Para mis amigos moldavos que temen lo peor,
y los de Ucrania (y Rusia) que ya lo están viviendo.
Ya no está suficientemente claro qué significa «democracia», y mucho menos por qué debemos seguir apegados a su principio y al funcionamiento de las instituciones que definen su sociedad. Ambos, la palabra y el apego, parecen desgastados, sobreutilizados por el compromiso de los llamados regímenes democráticos con la violencia, simbólica y material, psíquica y física, contra la que esas mismas instituciones ya no pueden pretender ofrecer protección. No se puede minimizar el efecto desastroso que tienen sobre nuestro apego a la democracia las políticas discriminatorias que atentan contra los derechos y las libertades fundamentales de tales o cuales minorías, que pretenden ser legítimas. Tampoco hay que considerar desdeñables las presiones que se ejercen sobre aquellos cuya desobediencia, civil o incivil, pretende recordar a los gobiernos democráticamente elegidos las urgencias que, en cuanto llegan al poder, olvidan rápidamente, empezando por las relativas al calentamiento climático y a la degradación del medio ambiente, o a las desigualdades, formas de injusticia (económica y social) y discriminaciones de todo tipo (sexistas, raciales) que mantienen. Sabemos lo que perpetúan esas presiones: relaciones de poder y dominación que los principios de la democracia, de elección en elección, parecen incapaces de revertir. Es inútil, en otras palabras, enarbolar hoy la bandera de la democracia sin tomar la medida de las razones legítimas de su descrédito.
Y sin embargo, en todo el mundo, podemos medir lo que significa concretamente la privación deliberada de los derechos y libertades que se supone que protege la democracia, y cómo la violencia resultante (detenciones arbitrarias, encarcelamientos indefinidos, juicios amañados, deportaciones, eliminaciones físicas) es incomparable con la que ejercen las «democracias», por intolerable que sea. Conviene tener presente algo así como una geografía de la protesta y la disidencia que separa, en principio, aquellos Estados en los que el menor signo de oposición expone no sólo a persecución, sino más radicalmente a riesgos vitales (en Rusia, China, India, Irán, Turquía, Birmania, Egipto y tantos otros países) y aquellos en los que todavía es posible, en principio, manifestarse en la calle, expresarse en los periódicos y en la red, sin temer, si no por la propia libertad, sí por la vida. «En principio», porque también sabemos lo porosa que es la frontera y cómo ninguna democracia puede garantizar que sus «fuerzas de seguridad» no se conviertan en un factor de inseguridad. Las reglas de derecho nunca se adquieren. Siempre están expuestas a ser suspendidas por estados de excepción, cuyo final sabemos que es imprevisible. Sin embargo, reconocerlo no es, desde luego, una razón para cuestionar esta línea divisoria, y tirar todo por la borda, como muchos se inclinarían a hacer, sino más bien un incentivo para medir lo que está en juego en la defensa de los principios democráticos, cuando el dique que los protege de la erosión amenaza con romperse. Por eso, en las reflexiones que siguen, trataremos de mostrar cómo la guerra de Ucrania y las amenazas que pesan sobre los Estados vecinos, la República de Moldavia en particular, -que, a diferencia de Rusia, son todas «democracias», frágiles sin duda, pero democracias al fin y al cabo- nos imponen, con una urgencia inesperada, repensar los términos de esta separación desde un triple punto de vista.
La instrumentalización de la historia
Desde la conquista de Crimea y la secesión del Donbas, la artimaña de las autoridades moscovitas ha consistido en invocar la historia desde un ángulo que siempre ha sido la perdición de los pueblos: el de las raíces y la pertenencia. Según su propaganda, el destino de Ucrania siempre ha estado ligado al de Rusia, y su independencia no era más que un accidente de la historia que debía borrarse de un brochazo mojado en la sangre de la guerra, para volver a conectar con el hilo de la historia común. Según esta lógica, la resistencia del pueblo ucraniano no tendría razón de ser, sería incomprensible, ya que se asemejaría a la negación de una «historia nacional» -en realidad «imperial»- de varios siglos de antigüedad. Detengámonos un momento a considerar esta invocación, o más bien esta instrumentalización de la historia, cuyo efecto ha sido siempre mantener la guerra e imposibilitar la paz. ¿Por qué? Porque no es ni más ni menos que la coartada de los imperios, en Rusia como en todas partes, para negar a sus «colonias» -es decir, a los países y pueblos sometidos a su yugo- el derecho a pertenecer a otra historia (su propia historia), su cultura, su lengua y su derecho a la independencia, y el de los nostálgicos de su poder perdido a exigir su restauración y trabajar por su retorno.
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era una unión sólo de nombre. Lo que enmascaraba tal denominación, como las nociones de «hermandad de los pueblos» o «amistad entre los pueblos», se parecía más a relaciones de servidumbre y a la astuta explotación sistemática de los recursos, según la voluntad de un poder central, el de Moscú, de esencia colonial, que a la ayuda mutua. Las repúblicas estaban bajo control, y era al poder central al que rendía cuentas el primer secretario del partido en cada república. Por eso la independencia de 1991 fue una liberación. Para cada una de las repúblicas sometidas, fue un nuevo comienzo -una reapropiación no de su propia historia en nombre de alguna «pertenencia» o «identidad nacional», sino de su propio destino político- que significó una salida del terror, la servidumbre y la mentira. ¿Por qué ocurrió esto? Porque si hubo una memoria en el desmembramiento del Imperio, no fue la de un origen lejano, sino la de las huellas dejadas en cada familia por ese terror, esa servidumbre y esa mentira: hambre, deportaciones, ejecuciones, humillaciones. Y no es casualidad que el amo del Kremlin se haya esforzado en los últimos años por borrar esa memoria y que la prohibición de la asociación Memorial tuviera lugar apenas dos meses antes del estallido de la guerra. Esto significa que la instrumentalización de una historia supuestamente centenaria se basaba en la negación de la historia contemporánea. Supuso la magnificación del Imperio, la glorificación de su historia, y el precio a pagar fue el olvido de sus millones de víctimas.
1991. Recuerdo bien aquel invierno. Fui a Moldavia a pasar las vacaciones de Navidad y en diciembre entré a un país (la URSS) que ya no existía cuando salí al mes siguiente. Esto no se hizo en un día. Ya el 24 de agosto, el Consejo Supremo de Ucrania había promulgado la declaración de independencia de Ucrania. Pocos días después, el Soviet Supremo de la URSS suspendió todas las actividades del Partido Comunista de la Unión Soviética en todo el país. El 1 de septiembre, un referéndum popular ucraniano demostró que el 90% de los votantes deseaban la independencia de Ucrania. El 8 de diciembre, los dirigentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia se reunieron en secreto en el este de Bielorrusia para firmar un acuerdo que proclamara el fin de la URSS y la formación de una nueva comunidad, la CEI (Comunidad de Estados Independientes). El 21 de diciembre, 11 de las 12 repúblicas restantes se unieron a ellos. El 25 de diciembre, Gorbachov renunció como presidente de la URSS y declaró la disolución y, por tanto, el fin de la Unión Soviética. Recuerdo que aquella noche todos estábamos de pie frente a la televisión, viendo con asombro cómo la bandera soviética era arriada por última vez desde los tejados del Kremlin. No fue un golpe de fuerza. No hubo violencia, ni golpe de Estado, ni injerencia de una potencia extranjera… ni complot: nada menos que el hundimiento de un sistema político que no podía terminar sin que desaparecieran con él las estructuras imperiales de explotación y dominación que había impuesto sobre todo el territorio. La razón de contar esta historia y reconstruir los hechos es recordar que la independencia de Ucrania no estuvo motivada por razones «culturales», ni por un nacionalismo agresivo. Tampoco fue impulsada desde el exterior, ni fue una traición desde dentro. Fue una decisión política común que tomó nota de una imposibilidad. Era imposible que el sistema sobreviviera si no era en un régimen de violencia (represión de las manifestaciones, deportaciones) y de repetición del derramamiento de sangre. La independencia era una economía de la violencia: la misma violencia que el intento de golpe de Estado por parte de dignatarios del ejército y del KGB en agosto de ese mismo año había hecho temer su retorno y había provocado una movilización sin precedentes de la población. Por ello, la decisión de independencia fue inmediatamente respaldada por toda la comunidad internacional.
Sin embargo, no fue apoyada unánimemente en la URSS. Si hay algo que las «triunfantes» y arrogantes democracias occidentales minimizaron, fue el trauma que representó el colapso para decenas de millones de rusos. La URSS no era sólo un sistema político, era una sociedad que, más que ninguna otra, tenía sus marcas ordinarias y calendáricas, sus rituales, sus conmemoraciones y celebraciones, su grandeza y orgullo. El imperio ocupaba un lugar importante en ella, y su unidad se veía reforzada por el recuerdo de «la construcción común del socialismo» y las pruebas que había pasado, empezando por «la gran guerra patriótica». Recuerdo los numerosos desfiles a los que asistí en la capital de la Moldavia soviética (que aún se llamaba Kishinev) en el bulevar Lenin. Me impresionaba el orgullo con el que cientos, si no miles, de hombres y mujeres parecían olvidar, por unas horas, la dureza de su vida cotidiana, mientras lucían en el pecho las hileras de medallas civiles y militares con las que las autoridades les habían honrado. Unos años más tarde, a mediados de la década de 1990, encontré esas mismas condecoraciones en las esquinas de las calles, a la entrada de los parques, en el mismo bulevar que entretanto había sido rebautizado, vendidas en las aceras para uso de turistas estadounidenses y europeos en busca de exóticos recuerdos soviéticos. Y recuerdo haber conocido a hombres y mujeres indignados por ese tipo de comercio, pues lo sentían como una negación de su propia historia individual y colectiva, de su grandeza y sus sacrificios.
Pero eso no es todo. En efecto, es importante medir el impacto psicológico de los años que siguieron: los años de Yeltsin (principios de los años 1990), es decir, las consecuencias desastrosas que tuvo para una gran parte de la población la irrupción del capitalismo salvaje, la apropiación brutal y sangrienta de las riquezas y los recursos, cuyo primer efecto no fue permitirles vivir mejor y más libremente, sino empobrecerlos. Así nació la nostalgia del Imperio, la idealización retrospectiva de sus supuestos «beneficios» y la esperanza de su restauración. La agitación fue tal que alimentó progresivamente, en gran parte de esa misma población, un resentimiento contra la historia. La negación y la instrumentalización antes mencionadas son la otra cara de este resentimiento. Si bien es cierto que las instituciones creadas al final de la URSS establecieron unas relaciones entre los Estados independientes nacidos del final de la URSS que pretendían ser pacíficas, desde muy pronto hubo algunos para quienes «el final del hombre rojo» 1 era insoportable, y para quienes esa paz no era más que una «tregua» y el material para una futura guerra.
Hay que reconocer que no queríamos percibir la amenaza del conflicto armado que esperaban, con el que soñaban, primero secretamente, luego cada vez más abiertamente. Creíamos que era imposible volver atrás, mientras que el propio amo del Kremlin ocultaba cada vez menos la «catástrofe» que había representado para él la disolución del Imperio. Y cuando Crimea y el Donbas fueron invadidos, no medimos hasta qué punto la agresión que significaba esa invasión no dejaba lugar a dudas sobre la extensión programada de la reconquista, de la que era la primera etapa. Sobre todo, habíamos olvidado el poco peso que tiene la diplomacia cuando se enfrenta a la «locura» de una visión territorial, apoyada en los aprendices de brujo de la historia, de los aparatos represivos que suprimen toda voluntad popular de denunciar sus consecuencias asesinas. Cuando esa «locura» se mantiene, a la cabeza de un Estado encerrado en el terror, por un ejército de ideólogos a su servicio, deberíamos recordar que ninguna razón es lo bastante fuerte para disuadirlo de aventurarse y perderse en la guerra.
Cuando la reescritura de la historia se presenta como una operación política, cuyo objetivo es encontrar en el pasado el material y el pretexto para una guerra programada, nada está garantizado. Pues esto sólo puede hacerse negando las instituciones, las reglas de derecho que garantizan la paz. La «locura de la historia» mira con recelo, cuando no con desprecio, las etapas de su construcción, los acuerdos y tratados que supuestamente la han establecido, a los que no reconoce ninguna legitimidad. Poco a poco, pero con seguridad, llega a dar a dicha paz el carácter de una tregua provisional, a la espera de la oportunidad de restablecer antiguas fronteras, de redibujar territorios, es decir, de dar a la historia sus derechos. No en vano se oponen aquí la idea de «paz» y la de «tregua». La oposición apunta a este artículo de La paz perpetua de Kant, que haríamos bien en releer y meditar desde esta perspectiva. No es casualidad que sea el primero:
«I- No debe considerarse como válido un tratado de paz que se haya ajustado con la reserva mental de ciertos motivos capaces de provocar en el porvenir otra guerra.
Semejante tratado sería un simple armisticio, una interrupción de las hostilidades, nunca una verdadera «paz», la cual significa el término de toda hostilidad; añadirle el epíteto de «perpetua» sería ya un sospechoso pleonasmo. El tratado de paz aniquila y borra por completo las causas existentes de futura guerra posible, aun cuando los que negocian la paz no las vislumbren ni sospechen en el momento de las negociaciones; aniquila incluso aquellas que puedan luego descubrirse por medio de hábiles y penetrantes inquisiciones en los documentos archivados. La reserva mental, que consiste en no hablar por el momento de ciertas pretensiones que ambos países se abstienen de mencionar porque están demasiado cansados para proseguir la guerra, pero con el perverso designio de aprovechar más tarde la primera coyuntura favorable para reproducirlas, es cosa que entra de lleno en el casuismo jesuítico; tal proceder, considerado en sí, es indigno de un príncipe, y prestarse a semejantes deducciones es asimismo indigno de un ministro.» 2
Detengámonos un momento en este artículo antes de continuar. Hay tres puntos dignos de mención. El primero es la atención que Kant nos pide que prestemos a los «causas existentes de futura guerra posible, aun cuando los que negocian la paz no las vislumbren ni sospechen en el momento de las negociaciones». ¿Por qué? Porque esos temas son siempre más numerosos de lo que queremos admitir. Y si es así, es porque siempre habrá fuerzas reactivas, belicistas, para reavivarlos, para destilar su veneno en los corazones y en las mentes, animadas por ese resentimiento contra el tiempo y la historia que mencionábamos hace un momento… y que nunca es difícil despertar. Estas fuerzas existen en todas partes del mundo; no son exclusivas de Rusia. Y no hay país en el mundo al que no amenacen con arrastrar a una guerra civil o a un conflicto internacional desde dentro. Así que debemos ser ingenuos para minimizar su poder destructivo, es decir, para creer que esta paz ilusoria es «perpetua», cuya comodidad nos adormece, olvidando lo que es frágil, relativo … y tal vez incluso engañoso. Lo que hay que comprender, por el contrario, midiendo los riesgos de minimizarla, son las mil formas (económicas, sociales, ideológicas) que tiene la guerra para continuarse en la paz hoy en día, sean cuales sean los regímenes políticos implicados.
El segundo punto se refiere a esas «ciertas pretensiones» que permanecen latentes hasta que surge la oportunidad de hacerlas valer de nuevo. Lo que hay que subrayar aquí es la naturaleza de tales «pretensiones». Son, en esencia, una fuerza, cuyo rasgo distintivo es que quienes las esgrimen las utilizan para sustituir un derecho por otro, para anular el derecho existente (considerado injusto) con el fin de imponer el suyo propio. El tercer punto se refiere a la «reserva mental», de la que Kant nos dice que convierte al soberano que se ve atrapado en ella en «un casuismo jesuítico». Es, nos dice Kant, “indigno de un príncipe». ¿Cómo debe entenderse esto? ¿En qué podría consistir esta «dignidad»? ¿Y cómo hemos de entender que esto lo convierta en un «casuismo jesuítico»? La «dignidad» del soberano es no ignorar nada sobre el precio de la guerra; es no perder nunca de vista el costo para las poblaciones que arrastra en la espiral de sus desastres; es tener en cuenta el peso del duelo y de la destrucción; es no tomar a la ligera la decisión de sacrificar vidas humanas, ya sean las de civiles o las de soldados… sería, si fuera posible, ser detenido en su locura por la desgracia. En cuanto al «casuismo jesuítico», la expresión me hace pensar, a riesgo de anacronismo, en lo que Camus llamaba «la casuística de la sangre». El soberano «casuista», en palabras de Kant, es el que hace arreglos con la historia, el que la hace «hablar», según los casos, en un sentido o en otro, desenterrando de los archivos lo que conviene a sus propósitos y enterrando lo que les es contrario. En cuanto a la «casuística de la sangre», consiste en condenar la sangre derramada por otros, mientras se acepta la derramada por uno mismo. La naturaleza misma de las «guerras de conquista» o «reconquista», «restauración», etc., consiste en combinar ambas. Pues es siempre a una casuística de este tipo a lo que conduce la instrumentalización de la historia, y por eso es siempre asesina. ¿En qué sentido? En el sentido de que es una máquina de fabricar «consentimientos asesinos».
El espíritu de la resistencia
La sorpresa de las autoridades moscovitas fue la resistencia ucraniana, resistente a cualquier rendición física y mental, más fuerte y duradera de lo que esperaban. Y si fue así, fue porque la negación no era histórica, sino política; y que, como acabamos de ver, no eran las autoridades ucranianas las que habían perdido el rumbo, sino el presidente Putin y su ejército de ideólogos. Lo que se habían negado a reconocer y admitir era que, desde la independencia de Ucrania -pero esto también es cierto en el caso de Georgia y Moldavia- los pueblos separados por las nuevas fronteras estatales habían tenido destinos políticos diferentes.
Es cierto que hubo un tiempo en que esos dos pueblos eran uno, al menos en apariencia, en el sentido de que vivían bajo una ley común. Pero una vez que llegó la independencia y se desmembró el imperio, el destino político de los pueblos que formaban la antigua URSS, ahora confinados en entidades estatales separadas, fue diferente. Es un eufemismo decir que, con el paso de los años, la brecha en materia de libertades no ha dejado de aumentar. Mientras Ucrania, Moldavia y Georgia aprendían a ser democráticas, los fantasmas del pasado alcanzaban a Rusia. Sin duda, la personalidad, la formación y los cargos anteriores de su presidente tuvieron algo que ver. No es fácil recuperarse de una educación política impartida y alimentada en las filas del KGB. Los métodos de gobierno que se creían relegados al basurero de la historia a principios de la década de 1990 volvieron a la palestra. En los años setenta y ochenta, en toda la Unión Soviética, si alguien se atrevía a decir algo en privado que pudiera herir la sensibilidad de las autoridades, éstas solían abrir los grifos de la cocina y del baño para ahogar el sonido de las voces, de modo que ningún oído incauto pudiera informar a las autoridades competentes del menor atisbo de oposición. Hubo un tiempo, quizás durante un breve interludio democrático, en que ese reflejo cauteloso dejó de ser una necesidad vital. En Rusia, ese tiempo ya pasó. En Moscú, la gente está volviendo a abrir los grifos, otra vez no sabe si puede confiar en sus vecinos, o hablar entre sí. Ya no ocurre lo mismo en Kiev, Chisinau o Tiflis.
Este ha sido el «destino político» del pueblo ruso durante más de veinte años, y es un eufemismo decir que las amenazas no han dejado de empeorar, las sanciones no han dejado de hacerse más pesadas desde el comienzo de la guerra en Ucrania. Pero si algo hemos aprendido de las grandes voces europeas de la disidencia, empezando por Vaclav Havel, es que este «destino político» es siempre, al mismo tiempo, un «destino moral», ya que no tiene otro objetivo que minar la capacidad de los pueblos para resistir a las condiciones de existencia que se les imponen. Podríamos releer aquí la famosa carta que el, en ese entonces, futuro presidente de la República Checa dirigió a Gustav Husak el 8 de abril de 1975. Me ocupé de ella hace quince años, sin imaginar entonces hasta qué punto esta misma cultura iba a adquirir una nueva dimensión en Rusia en la década siguiente 3. Las líneas que siguen tienen, pues, casi medio siglo. ¿Sería inapropiado transponerlas a la situación actual de gran parte de la población rusa?
«Tras las recientes convulsiones históricas y la estabilización de un determinado sistema, la gente se comporta como si hubiera perdido la fe en el futuro, en la posibilidad de mejorar los asuntos de todos, en el sentido de la lucha por la verdad y el derecho.
Pierden interés por todo lo que va más allá de su seguridad personal; buscan las más diversas vías de escape, pierden interés por cualquier valor que vaya más allá de ellos y descuidan a sus semejantes; esto es pasividad de espíritu, depresión.« 4
Si el destino «político» y «moral» del pueblo ruso no fue el de los pueblos vecinos, es porque acabó por encontrar, y supo conservar, no sin dificultad, el sentido de esta «lucha por la verdad y el derecho». Todo fue laborioso, sin duda; y fue necesario luchar contra los demonios del pasado, resistir al peso de fuerzas conservadoras recurrentes, tanto tiempo dominantes, entre las que la historia recordará la servil lealtad de dirigentes corruptos, serviles al gran hermano de al lado, tanto en Ucrania como en Moldavia. El salvaje acaparamiento de riquezas, la brutalidad y la criminalidad que lo acompañaron hicieron de la naciente democracia una farsa desalentadora durante años. Pero la esperanza permanecía, la democracia estaba en camino y, de alguna manera, se imponían espacios de libertad, lugares de verdad y lucha, una alternancia creíble ofrecía nuevos horizontes. Este es el significado político de la independencia y de la separación que implicaba: el «pueblo» ucraniano, como el «pueblo» moldavo, acabó tomándole el gusto a la verdad y a la libertad, lo suficiente como para buscar los medios institucionales para protegerlas, mientras que al pueblo ruso se las confiscaban. Así pues, la negación política en la que se han encerrado los dirigentes rusos es ante todo la de ese «gusto», que les resulta tanto más insoportable cuanto que perciben la amenaza de un contagio político, una vez más, perjudicial para la conservación de su poder y la protección de sus intereses. ¿Por qué es necesario insistir en este punto? Para recordar que, si la guerra en Ucrania es «identitaria», la identidad que hay que defender puede ser lingüística y cultural, pero es ante todo política. Ese es el espíritu de su resistencia. El pueblo ucraniano sabe muy bien lo que perdería si, según la imaginación y la voluntad del presidente ruso, volviera a caer bajo el control de Rusia. Y esto se define ante todo en términos de derechos y libertades: los mismos derechos y libertades que les serían arrebatados inmediatamente. El recuerdo que guarda de ese control es precisamente el que el amo del Kremlin querría borrar hoy de la memoria: los millones de muertos por hambruna y deskulakización en los años 30, las deportaciones masivas, el control autoritario del gobierno sobre todos los ámbitos de la cultura, la enseñanza (escuelas y universidades), la creación y la información (radio, televisión y periódicos).
Hay una objeción que debe abordarse. Se dice que la resistencia ucraniana no sería lo que es si no contara con el apoyo militar de Europa y, más aún, de Estados Unidos. Y sería ingenuo pasar por alto el interés de las potencias en proporcionárselo. ¿Es esto suficiente para hablar de «injerencia» y «manipulación», o incluso de un «complot occidental» contra Rusia, como quieren hacernos creer los poderosos rusos y otros ideólogos? Es importante poner las cosas en orden. La invasión de Ucrania fue una agresión planificada, en violación de todas las normas del derecho internacional. El gobierno ruso no dio ninguna oportunidad a la diplomacia. La prueba está en la forma en que preparó durante mucho tiempo a la población para lo que se negaba a llamar una «guerra», al tiempo que le ocultaba el alcance de la destrucción, que no se ajustaba a la idea de una simple «operación militar». Utilizó todos los medios a su alcance para basar esta preparación en la doble cultura del miedo y del enemigo, que siempre ha sido el trampolín ordinario de la propaganda gubernamental para hacer que sus ciudadanos acepten la guerra, con su estela de desgracia, muerte y miseria -la misma que la URSS había exportado a Europa del Este, a Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía, tras la Primera Guerra Mundial. No ocultó que, al atacar Ucrania, pretendía frenar la extensión de sus aspiraciones políticas, la transformación de la sociedad ucraniana en una «sociedad democrática», siempre que tuvieran como efecto «occidentalizarla», es decir, alejarla, si no cortarla, de sus «raíces rusas». Hizo todo lo posible, semana tras semana, para convertir la guerra en una «cuestión de civilización», como si su propia identidad, su integridad, su propia supervivencia estuvieran en entredicho. Ni Ucrania ni Europa ni Estados Unidos querían esta «guerra de conquista o reconquista». Menos aún se dejaron atrapar en la deriva «civilizatoria». Por tanto, se han atenido al derecho y se han negado a violarlo. Es importante recordarlo para aclarar los términos de la cuestión, que son los siguientes: ¿podría la comunidad internacional cerrar los ojos ante las violaciones del derecho internacional, contentarse con protestas vanas, sin aportar un apoyo efectivo a la población que es la primera víctima? A menos que cuestionemos la idea de que es imperativo que dicha comunidad, por imperfecta que sea, por criticable que sea, conserve un sentido. ¿Es necesario recordarlo? No es casualidad que, tanto en Europa como en Estados Unidos, sean las voces más reaccionarias, los partidarios del repliegue nacional o del aislacionismo soberano, los que ahora se muestran más hostiles a la continuidad de ese apoyo. La sociedad que prometen quizá no esté tan lejos de la que pintó Vaclav Havel en su carta a Gustav Husak.
Pero hay más. No son sólo las normas del derecho internacional las que han sido violadas por la agresión. Fueron las normas del derecho de la guerra las que fueron violadas por la ocupación rusa. No hizo falta mucho tiempo, apenas unas semanas, para que salieran a la luz los crímenes de guerra de los que era (y sigue siendo) culpable el ejército de ocupación, para que se descubrieran fosas comunes y para que se documentaran tantas otras exacciones (la violación de mujeres, la deportación de niños, la tortura y ejecución de civiles, el bombardeo de hospitales, por no hablar de la voluntad de matar de hambre y ahora de congelar a la población de las ciudades que resisten). ¿Habría sido correcto, en estas condiciones, dejar que sucediera? ¿Se debería haber abandonado al pueblo ucraniano a su suerte, privado de los medios para defenderse? Los testimonios recogidos en las ciudades que cayeron bajo el control del ejército ruso no dejan lugar a dudas sobre la brutalidad de los métodos utilizados para emprender la rusificación excesiva de las poblaciones sometidas a su yugo. ¿Debemos aceptar entonces que, en nombre de un supuesto «derecho de conquista», los conquistadores no retrocedan ante ninguna servidumbre impuesta a los pueblos supuestamente conquistados? Lo que los europeos, los estadounidenses y, más ampliamente, la comunidad internacional no supieron (o no quisieron) hacer para impedir o detener el genocidio ruandés (en 1994), la limpieza étnica en los Balcanes a mediados de los años noventa, la masacre de poblaciones civiles en Siria durante más de diez años 5, ¿debíamos desear que se abstuvieran de hacerlo de nuevo en Ucrania?
Moldavia, en la encrucijada
Para el amo del Kremlin, hay dos banderas rojas que los Estados en los que persiste en ver satélites pertenecientes a su esfera de influencia no deberían haber blandido, dos líneas rojas que no deberían haber cruzado. La primera es la entrada a la OTAN, que de nuevo debe entenderse que significa nada más y nada menos que la provisión de un escudo para protegerse de la voluntad hegemónica de su gran vecino. Es un eufemismo decir que los acontecimientos de los últimos meses han demostrado hasta qué punto las autoridades ucranianas no se equivocaban al darse cuenta de esto. En cuanto a la segunda, es la adhesión a la Unión Europea, cuyo significado debe analizarse. También en este caso, la trampa tendida por el amo del Kremlin y su ejército de ideólogos consiste en limitarlo a una opción civilizatoria. Lo que estaría en cuestión sería la vieja división ideológica y política entre eslavófilos y occidentalistas, según la cual Rusia sería la nación insignia de una «identidad eslava», investida de una misión histórica salvadora. Los pueblos satélites se enfrentarían entonces a una elección decisiva entre dos modelos; y la responsabilidad histórica del poder ruso consistiría en obligarlos a una adhesión «justa» por todos los medios a su alcance, incluida la violencia más extrema. Pero, una vez más, esta encrucijada no es la correcta. Prueba de ello es la situación en Moldavia, sobre la que es importante detenerse. El hecho de que este país de lengua rumana, una lengua romance, no pueda vincularse en modo alguno a una «identidad eslava» demuestra que la cuestión de los llamados «lazos civilizacionales”, históricos, lingüísticos y culturales no se sostiene. Aquí, como en Ucrania, es el pretexto para un apetito de dominación de naturaleza completamente distinta.
Desde hace casi dos años, Moldavia está dirigida por una presidenta orientada hacia Europa y que se ha comprometido a ofrecer a su país un nuevo modelo de sociedad, respetuoso con los principios del Estado de derecho. Se ha embarcado en un programa de reformas políticas, económicas y sociales que parece dar la espalda a los demonios del pasado, empezando por la corrupción a todos los niveles, cuyo principal efecto en décadas anteriores era desviar dinero público hacia intereses privados y desacreditar toda acción gubernamental. Su apuesta es que la población llegue a creer que la «opción de Europa» resultante mejorará sus vidas. Se han realizado progresos considerables en todos los frentes, pero, como en otras partes, la guerra a las puertas del país compromete su visibilidad. Es de temer que la inflación galopante y el previsible (y ya significativo) aumento de los precios de la energía, a pesar de la ayuda europea, acaben por generar desconfianza entre la población, que volverá a imaginar que viviría mejor bajo el pulgar de Moscú. La oposición, sumisa al amo del Kremlin, prepara ya sus armas, invocando promesas incumplidas y deplorando que la presidenta moldava no haya ido a asegurar el suministro de gas del país este invierno.
A los «amigos del Kremlin» no les importa cuáles serían las consecuencias de tal sumisión. Nada menos que la instauración de un régimen autoritario, cuyas señales de alarma son conocidas, como lo que está ocurriendo desde hace unos meses en las ciudades ocupadas de Ucrania: el control reforzado de los medios de comunicación, la «rusificación» de todos los lugares de vida y de cultura, una justicia que no tendrá prisa en poner fin a las instrucciones en curso desde hace dos años contra las viejas élites corruptas, dispuestas a todo para volver al poder. Sería una regresión política, volver de nuevo a las prácticas del pasado, en las que la sociedad lleva décadas estancada. Esta es la encrucijada. Y si queremos calificarla de «civilizatoria», debemos precisar inmediatamente que la palabra «civilización» tiene una connotación esencialmente, si no exclusivamente, política. Todo lo demás (raíces, historia, cultura) es un pretexto. La encrucijada contrapone dos modelos: el de un Estado de derecho que, como puede, cumple sus reglas, y el de un régimen dictatorial cuyos dirigentes basan su dominación en la corrupción de una clientela cuidadosamente alimentada. Es la contaminación de la segunda por la primera lo que horroriza al líder moscovita y a sus partidarios, y es lo que quiere atajar, incorporando hoy a Ucrania, mañana a Moldavia, al redil de su poder.
Pero hay que ir más lejos. La guerra, que comenzó el 24 de febrero, revela la verdad de esta cruzada. No sólo se opone al derecho y a la fuerza, sino, más profundamente aún, a la preocupación por la vida y al gusto por la sangre y la muerte. No hay, en efecto, violencia que un régimen dictatorial no esté dispuesto a utilizar para imponerse y mantenerse, para acallar, en su territorio, toda oposición, para hacer reinar su orden mortífero sobre las regiones conquistadas por su ejército y gobernadas por sus esbirros (las ciudades que han caído en sus manos): detención, tortura, ejecución. A menos que se trate de proseguir la destrucción punitiva de los que se siguen resistiendo: aterrorizar, bombardear, matar de hambre, congelar. La esencia de la dictadura es ser sacrificada y «terrorista». Le importan tan poco las muertes en tiempo de guerra, tanto en sus propias filas como en las del «enemigo», porque proteger la vida en tiempo de paz nunca ha sido uno de sus objetivos. Nada le es más ajeno que ese común «estar en contra de la muerte» que constituye la única justificación creíble de los gobiernos. El asombro de la guerra reside en la radicalización de su abstracción. ¿Qué abstracción? Nada menos que el desprecio, por no decir la indiferencia, de su «costo humano», que se resume en la fórmula lapidaria: «en la guerra como en la guerra». Y si ese desprecio y esa desconsideración son el privilegio de los regímenes no democráticos, es decir, de las dictaduras, teocracias y demás Estados totalitarios, es porque no hay «precio» que consideren que no puedan hacer pagar a la población mediante el control de la información y mediante el terror, ambos propios de su cultura. Tienen tanto menos escrúpulos para derramar sangre cuanto que saben de antemano que disponen de todos los medios para que nadie venga a desafiarlos o a vengarlos.
No cabe duda de que nos perdemos la esencia de la resistencia ucraniana si no consideramos como uno de sus principales vectores el rechazo de esta cultura mortífera. Y esto es también lo que define la encrucijada en la que se encuentra Moldavia. Al igual que el pueblo ucraniano, el pueblo moldavo tiene poca memoria. El recuerdo del terror está arraigado en la historia íntima de todas las familias. Recuerdo con emoción cómo, en el invierno de 1987-1988, las historias me llegaban a retazos, a medida que se construía la confianza, mientras hacía mi servicio nacional en la Universidad Lenin, en la ciudad que aún se llamaba Kishinev 6 y a la que la independencia devolvería unos años más tarde su nombre rumano: Chisinau. Por eso, una vez más, el 28 de diciembre, la prohibición del Tribunal Supremo ruso de la asociación Memorial, que archivaba esas memorias desde hacía más de treinta años, fue un presagio de guerra. Desde el principio, formó parte de la voluntad de minimizar, si no borrar, los desastres de la sistematización asesina de la mentira y la violencia: las deportaciones masivas, la esclavitud forzada, las ejecuciones sumarias, la hambruna orquestada por el pillaje de los recursos vitales. La preparación de la guerra ancló así la negación política en una negación de la historia, en beneficio de una nueva mitología: la grandeza y la benevolencia del imperio ruso primero, y soviético después, hacia los pueblos que había puesto «bajo su pulgar». Lo habíamos olvidado, no habíamos sido conscientes del poder intrínsecamente destructivo de toda sujeción de la política al poder de un mito. Sin embargo, era ilusorio imaginar que la razón, la diplomacia y las reglas del derecho pudieran tener el menor poder para contrarrestar este poder, cuya esencia es no reconocer otro reino que el de la fuerza y rehuir toda violencia.
Un desafío para Europa
Resulta tanto más sorprendente que unos cuantos políticos e intelectuales desgastados y nostálgicos de esos imperios, a menos de que se preocupen por preservar sus propios intereses, relativicen lo que está en juego políticamente con el apoyo incondicional y duradero de Europa y de los estadounidenses al pueblo ucraniano, mientras que Rusia apuesta por su costo político, económico y social, y por el desgaste que podría derivarse de ello. Y es cierto que la inflación galopante, el aumento del precio de la energía y la escasez de materias primas podrían, a largo plazo, pesar sobre las convicciones de unos y otros, debilitando la oleada de solidaridad y generosidad que, desde el febrero pasado, acudió en ayuda de una población brutalmente golpeada por los desastres de la guerra. Como siempre, sus efectos se dejarán sentir, de rebote, en las poblaciones europeas de manera muy desigual, y son los más frágiles, los más vulnerables los que se llevarán la peor parte. Cualesquiera que sean las consecuencias para sus condiciones de vida (facturas y escasez), conviene recordar que son desproporcionadas en relación con los efectos económicos y sociales de la guerra sobre los pueblos de Ucrania y Moldavia, tanto en términos de recursos energéticos como de abastecimiento, por no hablar de la inflación insostenible. Por eso, si la encrucijada es la indicada, es necesario que el apoyo y la ayuda prestados a los pueblos agredidos (así como a los que amenazan con serlo) sigan siendo incondicionales, en la mente de todos. Sólo seguiremos siendo los actores de nuestra propia historia si preservamos, contra todas las fuerzas contrarias, el hilo del deseo de resistencia intransigente contra lo que, en todas partes del mundo, compromete la mínima representación de derechos y libertades que significa la democracia. Pero, ¿cómo «aguantar» cuando los beneficios concretos de esta salvaguarda no son perceptibles de inmediato, material y concretamente? ¿Cómo podemos «aguantar» cuando el costo de la guerra beneficia a los líderes soberanistas y populistas, que promueven el repliegue sobre sí mismos y la falta de solidaridad?
Porque tal es el problema de los derechos y las libertades: sólo percibimos su precio cuando los hemos abandonado en manos de aprendices de brujo, es decir, cuando nos hemos dejado desposeer de ellos. Esta percepción es entonces variable. Sucede, en efecto, que la lenta sedimentación de lo inaceptable y, con ella, la inexorable progresión de una servidumbre voluntaria, no han logrado, entretanto, instalarse definitivamente en los corazones y las mentes. Este es el futuro que los ucranianos rechazan, que los moldavos temen… y que nosotros mismos debemos aprender, seguir aprendiendo, a rechazar y a temer. No hay alternativa. Por eso esta encrucijada es también la nuestra, sea cual sea el precio de nuestra solidaridad. Solidarizarse con los pueblos europeos agredidos (o a punto de serlo) en Europa del Este no es defender ninguna «identidad nacional», sino reafirmar, contra viento y marea, nuestra inquebrantable creencia en el Estado de derecho como soporte de la paz. Porque si hay una lección que aprender de esta guerra, es que no podemos esperar nada de dictadores que hace tiempo que se liberaron del Estado de derecho, mientras no respeten ninguna norma, acuerdo, palabra o promesa.
Una vez más, quizá merezca la pena acudir al Proyecto de Paz Perpetua y releer el «Primer artículo definitivo de la paz perpetua». ¿Qué nos dice? Que no puede haber paz a menos de que la constitución civil de cada Estado sea «republicana». ¿Qué quiere decir esto? Por constitución republicana, Kant entiende una constitución establecida sobre principios compatibles, 1) con la libertad que corresponde a todos los miembros de una sociedad, en calidad de hombres; 2) con la sumisión de todos a una legislación común, como súbditos; y finalmente 3) con el derecho de igualdad que todos tienen, como miembros del Estado 7. En otras palabras, un Estado de derecho, opuesto al poder despótico y arbitrario. ¿Por qué una constitución así es la única que puede darnos esperanzas de pacificación permanente 8? Porque sólo ella da a los ciudadanos el poder de oponerse a la guerra, ellos que saben mejor que nadie lo que cuesta entrar en conflicto y que son los primeros en pagar el precio. Llama la atención la página siguiente, que nos devuelve a la cuestión fundamental de la decisión, es decir, la «declaración» de guerra, que debe preceder a todas las demás consideraciones:
«He aquí los motivos de ello. En la constitución republicana no puede por menos de ser necesario el consentimiento de los ciudadanos para declarar la guerra. Nada más natural, por tanto, que, ya que ellos han de sufrir los males de la guerra -como son los combates, los gastos, la devastación, el peso abrumador de la deuda pública, que trasciende a tiempos de paz-, lo piensen mucho y vacilen antes de decidirse a tan arriesgado juego. En cambio, en una constitución en la cual el súbdito no es ciudadano, en una constitución no republicana, la guerra es la cosa más sencilla del mundo. El jefe del Estado no es un conciudadano, sino un amo, y la guerra no perturba en lo más mínimo su vida regalada, que transcurre en banquetes, cazas y castillos placenteros. La guerra, para él, es una especie de diversión, y puede declararla por levísimos motivos, encargando luego al cuerpo diplomático -siempre bien dispuesto- que cubra las apariencias y rebusque una justificación plausible.» 9
Para Kant, sólo hay dos formas de gobierno que distingue en función de la forma del gobernante (autocrática, aristocrática o democrática). Estas dos formas son el republicanismo, por un lado, y el despotismo, por otro. El primero se basa en la separación de los poderes ejecutivo y legislativo, mientras que en el segundo, cualesquiera que sean las apariencias, ambos poderes se confunden, de modo que «la voluntad particular del gobernante» sustituye a «la voluntad pública». La guerra es entonces surge de su placer, de sus cálculos o de su locura. Depende de sus sueños de grandeza, tanto como de sus pasiones (su resentimiento, su rencor, su sentimiento de humillación), y no hay nada que la detenga. Tampoco hay nada que pueda impedir que se extienda, que se reanude, a la menor oportunidad, aunque se haya concluido una tregua. Este es, en última instancia, el sentido del compromiso: abandonar a su suerte a los pueblos invadidos o amenazados de invasión, dejar que Rusia extienda su imperio sobre las tierras conquistadas e imponga su yugo a quienes no piden más que vivir allí pacíficamente, equivaldría a consagrar, en un último consentimiento asesino, la victoria del despotismo -es decir, una vez más, el triunfo de la servidumbre, la mentira y el terror- sobre cualquier paz futura.
Notas al pie
- Al respecto, cf. Svetlana Alexievitch, La fin de l’homme rouge, ou le temps du désenchantement, París, Actes Sud, 2013.
- Emanuel Kant, La paz perpetua, México, Espasa Calpe/colección Austral, 1972.
- Cf. Marc Crépon, La culture de la peur I. Démocratie, identité, sécurité, París, Galilée, 2008.
- Vaclav Havel, «Lettre ouverte à Gustav Husak», en Essais politiques, Calmann-Lévy, 1989, pp. 16-17.
- Sobre este punto, véase Catherine Coquio, A quoi bon encore le monde ? La Syrie et nous, Actes Sud, 2022.
- Cf. Marc Crépon, Journal de Moldavie, 1987-1988, juillet 2012, Paris, Verdier, 2023.
- Kant, La paz perpetua, op. cit.
- Ibidem.
- Idem.