Tanto las semanas previas a la IX Cumbre de las Américas, realizada del 6 al 10 de junio de 2022 en Los Angeles, California, como el encuentro mismo, estuvieron dominadas por un tema: el de los países excluidos. Ellos fueron Cuba, Nicaragua y Venezuela, no invitados por el país anfitrión, Estados Unidos, pero que paradojalmente proclamaba urbi et orbi que se trataría de una cumbre “inclusiva”. El rechazo a estas exclusiones fue generalizado, y al final solo asistieron 23 líderes a la cita diplomática, en contraste con los 34 que lo hicieron a la VII Cumbre realizada en 2015 en Panamá. Menos comentado fue el hecho que entre las autoridades ausentes en Los Angeles se encontraba alguien que en cumbres anteriores siempre había jugado un papel clave, tanto en las deliberaciones mismas, como en el seguimiento a las resoluciones de estos encuentros, el presidente del Banco Inter Americano de Desarrollo (BID).
La razón para ello es muy sencilla. A poco más de un año y medio de haber asumido sus funciones, el joven abogado de Miami, Mauricio Claver-Carone, cuya inexperiencia y falta de condiciones para el cargo era evidente para todos, pero cuya candidatura fue impuesta contra viento y marea por el gobierno del Presidente Trump en 2020, está siendo investigado formalmente por el Banco. Ello se debe a denuncias sobre una relación inapropiada con una subalterna y por uso indebido de fondos de la institución. Una entidad que en sus seis décadas de existencia fue dirigida por algunos de los estadistas latinoamericanos de mayor renombre, como Felipe Herrera, Antonio Ortiz-Mena y Enrique Iglesias, de súbito se ha visto involucrada en un escándalo de proporciones, en un momento que no podría ser más sensible: justo cuando el Banco debe solicitar un aumento de capital al Congreso de los Estados Unidos.
El haber electo a este activista trumpista a la presidencia del BID, un individuo cuya actividad profesional antes de 2016, se reducía a la de ser un bloguero anti-castrista, fue el equivalente a entregarle una locomotora a un niño, con las consecuencias ahora a la vista. Sin embargo, ése es el estado de las relaciones interamericanas en la tercera década del nuevo siglo. Poco importan las instituciones establecidas en la materia, por venerables que sean, cómo es el caso del BID. Lo único que cuenta es satisfacer las prioridades de la política interna de los Estados Unidos, en este caso, del estado de Florida, de donde es oriundo Claver-Carone. El efecto que ello tenga en la región es inmaterial.
Bienvenido a las Américas 2022, un continente en una profunda crisis. A diferencia de otras ocasiones, esta vez ella afecta al continente en su conjunto. De muestra, un botón: como resultado de la pandemia de Covid-19, han fallecido en el Hemisferio Occidental 2.7 millones de personas. Ello significa que, con apenas un 13% de la población mundial, las Américas han tenido un 40% de las muertes por el virus, más que ninguna otra región del mundo, de acuerdo a cifras oficiales. Un millón de ellos han sido en Estados Unidos y 1.7 millones en América Latina, en proporciones similares a la población de cada uno. En circunstancias normales, se esperaría desempeño muy superior de los Estados Unidos en la efectividad del combate a una pandemia que al de América Latina, por razones obvias, como las de niveles de ingreso y de sistemas de salud de mayor calidad. De hecho, en 2019 un estudio determinó que Estados Unidos era país mejor preparado del mundo para enfrentar una pandemia. Con un millón de muertes en ese país como resultado del Covid-19 a abril de 2022, la mayor cifra de país alguno, ese diagnóstico resultó ser profundamente equivocado, y revelador de los enormes problemas que enfrenta esa nación.
En nuestra América, por otra parte, en adición a los devastadores efectos del virus mismo, la pandemia gatilló, según la CEPAL, la mayor crisis económica en 120 años, con una caída del producto de la región de un 7% en 2020, el doble de la caída del producto mundial, y el mayor de región alguna. El número de latinoamericanos bajo la línea de pobreza asciende ahora a un 33% de la población y el ingreso per capita ha caído a los niveles de 2008. América Latina sigue siendo la región con mayor desigualdad de ingreso en el mundo, y los niveles de violencia en las sociedades latinoamericanas siguen superando records. Catorce de los veinte países con el índice de homicidios per capita más altos son latinoamericanos, y uno de cada cinco homicidios en el mundo tiene lugar en tres países de la región—Brasil, Colombia y Venezuela—. A su vez, la guerra en Ucrania ha contribuido a una fuerte inflación de los precios de los alimentos y los combustibles, agravando aún más la situación de los sectores más desposeídos.
En este cuadro las condiciones estaban dadas para que la Cumbre de las Américas fuese una gran ocasión para que los países del Hemisferio Occidental aunasen fuerzas para enfrentar de manera mancomunada esta difícil coyuntura. Esto es especialmente cierto dado que al menos parte de la razón por la cual la pandemia fue tan devastadora en el continente fue por la casi total y absoluta falta de coordinación entre los países—lo que llegó al límite con los recortes presupuestarios impuestos por los Estados Unidos a la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en 2019, y su negativa a cancelarlos en 2020, en plena pandemia—.
Desde el punto de vista de la política exterior de los Estados Unidos, a su vez, enfrascada en una fuerte competencia con China por mantener la tradicional primacía estadounidense en el hemisferio, también habría sido lógico concluir, que la IX Cumbre sería una oportunidad inmejorable para reafirmar el compromiso de Washington con América Latina. Sin embargo, nada de ello ocurrió. Es más: la fecha original de la IX Cumbre de las Américas estaba fijada para abril de 2021, apenas tres meses después de la toma de posesión del Presidente Biden. Habría sido el momento perfecto para marcar diferencias con lo que fueron las políticas hacia América Latina del Presidente Trump, y subrayar que la nueva administración ya no estaba en plan de denostar a América Latina y a los inmigrantes latinoamericanos, tal como hizo Trump para movilizar a su base electoral. La elección del Presidente Biden, un buen conocedor de América Latina, que como vicepresidente de los Estados Unidos visitó la región en 16 ocasiones (a diferencia de Trump, que lo hizo solo una vez en su mandato, y ello para asistir a una reunión del G20 en Buenos Aires en 2018) había despertado grandes esperanzas en la región.
Sin embargo, Estados Unidos postergó en 14 meses la realización del encuentro, so pretexto de la pandemia, aunque en esas fechas se realizaron numerosas otras cumbres con una amplia participación de Estados Unidos.
En estas circunstancias, no faltan los que se preguntan acerca del propósito que cumplen las Cumbres de las Américas. Al menos un exfuncionario del gobierno del Presidente Obama ha señalado que ya han cumplido un ciclo y que lo mejor sería ponerles fin. Otro observador ha opinado que no hay esperar demasiado de ellas, y que rara vez han arrojado resultados muy fructíferos. Esto parece originarse en un malentendido afán de defender lo indefendible, y de alguna manera tratar de justificar la debacle diplomática que fue la IX Cumbre. Por ello cabe considerar lo que han sido las Cumbres de las Américas y clarificar el propósito que cumplen.
Las Cumbres de las Américas en perspectiva
Las cumbres diplomáticas han tenido un auge desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo en el curso del nuevo siglo. La globalización y la interdependencia han multiplicado los problemas comunes que enfrentan los países. La urgencia de responder a ellos por medio de soluciones colectivas es cada vez mayor. Dada su magnitud y la lentitud de las burocracias para proveerlas, el reunir a los líderes para acelerar la toma de decisiones hace sentido. Ello se ha visto facilitado por avances en la tecnología de telecomunicaciones y el transporte aéreo, que permite a los líderes viajar sin desconectarse de sus responsabilidades. En reuniones cumbre como las del G7, de los BRICS, de APEC y del G20, los principales líderes mundiales se reúnen y tratan los temas, pero sobre todo toman decisiones cortando los nudos gordianos de la burocracia. Su mayor ventaja, sin embargo, es que permiten que los líderes se conozcan, facilitando la confianza mutua y la comunicación posterior.
No es casualidad que las Cumbres de las Américas hayan surgido en los noventa, como una iniciativa del gobierno del Presidente Bill Clinton, en una década marcada por el auge del multilateralismo y de grandes proyectos globales, como la serie de conferencias de Naciones Unidas sobre el medio ambiente, la mujer y la vivienda, así como la creación del Tribunal Penal Internacional (TPI). En ese marco, la primera Cumbre de las Américas, realizada en Miami en 1994, constituyó todo un hito. Más allá del encuentro de los presidentes mismos, entidades panamericanas participantes como el BID y la OEA eran dirigidas por personalidades de la estatura de un Enrique Iglesias y un César Gaviria, que le daban a ellas una proyección singular en la nunca acabada tarea de construir un hemisferio más próspero y más justo.
Si bien ello se dio en paralelo con el desarrollo de una serie de otras iniciativas similares, como la Cumbre Iberoamericana, y de mecanismos de coordinación diplomática regional, como el Grupo de Río, la Cumbre de las Américas cumplía un propósito no menor: el fomentar el diálogo entre los jefes de Estado latinoamericanos y caribeños con el presidente de los Estados Unidos, y, en buena medida, el hombre más poderoso del planeta. Los líderes latinoamericanos y caribeños se reúnen entre sí con cierta frecuencia. El desafío radica en generar un diálogo con la mayor potencia del planeta, tanto de manera concertada, como en forma más puntual.
Desde ese primer encuentro en Miami en 1994, y hasta la IV Cumbre, realizada en Mar del Plata en 2005, esto es, por más de una década, el eje articulador de las Cumbres se dio en torno a dos temas: la democracia y el libre comercio. El primero se vio plasmado en la Carta Democrática Interamericana aprobada en Lima en septiembre de 2001. El segundo, cuya fuerza motriz era la creación de una Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), se vio frustrado por la oposición de Brasil y Argentina, entre otros, y nunca se llegó a materializar.
Esto no significa que los encuentros dejasen de cumplir su propósito más amplio. La V Cumbre, realizada en Puerto España, Trinidad y Tobago, en 2009, le permitió a un recién electo Presidente Obama, un líder cosmopolita, pero con escasa experiencia en América Latina, conocer a sus contrapartes de la región e intercambiar perspectivas sobre el impacto de la crisis financiera que en ese momento azotaba la economía mundial. La VI Cumbre, realizada en Cartagena de Indias en 2012 a su vez, sentó el tipo de precedente que, si hubiese algún tipo de memoria histórica en el Departamento de Estado, le habría permitido predecir el fiasco que ocurriría en Los Angeles una década después.
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Ya para entonces, la exclusión de Cuba de las Cumbres era cuestionada en la región, y la Cumbre estuvo a punto de no realizarse debido a ello. En 2009, en su Asamblea General en Tegucigalpa, la Organización de Estados Americanos había levantado la suspensión a Cuba establecida en 1962, lo que hacía insostenible la exclusión de Cuba de las Cumbres de las Américas. Solo una ofensiva diplomática por parte de Colombia en diversas capitales, incluyendo La Habana y Washington, hizo posible su realización, en el entendido que Cuba sí sería invitada a la VII Cumbre, en Panamá, lo que ocurrió. Esta última contó con la participación de 34 líderes de los 35 países del hemisferio, el mejor testimonio de su éxito.
Poca duda cabe que el punto más bajo de las Cumbres, con anterioridad a Los Angeles, se dio en Lima en abril de 2018 con ocasión de la VIII Cumbre. Después de exigir, como requisito para asistir a ella, la exclusión de Cuba y Venezuela, y de haber confirmado su asistencia, el Presidente Trump a última hora decidió no asistir, enviando al Vicepresidente Mike Pence y a su hija Ivanka Trump en su representación. Por vez primera en un cuarto de siglo, el presidente de los Estados Unidos se saltaba un encuentro diplomático cuyo propósito central es precisamente el que se reúna e intercambie puntos de vista con sus contrapartes de la región –un par de días una vez cada tres años, lo que no parece mucho pedir, pero que en este caso lo fue–.
De Trump a Biden
En esos términos, todo estaba dado para que el gobierno de Joe Biden le hubiese sacado máximo partido a la IX Cumbre en Los Angeles. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió. Al contrario, tanto en términos de las invitaciones a la Cumbre, como en materia de agenda, el encuentro se constituyó en un verdadero ejemplo de cómo no proceder en estos casos. Trascendidos por parte de funcionarios de tercer nivel del Departamento de Estado dieron a entender que Cuba, Nicaragua y Venezuela no serían invitados, pero ello nunca se hizo oficial, salvo ya en los últimos días previos a la Cumbre. La lógica parecía ser dejarse el mayor margen de maniobra posible para convencer a aquellos líderes contrarios a las exclusiones, sobre todo el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, que sí asistiesen al encuentro, algo que en definitiva no resultó. A su vez, la agenda de la reunión, lejos de haberse consensuado con la región, terminó siendo algo anodino, impuesto unilateralmente, y que no guardaba ninguna relación con la gravedad de la crisis que azota al hemisferio.
Sin embargo, todo indica que las deliberaciones fueron de una franqueza no vista en cumbres anteriores. El discurso del Canciller mexicano Marcelo Ebrard estuvo casi enteramente dedicado a criticar las exclusiones de países de la Cumbre, algo también subrayado en varias ocasiones por los presidentes de Argentina, Alberto Fernández, y de Chile, Gabriel Boric. El representante de Bolivia denunció sin contemplaciones el funesto papel desempeñado por la Organización de Estados Americanos en las elecciones presidenciales de Bolivia en octubre de 2019 -papel que abrió las puertas al golpe de estado que tuvo lugar-, con el secretario general de esa entidad, Luis Almagro, sentado al frente.
La mayor prioridad de Washington en la agenda de la Cumbre era la migración, y por buenas razones. En 2021, 1.7 millones de personas trataron de cruzar ilegalmente la frontera Sur de Estados Unidos, siendo detenidos por ello. La situación de la frontera ha devenido en una cuestión álgida en la política estadounidense. Es utilizada por la oposición, esto es, por el Partido Republicano, para atacar una supuesta debilidad del gobierno de Joe Biden, a quien acusan de ser partidario de una política de “fronteras abiertas”. En este caso, sin embargo, la migración no es solo un problema de Estados Unidos. Con seis millones de emigrantes venezolanos en los últimos años, países vecinos como Brasil, Colombia y Ecuador se han visto abrumados por ellos, que incluso han llegado en cantidades significativas a Chile y a Perú. El cómo controlar, ordenar y poner coto a estos masivos flujos poblacionales constituye un importante desafío. El Acuerdo sobre Migraciones suscrito por 20 países en la Cumbre representa un paso adelante en la materia, aunque no deja de ser irónico que ninguno de los presidentes del así llamado “Triángulo del Norte” (esto es, El Salvador, Guatemala y Honduras), una importante fuente de esa migración ilegal, no asistiesen a la Cumbre, como no lo hiciese el de México.
En materia económica, el proyecto central en la agenda fue el de la “Sociedad Americana para la Prosperidad Económica“ (“American Partnership for Economic Prosperity“ -APEP-), que recoge nociones similares de las primeras cumbres. El mismo es similar al Marco Económico del Indo-Pacífico anunciado por el Presidente Biden en su reciente visita al Asia. Se trata de esquemas con énfasis en regulaciones de diverso tipo, en materia ambiental, laboral y digital, pero que no contemplan mayor acceso al mercado de Estados Unidos, ni recursos frescos significativos, lo cual los hace de interés limitado. De hecho, países interesados en negociar un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, como Ecuador y Uruguay, han sido informados que ello no será considerado por Washington.
Y esto último ilustra los dilemas que enfrenta Estados Unidos en la región. Como me señaló un participante en la Cumbre, “el país más nombrado en la Cumbre fue uno que no estaba, esto es Cuba. A su vez, el que nadie mencionó, pero que estaba en la mente de todos, fue China”. Ecuador inició las negociaciones para un TLC con China en febrero pasado, con ocasión de la visita de Estado del Presidente Guillermo Lasso y su asistencia a la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Invierno en Beijing. El que, simultáneamente, Estados Unidos se niegue a negociar un TLC con Ecuador nos dice mucho de las limitaciones de las cuales adolece la política de Washington hacia América Latina en el momento actual, y lo difícil que se le hace contrarrestar la creciente presencia china. Mientras China potencia al máximo su “poder de mercado”, y se instala en el lugar alguna vez ocupado por Estados Unidos, eso es, el de campeón del libre comercio a nivel mundial, la imposibilidad de Estados Unidos de firmar ningún tipo de acuerdo comercial debido al sentimiento proteccionista imperante en el país dificulta su proyección internacional y su competencia con China por el liderazgo económico global.
Dicho esto, no todo el balance de la Cumbre es negativo. Un aspecto interesante fue un acuerdo en materia sanitaria, propuesto por Estados Unidos y destinado a fortalecer los sistemas de salud de la región y su capacidad instalada para enfrentar futuras pandemias. El mismo contemplaría, entre otros aspectos, el entrenamiento, en años venideros, de medio millón de integrantes del personal de salud de países de la región. Algo similar puede decirse de un novedoso acuerdo en materia de cooperación alimentaria entre Estados Unidos y los “tres grandes” de la región, esto es, Argentina, Brasil y México, para enfrentar con algún grado de coordinación la escasez de alimentos y al alza de precios de granos provocada por la guerra en Ucrania, acuerdo que surgió “sobre la marcha”, en la reunión misma.
Participantes en la reunión también subrayaron lo que percibieron como las expresiones de apertura por parte del propio Presidente Biden a considerar propuestas latinoamericanas para avanzar en una agenda inter-americana más sustantiva y que responda en mayor grado a las urgencias de esta difícil coyuntura, agravada por la guerra en Ucrania. Veremos si la región, hasta ahora tan fragmentada, es capaz de recoger el guante y producir una respuesta que esté a la altura de las circunstancias. En todo caso, no cabe hacerse demasiadas esperanzas. El grado al cual la administración Biden está atada de manos en su política hacia la región se refleja en el hecho que las apuestas en Washington son que, independientemente del resultado del informe que entregue el bufete de abogados que está investigando al presidente del BID, Mauricio Claver-Carone, la Casa Blanca no se atreverá a sacarlo del del cargo, para no antagonizar al Partido Republicano que lo instaló allí.
El camino del No Alineamiento Activo
La debacle diplomática que fue la IX Cumbre de las Américas (calificativo utilizado nada menos que por Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, y vocero más autorizado del establishment de la política exterior estadounidense) debería servir de llamado de atención a los países de la región. Ella reflejó el indudable declinar de los Estados Unidos como potencia hegemónica, por una parte, así como su incapacidad para producir respuestas a los enormes desafíos de América Latina y el Caribe en la crítica coyuntura actual. A su vez, el rechazo que produjo la exclusión en forma arbitraria e inconsulta de tres países indicó que, pese a las divisiones y diferencias entre los distintos países, aún existe un mínimo sentimiento, si no de unidad, al menos de dignidad compartida.
La elección de Gustavo Petro a la presidencia de Colombia, primer presidente de izquierda que llega a la Casa de Nariño, en un país conocido como el más cercano a Washington en la región, reafirma la noción de que América Latina ha entrado en un nuevo ciclo político. Ello se vería ratificado con creces de darse una victoria de Lula en las elecciones presidenciales en Brasil en octubre, algo abonado por los resultados de las encuestas actuales.
Es en ese cuadro que surge la urgencia de una nueva política exterior para los países latinoamericanos y caribeños, una que responda a la gravedad de la crisis actual. Como hemos planteado con mis colegas Fortin y Ominami en nuestro reciente libro 1, ello significa una diplomacia de equidistancia entre las grandes potencias. Esto implica no alinearse en forma automática ni con Washington ni con Beijing (ni Moscú), sino que poner el interés nacional de cada país como Norte, y proceder acorde. Para tener éxito, esto requiere un grado mínimo de cooperación y coordinación intrarregional, algo que se debería ver facilitado en este nuevo ciclo político, en que las fuerzas progresistas vuelven a hacerse cargo en la América morena. La oportunidad esta allí. Veremos si los nuevos y no tan nuevos líderes que están tomando las riendas en estos difíciles momentos la saben aprovechar, o si se dejarán seducir por los cantos de sirena de aquellos que viven fomentando la división y fragmentación en estas tierras.