Putin tras Asad: ¿el fin de la influencia rusa en Medio Oriente?
Aunque Vladimir Putin acaba de afirmar lo contrario en su discurso anual a la nación, la caída de Asad plantea un problema existencial para el proyecto de Putin: por primera vez en siglos, Rusia podría dejar de tener acceso al Mediterráneo. Fiodor Lukianov es una voz poderosa entre la élite que trata de definir las doctrinas del Kremlin. En un texto muy comentado, aboga por un cambio sutil: aprovechar este fracaso para concentrar todo el esfuerzo de guerra en Ucrania.
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- Guillaume Lancereau •
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- El presidente ruso Vladimir Putin en su rueda de prensa anual de fin de año. Moscú, Rusia. © Vyacheslav Prokofyev/SIPA
El poder sirio ha caído. Bashar al-Assad está en Moscú. En el Kremlin, donde Vladimir Putin solía recibir una vez al año al expresidente de la República Árabe Siria, se habla de los acontecimientos futuros y, en particular, del futuro de las fuerzas rusas presentes en Siria en virtud de un acuerdo válido hasta 2066.
El expresidente del gobierno provisional sirio, Anas al-Abdah, declaró que las nuevas autoridades tenían la intención de mantener «buenas relaciones con Rusia», sin mencionar sin embargo el destino de las bases aéreas y navales de Jmeimim y Tartús, desde las que el ejército ruso opera en Medio Oriente, Sudán y la República Centroafricana. Así pues, no hay nada más incierto que el futuro del sueño ruso en Medio Oriente, que no se remonta a 2015, sino a la cooperación soviética con el Egipto de Nasser y la primera Siria baazista, e incluso al siglo XIX; la guerra de Crimea tuvo como casus belli la disputa por los Santos Lugares, y los imperialistas rusos de la época no se cansaron de reclamar Tsargrad (Constantinopla).
Mientras los criminales discutían qué hacer a continuación, de la prisión de Saydnaya se extraían cadáveres y vivos cadavéricos. La humanidad redescubre lo que ya sabía, gracias sobre todo a las fotos de «César», el fotógrafo del Ministerio de Defensa sirio que, a riesgo de perder la vida, hizo públicas cerca de 30 mil fotos de civiles ejecutados en la prisión o muertos de hambre: tantos cuerpos demacrados, huesos dislocados, miembros rotos y rostros tumefactos. La humanidad redescubre estos pasillos cuya horrible arquitectura Amnistía había reconstruido en 3D, estos niños nacidos y criados entre cadáveres sin ojos y muros sin ventanas, estos prisioneros que han perdido la razón por la tortura y la oscuridad, reducidos a nada más que gritos ahogados, con los ojos en el vacío.
Pero no es ahí donde mira la intelligentsia rusa. ¿Se han resignado a la tortura, o se han acostumbrado a ella, o se han desacostumbrado a verla? Precisamente la semana pasada, el prisionero de guerra ucraniano Aleksandr Maksimčuk, juzgado en Rostov por su participación en el Batallón Azov, organización terrorista a ojos de la Federación Rusa, declaró haber sido sometido a descargas eléctricas y otros maltratos físicos durante sus interrogatorios. Bajo el reinado de Vladimir Putin, las fuerzas represivas han dejado de ocultar lo que hasta hace poco almacenaban en las trastiendas del FSB o de la policía. Hace unos años, los detenidos no habrían comparecido ante los tribunales con un ojo hundido, una oreja cortada, una bolsa de plástico alrededor del cuello o en silla de ruedas, como ocurrió recientemente con los presuntos autores del atentado terrorista del Crocus City Hall. Hace unos años, las principales figuras políticas no habrían celebrado esta barbarie, como hicieron Dmitri Medvédev y el presidente de la Duma, Vjačeslav Volodin.
Para la intelligentsia geopolítica rusa, sólo existe un tema de la historia actual: las naciones. El artículo que traducimos a continuación, publicado la semana pasada bajo el título «El legado de Obama» por Fiodor Lukianov, redactor en jefe de la revista Russia in Global Affairs, director de investigación del club de debate Valdaj, presidente del consejo del think tank Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia y profesor de la Escuela de Altos Estudios Económicos, no es diferente. Sancionado por Ucrania y Canadá por desinformación y propaganda bélica, este ideólogo tiene una voz que cala, en Rusia y fuera de ella. En el curso de un texto inestable, Lukianov explica, en esencia, que el cambio de poder en Siria quizás no sea algo malo para «Moscú», dentro de un «orden mundial» cambiante, cuyas «dinámicas» más recientes parecen indicar la desaparición de las «potencias globales» en favor de «potencias regionales» que vuelven a centrar todas sus fuerzas e intereses en su esfera de influencia inmediata. Su análisis adopta la forma de una oscilación pendular: por un lado, «el colapso del régimen de Bashar al-Assad es una mala noticia para Rusia: su presencia militar en Siria amplió considerablemente su esfera de acción, tanto en Medio Oriente como en África», pero «al mismo tiempo, como actor ajeno a esta parte del mundo, Rusia puede permitirse retirarse del juego, a diferencia, por ejemplo, de Irán».
En definitiva, su texto tiene tres componentes: una «arena», «procesos» y «actores» o «jugadores». En este contexto, según Lukianov, es debido a que la lucha por la hegemonía mundial ya no es un paradigma relevante que la calificación de «potencia regional» —que en su día se consideró infame en boca de Barack Obama para describir a Moscú— debería ser adoptada por Rusia. Aunque el autor no llega a decirlo explícitamente, entendemos que básicamente está sugiriendo que la caída de Bashar al-Assad ha forzado y acelerado un movimiento necesario para Rusia: retirarse de arenas no esenciales y concentrarse en la madre de todas las guerras, Ucrania.
Ya en 2015, cuando las fuerzas armadas rusas iniciaron su operación militar en Siria, el autor de estas líneas leyó en ella el fin de una era: la inaugurada tras el colapso de la URSS. La desaparición de la Unión Soviética había sacudido profundamente la posición internacional de su Estado sucesor, la Federación Rusa. Dos décadas después, Rusia se ha esforzado por recuperar el terreno perdido en términos de estatus, prestigio y capacidad de acción en la escena internacional, utilizando una variedad de medios que han evolucionado con las transformaciones internas del país. La intervención en Siria parecía ser la culminación de este proceso: la primera acción decisiva de Rusia, capaz de determinar el curso de uno de los principales conflictos del mundo.
Ciertamente, no era la primera vez que la Federación Rusa emprendía una acción exterior, pero hasta entonces ésta se había limitado a intervenciones en su propio territorio, dentro de los límites del antiguo espacio soviético. Aunque muchos se sintieron ofendidos, Barack Obama se sintió con derecho a referirse a Rusia como una «potencia regional» en contraposición, naturalmente, a Estados Unidos como única potencia mundial.
Por tanto, al irrumpir en la guerra civil siria, donde muchas otras potencias ya estaban agitando sus tentáculos, e influir eficazmente en el curso del conflicto, Moscú demostró su capacidad para influir en el curso de los grandes procesos mundiales, y dejar de actuar únicamente en cuestiones periféricas.
La caída del gobierno del partido Baaz y de la familia Al-Assad, que debían su permanencia en el poder a Rusia desde 2015, es, por tanto, una nueva etapa que debe valorarse en su justa medida. Ya se han expuesto algunas de las razones fundamentales del desastroso desenlace del régimen sirio; los especialistas en la región aportarán sin duda análisis más precisos y detallados. Para nosotros, lo esencial es comprender lo que estos acontecimientos implican en términos de la posición global de Rusia y de los objetivos que Moscú debe fijarse para el futuro.
La entrada de Rusia en la arena de Medio Oriente a mediados de la pasada década no podía ser más que un acto de demostración: esta decisión ha tenido efectos concretos. Al tiempo que debilitaba radicalmente a la organización ilegal “Estado Islámico”, que suponía una amenaza muy real —tarea que Moscú y Washington llevaron a cabo por separado pero en paralelo—, Rusia se erigió en un actor capaz de cambiar el rumbo de las transformaciones en curso en la región. Por tanto, se ha encontrado en posición de intensificar sus relaciones con todos los actores clave de Medio Oriente. Todo apunta a que la creación de la alianza OPEP+ fue posible gracias al interés genuino y sin precedentes de Arabia Saudita por Rusia. Del mismo modo, nuestras relaciones con los Estados del Golfo y otros Estados de la región han entrado en una nueva dimensión. Irán y Turquía, con todos los altibajos de sus interacciones, han reconocido el derecho de Rusia a establecer sus propias preferencias e intereses. Incluso Israel tuvo que admitir que Moscú tenía un papel que desempeñar aquí y que sus intereses debían tenerse en cuenta.
Al mismo tiempo que estos acontecimientos tomaban forma, Estados Unidos seguía una política cada vez más incoherente en Medio Oriente, mientras que Europa se desvanecía poco a poco. Sin embargo, los procesos en curso en esta parte del mundo han desempeñado tradicionalmente un papel central en la configuración de los asuntos mundiales. Rápidamente surgió la impresión de que, al decidir desempeñar allí un papel protagonista, Rusia se convertía en un actor por derecho propio en la reconfiguración del sistema mundial, confirmando al mismo tiempo el objetivo que se había fijado: restaurar su propia posición dentro de ese sistema.
Este apogeo postsoviético de la Federación Rusa coincidió, sin embargo, con una transformación sustancial de la situación internacional.
La lógica heredada de periodos anteriores, y que seguía sirviendo de modelo, sugería que cualquier aspirante a Estado debía tratar de entrar en el muy cerrado club de las grandes potencias. Pero era precisamente este orden mundial único el que estaba llegando a su fin, dando paso a reordenamientos cada vez más arbitrarios y contextuales, según configuraciones concretas. En otras palabras, al reforzar sus posiciones, Rusia ampliaba sus posibilidades, pero sin que ello le garantizara un lugar dentro de un cierto areópago de naciones que estaba en proceso de dislocación y deformación, hasta el punto de que hoy sería difícil decir qué aspecto tiene realmente.
La especificidad de la época actual, como ha demostrado ampliamente la pandemia, es el fortalecimiento de las tendencias mercantilistas y la reorientación de cada país hacia sus propias prioridades en detrimento del resto del mundo, o en la medida en que su atención al resto del mundo sea coherente con esas prioridades. En la práctica, todo esto se traduce en un proceso de regionalización. Los problemas con los que se compromete un país determinado son, por regla general, los que le resultan más próximos geográficamente, y estos problemas son a la vez los que tiene más interés en abordar y los que tiene más posibilidades de superar. Por supuesto, los Estados pueden implicar a terceras potencias, y no dudan en hacerlo, empezando por las más grandes, pero principalmente de manera instrumental. Más fundamentalmente, estas terceras potencias, preocupadas ellas mismas por sus numerosas dificultades internas, están mucho menos inclinadas que antes a gastar su fuerza, su energía y sus recursos en el «gran juego» geopolítico, especialmente en campos lejanos.
¿Qué significa este análisis desde el punto de vista de nuestro tema? En primer lugar, el papel y la importancia de los actores regionales han seguido creciendo. La precipitada conclusión de la tragedia siria tuvo lugar en una configuración en la que participaban muchas menos fuerzas de fuera de la región que en años anteriores, sobre todo durante la fase inicial de la «primavera árabe» y la guerra civil siria. Toda la reconfiguración del panorama político de Medio Oriente que ha tenido lugar en el último año ha sido llevada a cabo por los propios Estados de la región. Las iniciativas de Irán, apoyado por sus grupos aliados, pero también por Israel y Turquía, han estado detrás de los acontecimientos más cruciales. Esto no quiere decir que no se haya producido ninguna intervención exterior, sino más bien subraya que éstas han cumplido principalmente funciones auxiliares y de apoyo, lo que es especialmente cierto en el caso de Israel y, en menor medida, de Turquía.
Rusia ha intentado hacer lo mismo, pero la falta de recursos por la aparición de otra prioridad (Ucrania) y el creciente debilitamiento de su principal aliado (Damasco) la han privado de la flexibilidad necesaria. Es sobre todo este último factor, el debilitamiento de Damasco, el que ha resultado decisivo: en una situación que depende tanto de los actores regionales, nadie puede esperar actuar en su lugar.
En un mundo sumido en cambios rápidos y desordenados, la probabilidad de que un solo Estado consiga consolidar su posición a largo plazo parece cada vez más remota. El factor clave es ahora la capacidad de actuar con rapidez y decisión —a riesgo de no mostrar piedad— y sin pretender fijar en el tiempo los resultados obtenidos. Otro criterio fundamental es la capacidad de retirarse a tiempo. Esto es lo que Estados Unidos ha sido incapaz de hacer en el siglo XXI, al igual que Rusia en los últimos tiempos. De este modo, se pueden minimizar las pérdidas y volver a su debido tiempo, armados con una nueva misión, igual de devastadora. Todo esto es contraintuitivo, ya que el resultado deseable de cualquier operación parece ser capitalizar una victoria y asegurarse dividendos a largo plazo. Sin embargo, las características específicas del mundo contemporáneo, desprovisto de estabilidad y orden, dificultan enormemente el establecimiento de un punto de apoyo duradero en cualquier lugar, especialmente en un contexto de recursos limitados que deben asignarse en función de las prioridades.
Esta tendencia es válida en todas partes, salvo en la esfera de interés directo de los Estados, es decir, a escala regional: Medio Oriente demuestra claramente que a esta escala la definición de objetivos estratégicos y su persecución coherente producen resultados tangibles. Las operaciones emprendidas por Israel, Turquía e Irán entran en esta categoría. Por supuesto, siempre hay ganadores y perdedores, pero ningún Estado es definitivo: los Estados que comparten un mismo espacio están condenados a un juego sin fin dentro de esos límites. Esto es lo que los distingue de las potencias exteriores, que pueden verse atrapadas en el mismo juego, pero siempre tienen la opción de retirarse aceptando ciertas pérdidas. Por ejemplo, el colapso del régimen de Bashar al-Assad es una mala noticia para Rusia: su presencia militar en Siria amplió considerablemente su campo de acción, tanto en Medio Oriente como en África; al mismo tiempo, como actor externo a esa parte del mundo, Rusia puede permitirse retirarse del juego, a diferencia, por ejemplo, de Irán.
Este énfasis en el estatus de «potencia regional» frente a los intentos de hegemonía de Estados Unidos recuerda el discurso de otro ideólogo, Hassan Abbassi, próximo a la Guardia Revolucionaria iraní, quien, en un discurso que tradujimos y comentamos, explicaba que una nueva trilateral Rusia-China-Irán se enfrentaba a Estados Unidos que, a través de tres ramas de la OTAN —Europa, Medio Oriente y Pacífico— se enfrentaba a esta coalición de enemigos en torno a tres áreas de tensión: Ucrania, Palestina y Taiwán. En esta cosmovisión iraní, Rusia se ponía al mismo nivel que Irán: una potencia regional que defiende su esfera de influencia en su vecindad geográfica.
El siguiente paso será reconfigurar las posiciones rusas en la región y reajustar nuestras relaciones con los Estados del Golfo, así como con Israel y Turquía. Si resulta necesaria una retirada de Tartús, deberá llevarse a cabo de la manera más fluida y eficaz posible, movilizando todas las capacidades de nuestra diplomacia, que ha demostrado su capacidad para entablar un diálogo con, literalmente, todos los actores de Medio Oriente.
Los nuevos amos de Siria no tienen intención de vengarse de Rusia. De hecho, están haciendo todo lo posible para dar la impresión de ser razonables y civilizados. Por el momento, nadie puede predecir el curso exacto de los acontecimientos, y es muy posible que los mismos que hoy saborean su victoria tengan que afrontar mañana las consecuencias.
Rusia, como fuerza relativamente independiente, ya no vinculada a ningún grupo concreto de la región, puede ser útil para muchos actores. No cabe duda de que Estados Unidos, por su parte, tiene un gran interés en expulsar a Moscú de Medio Oriente: a este respecto, los tiempos que se avecinan mostrarán si es capaz de lograr sus objetivos, máxime cuando no tiene ningún deseo de entrar en este juego, ni bajo Biden ni (mucho menos) bajo Trump. Así pues, en medio de las complejas relaciones entre los actores regionales, Rusia aún podría encontrar un papel que desempeñar.
Pero aquí está el punto esencial: el objetivo de 2015, el de un gran regreso ruso a la escena internacional, ya no es relevante.
La prioridad absoluta de Rusia, la que debe centrar todos sus esfuerzos, es llevar a buen término la campaña de Ucrania. Esta operación no cambiará el estado del mundo: es sólo una fracción de la agenda internacional, pero es de vital importancia para nosotros. Aquí, Rusia se encuentra precisamente en el papel de aquellos jugadores que no pueden permitirse hacer las maletas y retirarse del juego.
Este argumento presupone una clara separación entre el conflicto sirio y la guerra que Rusia libra en Ucrania. Sin embargo, el cambio de régimen en Siria es más bien una bofetada al régimen de Putin, que le había garantizado su protección. En esta línea se expresa la líder de la oposición bielorrusa a Lukashenko, Svetlana Tijanovskaya, que explicó en una larga entrevista en nuestras páginas que existe, por el contrario, un continuum muy fuerte entre el debilitamiento de los distintos aliados de Moscú, hasta el punto de que la caída de Al-Assad anunciaría la caída de Lukashenko.
Moscú tampoco puede contentarse con llevar a cabo una guerra relámpago a corto plazo sin perspectivas a largo plazo. Esto es lo que idealmente habría querido al principio de la guerra, pero las cosas no salieron así y ahora no se puede hablar de ello. Volviendo a Medio Oriente, el ejemplo de Israel demuestra que la perseverancia selectiva, extendida en el tiempo, produce resultados objetivos (independientemente de lo que se piense de su valor), incluso cuando una guerra relámpago, en este caso contra Hamás y Hezbolá, ha fracasado.
Las cuestiones especulativas de estatus o prestigio internacional han perdido importancia en el mundo actual en relación con otras cualidades, empezando por la capacidad de alcanzar los objetivos propios en los ámbitos verdaderamente esenciales. Esto no tiene por qué implicar necesariamente el uso de la fuerza: al contrario, es mejor redoblar los esfuerzos y multiplicar los instrumentos alternativos. Sin embargo, si se llega a una confrontación armada, la retirada equivale a la derrota, que no puede producirse sin graves consecuencias.
Así pues, la designación de Rusia como «potencia regional» por parte de Barack Obama ya no es ofensiva, sino que, por el contrario, señala el camino a seguir. En la década transcurrida desde esta declaración, ha quedado claro que las potencias mundiales se están retirando gradualmente del primer plano, muy conscientes de que esta carga es difícil de soportar y, sobre todo, superflua. Las propias potencias mundiales están tratando de revisar sus pactos. En cuanto a las potencias regionales, aquellas que ejercen su influencia en su área inmediata, se comprometen a garantizar su estabilidad y las bases de su desarrollo. Hoy en día, éste es el principal objetivo de todos los Estados, sin excepción, y en este ámbito no queda más remedio que abandonar el juego sin haber logrado resultados aceptables.