Desde hace un año, la revista cartografía la nueva fase en la que entró Oriente Próximo el 7 de octubre de 2023. Si nos lees, si crees que este trabajo merece ser apoyado y puedes permitírtelo, te pedimos que pienses en suscribirte al Grand Continent

Esta guerra, que ya dura desde hace un año, ha cambiado la situación. Ya no es una guerra de baja intensidad, pero no se convertirá en un conflicto regional.

Hasta ahora, Irán se refugiaba detrás de organizaciones militares locales —Hezbolá, Hamás, hutíes— que combatían a Israel manteniéndose en el marco de las «líneas rojas» destinadas a evitar un enfrentamiento directo entre ambos países. 

A diferencia de Hezbolá, Hamás ha conservado su autonomía de decisión respecto a Irán, lo que significa que la magnitud del ataque del 7 de octubre cogió por sorpresa incluso a los iraníes. Pero Hamás no puede sobrevivir sin una conjunción de luchas que obligue a Israel a combatir en varios frentes. Por ello, Israel ha decidido elevar el nivel de su respuesta: ya no se trata de contener, sino de reducir, incluso aniquilar, a los aliados de Teherán, impidiendo al mismo tiempo que Irán acuda en su ayuda, o de ejercer tal presión sobre Israel que sólo las negociaciones permitan salir del atolladero

Por su parte, el régimen iraní se ve acorralado y trata de presentarse como una potencia deseosa de restablecer el equilibrio, contentándose con tomar represalias dentro de los límites de su nueva doctrina. El régimen se limita a intentar salvar las apariencias, organizando lo que parece, dada la asimetría de las fuerzas presentes, un «espectáculo» balístico, mientras que Israel, por el contrario, afirma su deseo de lanzar una escalada.

El punto de inflexión estratégico del 7 de octubre

El jueguecito que ha funcionado durante cuarenta años —desde que Israel invadió Líbano en 1982—, un statu quo mantenido a base de minicrisis, ya no funciona. ¿Por qué?

Hay dos razones: un hundimiento de las capacidades militares de la coalición antiisraelí y un cambio en la visión estratégica de Israel, que no puede reducirse al simple deseo de Benyamin Netanyahu de prolongar la guerra para evitar ir a juicio.

Hasta ahora, el pequeño juego de adaptación de ambos bandos a las mejoras en las capacidades del otro ha hecho que cada crisis haya desembocado casi siempre en una vuelta al punto de partida: la resistencia de Hezbolá a la intervención israelí en el sur de Líbano en 2006 tuvo éxito tras avances tácticos como la construcción de túneles, pero el uso masivo por parte de Hezbolá y Hamás de misiles cada vez más sofisticados se topó con la eficacia de la cúpula de protección antimisiles puesta en marcha por los israelíes.

La magnitud del atentado terrorista perpetrado en territorio israelí el 7 de octubre quebró este equilibrio.

Israel lanzó una operación para erradicar a Hamás. Mecánicamente, esto condujo a un enfrentamiento con Hezbolá, para el que Israel se había preparado meticulosamente esta vez. Como el verdadero objetivo de Tel Aviv ha pasado a ser Hezbolá e Irán, Israel ha convertido la cuestión palestina en un objetivo más lejano. Lo importante ahora es eliminar a los actores externos.

El jueguecito que ha funcionado durante cuarenta años —desde que Israel invadió Líbano en 1982—, un statu quo mantenido a base de minicrisis, ya no funciona.

OLIVIER ROY

Hay una razón muy simple para esta estrategia. El extraordinario éxito de las operaciones para erradicar a los líderes y cuadros de Hezbolá. Hasta ahora, su ejecución parecía más bien una forma de venganza, ya que el dirigente asesinado era inmediatamente sustituido mientras que el organigrama de la organización permanecía intacto. En cambio, el caso de los beepers y walkie-talkies rompió la cadena de mando de arriba abajo, minando la capacidad de la organización para hacer la guerra. Junto con el asesinato de Haniyeh en el mismo corazón del Irán de los Pâsdârân, esta operación revela, mucho más allá de la simple recopilación de inteligencia, la penetración de Israel en Hezbolá y, sobre todo, en el aparato estatal iraní. Además, su efecto se multiplicó por la paranoia que generó en las filas de Hezbolá y de los Pâsdârân: todo el mundo se volvió sospechoso, incluso al más alto nivel.

Comprender la derrota de la coalición chií

La derrota de la coalición chií se ha jugado en términos de inteligencia y nuevas tecnologías. Incluso si cabe esperar ataques, es esta penetración la que hace extremadamente difícil que Irán lance un contraataque contra Israel, sus intereses o simplemente las instituciones judías a nivel nacional o internacional.

Cabe señalar que este nivel de penetración no afecta a Hamás. Tiene que ver con la estructura de mando específica en las filas de los Pâsdârân y Hezbolá.

La jerarquía de los Guardianes se basa en una sola generación: los que combatieron en los años ochenta, principalmente en Líbano y, en menor medida, en Irak. Nacidos en los años sesenta, son voluntarios, militantes e ideológicamente formados. Pasaron toda su juventud en la guerra y entregados a la causa, en detrimento de sus estudios. Pero cuando se hicieron mayores, fundaron familias y quisieron que sus hijos triunfaran en la paz y no en la guerra. Así que se dedican a los negocios, jugando con la corrupción del sistema. Por supuesto, sigue habiendo un núcleo «puro», como el general Soleimani. Por supuesto que hay jóvenes reclutas, pero vienen más por tradición familiar o porque necesitan encontrar trabajo —en cualquier caso, no hay señales de que surja una nueva generación de líderes—. Luego están los conflictos personales, el estancamiento de las carreras y el cansancio de los militantes. Es un fenómeno que se da en todos los movimientos revolucionarios atrapados en guerras interminables: los sandinistas, los muyahidines afganos, las guerrillas colombianas, el Vietcong, etc1.

Amargados, desilusionados, testigos de la corrupción del régimen, deseosos de que sus hijos lleven una vida mejor, son cientos, si no miles, de cuadros que sólo esperan traicionar —a condición, claro está, de que les paguen—. Y si no hay miembros de Hamás, es porque permanecen entre el pueblo palestino y no tienen más perspectivas que la lucha —los que quieren llevar una vida diferente se marchan para unirse a una diáspora bastante próspera—.

La derrota de Hezbolá e Irán se debe sobre todo al hundimiento de la ideología original, agravado, especialmente en el caso de Teherán, por el envejecimiento y la no renovación de los dirigentes.

Porque, por supuesto, la población iraní no sigue el activismo regional del régimen, más allá de protestar contra el velo o la dictadura. Los Pâsdârân son voluntarios, pero el ejército está formado por reclutas: la población nunca aceptará que se les envíe al extranjero ni siquiera que participen en una mala guerra. Por tanto, el régimen se encuentra en un callejón sin salida: sin duda puede lanzar una campaña terrorista en el extranjero, pero eso sólo reforzará el apoyo occidental a Israel. Y la bomba nuclear, afortunadamente, no está operativa.

La derrota de Hezbolá e Irán se debe sobre todo al hundimiento de la ideología original, agravado, especialmente en el caso de Teherán, por el envejecimiento y la no renovación de los dirigentes.

OLIVIER ROY

La mejor carta de Israel, aparte de las bombas que podrían dejar obsoleta la bunkerización de los emplazamientos nucleares iraníes, es precisamente que el régimen de Teherán desconoce el alcance de la penetración del Mossad en sus propias filas, y por tanto puede temer un nuevo golpe desde dentro.

La nueva estrategia israelí 

El segundo elemento nuevo en esta guerra es que la estrategia de Israel va más allá de la simple búsqueda de la seguridad, que era su principio rector hasta el 7 de octubre.

El gobierno de derechas no quiere dos Estados. Sus representantes más extremistas lo dicen y lo repiten abiertamente. Quiere que los palestinos desaparezcan como palestinos. O desaparecen —porque mueren o se ven obligados a exiliarse— o se convierten en árabes como todos los otros, abandonando cualquier reivindicación de nacionalidad, que era la visión mayoritaria entre 1948 y 1967. 

Los Acuerdos de Oslo de 1993 establecieron a los palestinos como pueblo nacional, a la vez que los aislaban del mundo árabe. Ahora han perdido en ambos aspectos: la perspectiva de los dos Estados está cerrada y no hay apoyo árabe para la causa palestina, ni lo habrá —a pesar de que existe una fuerte resonancia emocional en la población árabe, especialmente entre la intelligentsia—.

Occidente confía demasiado en el movimiento anti-Netanyahu en Israel. Aunque este movimiento tiene una dinámica democrática real, no es en absoluto un movimiento de apoyo a los palestinos2. Se ocupa principalmente de cuestiones políticas internas de la sociedad israelí. Para algunos manifestantes que critican a Netanyahu por no querer salvar la vida de los rehenes, matar a 500 civiles palestinos por un rehén salvado no es un problema. El destino de los palestinos no es asunto suyo. 

La «izquierda» israelí no tiene ninguna estrategia que oponer a la de la derecha. Nunca ha impedido que los colonos mordisqueen tierras palestinas. El país en su conjunto se desliza de la búsqueda de un equilibrio de seguridad a la limpieza étnica de Palestina. La primera fase —aislar a los palestinos— ha sido un éxito. La segunda fase consistirá en «desgastarlos», arrinconarlos y luego, en conducirlos al exilio.

Si la derecha israelí lo dice explícitamente, la izquierda callará y dejará que suceda. Esta segunda parte de la estrategia se hará en el tiempo largo. Durante setenta años, Israel ha ido ampliando su territorio a trompicones y las zonas que controla. Si uno es milenarista, puede esperar unas cuantas generaciones más…

Los límites de una guerra

Un leitmotiv de los medios de comunicación internacionales es advertir de la posible regionalización del conflicto. Pero está ocurriendo lo contrario. Ya no hay ningún Estado árabe que apoye activamente —ni siquiera políticamente— la causa palestina. Los Estados del Golfo, Arabia Saudí, Marruecos y Egipto han proseguido en silencio su política de acercamiento a Israel y culpan a Hamás de buscar la crisis. Todos ellos están encantados de ver a Irán expulsado de Oriente Próximo. Los discursos indignados de Erdoğan no han frenado la venta de armas turcas a Israel. En ninguna parte, salvo en Líbano, las milicias proiraníes tienen el monopolio del acceso a las armas: en Irak como en Siria, tienen que enfrentarse a otros grupos armados —los kurdos en el noreste de Siria, el grupo Jolani en Idlib, las milicias antiiraníes en Irak—. En cuanto al pueblo sirio, sólo puede alegrarse de la derrota de Hezbolá e Irán: Bashar al-Assad no se jugará el poco poder que le queda.

La pasividad de los países árabes señala el fin del panarabismo. ¿Existió realmente más allá de los eslóganes? Egipto ya no es un país líder y colabora con Israel. Los dos pesos pesados son hoy Arabia Saudí y Marruecos: sólo defienden sus propios intereses nacionales. Al apoyar a Israel, Marruecos ha reforzado su posición sobre el Sáhara Occidental. El príncipe heredero saudí promueve un nacionalismo puramente saudí y ha puesto contra las cuerdas a un clero wahabí a menudo acusado de propagar el salafismo por todo el mundo musulmán. Al promover un islam «nacional y moderado» —el malekismo en Marruecos— se oponen a cualquier movimiento que pueda desembocar en un nuevo panislamismo —los Hermanos Musulmanes, los salafistas o el clero iraní—.

El régimen de Teherán desconoce el alcance de la penetración del Mossad en sus propias filas —y puede por tanto temer un nuevo golpe desde dentro—.

OLIVIER ROY

Un año después del 7 de octubre, se han puesto de manifiesto dos límites a la extensión de esta guerra. 

En primer lugar, en el plano internacional, parece seguro que no habrá coalición contra Israel: ni panárabe, ni «sur global», noción que sólo sirve para animar un debate «geoestratekitsch» que hace las delicias de los debates televisivos. 

En Europa y Occidente, por último, el impacto del conflicto se limitará a lo que es hoy: una protesta moral confinada a los campus y a los lugares habituales de revuelta. La intifada en los suburbios es una fantasía que puede utilizarse para ganar puntos al nivel político, pero carece de sustancia real.

Estos dos límites demuestran una cosa: Israel, por su lado, ya no tiene ninguno.

Notas al pie
  1. Mandela es uno de los pocos líderes de un movimiento de liberación nacional que no se corrompió una vez en el poder: pero pasó todo el periodo de la guerra en prisión.
  2. Desde Atenas sabemos que una sociedad democrática es perfectamente capaz de oprimir a otros pueblos o a otras minorías: los demócratas del sur de Estados Unidos siempre fueron racistas —al menos hasta el movimiento por los derechos civiles— y la izquierda francesa fue colonialista.