La doctrina Oppenheimer
Oppenheimer: escritos selectos | Episodio 6
“Los estadounidenses son nómadas”
En esta versión editada de un discurso pronunciado en 1957 en una conferencia organizada por el Centro de Estudios Internacionales del MIT, Robert Oppenheimer, a través de las cuestiones planteadas por la Guerra Fría, ofrece su clarividente análisis de la sociedad estadounidense en el apogeo de su riqueza y poder. Destaca el "problema cognitivo", un aspecto del enfrentamiento con la Unión Soviética, pero que es al mismo tiempo mucho más profundo y de mayor alcance.
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- El Grand Continent •
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En julio de 1957, varios científicos de todo el mundo, encabezados por Bertrand Russel, se reunieron en la ciudad canadiense de Pugwash para advertir de la posibilidad real de una «catástrofe insoportable» provocada por una guerra nuclear. El físico J. Robert Oppenheimer no asistió a la conferencia, pues también se había negado a firmar el manifiesto Russell-Einstein de 1955; un episodio más de su compleja relación con el científico de origen alemán, analizada en otro capítulo de esta serie veraniega.
Sin embargo, casi un mes antes, del 23 al 27 de mayo, Oppenheimer participaba en una conferencia de naturaleza totalmente distinta, organizada por el Centro de Estudios Internacionales del MIT. Punto de contacto crucial entre el mundo académico y la administración de la Guerra Fría, el Centro fue un auténtico motor de la tecnocracia de la guerra. En él, sociólogos, científicos, historiadores y economistas desarrollaron nuevas formas de pensar sobre el poder estadounidense preguntándose qué tipo de modernidad estaría dispuesto a ofrecer Estados Unidos, dentro y fuera de sus fronteras, en un mundo en el que la supremacía militar no sería suficiente. Varios investigadores y analistas brillantes formularon teorías extremadamente influyentes, que fueron acogidas con entusiasmo por el Departamento de Estado y la Casa Blanca, especialmente durante la administración de Kennedy.
Junto a Walter Rostow, padre de la teoría de la modernización y modelo perfecto del científico movilizado que escuchaba atentamente, Oppenheimer tomó la palabra. Aunque el contexto del discurso atestiguara claramente la profunda y persistente integración del físico en el aparato de seguridad estadounidense, a pesar de las acusaciones que se le habían hecho unos años antes, el texto también demuestra su persistente intento de ir más allá del estrecho marco de la Guerra Fría y la política de poder, para llegar a temas más amplios e investigar «los signos de una crisis cultural bastante profunda». El enfrentamiento con la Unión Soviética, tanto en el plano militar como en el científico, ofreció a Oppenheimer la oportunidad de presentar su «mirada hacia dentro» (inward look), título dado al discurso publicado, y de cuestionar los pilares de la sociedad y la cultura estadounidenses.
A lo largo del discurso, examina las fallas que atraviesan a una próspera democracia en la cima de su poder: el problema de la educación; la «vacilante visión del futuro»; y la dificultad «de formular políticas». Para responder a esas cuestiones, Oppenheimer hizo un vibrante llamado a las autoridades, a los ciudadanos estadounidenses y a sus colegas: «Lo que necesitamos es un vigor intelectual y una disciplina mucho mayores, una apertura de espíritu más común y generalizada, y una especie de infatigabilidad que no es incompatible con la fatiga, pero sí con la rendición».
El vigor intelectual que Oppenheimer pide a su país es el mismo que él demuestra en este inspirado texto. Hace análisis filosóficos del pensamiento occidental, comparaciones históricas entre el Estados Unidos de los años cincuenta y civilizaciones pasadas, desde la India clásica hasta la Inglaterra victoriana; examina la antropología norteamericana de la frontera, su particular sentido del individualismo y el pragmatismo, sus ventajas y limitaciones en un mundo cambiante. A través de la amplitud de su análisis, Oppenheimer también nos recuerda que la Guerra Fría es real e importante, pero que no puede ser el único filtro a través del cual la élite estadounidense entiende el mundo.
El «problema cognitivo» es a la vez más profundo y más amplio: afecta a los fundamentos de la sociedad estadounidense, pero también concierne a pueblos para los que la Guerra Fría no es más que un telón de fondo, mientras que han hecho un gran esfuerzo «por conseguir educación, aprendizaje, tecnología y nuevas riquezas». Si Estados Unidos quiere conservar tanto su modelo democrático en el interior como su preeminencia en un mundo cambiante, Oppenheimer insta a que se tome en serio la organización del conocimiento y el aprendizaje en nuestras sociedades.
I
De vez en cuando, el conflicto con el poder comunista arroja una dura luz sobre nuestra propia sociedad. A medida que el conflicto continúa, y a medida que su obstinación, alcance y mortandad se hacen cada vez más evidentes, empezamos a ver rasgos de la sociedad estadounidense de los que apenas éramos conscientes y que, en este contexto, aparecen como graves deficiencias. Quizá el primero sea nuestra incapacidad para informar sobre nuestros objetivos, intenciones y esperanzas nacionales de un modo que sea a la vez honesto e inspirador. Hace mucho tiempo que nadie habla en nombre de este país sobre nuestro futuro o el futuro del mundo de una forma que sugiera total integridad, cierta juventud de espíritu y un toque de verosimilitud.
Otras dos características nacionales han suscitado recientemente gran preocupación. Dado que el conflicto con el régimen comunista tiene lugar en un momento de extrema aceleración de la revolución tecnológica, y en particular porque en los últimos años se ha producido la plena madurez de los aspectos militares de la era atómica, la atención pública se ha centrado en la eficacia relativa del sistema soviético y del nuestro en la formación y reclutamiento de científicos y técnicos. Esta comparación reveló que, en un área en la que antes éramos mejores que los rusos, pronto podríamos llegar a ser inferiores a ellos. El sistema soviético, al combinar incentivos raros y notables para el éxito en ciencia y tecnología con una búsqueda masiva de talentos y con unos estándares rigurosos y elevados en la educación inicial, parece a punto de atraer a una fracción mayor de su población al trabajo científico de lo que lo haremos nosotros.
Cuando supimos eso, fue natural buscar las causas. Algunas de ellas radican en la relativamente baja estima en que se tiene el aprendizaje en este país y, sobre todo, en nuestra indiferencia hacia la profesión docente, en particular hacia la enseñanza en las escuelas, una baja estima que es tanto manifiesta como causada por el hecho de que pagamos muy poco a nuestros profesores y muy poco a nuestros científicos. La dura vida en los países soviéticos hace que sea fácil convertir el prestigio en lujo y privilegio. Aquí no queremos eso. Sin embargo, al reflexionar más detenidamente, hemos descubierto que en nuestras propias escuelas el nivel de la enseñanza es mucho más bajo en idiomas, matemáticas y ciencias que en sus equivalentes soviéticos. Hemos aprendido que muchos de nuestros profesores no están realmente versados en las materias que enseñan y que, en muchos casos, su falta de conocimientos va unida a una falta de afecto o interés. En definitiva, nos hemos encontrado con un problema de extrema gravedad para la vida de nuestro pueblo enfrentándonos a un antagonista lejano y odiado.
Parece que el mismo fenómeno se está produciendo en un ámbito completamente distinto. Se trata de la capacidad de nuestro gobierno -de hecho, la capacidad de nuestras instituciones y de nuestro pueblo, a través de nuestro gobierno- para determinar la política nacional en asuntos relacionados con los asuntos exteriores y la estrategia militar y política. Citando a Walter W. Rostow en un discurso pronunciado en la Escuela de Guerra Naval a finales de 1956:
«No creo que como nación hayamos creado todavía una política militar y una política exterior civil diseñadas para alcanzar [nuestros objetivos] y explotar las oportunidades de cambio social y político favorables a nuestros intereses dentro del bloque comunista. […] Históricamente, Estados Unidos ha dedicado sus energías a resolver problemas militares y de política exterior sólo cuando se enfrentaba a peligros concretos y obvios”.
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También, el Sr. Henry Kissinger escribió en el número de abril de 1957 de Foreign Affairs:
«Al establecer un patrón de respuesta anticipándose a las situaciones de crisis, la doctrina estratégica permite a una potencia actuar con sensatez ante los desafíos. En ausencia de tal doctrina, una potencia se verá constantemente sorprendida por los acontecimientos. Una doctrina estratégica adecuada es, por tanto, el requisito fundamental para la seguridad estadounidense».
En la actualidad se reconoce ampliamente que, a pesar de la organización del poder ejecutivo para tratar específicamente los problemas a largo plazo, la política exterior y la estrategia militar, a pesar del papel asignado a los jefes de Estado Mayor Conjunto, al Consejo de Seguridad Nacional y al equipo de planificación política del Departamento de Estado, a pesar de la puesta a disposición de dichas organizaciones del talento técnico e intelectual de todo este país y, en menor medida, de todo el mundo libre, a pesar de todo eso, Estados Unidos no ha desarrollado una comprensión de sus objetivos, intereses, alternativas y planes de futuro que esté a la altura de la gravedad de los problemas a los que se enfrenta. La impresión general es que nos movemos de sorpresa en sorpresa, nunca suficientemente advertidos o prevenidos, y que las más de las veces estamos eligiendo entre males, cuando la previsión y la planificación podrían habernos ofrecido alternativas más felices. ¿Por qué ha de darse este estado de cosas en un país donde abundan la riqueza y el ocio, donde más población se dedica a la educación que en ningún otro país en ningún otro momento, donde hay más colegios, universidades, institutos y centros de los que nos interesa contar, y en un momento en que un poder sin precedentes en manos de un Estado decidido y hostil nos amenaza más seriamente que en ningún otro momento desde los primeros tiempos de la República?
Hay, por supuesto, otros rasgos nacionales de los que no podemos estar orgullosos y en los que ni la era atómica ni el conflicto con el comunismo han puesto el acento. Podemos pensar, por ejemplo, en nuestro gran descuido con los recursos de nuestro país; podemos pensar en las raras ocasiones en que una preocupación por la belleza y la armonía pública ha hecho del entorno físico en que vivimos ese consuelo para el espíritu que la belleza de nuestra tierra y nuestra gran riqueza bien podrían hacer posible.
De hecho, todos los rasgos por los que nos juzgamos con severidad podrían haber sido dibujados por historiadores que nos compararan con culturas pasadas, o por observadores de la escena actual que nos compararan con contemporáneos. Entonces habríamos visto que ningún pueblo ha resuelto nunca el problema de la educación que nos hemos planteado, y que ningún gobierno, en un mundo en el que pocos gobiernos tienen éxito durante mucho tiempo, ha logrado resolver un problema de la magnitud y dificultad del que nos enfrentamos. De hecho, podríamos reconocer los puntos débiles de nuestra sociedad en términos de una norma o un ideal, y oír hablar de ellos al filósofo o al profeta. Creo, de hecho, que estos caminos son los más constructivos, porque creo, como quedará más claro en lo que sigue, que los rasgos que nos preocupan son signos de una crisis cultural bastante profunda, irreductible y sin precedentes, y que acabarán dando paso, no a una terapia sintomática, sino a cambios en nuestras vidas, cambios en lo que creemos, en lo que hacemos y en lo que valoramos.
De hecho, los problemas de nuestro país y de nuestro tiempo casi nunca se han planteado en su forma actual a lo largo de la historia, y desde luego nunca se han resuelto. Si nuestro adversario parece haberlos resuelto mejor que nosotros, puede ser saludable que tomemos nota; difícilmente puede ser saludable que adoptemos sus medios. Él sabe lo que quiere, porque tiene una teoría sencilla del sentido de la vida humana y de su lugar en ella. Sobre la base de esta confianza, tiene un gobierno dispuesto a tomar, con un enorme costo humano, todas las medidas necesarias para alcanzar sus objetivos. Que su teoría sólo tenga un tenue tinte de verdad, fragmentaria y en gran medida obsoleta, que excluya la mayor parte de la verdad, y la más profunda, debería consolarnos en la idea de que no tendrá éxito. Que su fracaso pueda, sin embargo, ir acompañado de una participación humana generalizada, si no universal, y de una devastación y un horror sin parangón, debería atemperar nuestro placer ante la perspectiva y devolvernos a la resolución de nuestros problemas en nuestros propios términos, a nuestra manera, en nuestro propio tiempo.
Las razones de las debilidades de nuestra sociedad son múltiples, inteligibles e irónicas. Creo que las tres debilidades -en nuestra educación, en nuestra vacilante visión de futuro y en nuestras dificultades para formular políticas- tienen puntos en común; pero no son lo mismo, y seguirlas todas no es el objetivo de este documento. No cabe duda de que el igualitarismo y la tolerancia de la diversidad que tradicionalmente apreciamos, una diversidad que concierne precisamente a las cuestiones más fundamentales de la naturaleza y el destino del hombre, de su salvación y su fe, ciertamente esas cualidades, consideradas durante mucho tiempo como virtudes, tienen mucho que ver con nuestras dificultades en el ámbito de la educación, donde definen, por así decirlo, el problema irresoluble; tienen mucho que ver con las dificultades de la profecía y de la política, tradicionalmente basadas en el consenso, precisamente en aquellos ámbitos en los que estamos apegados a la divergencia. La buena fortuna del país, en términos generales y a lo largo de los siglos, y el optimismo y la confianza que de ella se derivan, tienen algo que ver con nuestros problemas. Puede que no cambiemos nada, pero tenemos que considerar esos problemas cuando nos comparamos con Atenas, la Inglaterra isabelina o victoriana o la Francia del siglo XVII.
Nuestras debilidades, por supuesto, tienen un toque de ironía. Es nuestra fe en la educación, nuestra determinación de hacerla accesible a todos, nuestra creencia de que permitirá a las personas encontrar la dignidad y la libertad, lo que ha desempeñado un papel tan importante en la reducción de nuestro sistema educativo a la parodia medio vacía que es hoy. Cuando, por primera vez en años de paz formal, dedicamos esfuerzo, estudio, pensamiento y recursos a la búsqueda de la seguridad militar, creamos la inseguridad más aterradora que el hombre haya conocido en lo que conocemos de su historia.
II
A menudo se dice que nuestra cultura nacional privilegia la práctica sobre la teoría, la acción sobre la reflexión, la invención sobre la contemplación. Hay algo de verdad en ello. No hay que exagerar. Por un lado, el equilibrio entre la acción y la reflexión siempre, en todas partes, debe favorecer numéricamente a los que actúan sobre los que reflexionan; incluso en Atenas, había bastantes sofistas por cada Sócrates; y me resulta difícil imaginar una sociedad en la que el trabajo del mundo no ocupe a más gente, más a menudo, que la comprensión del mundo. Por otra parte, el equilibrio entre esos aspectos de la vida se ha visto reforzado por las circunstancias, en la medida en que, en nuestro país, los que actúan han tenido la suerte de poder marcar y celebrar sus actos: la riqueza del país, su amplitud, su gran libertad y, en general, el optimismo que aquí reina. Harían falta logros considerables en teoría y comprensión para igualar la brillantez, a menudo casi impudicia, de nuestras creaciones materiales.
Nuestro pasado siempre ha estado marcado por algunas mentes originales y profundamente reflexivas cuya obra, aunque forme parte de la tradición intelectual de Europa y del mundo, tiene sin embargo un sello nacional particular, como en los cuatro nombres de Peirce, Gibbs, James y Veblen. Hoy en día, en casi todos los campos de las ciencias naturales, y en algunos otros también, nuestro país es preeminente tanto en teoría como en experimentación, invención y práctica. Eso ha provocado un gran cambio en la escena educativa, en lo que se refiere a la enseñanza superior, las escuelas superiores, el trabajo posdoctoral, los institutos y las universidades. Es cierto que en parte se debió a desgracias en el extranjero: las dos guerras en Europa y los nazis, los primeros efectos del régimen comunista en Rusia, que dificultaron mucho las condiciones para un estudio serio, al menos durante un tiempo. En parte fue provocado por la llegada a este país de estudiosos que trataban de huir del régimen, la tiranía y los disturbios en el extranjero. El hecho es que hoy en día, un joven que desee recibir la mejor formación en física teórica o matemáticas, química teórica o biología, es probable que venga a este país, mientras que hace tres décadas habría ido a escuelas de Europa. Fue importante tras el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo un gran interés público por los logros en ciencia aplicada conseguidos en este país durante los años de la guerra, combatir cualquier sentimiento exagerado de superioridad estadounidense haciendo hincapié en las grandes contribuciones por las que estábamos en deuda con los europeos y otros países; pero repetir hoy lo que entonces era cierto sólo en parte, que los estadounidenses destacan en los esfuerzos prácticos pero son débiles en teoría, es distorsionar la verdad. Hay que añadir, por supuesto, que el número de hombres dedicados a la ciencia teórica es siempre pequeño, e incluso entre nosotros hoy es muy pequeño. Su trabajo y su existencia pueden tener poca influencia directa en el carácter y el gusto del país.
Dicho esto, me parece que en comparación con otras civilizaciones -ciertamente la de la India clásica, la de la Europa continental y probablemente incluso la de Inglaterra, donde la teoría se desarrolla brillantemente pero se ignora en gran medida en la práctica- la nuestra es una civilización en la que se hace hincapié en la práctica mucho más que en la teoría, y en la acción mucho más que en la contemplación. En el difícil equilibrio de la enseñanza, tendemos a enseñar demasiado en términos de utilidad y no lo suficiente en términos de belleza. Y cuando «lo hacemos nosotros mismos» (do it ourselves), es poco probable que haya aprendizaje o reflexión.
Para comprender la importancia de este rasgo, debemos reconocer otra característica del paisaje estadounidense: de manera importante, profunda y compleja, es un país de diversidad; y tolera, respeta y fomenta la diversidad en forma de auténtico pluralismo. En Estados Unidos hay mucha teoría: teoría cosmológica, teoría de los procesos genéticos, teoría sobre la naturaleza de la inmunidad, teoría sobre la naturaleza de la materia, teoría sobre el aprendizaje, sobre los precios, sobre la comunicación; pero no hay una teoría unificadora sobre lo que es la vida humana; no hay consenso sobre la naturaleza de la realidad ni sobre el papel que debemos desempeñar en ella; no hay una teoría de la buena vida ni mucha teoría sobre el papel del gobierno en su promoción. Los diversos talentos, habilidades, creencias y experiencias de nuestra gente contribuyen eficazmente a resolver un problema concreto, a responder a una pregunta bien definida, a construir una máquina, una estructura o un sistema de armas; y en estos ejercicios concretos y limitados, la diversidad y la extrañeza de los participantes se armonizan gracias a la comunidad de la empresa concreta. El equipo de expertos, que a veces incluye a científicos sociales, ha sido un invento extremadamente fructífero para la investigación en tiempos de guerra y sigue siéndolo en muchas formas de empresa técnica. Sigue siendo inapropiado, y tiende a marchitarse, en las empresas generales de la vida académica.
No cabe duda de que el pluralismo estadounidense puede entenderse en parte en función de nuestra historia y de las características que nos diferencian de la mayoría de las comunidades de Europa y de gran parte de Asia. Podemos pensar en las comunidades relativamente primitivas de los pueblos indios del Suroeste, que algunos de nosotros todavía recordamos a principios de este siglo. La calidad de su vida era relativamente estática y estaba estrechamente controlada; todos los elementos eran coherentes y se unificaban y daban sentido mediante ritos y doctrinas religiosas. El cambio era lento y la comunicación se adaptaba a la limitada experiencia de los habitantes. Esas comunidades representan casi un ideal de unidad, entendimiento común y visión monista del mundo. La vida estadounidense ha conocido poco de ese espíritu. La frontera, la apertura del país y, más tarde, la inmensa velocidad del cambio, el movimiento y el tráfico nos han proporcionado una experiencia nacional muy diferente. Durante dos siglos, Nueva Inglaterra tuvo probablemente la estabilidad de la vida de pueblo; y creo que hoy vemos, en la coherencia, firmeza y comprensión mutua de sus supervivientes, uno de los elementos más estables y unificados de nuestro país. Es probable, aunque no estoy seguro, que se pueda encontrar una historia similar en el Sur, aunque las fortunas de los últimos cien años lo hayan golpeado mucho.
Incluso si volvemos nuestros pensamientos a Europa, donde hay tanto de la inquietud, la desilusión y la variedad que caracterizan a nuestro propio país, encontramos diferencias considerables; hay una larga historia de movilidad limitada, que culminó en el siglo XIII en la visión unificada de todos los asuntos esenciales para el hombre, en un universo determinado por Dios, y en el que Dios es omnipresente, donde la naturaleza de todas las cosas finitas es invariable, y la muerte el único propósito de toda vida humana. Cuando este mundo empezó a desmoronarse, lo hizo lentamente, primero en la mente de filósofos y científicos. Hasta el siglo XVII no pudo observarse plenamente el paso de la contemplación a la acción; mucho después de que se hubiera producido, sus consecuencias seguían preocupando a John Donne: «Todo está hecho pedazos, toda coherencia ha desaparecido; todo es provisional, todo es relativo». La conciencia del hombre de su propio poder llegó lentamente a Europa; llegó a pueblos unidos por una lengua común, un hábito común y tradiciones comunes de gusto, modales, artes y prácticas.
Comparados con todo esto, los estadounidenses son nómadas. Hay, por supuesto, mucho en común en lo que trajo a la gente a este país; pero en un grado abrumador, lo que era común era negativo o personal y práctico: el deseo de escapar de la represión, o la esperanza de hacer una nueva fortuna. En los años de formación de nuestra historia, el vacío, la necesidad y la recompensa de la improvisación, la variedad y la apertura de las fronteras dieron peso y reconocimiento a las diferencias entre las personas. Nuestra filosofía política ha tratado de conciliar los beneficios prácticos de la unión con la máxima tolerancia de la diversidad. En el último siglo, al cierre de la frontera física se añadió una nueva fuente de cambio, más radical y, en definitiva, más universal que las anteriores. Se trata, por una parte, del crecimiento sin precedentes del conocimiento, cuya escala temporal, estimada conservadoramente en medio siglo hace 200 años, podría estimarse mejor hoy en una década; y con ello, basándose en parte en el conocimiento, en parte en la riqueza acumulada, y en parte en la propia tradición de libertad y movilidad, asistimos a una explosión tecnológica y a una economía como el mundo nunca ha visto.
A principios de este siglo, William James escribió:
«El punto que ahora les invito a observar particularmente es el papel desempeñado por las verdades más antiguas… Su influencia es absolutamente decisiva. La lealtad a ellas es el primer principio, en la mayoría de los casos es el único principio, ya que la forma más habitual de tratar fenómenos tan nuevos que implican una seria reorganización de nuestras ideas preconcebidas es ignorarlos por completo o abusar de quienes dan testimonio de ellos».
En nuestra época, el equilibrio entre las verdades antiguas y las nuevas se ha roto, y no es anormal que la mayoría de los hombres limiten, de la manera más severa posible, el número y el tipo de verdades nuevas a las que tendrán que enfrentarse. Esto es lo que hace de la escena intelectual una escena de especialistas, y esto es lo que hace que nuestros pueblos, a pesar de todas las evidencias superficiales de similitud, sean más diversos en su experiencia, más ajenos entre sí en los lenguajes que utilizan para hablar de lo que les es próximo, que en cualquier época o lugar que yo pueda imaginar; esto es lo que limita el consenso a enunciados tan vagos que pueden significar casi cualquier cosa, o a situaciones tan duras, tan amenazadoras y tan inmediatas que ninguna estructura teórica, ninguna visión del mundo, necesita intervenir.
Quizá la más coherente de todas nuestras grandes estructuras teóricas sea la de las ciencias naturales. No es relevante para muchas de las cuestiones políticas y estratégicas a las que se enfrenta nuestro gobierno, pero sí para algunas de ellas. Esta coherencia es, sin embargo, de un tipo muy particular: generalmente consiste en una ausencia de contradicción entre las diferentes partes y una relevancia mutua omnipresente, a menudo sólo potencial. No consiste en una coherencia estructural por la que el todo pueda derivarse de un simple resumen, una clave, una feliz mnemotecnia. Así pues, no existen principios fundamentales de la ciencia. Sus mayores verdades no son definibles en términos de experiencia común; tampoco implican al resto. Nuestro conocimiento de la naturaleza no es en absoluto un conocimiento común; es el tesoro de muchas comunidades especializadas florecientes, a menudo aisladas unas de otras en el curso de su rápido crecimiento. Nuestro conocimiento común nunca ha sido una parte tan frágil de lo conocido. Las ciencias naturales no son, y probablemente no puedan ser, conocidas por todos; pequeñas partes sí lo son; y en el mundo del saber, entre las regiones ilustradas, media la gran oscuridad de la ignorancia.
A la hora de evaluar la importancia práctica de los avances científicos, el gobierno puede verse confrontado a un reflejo de tal situación. Incluso en un campo tan relativamente limitado como los peligros de la radiación atómica en tiempos de paz, no puede recurrir a un experto para obtener una respuesta. Recurre a la Academia Nacional de Ciencias, que reúne una serie de comités, numerosos y bien atendidos; sus conocimientos colectivos y su reconocimiento colectivo de la ignorancia constituyen, por el momento, nuestra mejor respuesta.
En otros aspectos de la vida intelectual, más relevantes para la política y la estrategia, nos encontramos con una situación no del todo diferente, aunque menos formal y menos claramente reconocida. En nuestros propios asuntos internos, el conocimiento por parte del gobierno de las situaciones reales a las que se enfrenta va acompañado de un tradicional sentido de garantía dentro de nuestras instituciones políticas. Si, en efecto, los poderes ejecutivo y legislativo se han equivocado en su apreciación de los problemas de los leñadores del Noroeste, o de la mano de obra marítima o de los reclutas navales, los especialistas en esos asuntos, porque son quienes los viven, tienen la oportunidad de hacer oír su voz; y existe una tolerancia subyacente, a veces violada, a veces ignorada, que sin embargo otorga a la voz de los más profundamente implicados, y más íntima e inmediatamente conscientes, el serio peso de la doctrina de la mayoría concurrente. En asuntos exteriores, en asuntos que conciernen a otros países y a otros pueblos, no existe tal protección ni tal recurso. En este caso, el gobierno debe confiar mucho en lo que es esencialmente erudición: lo que el historiador, el lingüista, el artista y todos los demás que, con el arte lentamente aprendido del historiador de juzgar, evaluar y comprender, pueden dar una visión íntima de lo que sucede en países extranjeros, a menudo muy extraños.
Frente a todo esto, frente a la complejidad, la variedad y la rapidez de los cambios que caracterizan tanto la escena intelectual como el propio mundo, existe una gran tentación de buscar la clave que no existe, el simple resumen del que podría desprenderse todo lo demás. Esto es lo que tendimos a hacer durante las guerras de este siglo, con las consecuencias, al parecer, de grandes dificultades cuando llegamos al final de la guerra. Probablemente fue malo incluso en la Primera Guerra Mundial, cuando nuestro gobierno tenía una teoría relativamente elaborada y erudita que era ampliamente aceptada por nuestro pueblo, pero que no era del todo cierta. Probablemente fue mala durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la teoría parecía muy primitiva y consistía en pensar que el mal, aunque extendido por el mundo, estaba tan exclusivamente concentrado en los gobiernos de las potencias hostiles que podíamos olvidarnos de él en otros lugares.
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Un gobierno puede, por razones más o menos válidas, llegar a una conclusión sobre lo que debe hacer, como hace el nuestro cuando declara la guerra o cuando adopta políticas relativamente bien definidas, como la Doctrina Truman. Estas decisiones, que reflejan la mejor estimación de las pruebas disponibles en el momento en que se toman, son actos de la voluntad; es evidente que las pruebas adicionales que apoyan las decisiones refuerzan la voluntad, hacen más probable que la prosecución de la guerra o la ejecución de la doctrina sean eficaces. La evidencia de que las decisiones pueden haber sido erróneas o de que ya no son convenientes tiene el efecto contrario. El apego del hombre a sus propias decisiones, su reticencia a aprender y a cambiar, no deben verse reforzados por una doctrina que menosprecie la verdad, y por tanto el valor, de lo que no concuerda con pruebas y juicios anteriores. El peligro no es tanto que se evalúen las pruebas nuevas y contradictorias y se les dé un peso insuficiente, sino que ni siquiera se vean, que nuestros órganos de inteligencia y percepción estén codificados, al igual que nuestros órganos sensoriales, por nuestra devoción, de modo que ni siquiera seamos conscientes de la incoherencia y la novedad.
Creo que hoy estamos profundamente heridos por las simplificaciones de la época. La Guerra Fría es real, amarga y mortal. Pero no es el único problema del mundo, y para otros innumerables pueblos y sus gobiernos no es el problema que ven bajo la luz más brillante y dura. Esa visión global tiende a impedir la recepción de conocimientos esenciales porque, a la luz de nuestra doctrina dominante, esos conocimientos parecen irrelevantes o, de algún modo, no encajan. Me parece evidente que este peligro es muy real si tenemos en cuenta que el curso de la historia siempre nos sorprende.
Dos rasgos de la situación que he intentado esbozar merecen un comentario particular. Me parece que la variedad y el ritmo de los cambios en nuestra vida probablemente aumentarán, que nuestros conocimientos seguirán desarrollándose, quizá a un ritmo cada vez más rápido, y que el propio cambio tenderá a acelerarse. Al describir ese mundo, probablemente no habrá una sinopsis que nos ahorre el esfuerzo de un aprendizaje detallado. No creo que estemos en un breve periodo de cambio y aparente desorden que pronto llegará a su fin. El problema cognitivo me parece de una magnitud sin precedentes, un problema que no se ha planteado de esta forma a ninguna sociedad anterior y para el que sólo se pueden encontrar en el pasado las normas de comportamiento más generales.
También me parece que debemos esperar un mundo en el que el problema estadounidense será más o menos el problema de todos. Los inicios de esta evolución son quizá tan importantes para el estado de ánimo actual en Europa como la historia de las dos guerras, el comunismo, los nazis y la pérdida de poder político, militar y económico en el continente. Estas cuestiones parecen claramente implicadas en el deseo de los pueblos de África y Asia, América Central y del Sur, por medios aún no concebidos ni comprendidos, de alcanzar la educación, el aprendizaje, la tecnología y nuevas riquezas. Forman parte de la nueva agitación entre los intelectuales del mundo soviético, quizá especialmente entre sus científicos, y aumentan el pesimismo de cualquier perspectiva de transición de la tiranía a la libertad.
Existen, por lo tanto, razones externas muy convincentes para que en este país estemos en mejores condiciones de reflexionar y poner a disposición, para los urgentes problemas de política y estrategia, los recursos intelectuales que en la actualidad nos faltan tanto. Esos recursos son necesarios en la lucha contra el comunismo; son necesarios si queremos tener alguna comprensión y alguna ligera influencia en los grandes cambios que esperan al resto del mundo. La conciencia de esa necesidad nos hará bien; y no subestimo el valor de que el pueblo de este país lo reconozca, ni de que su gobierno lo reconozca oficialmente. Sólo puede contribuir a que haya dinero disponible para la educación y la enseñanza; sólo puede contribuir a que tanto los eruditos como los legos sean bienvenidos en los procedimientos gubernamentales de elaboración de políticas. Pero, aunque tales medidas sean muy necesarias y debieran haberse tomado hace mucho tiempo, me temo que el desarrollo real no vendrá sólo de ellas.
Puede haber razones válidas para discrepar en cuanto a si el reconocimiento oficial de una necesidad, o incluso el reconocimiento generalmente aceptado de una necesidad por parte de nuestro pueblo, traerá consigo una respuesta a tal necesidad. Lo que necesitamos es un vigor intelectual y una disciplina mucho mayores, una apertura de espíritu más común y generalizada, y un tipo de infatigabilidad que no es incompatible con la fatiga, pero sí con la rendición. No es que nuestro país carezca de curiosidad, de auténtico aprendizaje, del hábito de detectar sus propias ilusiones, de dedicación y de búsqueda del orden y la ley entre la novedad, la variedad y la contingencia. Hay respeto por el aprendizaje y la experiencia, y un justo reconocimiento del papel de la ignorancia y de nuestras limitaciones, como humanos y como humanidad; pero no hay suficiente de ello, ni entre nosotros ni en el valor que le damos, para garantizar que el gobierno del pueblo no desaparezca.