El alcance de una rendición

El 27 de julio de 2025, fecha del anuncio de un acuerdo comercial preliminar entre la Unión Europea y Estados Unidos, quedará como un día nefasto en la historia de Europa.

Sin dar un solo golpe, la Unión acaba de sufrir un revés político, económico y moral de una gravedad sin precedentes: su aliado estadounidense se ha convertido en esta ocasión en un depredador. Tras meses de negociaciones bajo la presión constante de la Casa Blanca, Bruselas ha aceptado un acuerdo profundamente desequilibrado —una rendición pura y simple disfrazada de pacto— ante el dictado estadounidense.

Nunca antes, entre aliados occidentales, se había osado imponer tales condiciones a Europa. La Unión se ve obligada a aceptar un arancel uniforme del 15 % sobre la mayor parte de sus exportaciones a Estados Unidos, el 70 % según los primeros cálculos, que afecta especialmente a la industria automovilística, buque insignia de nuestra competitividad, mientras que las concesiones estadounidenses no son, en su mayor parte, más que la retirada de amenazas anteriores.

Para medir la magnitud de esta afrenta, recordemos que se trata de una triplicación de los aranceles, ya que antes del regreso de Donald Trump a la Casa Blanca eran del 4,8 % de media, y que esta tasa del 15 % supera incluso el 10 % concedido por el Reino Unido en un acuerdo bilateral anterior.

Además, la Unión se ha comprometido a que sus empresas inviertan 600.000 millones de dólares en suelo estadounidense, cuando nuestro continente sufre un desempleo estructural y una desindustrialización galopante que exigen urgentemente inversiones en nuestro territorio, por un importe superior a 800.000 millones de euros al año para cumplir la trayectoria de neutralidad en carbono, como se recuerda en el informe Draghi.

Nunca antes, entre aliados occidentales, se había osado imponer tales condiciones a Europa.

Dominique de Villepin

Por último, la Unión se ha comprometido a «comprar 750.000 millones de dólares de energía estadounidense en tres años, principalmente gas natural licuado (GNL), sustituyendo así la dependencia de Rusia por la de Estados Unidos, cediendo al chantaje y haciendo caso omiso de nuestros propios compromisos climáticos.

Esto supondría multiplicar por más de tres nuestras compras de energía a Estados Unidos. ¿Significa esto que nuestros objetivos medioambientales son negociables? La propia Comisión Europea presentó a principios de año un plan de competitividad destinado a que el ahorro europeo se invirtiera aquí en lugar de en Estados Unidos, un plan totalmente contradictorio con el acuerdo comercial anunciado.

Más allá de estas cifras brutas, este pacto desigual afecta a los propios pilares de la soberanía europea, ya que pretende satelizar aún más nuestro continente en la órbita de Washington.

En el plano económico, la imposición de aranceles prohibitivos, combinada con la promesa de inversiones directas masivas en Estados Unidos, incita a las empresas europeas a deslocalizar parte de su aparato productivo al otro lado del Atlántico. La industria europea corre así el riesgo de especializarse en el abastecimiento del mercado estadounidense, lo que haría imposible cualquier giro estratégico hacia Asia y pondría muchas de nuestras fábricas bajo el control administrativo de Washington.

En el plano militar, el acuerdo consagra y refuerza la dependencia en materia de defensa: los europeos se han comprometido a adquirir más material estadounidense, lo que hipoteca el surgimiento de una base industrial y tecnológica de defensa europea autónoma. Por lo tanto, nuestros ejércitos seguirán dependiendo aún más de las piezas de repuesto y el software procedentes de Estados Unidos y, por lo tanto, de la luz verde de Washington para el mantenimiento y el uso de nuestros equipos.

En el plano tecnológico e ideológico, este acuerdo ataca de hecho las veleidades europeas de regular los gigantes digitales estadounidenses, sacrificando una parte de nuestra soberanía digital. Incapaz de regular estas plataformas, Europa renuncia a controlar plenamente su esfera pública en línea, con los riesgos que ello conlleva para la integridad de nuestros procesos democráticos y nuestros datos.

Para los euroatlantistas convencidos, es la garantía de que Estados Unidos no abandonará pronto una Europa que se ha convertido en su provincia imperial más lucrativa.

Dominique de Villepin

Esta absorción casi total, concebida en Washington para Washington, supone un revés histórico para los partidarios de una Europa verdaderamente independiente. Por el contrario, para los euroatlantistas convencidos, es la garantía de que Estados Unidos no abandonará pronto una Europa que se ha convertido en su provincia imperial más lucrativa.

Por lo tanto, no se trata de un acuerdo comercial, sino de una rendición. Porque, aunque los industriales, los productores y los exportadores europeos puedan alegrarse de poder contar con una mayor estabilidad y previsibilidad para algunos de sus sectores estratégicos, el precio a pagar es exorbitante.

Este acuerdo tendrá consecuencias muy negativas tanto para los europeos como para los franceses. Los economistas del Kiel Institute han estimado en varios miles de millones las pérdidas de riqueza para Francia, lo que significa menos riqueza y menos empleo para los franceses. Se trata de una traición a la promesa europea de prosperidad compartida.

Una humillación colectiva de este tipo no puede sino interpelar a todos los ciudadanos europeos, sobre todo teniendo en cuenta que la Unión tenía los medios para actuar, mientras que cada uno de los 27 Estados, por separado, no habría tenido ninguna posibilidad de resistir la presión estadounidense.

Algunos responsables en Bruselas ya están intentando presentar esta rendición bajo un prisma aceptable, mediante una racionalización a posteriori bien conocida: se asegura que podría haber sido peor y que este acuerdo desequilibrado es preferible a una guerra comercial total; se quiere creer que será solo temporal y que una futura administración demócrata en Washington acabará renegociándolo en un sentido más favorable.

Es ilusorio creer que Donald Trump detendrá ahí sus reivindicaciones frente a una Europa cuya soberanía desprecia abiertamente, y es igualmente ilusorio creer que un futuro presidente estadounidense más razonable renunciará sin contrapartidas a la ganga que suponen estos aranceles una vez aceptados. Se repite que es el precio que hay que pagar para preservar la unidad de Occidente frente a China; incluso se promete, entre líneas, que se sabrá retrasar la aplicación más perjudicial de algunas cláusulas. Pero estas argucias parecen más bien un velo pudoroso sobre una realidad más cruda.

Nuestras concesiones actuales exigirán lógicamente exigencias aún mayores la próxima vez. Preparémonos.

Dominique de Villepin

En realidad, este retroceso histórico es síntoma de la impotencia estratégica europea. Un equipo de políticos de segunda fila no tenía ninguna posibilidad de ganar una lucha geopolítica tan dura. La Comisión ha navegado a vista, zigzagueando sin cesar, y ha convertido su pusilanimidad en una apariencia de estrategia.

No nos equivoquemos: al mostrarse dispuesta a ceder todo sin una línea roja aparente, Europa ha dado a entender que aún no se ha alcanzado el límite de lo que se le puede imponer. Nuestras concesiones actuales exigirán lógicamente exigencias aún mayores la próxima vez. Preparémonos.

Las razones del fracaso

¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo ha podido una Unión fuerte, con 450 millones de habitantes, aceptar lo que hay que llamar un dictado? Las respuestas se encuentran tanto en las implacables relaciones de poder que operan en la escena mundial como en las debilidades que Europa se ha infligido a sí misma.

La primera explicación está estrechamente relacionada con la división de los europeos: Alemania e Italia, principales socios comerciales de Estados Unidos en Europa y que ya apoyaban el TAFTA hace unos años, querían un acuerdo, aunque fuera muy desigual, para dar visibilidad a sus sectores exportadores.

Por su parte, los países de Europa del Este han dado prioridad al mantenimiento del apoyo militar estadounidense en lugar de a un acuerdo equilibrado. La Comisión, por su parte, se ha limitado básicamente a transmitir la posición alemana, como viene haciendo en muchos ámbitos desde las últimas elecciones europeas, incluido el climático.

Francia también tiene su parte de responsabilidad en este desastre. Ha avanzado en solitario, sin preocuparse por formar mayorías en torno a la idea de la soberanía europea, y ha actuado con ambigüedad, incluso con hipocresía, defendiendo la firmeza frente a Washington, pero pidiendo que sus productos queden exentos.

Todos los grandes discursos pronunciados desde 2019 sobre la necesidad de una Europa más soberana no han sobrevivido a esta primera prueba. Esta elección revela también que una parte de la élite europea —arraigada generacional, ideológica y culturalmente en el bando occidental— imagina el mundo no en tres bloques distintos: Estados Unidos, Europa y China, sino en dos: Occidente por un lado y China por otro, con Europa desapareciendo en la esfera de influencia de Estados Unidos.

Todos los grandes discursos pronunciados desde 2019 sobre la necesidad de una Europa más soberana no han sobrevivido a esta primera prueba.

Dominique de Villepin

La segunda explicación se une a una lección inmutable de la historia: es el precio de la servidumbre voluntaria. Desde su regreso a la Casa Blanca, Donald Trump aplica sin tapujos su método favorito: la dominación unilateral y el regateo brutal. No oculta su desprecio por la Unión Europea, a la que considera sucesivamente un vasallo ingrato, un obstáculo para el poder estadounidense o incluso un parásito que vive a costa de Estados Unidos.

Esta visión caricaturesca ya se expresó durante su primer mandato y hoy encuentra un terreno de expresión aún más directo. No se trata ni de una sorpresa ni de una deriva, sino de un método que el presidente estadounidense aplica con frialdad y éxito frente a una Europa que considera débil.

Para Donald Trump, este acuerdo injusto impuesto a Europa constituye, además, una doble victoria. En el plano geopolítico, consagra el arraigo del Viejo Continente a América, aísla un poco más a China y refuerza la supremacía energética y militar de Estados Unidos. En el plano interno, ofrece al presidente estadounidense un argumento electoral de peso: Donald Trump puede presumir de haber satisfecho la ambición MAGA del «America First» al obtener pedidos industriales y energéticos masivos, especialmente en la mayoría de los estados clave que decidirán las elecciones de 2026 y 2028.

Sin embargo, este triunfo político tiene un costo económico nada desdeñable para el propio Estados Unidos: la factura la pagarán en parte los consumidores estadounidenses, obligados a adquirir productos importados más caros, y las empresas estadounidenses dependientes de insumos extranjeros que ahora son más caros, mientras que el resto de la factura correrá, por supuesto, a cargo de los accionistas y empleados europeos.

¿Debía Europa resignarse a ello? ¿Debíamos responder con silencio a las amenazas y multiplicar las concesiones ante los ultimátums? No, sin duda. Y, sin embargo, esa es precisamente la trampa en la que han caído nuestros dirigentes. Por miedo a una escalada, por la ilusión de que la conciliación acabaría por apaciguar a Washington, la Unión ha minimizado sistemáticamente la brutalidad de la relación de fuerzas.

Durante décadas, Europa se ha concebido a sí misma como un modelo «poshistórico» en el que el derecho y el comercio sustituirían al poder y a la realpolitik. Fortalecida por su experiencia de integración exitosa, creyó que su ejemplo se impondría naturalmente a los demás. Sin embargo, el mundo de 2025 está todo menos regido por estos principios benignos: ha vuelto a ser el escenario crudo de la competencia entre potencias.

En todas estas ocasiones, la falta de una respuesta creíble ha reforzado a los partidarios de la ley del más fuerte en la idea de que Europa no quiere o no puede defenderse.

Dominique de Villepin

Esta ingenuidad europea ante la brutalidad del mundo no es nueva.

Ya se vio en la falta de determinación de Europa para impulsar una solución política exigente a la crisis de Ucrania en 2014 o en su incapacidad para impedir las guerras en la antigua Yugoslavia en la década de 1990. Más recientemente, cuando la administración de Trump, ya en 2018, impuso aranceles unilaterales al acero y el aluminio europeos, la Unión protestó con palabras, no con hechos, y tuvo que aceptar estas medidas sin contrapartidas significativas. Del mismo modo, cuando Donald Trump se retiró del acuerdo nuclear con Irán, nuestras empresas se plegaron a las sanciones estadounidenses, al no contar con el apoyo concreto de nuestras propias instituciones para protegerlas. En todas estas ocasiones, la falta de una respuesta creíble ha reforzado a los partidarios de la ley del más fuerte en la idea de que Europa no quiere o no puede defenderse.

El episodio actual es la consecuencia lógica de ello.

Jasper Johns, Target, 1961, Estados Unidos. Encausto y papel de periódico sobre lienzo, 167,6 × 167,6 cm. Colección del Art Institute of Chicago.

Sin embargo, la Unión no carecía de ventajas en esta prueba de fuerza. Con un mercado de 450 millones de consumidores con alto poder adquisitivo, sigue siendo la primera potencia comercial del planeta. El acceso al mercado europeo es crucial para innumerables empresas estadounidenses.

Nuestros dirigentes disponían incluso de una herramienta totalmente nueva, creada precisamente a raíz de los abusos de la administración de Trump en 2017-2020: el instrumento contra la coacción. Este mecanismo jurídico, aprobado por los 27, autoriza medidas de represalia rápidas y masivas contra cualquier país que intente doblegar a Europa por medios económicos ilegítimos. Podría permitir, por ejemplo, suspender el acceso de las empresas estadounidenses a los contratos públicos europeos, restringir determinadas transferencias de tecnologías sensibles o golpear los intereses financieros de Estados Unidos en Europa. En definitiva, un auténtico arma de disuasión económica, a veces calificada de «bazuca comercial».

En el momento crítico, nos negamos a esgrimir esta arma, a pesar de que había sido aprobada por todos. Solo Francia habría reclamado su activación inmediata, mientras que la mayoría de los demás Estados miembros se mostraban reacios, argumentando que era necesario preservar el diálogo.

 No mostrar los dientes cuando se puede es animar al otro a morder más fuerte.

Dominique de Villepin

La división y la indecisión tuvieron consecuencias directas. En primer lugar, nos hicieron perder un tiempo precioso. En lugar de reaccionar de inmediato ante las primeras amenazas arancelarias de Washington, titubeamos. Cuando Donald Trump esgrimió la amenaza de un arancel del 30 % sobre todas las importaciones europeas, habría sido necesario anunciar inmediatamente una respuesta equivalente y activar nuestro instrumento anticoerción.

La Unión no supo valorar sus ventajas frente a un adversario decidido, pero que presentaba numerosas vulnerabilidades. No mostrar los dientes cuando se puede es animar al otro a morder más fuerte. Al limitarse desde el principio a protestas verbales, Europa envió a Donald Trump la desastrosa señal de que estaba dispuesta a ceder si las amenazas se volvían ensordecedoras. No hacía falta más para multiplicar por diez el apetito del depredador.

Por otra parte, nuestra dependencia estratégica de Washington ha pesado mucho. Mientras Europa negociaba bajo presión comercial, muchos responsables temían en el fondo que se pusiera en tela de juicio el «paraguas» de seguridad estadounidense. Desde la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia en 2022, la seguridad europea depende más que nunca de la OTAN y, por lo tanto, de Estados Unidos. En 2024, aunque los países europeos de la Alianza Atlántica han aumentado significativamente sus presupuestos militares, solo asumen alrededor del 30 %, frente al 66 % de Estados Unidos.

Esta realidad alimenta un temor generalizado: si Europa se enfrentara a Washington en materia comercial, este podría renegar de su compromiso con la defensa del continente, ya sea frente a Rusia o en otros lugares. Recordemos que Donald Trump calificó a la OTAN de «obsoleta» y dejó en el aire la duda sobre el apoyo automático de Estados Unidos en caso de agresión. Varios gobiernos de Europa Central y Oriental, muy dependientes del escudo estadounidense, han rechazado cualquier confrontación económica que, en su opinión, pudiera irritar a Washington.

El acuerdo ilustra crudamente el círculo vicioso de la dependencia: cuanto más dependemos de un aliado, menos nos atrevemos a oponernos a él, y más se aprovecha este aliado para imponer su ley.

Dominique de Villepin

Este cálculo a corto plazo —sacrificar nuestros intereses comerciales para no arriesgarnos a la ira del protector militar— ha contribuido sin duda a paralizar la negociación colectiva. Ilustra crudamente el círculo vicioso de la dependencia: cuanto más dependemos de un aliado, menos nos atrevemos a oponernos a él, y más se aprovecha este aliado para imponer su ley.

Sin embargo, en otras partes del mundo, otra potencia ha demostrado que es posible otro camino. La vía elegida por China en los últimos meses debería, como mínimo, servirnos de contraejemplo.

Desde abril, también enfrentada a las nuevas medidas proteccionistas de Washington, China respondió inmediatamente con represalias selectivas y asumidas. Pekín golpeó donde más dolía a la economía estadounidense, apuntando en particular a las exportaciones agrícolas, algunos buques insignia tecnológicos y la imposición de restricciones drásticas a la exportación de tierras raras e imanes. El impacto fue tal que Washington tuvo que dar un paso atrás y reabrir un canal de negociación, aplazando las subidas de aranceles que tenía previstas.

La Unión sigue siendo la primera potencia comercial mundial, por lo que también tenía buenas cartas en la mano. Bruselas debería haber comprendido que la única forma de negociar eficazmente con Donald Trump era mostrándole una clara relación de fuerzas. En cambio, Europa se mostró dividida y tímida. Esta diferencia de actitud pesó mucho en el resultado de ambos enfrentamientos: Washington trató a Pekín como un adversario estratégico peligroso, pero se atrevió a considerar a Bruselas como una presa fácil.

La hora de los constructores

Ya no es momento de lamentarse ni de tomar medidas a medias, sino de dar un salto estratégico.

Esta crisis debe marcar el despertar de la voluntad política europea y un cambio radical de doctrina en nuestra relación con el mundo. Centremos ahora nuestros esfuerzos en unas prioridades claras para enderezar el rumbo.

En primer lugar, Europa debe recuperar una verdadera estrategia de afirmación. Ya no puede contentarse con ser un gigante económico amable y un modelo normativo, esperando que su ejemplo baste para moldear el mundo. Debe recuperar el control de su destino, retomando las palancas del poder en la escena internacional y dotándose de capacidad de iniciativa y disuasión.

Como escribió Tucídides hace 25 siglos, «los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben». No sigamos siendo débiles por elección.

Dominique de Villepin

En materia comercial, la Unión debe actuar como las demás grandes potencias: aplicar sin demora medidas de represalia ante las coacciones y defender enérgicamente sus intereses comerciales e industriales. Pero esto significa al mismo tiempo promover un comercio mundial justo y regulado por la cooperación y los principios del derecho.

En el ámbito diplomático, la Unión debe estar dispuesta a adoptar posiciones firmes, incluso frente a sus aliados, y a poner todo su peso económico en la balanza para impulsar sus puntos de vista. Europa cuenta con las ventajas necesarias —su inmenso mercado, su dominio de las altas tecnologías en determinados ámbitos, su moneda, su red diplomática mundial— y le corresponde utilizarlas de forma estratégica. Como escribió Tucídides hace 25 siglos, «los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben». No sigamos siendo débiles por elección.

En segundo lugar, Europa debe recuperar su autonomía industrial y tecnológica. Décadas de laissez-faire han llevado a una peligrosa erosión de la industria europea. Es hora de invertir la tendencia. Europa debe poner en marcha un plan masivo de inversiones compartidas en los sectores clave del futuro: la energía, la tecnología digital y las altas tecnologías, la defensa y la agricultura, para garantizar nuestra seguridad alimentaria. Ya existen iniciativas —el plan de recuperación post-Covid, la Alianza Europea de Baterías—, pero ahora hay que ampliar y acelerar esta dinámica. Al mismo tiempo, debemos asumir una «preferencia europea» para no seguir siendo víctimas de un libre comercio sesgado. Estados Unidos lleva mucho tiempo aplicando la ley Buy American Act y subvencionando masivamente a su industria: 369.000 millones de dólares en ayudas verdes en la Ley de Reducción de la Inflación de 2022. China protege sus mercados públicos y apoya fuertemente sus sectores estratégicos.

Europa debe dejar de ser el único actor de primer orden que juega con las cartas sobre la mesa en un mundo en el que los demás hacen trampa con las reglas. Debemos instaurar una «Buy European Act» inteligente: cada vez que exista una alternativa europea en un sector crucial, hay que darle sistemáticamente preferencia en los contratos públicos y en los proyectos financiados con dinero público. No se trata de proteccionismo chovinista, sino de pragmatismo ilustrado para garantizar unas condiciones de competencia equitativas.

En materia de tecnología, hay que recuperar el retraso acumulado favoreciendo sistemáticamente las soluciones de nube soberana, apoyando una IA europea que evite la competencia estéril entre Estados miembros y desplegando un programa de formación de ingenieros, técnicos e investigadores, ya que el capital humano sigue siendo nuestro mayor activo.

La batalla también será financiera. Debemos movilizar mejor los 35 billones de euros de ahorro europeo, demasiado a menudo esterilizados, desarrollando un ecosistema financiero diversificado que complemente la fuerza histórica de nuestras redes bancarias. Al reducir ciertas dependencias críticas, reforzaremos nuestra seguridad económica y preservaremos los puestos de trabajo y los conocimientos técnicos europeos. Por supuesto, esto debe hacerse de forma gradual y respetando nuestras propias normas de competencia interna, pero la urgencia exige actuar.

Si no evoluciona nuestra gobernanza, la próxima crisis nos encontrará tan impotentes y divididos como la anterior. La Europa política debe ganar en madurez y capacidad de acción.

Dominique de Villepin

En tercer lugar, debemos reforzar la gobernanza y la unidad política de la Unión.

Una Europa de 27 nunca logrará hablar con una sola voz ni reaccionar rápidamente ante las crisis y las emergencias sin profundas reformas institucionales. La prueba que acabamos de superar ha puesto de manifiesto el precio de nuestra lentitud y nuestras divisiones.

En los ámbitos estratégicos —comercio, seguridad, diplomacia— debemos imaginar mecanismos de decisión más reactivos.

Hay varias vías que merece la pena explorar. Por un lado, ampliar los ámbitos en los que bastaría la mayoría cualificada en el Consejo —por ejemplo, en política exterior o comercial cuando se constate una coacción exterior—, a fin de evitar que la oposición de un solo Estado pueda paralizar a toda la Unión. Por otra parte, apoyarse en una vanguardia europea que reúna a un pequeño número de países impulsores, encargados de tomar la iniciativa en caso de crisis grave. Esta idea merece ser debatida con lucidez: en tiempos de crisis, la rapidez de reacción salva puestos de trabajo, industrias y, a veces, vidas. Nuestros adversarios potenciales lo saben y se aprovechan de nuestra lentitud. No se trata de crear de forma duradera una Europa de dos velocidades, sino de reconocer que una vanguardia en la toma de decisiones puede, en determinadas ocasiones, servir a los intereses de todos gracias a su agilidad, sobre todo ante choques externos.

Si no evoluciona nuestra gobernanza, la próxima crisis nos encontrará tan impotentes y divididos como la anterior. La Europa política debe ganar en madurez y capacidad de acción.

Por último, ha llegado el momento de refundar con claridad y reciprocidad nuestra relación con Estados Unidos.

Esto significa dotarnos de los medios para nuestra independencia, a fin de poder ejercer nuestra influencia en pie de igualdad con Estados Unidos y como aliado libre. Esto redunda en interés de Europa, pero también, en el fondo, de Estados Unidos y, en general, de la paz mundial, que se beneficiará de salir de un enfrentamiento estéril entre un supuesto «bloque occidental» y China.

Una alianza occidental cimentada en valores democráticos comunes y una defensa compartida sigue siendo un pilar de nuestra seguridad y prosperidad. Pero exige proseguir los esfuerzos en materia de defensa europea.

Nada es inevitable: esta derrota política puede, por el contrario, convertirse en la semilla de un renacimiento estratégico.

Dominique de Villepin

Los avances recientes son reales: muchos Estados miembros están aumentando considerablemente sus presupuestos militares e invirtiendo en nuevas capacidades. Pero aumentar el gasto también requiere un importante esfuerzo de coordinación y planificación si se quiere lograr una independencia real. Por lo tanto, estos medios adicionales deben utilizarse de forma inteligente para desarrollar una base industrial de defensa europea integrada, mutualizar los programas de armamento —en lugar de comprar sistemáticamente a Estados Unidos— y reforzar las estructuras de mando comunes.

Cuanto más capaz sea Europa, en su caso, de garantizar su propia seguridad, más serena y equilibrada podrá ser su asociación con Washington. Se trata de una tarea a largo plazo, pero indispensable para que Europa tenga el mismo peso que los demás grandes polos de poder en el siglo XXI.

Conmocionada por la humillación del 27 de julio de 2025, Europa podría hundirse en la duda y el desánimo. La reacción más probable, si nada cambia, es que Estados Unidos intente aprovechar aún más su ventaja, como una potencia imperial frente a la China de la emperatriz Cixi, sometida por Gran Bretaña y Francia a los tratados desiguales del siglo XIX.

Este creciente dominio provocará inevitablemente un descontento cada vez más intenso, tanto entre una parte de nuestras élites, que verán cómo disminuyen su influencia y sus intereses, como entre los pueblos, cuyo modelo social será cada vez menos financiable.

Los dirigentes europeos, apegados al statu quo que los mantiene en el poder, intentarán sofocar estas protestas para preservar el orden establecido. Pero esta tensión no podrá prolongarse eternamente: tarde o temprano, ante esta espiral de dependencia y enfado, Europa se verá obligada a elegir su destino.

Nada es inevitable: esta derrota política puede, por el contrario, convertirse en la semilla de un renacimiento estratégico.

Hoy, la alternativa es sencilla: o seguimos sumidos en la sumisión —y seguiremos el camino de la China de finales del siglo XIX, condenada a un «siglo de humillación»— o levantamos la cabeza.

Si persistimos en la inacción, enviaremos una señal de debilidad permanente que sin duda provocará nuevos dictados en el futuro, ya provengan de Estados Unidos o de cualquier otro lugar.

Europa correría entonces el riesgo de retroceder al rango de objeto en el juego mundial, zarandeada entre las decisiones tomadas en Washington, Pekín o cualquier otro lugar, sin poder influir en su destino, y sumirse así en un nuevo ciclo de humillación.

Hoy, la alternativa es sencilla: o seguimos sumidos en la sumisión —y seguiremos el camino de la China de finales del siglo XIX, condenada a un «siglo de humillación»— o levantamos la cabeza.

Dominique de Villepin

Por el contrario, si damos el impulso necesario, Europa podría volver a ser un actor central y respetado. Estaría en condiciones de defender y promover activamente los intereses y valores que le son queridos: una globalización regulada y equitativa, la lucha contra el cambio climático, de la que ha sido pionera, la democracia y el Estado de derecho, la paz basada en la cooperación y la seguridad compartida. Pero para transmitir este mensaje con fuerza, no debemos desaparecer de la escena.

El silencio con el que Europa ha respondido a las intimidaciones de Donald Trump ha dado la vuelta al mundo, resonando como una confesión de nuestra impotencia. Ahora nos corresponde romper este silencio vergonzoso y devolver a Europa una voz fuerte, la de pueblos unidos, conscientes de su peso y decididos a construir juntos su destino.

Ha llegado el momento de decir «no» a lo que nos degrada y «sí» a una Europa ambiciosa, dueña de su futuro. Es el precio que debemos pagar para que, mañana, la historia se escriba con nosotros y no sin nosotros.