Al iniciarse una nueva etapa de la historia de Francia, en un momento en que tantas amenazas se ciernen sobre ese país, sobre Europa, sobre la democracia, sobre la humanidad, sobre la vida misma, debemos tener el valor de detenernos, al menos por un momento, y razonar sobre los múltiples tsunamis informativos que nos asaltan para situarlos en un marco teórico lo más vasto posible, en el mundo y en el tiempo, en la geografía y en la historia. Y someter (como debe ser al menos de vez en cuando) la táctica a una estrategia, la estrategia a un proyecto, el proyecto a una visión del mundo, la visión del mundo a un análisis de la dinámica de la Historia.
Y, para lograrlo, hay que empezar por plantearnos la pregunta que determina todas las demás: ¿de qué pueden morir las comunidades a las que pertenecemos: la vida, la humanidad, Europa, Francia, el territorio, la empresa, la familia, y otros más?
¿Qué nos amenaza hoy?
Entre todas las amenazas que pesan hoy en día sobre todas las comunidades a las que pertenecemos, podemos nombrar al menos siete, en orden decreciente de probabilidad, sin ningún orden cronológico de aparición ni ninguna jerarquía de gravedad. Siete amenazas cuya materialización es lo suficientemente verosímil como para preocuparnos desde ahora por las respuestas:
- Una crisis climática: no es un riesgo, es una certeza; dentro de tres años, la humanidad habrá alcanzado un punto de no retorno y ya no podrá controlar la dinámica de la evolución de la temperatura del planeta. Y lo mismo ocurrirá pronto con un gran número de otras dimensiones de la vida, cuyas condiciones específicas de existencia hoy se cuestionan ampliamente. Por lo tanto, es vital que todos los líderes del mundo tomen, por separado y en conjunto, iniciativas importantes, radicales y revolucionarias para garantizar que nuestro planeta siga siendo habitable dentro de treinta años.
- Una hambruna mundial: tampoco en este caso se trata de una catástrofe posible, sino de una catástrofe anunciada, que ya comenzó en algunas regiones de África y Asia, y que se ha agravado recientemente, en particular por la guerra de Ucrania que, sea cual sea el destino de las armas, privará al planeta de una parte muy importante de sus alimentos y de su abono durante al menos dos años. Si no se hace nada, esta hambruna provocará la muerte de millones de personas en todos los continentes y causará enormes movimientos de población que ninguna barrera populista podrá frenar si no tomamos la iniciativa de ayudar a esas poblaciones a conseguir los medios autónomos para alimentarse.
- Escasez de materias primas estratégicas: ciertas materias primas (como el grafito, el litio, el titanio, el níquel, el cobalto, el manganeso y los imanes) son cada vez más escasas; se consumen cada vez más y son especialmente vitales para las industrias del futuro. Por ejemplo, las baterías (en las que se basan algunas de las esperanzas de controlar el cambio climático) y las turbinas eólicas dependen de materiales que sólo están disponibles en grandes cantidades en uno o dos países con un comportamiento tan imprevisible como China (para los imanes) y Rusia (para el titanio), y para los que actualmente no existe una solución alternativa: ¿qué ocurrirá entonces cuando una gran parte de las cadenas de producción de baterías, computadoras, páneles solares, turbinas eólicas y vehículos de todo tipo se interrumpa en todo el mundo por un bloqueo de este tipo?, ¿qué estamos haciendo para prepararnos, para romper esta dependencia mortal?
- Una guerra nuclear con Rusia: el conflicto actual, atroz y monstruoso, en el que un ejército deporta, tortura, viola, mata y niega la existencia misma de un pueblo hermano y vecino, probablemente sólo acaba de empezar. A medida que se intensifica, podría llevar a las democracias a apoyar cada vez más a este pueblo martirizado, no sólo mediante el suministro de armas, sino también implicándose cada vez más claramente en el conflicto. Sobre todo si, dentro de unas semanas, se agrava por el uso, por parte de Rusia, de armas químicas en territorio ucraniano, o por el bombardeo de plantas químicas o nucleares, o incluso por el uso de bombas nucleares tácticas o estratégicas. Es perfectamente probable que ocurra un escenario así, por descabellado que sea, justo antes o después del 9 de mayo, aniversario de la victoria del Ejército Rojo sobre los ejércitos de Hitler. En particular, se podría temer que, a medida que la victoria en Ucrania quede fuera de alcance, Rusia decida ampliar el campo de batalla a algunos países vecinos en Europa. Y eso sería la Tercera Guerra Mundial; la verdadera primera guerra termonuclear. La humanidad no sobreviviría. ¿Qué hacer para evitarlo? ¿Permanecer inmóviles? ¿Acelerar aún más?
- Una nueva pandemia mundial: ningún experto excluye (y algunos incluso lo consideran muy probable) que una nueva variante, de este virus o de otro, vuelva a atacar masivamente a la especie humana algún día. De hecho, el que aún nos ataca hoy está lejos de ser derrotado. ¿Estaremos preparados para hacer el mejor uso de la ciencia para protegernos de un nuevo tsunami epidémico? ¿Seremos capaces de defendernos uniéndonos y preservando la democracia, allí donde exista?
- Una crisis financiera global: Desde hace quince años no hemos resuelto ninguna crisis, ni económica, ni social, ni financiera, ni sanitaria, ni ecológica: sólo hemos aumentado la carga de los gastos necesarios para mantener nuestras sociedades en funcionamiento, haciendo rodar ante nosotros una bola de deudas cada vez mayor. Las consecuencias son previsibles desde hace mucho tiempo: el retorno de una gran inflación, agravada por los acontecimientos precedentes; deudas, tanto públicas como privadas, cada vez más grandes, que deben soportar intereses cada vez más elevados hasta volver insolventes a las naciones, ciudades, empresas y hogares más endeudados. Entonces tendremos que cerrar escuelas y hospitales, e interrumpir programas esenciales para combatir el calentamiento global. ¿Quién quiere esto? ¿Qué estamos haciendo para prepararnos o, mejor aún, para evitarlo?
- Entonces, podría surgir una crisis política global cuando nos demos cuenta de la incapacidad de los líderes para controlar los problemas, para salvar el mundo. Los líderes serían barridos; comenzaría un período muy oscuro. De nuevo, ¿qué se está haciendo para mejorar la gobernanza mundial antes de que comience esta crisis?
¿Qué amenaza a la democracia?
Si estas crisis se materializan, afectarán primero a las democracias:
De inicio, porque surgirá una demanda de protección, autonomía, aislamiento, autoridad y consideración de las amenazas de largo plazo que ningún gobierno democrático actual puede asumir sin poner en duda su propia esencia. Ya vemos que en Polonia, Hungría, India, Indonesia y Etiopía las democracias están cayendo en lo que se llama modestamente «iliberalismo»: es la antesala del totalitarismo.
Luego, porque todo se está acomodando, como se esperaba desde hace tiempo, para que las mayores empresas del mundo se independicen de los Estados de los que proceden, y en particular de las democracias. Esto era fácil de prever: las empresas, por naturaleza, no tienen fronteras (ni geográficas ni en su ámbito de competencia), mientras que las naciones están definidas por fronteras, y los Estados no pueden cambiar fácilmente sus ámbitos de competencia. Así, vemos cómo cada vez más grandes empresas, en particular las grandes plataformas (conocidas como los Gigantes Tecnológicos), escapan a las normas establecidas por los Estados democráticos. Estos últimos siguen teniendo los medios para controlarlas, como han hecho los dirigentes chinos con las suyas, los llamados BATX. Pero en poco tiempo, esas empresas globales escaparán a su control y sólo serán responsables ante sus accionistas, por la naturaleza de los mensajes que transmiten y por la naturaleza de los productos que ponen en el mercado. Organizarán una hipersupervisión de los trabajadores y de los consumidores a través del control del comportamiento de sus empleados, de sus clientes, de sus inversionistas, quienes encontrarán ventajoso disfrutar de esta servidumbre comercial, y, como siempre, les prometerán una vida más larga, con mucho menos sufrimiento.
Por último, he explicado en otro lugar y durante mucho tiempo que no hay nada más peligroso que un mercado globalizado sin reglas a nivel planetario. Será el reino del cortoplacismo absoluto, de la corrupción, de la mercantilización de todas las relaciones sociales. Será el abandono de todas las grandes luchas contra las crisis cuando sean fuentes de beneficio. Será la continuación de la evolución que inició con la aparición del mercado, hace algo así como diez mil años, que empuja a transformar en objetos producidos en serie todos los servicios que se intercambian entre los seres humanos, incluidos los propios seres humanos. Y es esta artificialización la que destruye la naturaleza, la que trastoca sus leyes, la que siembra en cada ser humano miles de prótesis para evitarle la enfermedad, el dolor, la inseguridad, la ignorancia. Para distraerlo. Para hacerle olvidar que es mortal.
Si la humanidad no se autodestruye primero por una guerra, una alteración del medio ambiente o alguna otra crisis, asistiremos a la artificialización total de la vida; la humanidad se convertirá en un artefacto producido por artefactos, en una colección de objetos reproducibles. No podrá sobrevivir. Y, sin embargo, morirá por el miedo a la muerte…
¿Qué otra cosa amenaza a Europa específicamente?
En esta vorágine, Europa es hoy un relativo remanso de paz y felicidad. Es un continente de inmensa diversidad, unido por el amor a la democracia, un clima templado, recursos considerables; una de las regiones más ricas del mundo, si no es que la más rica y poderosa. Tiene una libertad política desconocida en cualquier otro lugar, las democracias más avanzadas, algunos de los mejores hospitales del mundo, investigadores destacados, empresas líderes en todos los campos. Actividades culturales únicas en el mundo. Y es en Europa donde se experimenta, con bastante éxito, a pesar de las dificultades, lo que podría ser un día una gobernanza mundial que preserve la diversidad de los pueblos y de las naciones.
Por todas estas razones, nadie fuera de este continente tiene interés en su éxito, y su supervivencia está amenazada:
Por sus competidores económicos y geopolíticos, que querrán quitarle todos sus tesoros, robarle todos sus mercados y negarle cualquier medio de poder. Veremos cómo las principales empresas europeas son compradas por fondos de inversión o por competidores de otros lugares. Veremos a las potencias no europeas, enemigas entre sí, ponerse de acuerdo para impedir que la Unión Europea adquiera los medios reales de poder y soberanía industrial, política y militar.
Por quienes no podrán tolerar que el éxito de un modelo democrático dé ideas a sus propios ciudadanos y los empuje a la revuelta, y que a sus vasallos los empuje a salir de su órbita. Esto es lo que ya está ocurriendo en Ucrania, cuya adhesión a los valores europeos está provocando una evolución intolerable para Rusia, que está perdiendo su cuna identitaria y que no puede tolerar la perspectiva de una sociedad democrática a sus puertas que les ofrezca a sus habitantes una perspectiva de éxito económico y una libertad política desconocida en Rusia desde su fundación.
En suma, casi todos los países fuera de la Unión Europea, desde China hasta Estados Unidos, desde Rusia hasta Gran Bretaña, no pueden tolerar su éxito y harán todo lo posible para oponerse a ella, para destruirla. De todas las maneras posibles.
Existe un gran peligro de que, en la gran vorágine del mundo, Europa acabe sometida a normas extranjeras, establecidas en Washington, Nueva York, California o Shanghái, y termine disolviéndose en un gran mercado mundial, en el que ya no tendrá voz, del que no será más que un museo, y del que se irán todos los jóvenes en busca de éxito y libertad.
En una Europa así, Francia perdería también los últimos resquicios de su soberanía y seguiría deshaciéndose, obligada a adoptar la lengua, la cultura, el sistema jurídico, los valores y los procedimientos del comunitarismo anglosajón.
Sin embargo, y precisamente porque estas amenazas se acumulan, el proyecto europeo nunca ha sido más necesario. Si esta pequeña llama democrática se apagara, habría pocas esperanzas para la democracia en el planeta: no es la caricatura estadounidense la que podría tomar el relevo. Además, si Europa fracasa, ¿cómo podemos esperar conseguir algún día a escala planetaria lo que no hemos podido lograr con una vigésima parte de la población total del mundo?
Por ello, es urgente recordar que la historia es trágica, que obedece a leyes identificables, que muchos acontecimientos de los próximos cinco años formarán parte de estas tendencias, amenazarán el nivel de vida, el bienestar y las libertades civiles de las democracias, y que, para hacerles frente, habrá que elegir líderes conscientes de esta lectura de la historia y de la importancia de la cooperación constante entre todos los que se instalarán, durante algún tiempo, en Europa, en la cabina del avión de nuestros destinos.
Un concepto estratégico: la sociedad de la vida
Entonces, podríamos alinear una sucesión de medidas para intentar evitar estos desastres anunciados. Esto no tendría sentido, no serviría de nada, si no definimos primero un concepto estratégico claro y un método eficaz para llevar a cabo estas batallas.
El marco estratégico no puede ser el liberalismo, que sólo llevaría a abandonar nuestro destino a las leyes mortales del mercado. Tampoco puede ser la socialdemocracia, que todavía se reduce a pensar en la mejor manera de organizar la protección de las víctimas de los rigores del capitalismo. Tampoco puede definirse por la negación absoluta del capitalismo, que en teoría podría justificar la urgencia de interrumpir el proceso de artificialización de la vida. Ni por la negación de la democracia, con el pretexto de que sólo sirve a los intereses más inmediatos. Porque el mercado, como la democracia, sigue siendo un procedimiento insustituible:
El mercado es la forma menos trágica de gestionar la escasez de bienes privados, y la democracia es la forma menos totalitaria de gestionar la escasez de bienes públicos. Pero para evitar que el mercado se imponga sobre la democracia, hay que trazar límites claros entre lo que se puede y lo que no se puede comerciar, hay que dejar claro qué actividades de mercado se deben fomentar y cuáles se deben condenar, y hay que encontrar la manera de dar un voto a las generaciones futuras, que están muy olvidadas por mecanismos que les son ajenos.
Y para ello será necesario enmarcar los procedimientos electorales en las democracias de mercado mediante mecanismos de regulación que protejan los intereses de las generaciones futuras. Y para ello hay que crear santuarios para una parte del mundo vivo y reorientar la producción humana hacia lo que sea más útil para las generaciones futuras.
Para que una sociedad así funcione, primero debe preservar y desarrollar actividades no mercantiles (la cooperación, el deporte, actividades artísticas y políticas, la vida en común, el aprendizaje, la conversación, la transmisión), que son claramente favorables al bienestar de las generaciones futuras.
El mercado debe entonces reorientarse hacia la producción de bienes y empleos en sectores que, de una u otra manera, tienen como misión la defensa de la vida: la salud, la alimentación, la higiene, la educación, la investigación, la innovación, la energía sustentable, la información, la cultura, el arte, la democracia, la defensa, la seguridad, la logística, el comercio, las finanzas sustentables. Estos sectores forman lo que yo llamo la «economía de la vida». Hasta hace muy poco, se componían principalmente de servicios y, por lo tanto, no contaban con el potencial de crecimiento (que implica un aumento de la productividad resultante de la industrialización de un servicio). Últimamente, también están formados por industrias, capaces de innovar y mejorar constantemente su capacidad para cumplir su misión.
También es necesario reconvertir los demás sectores, que forman la «economía de la muerte», y que hoy en día, en todos los países, representan la parte esencial de la producción de mercado. No es una tarea fácil, pues será necesario reconvertir todo lo que requiere el uso de energías fósiles (la industria del petróleo y del gas, la industria automotriz, la industria química, los plásticos, la moda, el turismo) o de azúcares artificiales y otras drogas (una gran parte de la industria alimentaria).
Por último, es necesario garantizar que la riqueza así producida se distribuya de forma equitativa, y éste es esencialmente el papel del fisco, que sólo puede ser realmente eficaz si se ajusta a las normas que se apliquen en todo el planeta.
Todo ello formará una «sociedad de la vida».
¿Cómo actuar? Una economía de guerra al servicio de la sociedad de la vida
Durante las crisis recientes, cada uno de nosotros, a título personal o colectivo, ha sentido la urgencia de recuperar el control de su vida, de volver a ser soberanos; en particular, Francia y Europa han resentido la dependencia que tienen con el resto del mundo en ámbitos esenciales: con Estados Unidos para la defensa, con Rusia para la energía, con China para los minerales de tierras raras y tantas otras cosas.
No hay que hacerse muchas ilusiones: ningún ser mortal puede, por naturaleza, ser soberano, ya que no controla lo esencial, es decir, la fecha de su muerte. E incluso en el marco limitado de nuestra vida, cualquiera que viva en sociedad, incluso en la más democrática, no puede ser plenamente soberano, pues debe tener en cuenta la soberanía de los demás. Esto es válido para el individuo, la familia, la comuna, la nación, el mundo e incluso la humanidad. Y la propia naturaleza, de la que el hombre no es soberano, tampoco lo es ella misma, ya que su evolución está determinada por condiciones cosmológicas. Así pues, no nos queda más que intentar, a lo largo de nuestra vida y de la historia, derribar los muros de nuestra prisión.
Muchos obstáculos se han interpuesto en el camino de este gran movimiento histórico. Los sistemas religiosos, ideológicos y políticos han hecho todo lo posible para evitarlo. Incluso hoy en día, muchas personas, especialmente las mujeres, no tienen control sobre sus propias vidas.
Para ello, debemos construir una sociedad de la vida, transformar nuestro aparato industrial en una economía de guerra para producir a marchas forzadas los medios de la economía de la vida y reorientar los sectores de la economía de la muerte.
Por ejemplo, es un secreto a voces que nuestros ejércitos, al igual que los de todos los demás países europeos, pronto tendrán una gran escasez de municiones y armamento; sobre todo si siguen encontrando la manera de proporcionar los medios de defensa y contraataque a quienes, en Ucrania, se resisten al avance de la dictadura en nuestro nombre, una actitud por lo demás honrosa. Al ritmo actual, muy pronto ya no tendremos la fuerza —si no es que ya la perdimos por completo— para asegurar una postura disuasoria, y mucho menos una postura ofensiva, si la desgracia lo requiriera. Por tanto, sería urgente, muy urgente, poner a las empresas industriales del sector de la defensa a trabajar a marchas forzadas; hacerlas producir armas y municiones las 24 horas del día y los 7 días de la semana, pagando por ello el precio que sea necesario, «cueste lo que cueste». Todo esto aunado a la reconversión, temporal o definitiva, de empresas o fábricas perfectamente adaptables a estas nuevas necesidades: por ejemplo, toda la industria automotriz podría producir armamento.
Esta urgencia se justifica también para todos los demás sectores de la economía de la vida, que deben desarrollarse; y para los de la economía de la muerte, que deben reconvertirse. Por ejemplo, el sector turístico debe convertirse cuanto antes en el sector de la hospitalidad, en todas las acepciones de la palabra. Y será emocionante. Debe hacerse muy rápidamente para ir al ritmo de la inminencia de las crisis mencionadas.
Pasar de la economía de guerra a la sociedad de la vida exigirá una verdadera movilización de la opinión pública, así como decisiones radicales: pagar mucho más por el trabajo, y en particular por las horas extra, para producir a marchas forzadas las herramientas necesarias para la transición energética y agroalimentaria; conceder préstamos subvencionados ilimitados a cualquier industrial que se lance de forma creíble a este tipo de producción o que transforme las líneas de producción de la economía de la muerte. Estamos lejos de ello.
De manera más general, el «cueste lo que cueste» ya no debe referirse a la demanda, sino también, y sobre todo, a la oferta. Y como prioridad, el suministro de bienes en todos los sectores de la economía de la vida.
Esto requiere una preparación, una organización, contrataciones, una liberación de la iniciativa práctica y técnica a todos los niveles de las organizaciones, una voluntad administrativa y sobre todo política, de todos y en todo momento. Éste debería ser también un proyecto común de todos los miembros de la Unión Europea, que llame al continente a dotarse de los medios para su soberanía, que es una condición, como podemos ver claramente hoy, para salvaguardar su modo de vida y su nivel de vida. No sería fácil, por supuesto, especialmente en este momento de la historia, cuando Europa se enfrenta a un gran momento de la verdad: ¿tendremos que ir a la guerra fuera de nuestras fronteras? ¿Y cómo podemos tomar juntos una decisión de este tipo cuando sólo Francia, dentro de la Unión, tiene un ejército digno de ese nombre, sin disponer de los medios para asegurar la protección de sus vecinos? ¿Cómo se puede pensar en un proyecto europeo cuando, frente a todas las urgencias, lo único que tenemos en Alemania desde hace quince años es una canciller empeñada en su derecho a ser el país económicamente más poderoso de la región sin tener la más mínima obligación de asegurar su propia defensa? ¿Cómo pensar en un proyecto común para la defensa de lo que nos une cuando cada uno sólo piensa en refugiarse bajo el paraguas de un ejército no europeo, cuya garantía es cada vez más ilusoria?
Algunas propuestas concretas para una «sociedad europea de la vida»
Todo eso es lo que hay que cambiar, y no será fácil.
Será necesario poder dotarnos de los medios para una verdadera política de la vida. Esto significaría dotarnos de medios comunes de seguridad y defensa, financiándolos conjuntamente, en una concepción global de una «sociedad europea de la vida».
Esto significará reorientar todas las políticas nacionales de defensa y seguridad, de salud, educación, agricultura e industria de la Unión de acuerdo con este concepto estratégico; transformar el Banco Europeo de Inversiones, el mayor banco público del mundo, en el «Banco de la Economía de la Vida» y no sólo en un banco del medio ambiente, y reconocer la necesidad de trabajar todos juntos en una economía de guerra, para garantizar nuestra soberanía lo antes posible.
Este marco estratégico dará lugar a numerosas reformas institucionales. En primer lugar, la Unión debe ser capaz de imponer sus propias normas en casa, y luego, en el exterior; debe tener su propia normativa anticorrupción; debe promover el uso de su moneda y de los servicios de pago europeos; debe controlar las inversiones extranjeras en los sectores de la economía de la vida; debe poner en marcha un impuesto sobre el carbono al interior de sus fronteras, a un nivel creíble; debe reforzar el poder de su parlamento; debe elegir a quienes lo dirigen por sufragio universal, condición para una gobernanza legítima.
Francia sólo podrá desempeñar un papel pleno y completo si se convierte en una potencia industrial en los ámbitos de la vida, si refuerza su poder militar y si se apoya en lo que constituye su identidad: la francofonía.
Todo esto no será un asunto exclusivo de los gobiernos: los europeos empiezan a comprender que el futuro depende de ellos mucho más que de sus representantes elegidos; si el sistema escolar va mal, se debe en gran medida a los padres, profesores y alumnos, y no sólo a los presupuestos y programas; si el sistema de salud va mal, no es sólo por la negligencia de los ministerios, sino también por la falta de higiene, de práctica deportiva, por la desastrosa alimentación y el despilfarro de todo tipo; si la integración va mal, no es sólo por la insuficiencia de medios de las políticas públicas, sino también porque los más ricos se niegan a compartir sus escuelas con los hijos de otras clases sociales; si el déficit exterior del país es tan catastrófico, no se debe sólo a una estrategia industrial inexistente o a un sistema bancario de prudencia suicida, sino a un país incapaz de producir lo que quiere consumir; si nuestra democracia está tan amenazada, no es sólo por culpa de quienes, en la cúspide, no la respetan, sino también por el número demasiado reducido de quienes tienen el valor cotidiano de no bajar la mirada ante quienes la amenazan y de defender sus valores y principios, incluido el del laicismo.
Todo esto define una estrategia: una sociedad de la vida a través de una economía de la guerra. Esto requeriría una acción continua que empiece ahora y dure al menos veinte años. Es decir, que dure cuatro mandatos presidenciales.
¿Nos atreveremos?