes países e incluso de la Unión Europea. No se pierda de vista que hace treinta años el premier húngaro era un liberal y que a finales de los ochenta obtuvo una beca por parte de la fundación de Georges Soros.
Superemos, pues, de una vez el ingenuo estupor por los resultados obtenidos por las extremas derechas 2.0 en cada elección y demos por hecho su proceso de normalización y la ultraderechización del debate público. Ahora toca centrarse más en estudiar este fenómeno, entender sus características novedosas y las razones de su auge, y, como ciudadanos comprometidos con los valores democráticos, trabajar para solucionar la crisis multinivel que está sufriendo la democracia liberal y pluralista. Nos jugamos el futuro.
Notas al pie
- Cas Mudde, La ultraderecha hoy Barcelona: Paidós, 2021, pp. 35-43.
- Piero Ignazi, Il polo escluso. Profilo storico del Movimento sociale italiano Bolonia: Il Mulino, 1998.
- Emilio Gentile, Chi è fascista, Roma-Bari: Laterza, 2019.
- Paolo Graziano, Neopopulismi. Perché sono destinati a durare, Bolonia: Il Mulino, 2018, p. 13.
- Al respecto, véase las diferentes interpretaciones propuestas por Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser, Populismo. Una breve introducción, Madrid: Alianza, 2019; Jan-Werner Müller, ¿Qué es el populismo?, Ciudad de México: Grano de Sal, 2017; Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005; Benjamin Moffitt y Sebastian Tormey, “Rethinking Populism: Politics, Mediatisation and Political Style”, Political Studies 62/2 (2014), pp. 381-397.
- Ilvo Diamanti y Marc Lazar, Popolocrazia. La metamorfosi delle nostre democrazie, Roma-Bari: Laterza, 2018.
- Beatriz Acha Ugarte, Analizar el auge de la ultraderecha, Barcelona: Gedisa, 2021, pp. 43, 44, 58.
- Roger Eatwell y Matthew Goodwin, Nacionalpopulismo. Por qué está triunfando y de qué forma es un reto para la democracia, Barcelona: Península, 2019, p. 310.
- Véase Steven Levitsky y Lucan A. Way, Competitve Authoritarism. Hybrid Regimes after the Cold War, Cambridge: Cambridge University Press, 2010.
- Véase, Pablo Stefanoni, ¿La rebeldía se volvió de derecha?, Buenos Aires: Siglo XXI, 2021 y Philippe Corcuff, La grande confusion. Comment l’extrême-droite gagne la bataille des idées, París: Textuel: 2021.
- Véase, Stefano Bottoni, Orbán. Un despota in Europa, Roma: Salerno Editrice, 2019.
- Sobre estas cuestiones, véase Steven Forti, Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla, Madrid: Siglo XXI de España, 2021.
- A este respecto, véase Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Barcelona: Ariel, 2018.