Desde hace casi una semana, la Unión Europea se ve sacudida por un escándalo cuya magnitud aún está por determinar. Aunque el asunto es extremo y visible en la escala de la corrupción, expone algo menos notable: no es más que otro recordatorio -aunque grosero- de cómo la democracia de la Unión y su larga cadena de toma de decisiones están sometidas a una presión continua e intensa.

La cuestión de la ética pública no es nueva en el contexto de la Unión Europea. Los responsables políticos de la UE se han enfrentado repetidamente a este asunto desde la dimisión de la Comisión Santer en 1999 en medio de acusaciones de corrupción, que desde entonces se repiten con regularidad. Las acusaciones de corrupción de John Dalli a principios de la década de 2010 y de conflictos de intereses cuando un antiguo presidente de la Comisión, José Manuel Barroso, se incorporó a Goldman Sachs en 2016 provocaron oleadas de legislación ad hoc. En vano. Peor aún. Desde las recurrentes advertencias del Defensor del Pueblo Europeo sobre la omnipresencia de los conflictos de intereses hasta el informe del eurodiputado Raphaël Glucksmann de marzo de 2022 «sobre la injerencia extranjera en los procesos democráticos de la UE», han aparecido señales desde todos los frentes de que el proceso de toma de decisiones de la Unión Europea no sólo está cada vez más expuesto, sino también estructuralmente mal preparado para afrontar el reto.

¿Un fracaso para el futuro?

Entonces, ¿qué hay de malo en la forma en que la Unión ha abordado hasta ahora la cuestión? Antes incluso de intentar enumerar nuevas propuestas y (tímidas) soluciones milagrosas, conviene reflexionar y analizar las razones de este fracaso colectivo.

La primera razón, y probablemente la más importante, es la profunda subestimación tanto de la magnitud del problema de la integridad pública en el contexto de la UE como de sus costes difusos para la democracia. Quizá esto no sorprenda a los sociólogos -y a sus lectores-, que llevan mucho tiempo demostrando cómo las élites en general, y las élites políticas en particular, tienen una propensión intrínseca a minimizar, eufemizar o incluso excusar el problema y los costes del conflicto de intereses y la corrupción. Sin embargo, este fracaso a la hora de tomarse en serio la integridad pública es especialmente llamativo en el caso de la Unión Europea, bien conocida por ser un guardián regulador fundamental del mayor mercado interior del mundo y un único punto de acceso para las grandes empresas y los gobiernos extranjeros que pretenden llegar a cientos de millones de consumidores y millones de empresas. La UE también ha calculado mal en repetidas ocasiones los costes de los conflictos de intereses y los casos de corrupción; y, a pesar de lo que muchos políticos de la Unión tienden a pensar y argumentar, éstos no consisten principalmente en costes derivados del debilitamiento de la reputación de instituciones concretas -la Comisión o el Parlamento- o de un grupo de personas en Bruselas (eurodiputados, altos funcionarios, etc.). Más bien, lo que se ve socavado por los conflictos de intereses y la corrupción es nuestra capacidad colectiva para abordar legítimamente en el futuro las cuestiones de importancia europea a las que nos enfrentamos: la guerra y la paz, la bifurcación ecológica, la lucha contra la desigualdad, etc. 

Lo que se ve socavado por los conflictos de intereses y la corrupción es nuestra capacidad colectiva para abordar legítimamente en el futuro las cuestiones de importancia europea a las que nos enfrentamos: la guerra y la paz, la bifurcación ecológica, la lucha contra la desigualdad, etc.

LOLA AVRIL, EMILIA KORKEA-AHO, ANTOINE VAUCHEZ

Dado este desconocimiento general del problema, no es de extrañar que los responsables políticos de la UE hayan fracasado repetidamente a la hora de abordarlo. En su mayor parte, han aportado reformas ad hoc, dispersas y específicas de cada institución, que van desde registros de transparencia voluntarios hasta comités de ética consultivos sin poderes reales de investigación o decisión. 

El «comité de ética ad hoc» de la Comisión, creado para regular los movimientos de los Comisarios a través de las puertas giratorias, es un excelente ejemplo. Rebautizado como «comité de ética independiente» en 2018 tras la revisión del código de conducta de los miembros de la Comisión Europea, ha mostrado muy poca garra. Dependiente para su actuación de la iniciativa de la Secretaría General de la Comisión de solicitar realmente su asesoramiento, compuesta por tres antiguos notables europeos -por lo general del Tribunal de Justicia, la Comisión y el Parlamento Europeo-, se ha convertido en una herramienta de protección de la reputación de la institución, más que en un instrumento de control. A costa de no alcanzar sus objetivos originales.

Por último, hemos confiado demasiado en la capacidad reguladora de las medidas de transparencia. En las últimas décadas, la Unión ha liderado la promoción de una política de transparencia de los agentes públicos y privados con el registro de transparencia -no obligatorio- de los lobistas, los registros de reuniones de los Comisarios, los Directores Generales de la Comisión y los grupos restringidos de eurodiputados, los códigos de conducta (para grupos de presión y Comisarios), etc. El supuesto subyacente es que la publicidad -o el miedo a ella- será un incentivo lo suficientemente fuerte como para resultar transformador en el comportamiento. No se puede negar que la transparencia es útil para las ONG, los periodistas o incluso los investigadores a la hora de documentar el día a día de las instituciones de la UE y pedirles cuentas; y es justo pedir más transparencia, ya que sigue habiendo muchas zonas grises o agujeros, especialmente en lo que respecta a los eurodiputados o los altos funcionarios de la Comisión. Sin embargo, en el contexto de una sociedad civil europea estructuralmente débil, las esperanzas de transformación depositadas en la transparencia han sido muy exageradas. 

© AP Photo/Jean-Francois Badias

El arte de la separación

¿Cuál es el siguiente paso? ¿Cuáles podrían ser los principales pilares de una nueva estrategia para defender las instituciones y el proceso de toma de decisiones democráticos?

En primer lugar, cualquier estrategia de este tipo requiere la adquisición de conocimientos más amplios, esenciales para una toma de conciencia real y completa del problema. Por tanto, la comisión parlamentaria de investigación del actual asunto debería tener un amplio mandato para evaluar las amenazas sistémicas y las redes de intereses que afectan a la toma de decisiones públicas de la Unión Europea. Esto podría ir de la mano de la creación de un Observatorio permanente de Ética Pública con los medios para acumular los conocimientos previos necesarios para trazar con precisión las amenazas potenciales a través del tiempo, las instituciones y los ámbitos políticos. Esto, a su vez, podría fomentar una conversación pública entre los europeos sobre el nivel de permeabilidad que estamos dispuestos a aceptar colectivamente entre las esferas pública y privada o, dicho de otro modo, sobre el nivel de protección que podemos construir colectivamente en torno a la democracia europea y sus representantes y responsables políticos. No cabe duda de que hay diferentes puntos de vista sobre esta cuestión1y las próximas elecciones al Parlamento Europeo de 2024 podrían ser una oportunidad para debatir el alcance de las incompatibilidades y las reglas sobre conflicto de intereses de los eurodiputados, comisarios, altos funcionarios y representantes de los Estados miembros en activo y fuera de servicio si se dedican a las puertas giratorias2

En el contexto de una sociedad civil europea estructuralmente débil, las esperanzas de transformación depositadas en la transparencia han sido muy exageradas.

LOLA AVRIL, EMILIA KORKEA-AHO, ANTOINE VAUCHEZ

En segundo lugar, defender la integridad de la democracia europea exige ir más allá de la preferencia general por el secreto, el Derecho blando y la autorregulación. Muchos han propuesto la creación de un nuevo organismo o agencia interinstitucional de ética de la Unión Europea con competencias de investigación y ejecución para controlar la veracidad y exhaustividad de las declaraciones de funcionarios o lobistas, y decidir sobre la admisibilidad de las puertas giratorias para funcionarios. Esto sería sin duda un paso adelante, ya que pondría a todos los actores implicados en los procesos de toma de decisiones de la Unión bajo el mismo control público. Sin embargo, no hay que depositar demasiadas esperanzas en la capacidad transformadora de un órgano administrativo de este tipo. Porque si hay lecciones que aprender, la experiencia ha demostrado que no basta con crear una nueva agencia para localizar las declaraciones que faltan o son deficientes (de intereses, reuniones, etc.). La Alta Autoridad francesa para la Transparencia de la Vida Pública, en la que se basan tales propuestas, ha mostrado de hecho sus propias deficiencias a la hora de detectar conflictos de intereses. Lo que el actual caso de corrupción demuestra por encima de todo es la importancia crucial del Derecho penal y de la investigación para descorrer el velo de la corrupción y proteger el interés público. Sin embargo, lo que el Qatargate revela de forma sorprendente es lo dependiente que es la integridad de la democracia europea de los sistemas policiales y judiciales nacionales, con la policía belga investigando sospechas de corrupción en el Parlamento Europeo3. Nuestra dependencia colectiva de los servicios policiales de los Estados miembros en los que se encuentran las instituciones de la UE es, por supuesto, tanto más preocupante cuanto que estas revelaciones coinciden con un momento en el que el importante deterioro de los niveles del Estado de Derecho se está haciendo innegable en varios Estados miembros. En este contexto, la Unión Europea debe dotarse de servicios capaces de investigar y tratar de forma autónoma estos casos de corrupción para hacer cumplir eficazmente las reglas ya vigentes. 

Es hora de considerar la democracia y la toma de decisiones de la Unión como el bien público más valioso de Europa y de actuar y equiparnos en consecuencia.

Notas al pie
  1. Para decirlo con Michael Walzer, el arte de la separación entre esferas sociales es un «arte popular, no un arte esotérico»: Michael Walzer, «Liberalism and the Art of Separation», Political Theory, Vol. 12, No. 3, 1984, pp. 315-330.
  2. Entre ellas, preguntas como: ¿Debería permitirse a los eurodiputados ocupar puestos de consultoría o en grupos de reflexión durante su mandato? ¿Deben los intergrupos parlamentarios sobre cuestiones sectoriales estar financiados en parte por grupos de interés o empresas? ¿Es suficiente el periodo de reflexión de 18 meses para los Comisarios o altos funcionarios antes de incorporarse al sector privado o debería existir una prohibición específica?
  3. Según la información disponible, la Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF) abrió sus primeras investigaciones en julio de 2022.