Tras el estudio de Chris Miller sobre los semiconductores, el de Agathe Demarais sobre las sanciones y el retrato de Morris Chang por Alessandro Aresu, esta perspectiva es el cuarto episodio de nuestra serie «Capitalismos políticos en guerra».
La industria y la cuestión transatlántica
El estado actual de las relaciones transatlánticas está marcado por una extraña paradoja. Por un lado, la agresión rusa contra Ucrania ha conducido, en contra de los temores de muchos y de las expectativas de Putin, al fortalecimiento de la cohesión atlántica y de la unidad europea. De hecho, en pocos meses los europeos han recuperado una capacidad de actuación conjunta que parecía perdida; se han disipado los temores -y las esperanzas de algunos- de una desvinculación estadounidense de Europa, y la dicotomía entre OTAN y defensa europea ha quedado relegada a discusiones académicas. Por el contrario, quedó claro que ambos procesos se refuerzan mutuamente.
Por otra parte, esta nueva unidad atlántica es frágil. Para encontrar un antiamericanismo tan extendido -aunque siga siendo minoritario en la sociedad europea- hay que remontarse muy atrás: a la guerra de Vietnam, a la crisis monetaria de agosto de 1971 o a la segunda guerra del Golfo. Trump, que ha dado la impresión de odiar más a sus aliados que a sus adversarios, pero el efecto ha sido más retórico que concreto, ha dejado profundas cicatrices psicológicas en Europa; su regreso -o el de un candidato del mismo calibre- se agita como un temor inminente, pero también como la secreta esperanza de quienes quieren interpretar el proclamado deseo de autonomía estratégica de la Unión como un llamado a la autonomía frente a Estados Unidos. En realidad, esta desconfianza europea hacia el aliado estadounidense tiene raíces más profundas, que se remontan a la presidencia de Obama por su falta de interés en Europa, su débil reacción en 2014 a la primera agresión rusa en Ucrania y las contradicciones de su actuación en Siria.
Sin duda, la llegada de Biden ha cambiado considerablemente el escenario. No obstante, Estados Unidos aparece ante los europeos como un país dividido y polarizado, bloqueado en el funcionamiento de sus instituciones y asolado por un proteccionismo creciente en un contexto de tentaciones unilaterales. Además, aparte de las declaraciones amistosas de miembros de la administración, Europa apenas está presente en los cálculos estratégicos estadounidenses; cuando lo está, refleja el viejo estereotipo de un continente dividido, atrincherado en la búsqueda de ventajas económicas y comerciales y reacio a asumir la responsabilidad de su propia seguridad. Para bien o para mal, la imagen de Europa sigue siendo la de Angela Merkel. No la de un adversario, como parecía percibirla Trump, sino básicamente la de un socio pasivo que aprovecha la implicación estadounidense. La paradoja es, por tanto, que la confianza mutua parece más bien escasa, justo en el momento en que la unidad sobre el terreno está en su punto más alto.
Contrario a lo que piensan algunos observadores, la fragilidad de la relación no tiene su origen en la guerra de Ucrania. A pesar de las dificultades internas que puedan encontrar los dos aliados, de las ambigüedades ocasionales de Francia y de las contorsiones a veces exasperantes de Alemania, la ruptura de la unidad occidental o europea parece ahora una perspectiva muy lejana. Lo que está en juego para el futuro de Europa y las posibles consecuencias internacionales, así como el peso de los crímenes cometidos por Rusia, son demasiado elevados. Además, ninguna fuerza política que pueda gobernar en un futuro próximo defiende una política fundamentalmente diferente. Ivan Krastev ha observado acertadamente que la prueba de fuego para la unidad occidental sólo podrá tener lugar cuando el cese de las hostilidades sea concretamente posible, una hipótesis que sigue siendo muy remota. Los dos posibles puntos de crisis, que están interconectados, son la política industrial y tecnológica y la cuestión china.
El primer problema es el más urgente y también el más peligroso. La pandemia ha materializado una cuestión conocida desde hace tiempo: la fragilidad de ciertas cadenas de suministro de tecnologías y materias primas críticas y, para algunas de ellas, la fuerte dependencia de Occidente respecto a China. Este problema afecta tanto a Europa como a Estados Unidos, pero es más grave para nosotros debido a un mayor retraso en el campo de las tecnologías digitales. Esta debilidad objetiva europea se vio agravada después por la crisis energética vinculada a la guerra de Ucrania: se trata de otro caso de asimetría transatlántica. Esos fenómenos, combinados también con las crecientes tensiones sociales, han producido en todo Occidente una desafección hacia los beneficios de la globalización y un renovado interés por la intervención estatal en la economía; en otras palabras, la política industrial -un concepto muy criticado desde los años setenta- vuelve a estar de moda. Lo cierto es que la intervención estatal nunca se abandonó por completo, ni en algunos países europeos ni en ningún otro lugar. La diferencia es que se practicaba con menos dirigismo y más respeto por el mercado. Lo nuevo hoy son esencialmente las dimensiones de la intervención.
La sorpresa, que al fin y al cabo no debería haberlo sido, es que la reacción más rápida y contundente no ha venido de Europa, sino de Estados Unidos, como en la crisis de 2008. De hecho, un Congreso habitualmente estancado pudo aprobar rápidamente su Ley de Reducción de la Inflación (IRA), que, a pesar de su nombre, es en realidad un programa masivo de apoyo público al desarrollo tecnológico y la transición climática; por ejemplo, fomenta el desarrollo de coches eléctricos y semiconductores. El programa no sólo es altamente intervencionista, sino también intrínsecamente proteccionista, ya que fomenta la compra de productos estadounidenses e impone restricciones a la exportación, en teoría dirigidas a China, pero que también discriminan considerablemente a la industria europea.
La Unión Europea, que teóricamente debería estar más familiarizada con la política industrial, se queda atrás por al menos tres razones. La primera es institucional: como no es un Estado, no dispone de los instrumentos centralizados (subvenciones, exenciones fiscales) que tiene un país como Estados Unidos. La segunda es que las estructuras industriales y las sensibilidades relativas de los países que lo componen son diferentes. En consecuencia, llegar a un acuerdo, a veces sujeto al requisito de la unanimidad, es necesariamente más lento y complejo que en el Congreso estadounidense. Por último, el elevado nivel de endeudamiento de muchos miembros de la Unión limita su margen de maniobra presupuestario.
Encontrar el consenso europeo
En esencia, Europa tiene que conciliar necesidades que no forzosamente son incompatibles, pero que responden a distintas sensibilidades nacionales. Debe desplegar recursos financieros para apoyar la transición climática, recuperar al menos parcialmente su retraso tecnológico y garantizar el suministro de materias primas críticas. Es un objetivo a alcanzar en cualquier caso, pero se hace especialmente urgente ante las medidas estadounidenses. Una forma obvia de avanzar es flexibilizar, como se hizo durante la pandemia, las restricciones europeas que limitan la libertad de los Estados miembros para conceder ayudas públicas a la economía. Se trata de una vía que puede tomarse rápidamente y por la que han abogado países como Francia y Alemania. El problema es que no todos los países tienen la misma capacidad presupuestaria ni las mismas debilidades estructurales. También es significativo que más de dos tercios de los programas de ayuda autorizados tras la relajación de las restricciones durante la pandemia fueran impulsados por Francia y Alemania.
Otro peligro inherente a este planteamiento es que, a pesar de los esfuerzos que sin duda haría la Comisión Europea para controlar las medidas nacionales, éstas podrían conducir a una mayor fragmentación del mercado europeo y minar las ventajas adquiridas, pero, sobre todo, la posibilidad de afrontar nuevos retos de dimensión plenamente continental. En esencia, tras la retórica de una política industrial europea, existe el riesgo de toparse con las políticas nacionales.
Estos dos peligros -la renacionalización de facto de las políticas bajo el pretexto de un enfoque común y la discriminación entre Estados miembros- sólo pueden superarse con un fuerte financiamiento común. La Unión Europea cuenta en su haber con los programas Next Generation EU y SURE, creados durante la pandemia, que aún se están poniendo en marcha. Se ha roto el tabú del financiamiento centralizado, pero muchos países siguen siendo muy reacios a dar nuevos pasos en esa dirección. De hecho, la idea aún se está construyendo. Circula la propuesta de un «fondo soberano europeo» para apoyar la adaptación de nuestro sistema productivo a la transición climática, iniciar una recuperación europea de la competencia tecnológica y ser una respuesta a las medidas estadounidenses. Sin embargo, no está claro cuál sería el volumen del fondo, ni cómo se usarían los recursos sobrantes de los programas, ni qué parte del mismo procedería de nuevos recursos del presupuesto de la Unión o de posibles nuevos préstamos conjuntos. Es de esperar, sin embargo, que a la hora de definir los instrumentos comunes no se pase por alto el hecho de que este nuevo instrumento debe tener como objetivo, incluso más que el plan de recuperación, movilizar las energías privadas y (re)despertar el espíritu empresarial europeo.
Sea cual sea la magnitud de los recursos públicos desplegados, nacionales o europeos, es difícil imaginar que puedan tener éxito si no se actúa para colmar una grave laguna en la Unión: la ausencia de un mercado europeo de capitales unificado, flexible y dinámico, como el estadounidense. Las propuestas de la Comisión en este sentido no se han cumplido hasta el momento.
Hasta ahora, hemos visto posiciones divergentes no sólo entre los Estados miembros, lo cual es normal, sino también una cierta cacofonía en las declaraciones de algunos miembros de la Comisión. En su reciente discurso en Davos, la presidenta Ursula von der Leyen intentó poner orden en el debate, de forma clara pero necesariamente concisa. Se trata de una posición que puede constituir una buena base para futuros debates. A las dos cuestiones ya mencionadas, el régimen de ayudas estatales y el financiamiento conjunto, el discurso de Davos añadió acertadamente la dimensión de la regulación. Este es uno de los puntos fuertes de la acción de la Unión, que ya ha puesto en marcha importantes iniciativas en el ámbito de la transición climática, la protección de datos y la regulación de las grandes plataformas digitales. Además, hay iniciativas en el campo de los semiconductores y el suministro de materias primas esenciales para la transición.
Por tanto, se dan las condiciones para una respuesta articulada de la Unión al desafío estadounidense. Pero aquí es donde entra en juego otra dimensión del problema, que está en el centro de las preocupaciones de un gran número de Estados miembros, sobre todo del norte de Europa: el temor a que la respuesta europea no se traduzca en un apoyo a la innovación y a la transición climática, sino en la defensa de estructuras de producción obsoletas. Esto no es todo. También existe el temor de que contribuya, junto con el proteccionismo estadounidense, a agravar la crisis de la globalización en lugar de resolverla. De hecho, es difícil negar que el multilateralismo que ayudamos a construir está atravesando una fase difícil. También es cierto que, en su defensa a ultranza de las normas internacionales, los europeos se parecen cada vez más a los últimos soldados japoneses perdidos en la jungla birmana. Pero quienes expresan estas preocupaciones nos recuerdan que, de todas las grandes áreas económicas del mundo, Europa es la que más depende de un comercio internacional abierto. A esto se añade el hecho de que, por ambicioso que sea su programa, la Unión nunca podrá cerrar por sí sola la brecha con Estados Unidos y China en determinadas tecnologías críticas. La dimensión internacional es, por tanto, un componente esencial de lo que debemos preparar.
El dilema del proteccionismo estadounidense
Frente al brutal proteccionismo trumpiano, la Unión había respondido con una serie de iniciativas para ampliar una red de acuerdos bilaterales y plurilaterales con diversas partes del mundo. Estas iniciativas han tenido cierto éxito, pero también han revelado una profunda dificultad. En primer lugar, a pesar de nuestro interés primordial en defender un comercio abierto, la opinión pública está desgarrada por oleadas de proteccionismo. Además, la Unión no siempre consigue conciliar su deseo de apertura con su ambición de promover valores sociales y medioambientales o su loable pero a menudo infundado compromiso con el principio de precaución. En muchos casos, la autoridad que nos da la experiencia reguladora y el atractivo de nuestro mercado no bastan para cambiar las prioridades de nuestros socios cuando están en juego intereses o valores políticamente sensibles. Estamos descubriendo lo poco realista que resulta a veces pretender regular un mundo tecnológico que no controlamos.
Lo cierto es que, en su proyección internacional, la Unión no puede sino partir de la cuestión central: su relación con Estados Unidos. Aunque hoy nos centremos principalmente en la respuesta a la ley IRA, la agenda potencial es en realidad muy amplia. Además de la IRA, nunca se han resuelto del todo disputas anteriores, como la cuestión del acero o el expediente Boeing-Airbus. Además, un debate sobre sus respectivos programas de apoyo a la transición climática no puede ignorar el hecho de que sus respectivas políticas, incluso la de Biden, mucho más ambiciosa que en el pasado, reflejan filosofías diferentes: la de Europa, basada en la fiscalidad del carbono y en normas; la de Estados Unidos, basada sólo en parte en normas y principalmente en incentivos. Así pues, una futura negociación no podrá evitar incluir el CBAM, el proyecto europeo de compensación en las fronteras sobre el contenido de carbono de las mercancías importadas, con repercusiones inevitables sobre el ritmo y las condiciones de la transición climática en la Unión. Tampoco hay que olvidar el gran proyecto, aún abierto, de regular la economía digital, al que ahora se suma la inteligencia artificial.
Por último, la irrupción masiva de la geopolítica en la formulación de la política industrial estadounidense da un peso especial a las prohibiciones de exportación de ciertas tecnologías críticas. Se trata de una cuestión que, si no se aborda de forma convergente y coordinada, puede ser fuente de graves discordias industriales y políticas: baste pensar en el reciente caso de la exportación a China de tecnología holandesa para la producción de semiconductores avanzados.
Esto abre la perspectiva de una negociación transatlántica muy ambiciosa y compleja. Afrontar el reto en una dimensión transatlántica y, de preferencia, incluso más amplia, también debería estar en los intereses de la industria estadounidense. En su dimensión, este desafío recuerda, aunque con características y objetivos muy diferentes, a la Asociación Transatlántica de Libre Comercio (ATCI), el gran proyecto de acuerdo comercial transatlántico lanzado bajo la presidencia de Obama y que se ha estancado en ambas partes.
La principal dificultad para negociar a la altura de las expectativas no reside en construir un consenso europeo, sino en sentar a la mesa de negociaciones con el suficiente compromiso político a un Estados Unidos introvertido, internamente bloqueado y, sobre todo, externamente centrado en el Indo-Pacífico. Para ser creíble en la mesa de negociaciones, la Unión debe primero cumplir su compromiso de reforzar su capacidad de defensa dentro de la OTAN. De momento vemos anuncios importantes de Francia, de los escandinavos, los bálticos, los polacos y otros Estados miembros de Europa del Este; pero Alemania sigue dándonos un culebrón decepcionante, ilustrado a diario por los medios de comunicación, y otros países importantes como Italia y España siguen en la fase de las buenas intenciones.
Esto no es suficiente. Es hora de que Europa supere dos tabúes. El primero es la ilusión de que podemos separar las consideraciones económicas y comerciales de las geopolíticas en nuestra política exterior. La agresión de Rusia contra Ucrania ha puesto de manifiesto la insostenibilidad de esta separación, sobre todo a la vista de la fuerte dependencia de muchos países europeos de los suministros rusos de petróleo y gas; pero cada vez se es más consciente de que hay otros ámbitos -sin duda no menos importantes- en los que la dependencia pondría en peligro la seguridad y la libertad de Europa y de Occidente en su conjunto. El segundo tabú es la reticencia a aceptar que los escenarios europeo e indopacífico están ahora estrechamente interconectados. Esto nos lleva a uno de los principales nudos de la actual relación transatlántica: la cuestión china.
Para hacerle frente es necesario desenredar una maraña transatlántica de intereses, percepciones y malentendidos.
La contención de Washington a Pekín
La política estadounidense hacia China y la región Indo-Pacífica es una de las pocas áreas de amplio consenso bipartidista, pero sigue siendo un trabajo en curso, sujeto a intensos debates en los que a veces resulta difícil distinguir la retórica de la realidad. La motivación de la política interior es preservar la primacía y la competitividad de la industria estadounidense. Sin embargo, esta política está impulsada principalmente por preocupaciones de seguridad nacional, sobre todo la necesidad de contrarrestar el expansionismo chino no sólo en el Mar de China, sino también en la región más amplia del Indo-Pacífico y más allá. El quid de la cuestión es, obviamente, la prevención de una posible anexión china de Taiwán, una perturbación de la estabilidad asiática que sin duda sería inaceptable para Occidente del mismo modo que la agresión rusa contra Ucrania. Así pues, la lucha contra las ambiciones chinas en materia de tecnología tiene dos poderosos motores: el económico y el estratégico.
La política estadounidense en este ámbito puede describirse fácilmente como un intento de contención similar al aplicado a la URSS durante la Guerra Fría. Sin embargo, el paralelismo es engañoso, aunque en ambos casos Estados Unidos era y sigue siendo consciente de que necesita aliados. En primer lugar, el pilar de la política occidental durante la Guerra Fría fue una alianza basada -con algunas excepciones- en valores democráticos compartidos, intereses comunes y con una Europa que había decidido dejar atrás de una vez por todas los conflictos internos del pasado para perseguir un propósito unificado.
La situación en Asia es bastante diferente. Las diferencias en términos de valores democráticos son muy grandes. Incluso allí donde tenemos democracias bastante consolidadas, no se han superado los dramas del pasado: las difíciles relaciones entre Japón y Corea son un buen ejemplo. Además, el peso económico de China en la economía mundial y, en particular, en Asia, es incomparablemente mayor que el de la URSS. Nadie, ni siquiera Estados Unidos, cree que China pueda quedar completamente aislada económicamente: en cualquier caso, se trata de una perspectiva a la que todos los países de la región se opondrían enérgicamente.
Frente a eso, casi todos los países de la región temen el expansionismo chino y ven con buenos ojos la presencia estadounidense. En efecto, nadie niega que la China de Xi ha emprendido un camino muy diferente del que habían hecho esperar las reformas de Deng y sus sucesores, que abrían la perspectiva de una convergencia gradual: el famoso triunfo del Wandel durch Handel -cambio a través del comercio-, tan apreciado por los alemanes, pero también teorizado por Clinton en su momento. En cambio, nos enfrentamos a una China que está reforzando el carácter autocrático de su régimen político, acentuando su política nacionalista, acelerando el rearme y restableciendo formas de control estatal sobre la economía que parecían anticuadas. Una China que persigue en particular una política de autonomía estratégica en el ámbito tecnológico, confirmando todos los temores estadounidenses.
Contrario a lo que había podido hacer en Europa, en la región Indo-Pacífica, Estados Unidos debe, por tanto, seguir una política de alianzas complejas y flexibles. Con algunos países, como Japón, Australia y Corea, se estrechan las relaciones. Otros, como India y la mayoría de los miembros de la ASEAN, tienen una larga tradición de no alineamiento, por lo que la relación con ellos sigue siendo necesariamente más pragmática.
Esta compleja situación obliga a Estados Unidos a equilibrar una actitud de disuasión que, para ser creíble, debe ser intransigente, con un esfuerzo de diálogo impuesto por las realidades locales, pero también por problemas comunes como la transición climática. En el plano económico, se trata de encontrar un equilibrio entre la búsqueda de autonomía tecnológica y el interés colectivo por no destruir más allá de lo necesario la interdependencia que se ha creado con China. Bien mirado, este necesario pragmatismo queda bien expresado en las posiciones oficiales que, con fórmulas similares a las utilizadas en Europa, definen a China como «socio, competidor y rival estratégico».
Uno de los puntos débiles de la búsqueda estadounidense de alianzas en la región Indo-Pacífica es su falta de estrategia económica y comercial, lo que demuestra, por cierto, que el creciente proteccionismo de Estados Unidos no se limita a Europa. Si se pide a los países de la región que relajen su dependencia económica de China, hay que ofrecerles incentivos convincentes. Para ello, Obama había negociado un Tratado de Asociación Transpacifico (TPP) muy ambicioso. En su brutal proteccionismo, Trump se ha retirado del pacto y Biden no cree que tenga el consenso político para reinstaurarlo. Mientras tanto, el TPP ha resucitado por iniciativa de Japón, pero sin Estados Unidos. Joe Biden ha propuesto el Marco Económico Indo-Pacífico para la Prosperidad (IPEF) para sustituirlo, pero aún no ha definido sus contornos y su alcance sería en cualquier caso mucho menor que el del TPP.
El tiempo apremia, pues China está presionando para estrechar lazos, incluso institucionales, con la región. La Asociación Económica Integral Regional (RECEP) se firmó por iniciativa China. Muchos países, incluidos aliados de Estados Unidos, se están sumando a ella. De momento tiene poca sustancia, pero Pekín está presionando para reforzarla.
Mientras no se vean obligados a desconectarse de China, los países de la región están obviamente interesados en estrechar lazos con Estados Unidos. De momento, los debates en el seno del IPEF se centran en diversificar las cadenas de suministro estadounidenses para reducir la dependencia de China. Esto beneficiaría a los países afectados, pero es poco probable que lo consideren suficiente sin garantías más amplias de acceso al mercado estadounidense. En esencia, Estados Unidos necesita salir de la trampa proteccionista en la que se ha metido.
El futuro de la relación transatlántica está en Asia
Volviendo a la cuestión de China, la similitud de la retórica de Estados Unidos y la Unión Europea podría hacernos creer que no debería haber ningún desacuerdo estratégico de fondo entre Europa y Estados Unidos. La realidad es más compleja. La percepción del peligro geopolítico que representa China es necesariamente más débil para los europeos, que no están presentes en la zona con la excepción parcial de Francia. Además, la relativa debilidad tecnológica de Europa, unida a una mayor dependencia del mercado chino, hace naturalmente que los europeos sean más reacios a entrar abiertamente al juego estadounidense. Sin embargo, si se observa la evolución reciente, se tiene la impresión de que existe una dinámica de convergencia. Esto no sólo se refleja en las últimas declaraciones de la Unión y la OTAN, que ahora también han adquirido una dimensión indo-pacífica.
Sobre todo, se refleja en un cambio visible en las actitudes europeas, incluidas las de países como Alemania, sobre la precariedad de las relaciones económicas con China. El interés inicial mostrado por diversos países, especialmente del Este, pero no sólo, ante las perspectivas que ofrecía China con el espejismo de las «Rutas de la Seda», ha decaído considerablemente con el paso del tiempo. Se multiplican las declaraciones de gobiernos y empresarios sobre el peligro de la competencia desleal y las intenciones depredadoras de ciertas inversiones chinas. La diversificación para evitar una dependencia excesiva de la tecnología o las materias primas chinas es ahora una política generalmente aceptada. Muchos países, incluida la Unión como tal, han adoptado instrumentos para examinar las inversiones chinas en función de los requisitos de seguridad nacional.
Podría decirse, por tanto, que la visible divergencia entre Europa y Estados Unidos sobre la cuestión de China es más una cuestión de ritmo y de tiempo que de fondo. Sin embargo, no se trata de diferencias menores. Los ritmos más lentos de desconexión de China observados en muchos países europeos, principalmente Alemania, reflejan necesidades reales que el aliado transatlántico debe tener en cuenta. Pero eso no es todo. Dada la particular situación en que se encuentra Europa, los estadounidenses no pueden esperar un acuerdo más profundo y rápido de los europeos sobre la dependencia tecnológica con China mientras siguen discriminando a las empresas europeas en su política industrial. Por último, es imperativo que Europa también entre como actor principal en el complejo juego comercial asiático.
Por tanto, existe una posibilidad real de convergencia entre la Unión y Estados Unidos, pero está lejos de alcanzarse. La experiencia nos demuestra que la convergencia estratégica carece de sentido si no se verifica caso por caso sobre cuestiones concretas. Entre otras cosas, es necesario diferenciar entre los casos en los que la desvinculación de China es inevitable y aquéllos en los que conviene continuar o buscar el diálogo.
Estas decisiones no son fáciles, entre otras cosas porque estamos hablando de cuestiones en las que los intereses y los valores están inextricablemente ligados. Por ejemplo, si bien es cierto que conviene buscar la convergencia con China en materia de transición climática, la regulación de la economía digital es un ámbito en el que el peso de los valores es demasiado fuerte para no favorecer, al menos inicialmente, un consenso occidental, por no hablar de los problemas vinculados al desarrollo de la inteligencia artificial.
Tanto en términos de intereses como de valores, es necesario obtener de Estados Unidos la voluntad de construir relaciones estructuradas y menos asimétricas que les permitan a las empresas europeas recuperar su retraso tecnológico, o al menos, no agravarlo.
La propia noción de un resurgimiento general de la intervención estatal en la economía puede ser engañosa. En China, expresa una vuelta al estatismo que tiene como efecto controlar el dinamismo del mercado por razones políticas. En Occidente, en cambio, se trata, aunque con instrumentos diferentes, de utilizar la intervención del Estado para acelerar la innovación, para dar al mercado el dinamismo que necesita. Se trata esencialmente de promover y fomentar las inversiones a largo plazo en investigación e infraestructuras, con una perspectiva temporal que suele ser ajena a la visión del financiamiento privado.
Sin embargo, nos encontramos en una situación que cambia rápidamente. El giro autoritario, nacionalista y estatista del régimen chino, unido a las crecientes penurias sociales y al declive demográfico, así como al impacto de la mala gestión de la pandemia, debilitan las perspectivas económicas y podrían ser fuente de tensiones políticas. En Estados Unidos y Europa es muy difícil predecir el efecto. Podría conducir a una mayor apertura y a una menor agresividad, o podría reproducir el conocido síndrome de muchas autocracias que tratan de ahogar las tensiones sociales en una regurgitación de nacionalismo agresivo, desviando hacia el exterior la ira nacida de motivos internos.
Suponiendo que la convergencia transatlántica en estas cuestiones sea posible, hemos visto que requiere un fuerte compromiso político al más alto nivel. Los próximos dos años serán importantes para la evolución de la política estadounidense. Algunos en Europa consideran que la ventana es demasiado estrecha e incluso arriesgada para justificar un compromiso masivo. Esto es un error. Lo que pueda hacerse en dos años será, dependiendo de la evolución de los acontecimientos en Estados Unidos, una premisa para el futuro o un conjunto de elementos positivos que, de todos modos, serían difíciles de desmantelar por un presidente que eligiera un camino diferente. Queda por ver cómo puede ser más eficaz. La Comisión Europea y la administración estadounidense han creado una serie de mecanismos de contacto, como el Trade and Technology Council, que sin duda son útiles para desenmarañar los problemas. Llevar algunos de los debates también a la OCDE, como se ha hecho con la fiscalidad de las multinacionales, sería útil para ampliar el alcance geográfico del debate.
Lo que se necesita es un escenario en el que los responsables políticos de alto nivel participen más directamente. Un candidato interesante para este papel podría ser el G7, posiblemente ampliado para incluir a otros países asiáticos como Australia, India y Corea. El G7 ha cobrado importancia recientemente, por ejemplo, al servir de coordinador de la posición occidental sobre la guerra en Ucrania. Pero la tarea principal es convencer a los responsables políticos de Washington, Bruselas, París, Berlín, Roma, Londres y otros lugares de la urgencia de esta cuestión.