En un editorial publicado en febrero de 2024, The Economist avisaba sin medias tintas del peligro nacionalconservador 1. Según la revista británica, los Trump, los Orbán y las Meloni habían demolido el conservadurismo construido a principios de los años ochenta por Reagan y por Thatcher, sustituyéndolo por otro cuyos pilares son la política del agravio y el «declivismo». Los nacionalconservadores, continuaba el editorial,
odian poner en común la soberanía en organizaciones multilaterales, sospechan que los mercados libres están manipulados por las elites y son hostiles a la inmigración. Desprecian el pluralismo, especialmente el multicultural. Los nacionalconservadores están obsesionados con el desmantelamiento de las instituciones que consideran contaminadas por la mundialización y la globalización. 2
Según The Economist, pues, el nacionalconservadurismo no es nada más que un sinónimo de lo que algunos llaman derecha radical y que en este libro hemos denominado extremas derechas. Ahora bien, en realidad podemos encontrar diferentes niveles de lectura. En primer lugar, llamarse nacionalconservadores es una clara operación cosmética para hacerse pasar como más moderados y presentables. Es algo similar, si se quiere, a lo que se llama el proceso de desdiabolización de Le Pen que de vez en cuando se saca selfis con un gatito entre los brazos para mostrarse como «una mujer simpática, cercana, terrenal y amante de los animales» 3. En segundo lugar, el nacionalconservadurismo es también una estrategia política a través de la cual los ultras de toda la vida intentan atraer a su campo magnético a las demás derechas. […] En tercer lugar, representa también el avanzado proceso de radicalización de una parte de la derecha mainstream que ha abrazado el iliberalismo y el autoritarismo. Y que está dispuesta a aliarse con los que antes estaban al otro lado del cordón sanitario. Sería lo que Natascha Strobl llama «conservadurismo radicalizado» 4. En resumidas cuentas, el nacionalconservadurismo no es solo un sinónimo de lo que en este libro hemos llamado extremas derechas 2.0, sino que es también el intento, más o menos logrado, de unificar a todas las variables que se encuentran en el lado derecho del espectro político. O, si se quiere, de ofrecer un lugar de encuentro o una pista de aterrizaje común.
Esto nos lleva a una comparación necesaria con los años de entreguerras. Como se ha explicado, las nuevas extremas derechas no son el fascismo histórico, por más que haya elementos de continuidad, más o menos marcados según el contexto nacional. Al mismo tiempo, y al contrario de lo que se lee a menudo en la prensa, la historia no es cíclica ni se repite, lo que no impide que puedan establecerse paralelismos. En la definición de fascismo que citamos al comienzo de este volumen, Robert O. Paxton subrayaba la «colaboración incómoda pero eficaz» entre «un partido con una base de masas de militantes nacionalistas comprometidos» y las «elites tradicionales» 5. Otros historiadores han puesto de relieve con razón que en las décadas de 1920 y 1930 se dio un compromiso autoritario. Sin entrar ahora en el debate sobre la naturaleza de los regímenes de la Europa de entreguerras –fascistas, parafascistas, fascistizados o autoritarios–, es indudable reconocer, de todas formas, que donde los fascistas llegaron al poder hubo siempre algún tipo de acuerdo con las elites tradicionales o, al menos, buena parte de ellas.
Como apuntó Aristotle Kallis, incluso en Italia y Alemania se trató de una especie de «revolución con consentimiento», que fue posible «solo porque tanto las elites como los líderes fascistas habían abandonado su desdén inicial mutuo y reconocieron los beneficios de una alianza táctica de corto plazo contra enemigos comunes (el sistema parlamentario, el socialismo y el movimiento obrero)» 6. Sin el apoyo de los nacionalistas y los conservadores alemanes, además del de los empresarios y del mismo presidente de la República Von Hindenburg, Hitler jamás habría sido nombrado canciller en enero de 1933. Tampoco habría podido aprobar la Ley Habilitante dos meses más tarde, lo que le permitió instaurar la dictadura. Asimismo, en Italia no solo las camisas negras pudieron llevar adelante sus «acciones punitivas» contra el movimiento obrero y llegar a controlar en la práctica parte del territorio nacional por el soporte financiero y político del empresariado y los grandes latifundistas, sino que Mussolini jamás hubiese podido hacerse con la presidencia del gobierno sin el apoyo de la monarquía, los conservadores y el grueso de los liberales de la época que poco después de la marcha sobre Roma se incorporaron al Partido Nacional Fascista, participando en la destrucción de la democracia liberal y la instauración de la dictadura.
En la Europa de entreguerras, los procesos y los resultados no fueron obviamente siempre los mismos: dependió, en primer lugar, de la correlación de fuerzas existentes entre el partido fascista, los otros sectores de la derecha de la época y las elites tradicionales. Mirando a los casos de otras dictaduras de entreguerras, como la de Dollfuss en Austria, Horthy en Hungría, Franco en España o Salazar en Portugal, Kallis puso de manifiesto que, cuando los fascistas no pudieron imponerse y convertirse en hegemónicos, las elites cooptaron grupos fascistas o adoptaron elementos fascistas con el objetivo de «fascistizar» la acción de los gobiernos. Es decir, se dio un «proceso de importación del fascismo (como ideología o elite política) en la lógica de una transformación autoritaria del sistema político ideada por ciertos sectores de las elites», las cuales se encontraban desunidas y en crisis tras la Primera Guerra Mundial. Kallis no negaba que «había diferencias significativas entre los movimientos “fascistas” y las “elites conservadoras”», pero aclaraba que «cuanto más se desplaza el análisis desde […] las proclamas ideológicas hacia las prácticas políticas en el ejercicio del poder, […] la distinción se vuelve cada vez más borrosa y problemática» 7.
A esto hay que añadir otro elemento que nos lleva, una vez más, al «enigma» fascista. Existe un intenso debate entre los historiadores para entender si es correcto hablar de fascismo para todos los regímenes y los movimientos autoritarios que aparecieron en Europa tras el primer conflicto mundial. ¿Fueron la Heimwehr austriaca o el Partido Popular Francés de Jacques Doriot unas organizaciones fascistas o sencillamente autoritarias y nacionalistas? No hay un consenso al respecto. Ahora bien, todos los especialistas están de acuerdo en que no se trató de un proceso mimético o de simple emulación del fascismo italiano o del nacionalsocialismo alemán. Es cierto que entre los años veinte y mediados de los treinta fueron muy pocos en el espacio derechista europeo (y global) los que negaron su admiración o interés por los experimentos de Mussolini e Hitler. Algunos historiadores han hablado, efectivamente, de «impregnación fascista» o han planteado la existencia de un «campo magnético del fascismo» que atraía a partidos e intelectuales que se encontraban en el heterogéneo espacio derechista 8. Ahora bien, la mayoría de partidos políticos, así como de intelectuales, rechazaron la etiqueta de fascista para evitar ser tachados de sucursales de ideas y movimientos políticos extranjeros. Todos pusieron de relieve su originalidad nacional y se preocuparon por marcar las diferencias respecto a los modelos italiano y alemán. Como apuntaron António Costa Pinto y Aristotle Kallis, lo que se dio fue más bien un proceso de apropiaciones selectivas que dependían de las percepciones, el background cultural y político, el marco ideológico y los objetivos e intereses de cada uno de estos actores 9.
Fijémonos un momento, por ejemplo, en el caso de España. Tal como explicó Ismael Saz, en los años de entreguerras debajo de los Pirineos se configuraron dos culturas políticas en las extremas derechas: la fascista y la nacionalista reaccionaria. A diferencia de los conservadores, ambas defendían la supresión del Parlamento y la destrucción de la democracia liberal. Sin embargo, la primera era una ideología ultranacionalista, palingenésica y populista que puede ser considerada una religión política, mientras que la segunda era nacionalista, reaccionaria y elitista. Las principales matrices autóctonas de estas culturas políticas fueron distintas: la del fascismo español se encuentra en los intelectuales regeneracionistas y noventayochistas –desde Joaquín Costa hasta José Ortega y Gasset–, mientras que la del nacionalismo reaccionario se encuentra en el nacionalcatolicismo –desde Juan Donoso Cortés hasta Marcelino Menéndez Pelayo–. A esto hay que añadir las influencias ideológicas extranjeras como el fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán, la Acción Francesa de Maurras y Barrès, el integralismo lusitano de Sardinha, los intelectuales de la Revolución Conservadora alemana, el conservadurismo británico de Chesterton o el corporativismo cristiano. Ahora bien, siguiendo la tesis de Saz, las relaciones entre estas dos culturas políticas fueron múltiples, complejas y porosas: se dieron así procesos de hibridación y contaminación recíprocos con elementos de fascistización en el nacionalismo reaccionario y de integración de elementos de este último en el fascismo. Sin contar que a mediados de la década de 1930, también amplios sectores conservadores se sumaron a fascistas y nacionalistas reaccionarios para forjar una alianza que, bajo el mando de sectores del Ejército y con el apoyo de la Iglesia, se sublevó contra la República desatando una guerra civil cuya conclusión significaría la instauración de la dictadura franquista 10.
Esto ha comportado un esfuerzo para buscar el mínimo común denominador de lo que han sido las extremas derechas en la época contemporánea. No quiero aquí volver a las posibles definiciones de lo que fue el fascismo […], sino poner de relieve que diferentes historiadores se han esforzado para encontrar los elementos o, directamente, el elemento que permitió estas hibridaciones y colaboraciones en la etapa de entreguerras […].
Ahora bien, volvamos al presente. Salvando todas las distancias, ¿podemos decir que estamos asistiendo a una nueva versión de ese compromiso autoritario que forjó una alianza «incómoda pero eficaz» entre los fascistas y las elites tradicionales? O, por lo menos, ¿podemos afirmar que, tras unas décadas en que la derecha había aceptado la democracia liberal, había renegado de los «errores» del pasado y había excluido cualquier posible colaboración con los ultraderechistas, ahora vuelve a plantearse una colaboración con ellos? ¿Estamos viviendo una nueva fase de hibridaciones entre diferentes sectores de la derecha, entre las cuales quien lleva la voz cantante son justamente los ultras? Y si todo esto es cierto, ¿podemos considerar justamente el nacionalconservadurismo como el espacio o el concepto que facilita y permite estas colaboraciones e hibridaciones?
Si entendemos de esta manera el nacionalconservadurismo, podemos comprender algunos procesos globales, circunnavegando el escollo del supuesto excepcionalismo de cada caso nacional. Sí, Italia es un caso peculiar, pero también Hungría o Argentina lo son. Y a su manera Suecia, Finlandia, los Países Bajos, España o Francia. Pero en todos estos países, con correlaciones de fuerzas y tiempos distintos, está pasando algo […]: la radicalización de las derechas mainstream, el avance electoral de un nuevo tipo de extrema derecha, su normalización, su capacidad de marcar los debates políticos y mover la ventana de Overton, su incorporación en redes transnacionales y su voluntad de unificar a todas las derechas en sus países y a nivel europeo y global 11.
Notas al pie
- Este texto es un fragmento del libro Democracias en extinción. El espectro de las autocracias electorales publicado por Akal el 21 de octubre (https://www.akal.com/libro/democracias-en-extincion_53821/).
- «The Growing Peril of National Conservatism», The Economist, 15 de febrero de 2024, disponible en [https://www.economist.com/leaders/
2024/02/15/the-growing-peril-of-national-conservatism], consultado el 22 de julio de 2024. - Silvia Ayuso, «Los gatos de Marine Le Pen o por qué la extrema derecha ya no asusta tanto a los franceses», El País, 13 de abril de 2022, disponible en [https://elpais.com/internacional/2022-04-13/los-gatos-de-marine-le-pen-o-por-que-la-extrema-derecha-ya-no-asusta-tanto-a-los-franceses.html], consultado el 22 de julio de 2024.
- Strobl, La nueva derecha, cit., p. 31.
- Paxton, Anatomía del fascismo, cit., p. 255.
- Aristotle Kallis, «“Fascism”, “Para-fascism” and “Fascistization”: On the Similarities of Three Conceptual Categories», European History Quarterly 33/2 (2003), pp. 219-249.
- Kallis, «“Fascism”, “Para-fascism” and “Fascistization”», cit., pp. 219-249.
- Véanse Raoul Girardet, «Notes sur l’esprit d’un fascisme français, 1934-1939», Revue française de science politique 5/3 (1955), pp. 529-546 y Philippe Burrin, «La France dans le champ magnétique des fascismes», Le Débat 32 (1984), pp. 52-72.
- António Costa Pinto y Aristotle Kallis, «Introduction», en António Costa Pinto y Aristotle Kallis (eds.), Rethinking Fascism and Dictatorship in Europe, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2014, pp. 3-4.
- Véanse, entre otros, Ismael Saz, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003 y, del mismo autor, «¿Dónde está el otro? O sobre qué eran los que no eran fascistas», en Joan Antón Mellón (coord.), El fascismo clásico, 1919-1945 y sus epígonos: nuevas aportaciones teóricas, Madrid, Tecnos, 2012, pp. 155-190. Véase también Ismael Saz, Zira Box, Toni Morant y Julián Sanz (eds.), Reactionary Nationalists, Fascists and Dictatorships in the Twentieth Century. Against Democracy, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2019.
- Al respecto, véanse también las consideraciones de Tim Bale y Cristóbal Rovira Kaltwasser (eds.), Riding the Populist Wave. Europe’s Mainstream Right in Crisis, Cambridge, Cambridge University Press, 2021.