En este enlace encontrará los demás episodios de esta serie de verano en colaboración con la revista Le Visiteur.
Los baruya son una pequeña tribu que reside en dos valles altos de una cordillera, la Kratke Range, cuyos picos alcanzan los 3,720 m de altitud en el monte Piora. Los valles oscilan entre los 1,800 y los 2,300 metros. La zona fue una de las últimas en ser tomada por la administración colonial australiana en junio de 1960. Ya había sido explorada en 1951 por un joven oficial, James Sinclair, que había oído hablar de los batia, una tribu conocida en toda la región por la sal que fabricaba y con la que comerciaba con sus vecinos. Esos batia no eran otros que los baruya. En 1965, la región fue declarada «pacificada» y se abrió a la libre circulación de los blancos. Dos misiones protestantes se instalaron allí, y en 1966 llegué entre los baruya para un primer trabajo de campo que duró tres años, hasta finales de 1968. Después, volví varias veces hasta 1981, con lo que reuní un total de siete años de trabajo de campo en esa tribu. En 1975, Australia decidió dar la independencia a su antigua colonia, que se convirtió en el Estado de Papúa Nueva Guinea. Hasta 1960, los baruya no habían conocido a ningún blanco y seguían utilizando herramientas de piedra para abrir huertos en el bosque y construir sus casas. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, las herramientas de acero, hachas y machetes fabricados en Alemania o Gran Bretaña, llegaron a los baruya a través del comercio intertribal entre las poblaciones de la costa y de la sierra. Pero en aquella época los baruya no sabían de dónde procedían esos objetos ni quién los había fabricado.
En 1966, los baruya conformaban un grupo local de unas 2,000 personas repartidas en 17 pueblos y aldeas. Su organización social se basaba en dos instituciones, por un lado la existencia de grupos de parentesco patrilineales, clanes divididos en linajes distribuidos entre los poblados, y, por otro, la existencia de iniciaciones masculinas y femeninas que redistribuían a todos los habitantes, independientemente de su linaje y poblado, dentro de una jerarquía de estadios de iniciación. Esas instituciones creaban una fuerte desigualdad entre hombres y mujeres y entre los iniciados y los no iniciados. La sociedad estaba gobernada por hombres, que también eran sus representantes ante las tribus vecinas. Antes de la llegada de los europeos, esas tribus estaban en guerra constante entre sí excepto por una, con la que los baruya mantenían un comercio regular y pacífico.
Los clanes producían la mayor parte de sus propios materiales, pero tenían que obtener hojas de piedra de las tribus vecinas para fabricar sus herramientas, ya que no había afloramientos de piedra adecuados en su territorio. También debían obtener plumas de aves del paraíso y casuarios para sus adornos corporales, así como conchas, especialmente de cauri, por el mismo motivo. Para obtener dichos bienes, los baruya producían una sal extraída de las cenizas de una planta (Coix gigantea Kœnig ex Rob) que cultivaban en grandes extensiones. Los únicos especialistas entre los baruya de aquella época eran los fabricantes de barras de sal.
Una vista aérea del territorio de Baruya revelaba de inmediato la particular estructura del asentamiento. Los pueblos estaban situados en la ladera de la montaña y construidos en terrazas de cultivo. Se componían de tres elementos. En la terraza más alta, a cierta distancia de aquella en la que se extendía el poblado, una o varias casas grandes rodeadas de empalizadas constituían la kwalanga, la casa de los hombres. Este espacio era tabú para las mujeres. Hasta abajo, cerca del río, varias chozas de construcción precaria, porque no estaban destinadas a durar, eran los lugares donde las mujeres acudían a dar a luz a sus hijos y a aislarse durante sus menstruaciones. Ese espacio estaba totalmente prohibido a los hombres, pues representaba un peligro permanente para su fuerza y virilidad. Entre esos dos polos, la casa de los hombres y la de las mujeres, se encontraba el poblado, en una terraza intermedia. Las viviendas de las familias eran cabañas redondas cuyas paredes estaban hechas originalmente de placas de corteza de árbol y cubiertas de paja. Se construían sobre pilotes, con el piso a unos 50 cm del suelo, para separarlo de la humedad y el frío del terreno. Junto a cada casa, había un toldo para cocinar llegado el caso, pero sobre todo para las actividades sedentarias al aire libre. En la parte superior del tejado de cada casa, así como en la parte superior de la casa de los hombres, había plantadas cuatro estacas, orientadas hacia los cuatro puntos cardinales, que constituían las «flores del Sol». Según el pensamiento baruya, su objetivo era poner cada casa bajo la protección del Sol, su deidad.
Al entrar en una casa por una entrada muy baja, se podía observar una división del espacio habitado que se explicaba por la misma oposición entre lo alto y lo bajo, los hombres y las mujeres, observada al nivel del espacio del pueblo. En el centro de la planta de cada casa se construía un fogón de piedra. Sólo los hombres del linaje del hombre que vivía en esa casa podían fabricarlo. El espacio interior circular de la casa estaba dividido en dos subespacios separados por el fogón. La parte cercana a la puerta principal estaba reservada a la esposa o esposas del hombre, así como a las niñas y niños no iniciados. La otra parte de la casa, al otro lado del fogón, estaba reservada estrictamente para el hombre y los demás hombres que pudieran visitarlo. Estaba totalmente prohibido que una mujer pasara por encima del fogón, pues su sexo se abriría sobre el fuego y contaminaría la comida cocinada para el hombre. En la parte masculina, el arco, las flechas y los mantos de corteza del hombre estaban colgados de las paredes de la casa, así como una red hecha por las mujeres donde cada hombre colocaba objetos con poderes mágicos que le servían para la caza o para la guerra. En la sección femenina, las mujeres colgaban sus mantos de corteza, las redes que utilizaban para llevar a sus bebés y los productos de sus huertos —camotes, malangas, etc.—, y sus coas.
Debajo de la casa se almacenaba madera para alimentar la chimenea. Pero por encima de la chimenea, bajo el techo, se utilizaba una pequeña plataforma para almacenar las barras de sal y mantenerlas secas, antes de intercambiarlas. Alrededor de cada casa había un pequeño jardín donde se cultivaban las plantas utilizadas en los rituales. Todas las casas se construyeron de la misma manera.
Cuando llegaron los europeos, se produjeron dos cambios. Las paredes de las casas dejaron de ser fabricadas de láminas de corteza, y empezaron a fabricarse de bambú tejido según una técnica practicada por las tribus costeras y aprendida por los baruya de los soldados que acompañaban a los oficiales australianos. El segundo cambio fue la aparición de casas rectangulares con puerta, a imitación de las construcciones de los europeos establecidos en el valle, misioneros y soldados.
En las aldeas en las que vivía un baruya capaz de fabricar sal, había un horno de sal a las afueras de la aldea. Era una construcción notable, un refugio de 5 a 6 metros de largo que protegía un horno construido con tierra y piedras refractarias con una docena de cavidades de 25 cm de profundidad y 80 cm de largo en su superficie, en las que los salineros vertían agua cargada con las cenizas de las Coix cosechadas y quemadas, y veían cómo la sal cristalizaba durante varios días y noches. El horno de sal era tabú para todos los habitantes durante el tiempo de evaporación y cristalización de la sal.
Cada tres años, en un lugar situado entre todas las aldeas de un mismo valle, los baruya construían un edificio muy grande, de 20 metros de altura y capaz de albergar a varios cientos de hombres y niños. Ese edificio, llamado tsimia, se construía para realizar en su interior, durante varios días y noches, los ritos para hacer pasar a los iniciados de una etapa a otra a escondidas de las mujeres. Alrededor de ese gran edificio, construido bajo el control del maestro de los chamanes y del representante del clan baruya, que había dado su nombre a toda la tribu, se limpiaba y cercaba una vasta superficie de baile, llamada kwaramé kruta, es decir, «la barrera del halo de la Luna». En esa superficie de baile, durante las noches de las iniciaciones, se presentaban los distintos iniciados, dando vueltas durante horas a la luz de las antorchas alrededor de la tsimia. Más allá de la barrera que encerraba esa zona, cientos de mujeres y niños podían contemplar durante horas a sus maridos, hijos y hermanos vestidos con todas las galas de la iniciación.
Esa gran construcción, la tsimia, se asemeja a una enorme jaula de pájaros construida en torno a un gran poste central de unos quince metros de altura. El poste se llama tsimié, y se le conoce como el «abuelo» de la tribu. En su cima se han plantado las cuatro flores del Sol, rodeadas de ramas llenas de ingredientes mágicos que conectan a los baruya con el Sol, la Luna, los ancestros y los espíritus de las montañas que rodean su pueblo. Un clan en particular, los bakia, tiene la propiedad de esas magias.
Antes de que comiencen las grandes iniciaciones, los chicos de 9 a 10 años, que estarán separados de sus madres y de las mujeres hasta los 20 años, duermen en la casa del maestro de las iniciaciones de la primera etapa. Durante su estancia en esa casa, se coloca un gran tablón entre el suelo y la entrada de la misma, que representa simbólicamente a las mujeres. Durante dos o tres días, los hombres y los niños «pasarán» por encima de las mujeres, marcando así su superioridad y su capacidad para gobernar la sociedad. Durante casi diez años, los iniciados convivirán entre sí y pasarán por cuatro etapas a medida que vayan creciendo. La primera dura de los 10 a los 12 años. Se considera que los niños pequeños siguen perteneciendo en parte al mundo de las mujeres. De los 13 a los 15 años, se visten de hombrecitos. De los 15 a los 18 años, pueden acompañar a los guerreros a la batalla, y de los 18 a los 20, se preparan para el matrimonio, pero ya se han revelado como futuros chamanes, futuros grandes guerreros o simplemente como hombres corrientes. A estos últimos, los baruya los llaman «camotes». Cuando un joven sale de la casa de los hombres, lleva como señal en la frente un tocado de plumas blancas de una variedad de loro, así como plumas negras de casuario.
Las niñas también se inician cuando tienen su primera menstruación. Las iniciaciones femeninas no tienen lugar cada tres años, sino una o dos veces al año, cuando varias niñas de varios pueblos del valle han tenido su primera menstruación. Las iniciaciones femeninas se celebran en el bosque, lejos de los hombres y cerca del río donde las jóvenes iniciadas van a bañarse. La iniciación consiste, en primer lugar, en exponer a las chicas al tórrido calor de un enorme brasero que se mantiene encendido durante toda la noche. Se supone que las muchachas cambian de piel durante esa noche y, durante ese tiempo, las ancianas, que han llegado a la menopausia, les indican los deberes que tendrán que cumplir cuando se casen, mientras las golpean simbólicamente con sus coas.
Después de las iniciaciones masculinas y femeninas, no queda ningún rastro de los lugares donde se realizaron los ritos más importantes. La tsimia se abandona y cualquiera puede utilizar los materiales que se utilizaron para construirla: los postes, la paja, etc. Las cenizas del brasero a las que han sido expuestos las jóvenes iniciadas se esparcen al viento.
Un último dato importante que arroja luz sobre las representaciones que los baruya tienen del espacio que los rodea y de su territorio. El territorio está conformado por unas cuantas cumbres y laderas, así como por varios ríos que las atraviesan. Se supone que los hombres deben defenderlo armas en mano cuando los enemigos lo invadan, aunque los propios baruya han conquistado parte de él a costa de sus vecinos. Pero de hecho, cada noche, según los baruya, los espíritus de los chamanes masculinos que viven en sus pueblos se transforman en pájaros que se posan en las cimas de las montañas, en las fronteras de su territorio. Los espíritus de los chamanes femeninos, por su parte, se transforman en batracios, que se apostan cerca de los ríos para impedir que los crucen. Esto sucede porque, para los baruya, al igual que para sus vecinos, cada noche los espíritus de los hombres y mujeres dormidos pueden abandonar sus cuerpos y cruzar involuntariamente las fronteras del territorio de la tribu. Allí, los chamanes de las tribus vecinas o los espíritus malignos que viven en las montañas pueden mantenerlos cautivos o devorarlos. Por lo tanto, los chamanes baruya apostados como centinelas están allí para detenerlos y mandarlos de vuelta al territorio baruya. Pero también están ahí para evitar cualquier intrusión de parte de los espíritus de los chamanes enemigos.
Así que los baruya nunca vivieron realmente en paz. E incluso su actividad diaria de talar árboles, abrir huertos y construir grandes cercas para protegerlos de los jabalíes y otros animales salvajes era una forma de seguir haciendo la guerra a sus enemigos. Pues cuando los grandes árboles caían al suelo, un ritual colectivo acompañaba su caída. Los baruya lanzaban el espíritu del árbol derribado a sus enemigos para que sufrieran accidentes y la muerte cuando también salieran a despejar el bosque y abrir sus huertos. La agricultura se convertía así en una forma de guerra.
En conclusión, uno de los intereses, al parecer, de esta descripción de las formas de pensar y vivir de los baruya antes de la llegada de los europeos es que estamos en presencia de una sociedad donde existía cierto tipo de arquitectura pero donde no existían arquitectos. En su juventud, todos y todas aprendían de sus mayores a construir una casa, a elegir los materiales, a ajustarlos, a asegurar la solidez del edificio, la protección contra el frío, la evacuación del humo de la chimenea, etc. Es probable que estas formas de arquitectura sin arquitectos fueran generalizadas en el Neolítico, antes del nacimiento de las ciudades, los Estados y las sociedades con castas, órdenes o clases sociales jerarquizadas.
Por lo tanto, se podría plantear la hipótesis de que la arquitectura como invención de formas de hábitat precedió a la aparición de grupos humanos especializados exclusivamente en la función de construir edificios. Los grupos humanos asociaron entonces a arquitectos y artesanos especializados en la construcción. Sería, por tanto, en la época en que aparecieron ciudades, templos y ciudadelas en ciertas regiones del mundo, cuando surgió la profesión de arquitecto, que se ha perpetuado hasta nuestros días. Por lo tanto, para analizar las formas de hábitat y espacios habitados modelados por el hombre, que se han sucedido durante varios milenios antes de nuestra era (si nos referimos a las civilizaciones de Sumeria, Egipto o la antigua China, en particular), es obviamente necesario reunir a arquitectos, arqueólogos, historiadores y especialistas en los diversos materiales y técnicas utilizados para la construcción. Para la época contemporánea, habría que añadir un enfoque antropológico. Algunos antropólogos ya han empezado a trabajar en ello.
Este artículo ha esbozado el hábitat y el espacio de la aldea que produjeron los baruya para llevar a cabo su existencia material y social. Esto existió hasta los años 90. A partir de entonces, la vida de Baruya ha cambiado profundamente. Ahora están conectados con el mundo exterior por medio de aeródromos que ellos mismos han construido y donde aterrizan los aviones de las misiones protestantes o de las empresas comerciales que van a comprar su café. Las laderas de las montañas están ahora parcialmente cubiertas de cafetales y en todas las aldeas varios edificios son en realidad iglesias o lugares de culto construidos por los fieles de las diversas sectas protestantes estadounidenses que ahora están activas en toda Nueva Guinea. Todos los baruya han sido convertidos a alguna de esas sectas. Después de haber abandonado las iniciaciones masculinas durante quince años, las recuperaron, pero modificaron su contenido. De momento, son la única tribu de la región que lo ha hecho. Explican que necesitan combinar la fuerza de los antepasados con la de Jesús y su lema es ahora: «Seguir a Jesús y hacer business».