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Polonia se convirtió en miembro de la Unión Europea el 1 de mayo de 2004. Pocos meses después fallecía Czesław Miłosz, uno de los poetas más importantes de Polonia, Premio Nobel de Literatura y considerado a menudo testigo vivo y conciencia del siglo XX. El escritor supo combinar el recuerdo del orden que reinaba en Europa del Este antes de las grandes catástrofes, el mundo de su infancia, transcurrida en la intimidad consanguínea de las familias de la nobleza terrateniente que tan bien describió en la Europa familiar, con el testimonio de las dramáticas consecuencias de la primera y la segunda guerras mundiales, la revolución soviética, el terror del estalinismo y el hitlerismo.
Aunque al principio vio la llegada del comunismo y del Ejército Rojo a Polonia como una necesidad histórica, Miłosz pronto se arriesgó a huir y emigrar para salvar su conciencia, y quizá su vida. En El pensamiento cautivo, traducido a varios idiomas, escribió con gran perspicacia sobre su experiencia del funcionamiento del sistema soviético. Tras su marcha, sus obras estuvieron prohibidas en Polonia durante muchos años. Tras varias décadas en el exilio, decidió regresar y en 1993 se instaló en Cracovia, en lo que entonces ya era una Polonia libre. Miłosz siempre fue de izquierda, se opuso al nacionalismo y a la xenofobia, y destacó con orgullo sus orígenes multiétnicos de Europa del Este junto con su apego a la lengua polaca y su deber para con la cultura polaca. Murió a los 93 años. En agosto de 2004, en Cracovia, acompañé su féretro con otras personas. Un enorme cortejo fúnebre atravesó la ciudad, recibido por una multitud emocionada. Los turistas extranjeros que visitaban la ciudad ese día se frotaban los ojos asombrados: ¿era un rey a quien estábamos enterrando?
Un amigo comenzó su panegírico con estas palabras: «Te despedimos, príncipe de los poetas». Había algo simbólico en el hecho de que, tras un siglo de tormentas, justo cuando el barco de la Europa familiar entraba en el puerto de una Europa unida, se marchaba un poeta cuya voz era la conciencia de muchos. Con su muerte y el hecho de que una gran parte de Europa Central se incorporara a la Unión Europea, hubo que revisar la noción misma de «Europa Central». «La maravillosa y estimulante odisea intelectual que fue la vida y la obra de Czesław Miłosz, uno de los viajes más impresionantes de nuestro tiempo, acaba de llegar a su fin…», escribió Adam Zagajewski tras la muerte de Miłosz. Era la despedida de toda una época y el comienzo de una nueva era.
Czesław Miłosz, después de lo que había vivido, no tenía una visión idealista de Polonia ni de los polacos, y en muchos de sus escritos deconstruyó el mito romántico que presentaba a Polonia como víctima inocente y salvadora de las naciones. Sabía por experiencia que, en la vida colectiva de los polacos, como en otras sociedades, los periodos de nobleza y heroísmo se codean con periodos de mezquindad y bajeza, que conviven personas sorprendentemente generosas y banalmente crueles; de hecho, que a menudo la misma persona puede, en las condiciones adecuadas, ser indigna y generosa al mismo tiempo. Miłosz condenó repetidamente el lado xenófobo del catolicismo polaco, pilar del nacionalismo. Sin duda sabía que Polonia, dentro de la Unión Europea, aunque ya se hubiera enfrentado al azote del comunismo, tarde o temprano tendría que enfrentarse a otro azote. Esto es lo que ocurrió, y lo que sigue ocurriendo hoy.
¿Podemos preguntar al poeta por lo colectivo? ¿Qué ha hecho la adhesión a la Unión Europea por los polacos, por Polonia? La colectividad es una entidad demasiado grande, casi abstracta, y el uso entusiasta que hace el poeta lírico de la palabra «nosotros» es casi siempre, como nos enseña la historia, sospechoso. Demasiadas veces ha anunciado falsedad, tono falso, usurpación.
Lo que ha ocurrido en Polonia a lo largo de mi vida puedo calificarlo de milagro, aunque soy consciente de que el término se utiliza en exceso en esta parte de Europa. Mi país ha recorrido un largo camino desde el derrocamiento del régimen comunista totalitario en 1989. Se convirtió en miembro de la Unión en 2004. Una Europa unida era el sueño de generaciones deseosas de vivir en una comunidad de democracia y paz que, al fin y al cabo, nunca había durado tanto en la historia del continente europeo. Es cierto que 20 años —y para los países occidentales, varias décadas— no es mucho tiempo en la historia del continente. Pero representa la vida y la salud de varias generaciones. Cada generación que ha crecido en esta parte de Europa en libertad y paz es un tesoro. Hemos derrocado un régimen, vivimos en democracia, en armonía y cooperación con nuestros vecinos… y esto es, en definitiva, un milagro. Un milagro muy frágil, como sabemos. Basta con que la propia democracia vuelva a equivocarse, como ya ha sucedido en varias ocasiones en esta misma Europa, para que salga elegida una facción de locos que, en nombre de una especie de justicia, con eslóganes populistas, incendiarán el mundo y, sobre todo, crearán una pesadilla para sus propios conciudadanos. El chovinismo, el desprecio y el odio no han sido desterrados de aquí para siempre. Al contrario, siempre han estado aquí, siguen aquí y esperan una oportunidad. Las víctimas son siempre los más débiles: minorías, mujeres, niños, extranjeros. Pero por ahora —quizá sólo por unos momentos— el milagro continúa, las fronteras están abiertas y podemos viajar libremente a lugares extraordinarios y legendarios. Para aprender y crecer.
Desde su adhesión a la Unión Europea, una nueva generación ha crecido en Polonia y se considera occidental. Ya no tienen complejos respecto a Europa. Estas personas ya no quieren emigrar en busca de trabajo y una vida mejor, por una u otra razón; se dicen a sí mismas que aquí es mejor, más seguro y más interesante, y que hay una energía que sienten que falta en Cardiff, Burdeos, Utrecht, Stuttgart o Ginebra. Parece que los siglos de desventaja se están desvaneciendo.
Muchos creen que la adhesión de Polonia a la Unión fue un acto oficial y un retorno adecuado al círculo de la civilización occidental. Junto con la inversión en infraestructuras, transporte, mejora de las condiciones de vida, desarrollo de la educación y posibilidad de destinar fondos a la protección de la naturaleza, también habría supuesto el fortalecimiento de las instituciones y las organizaciones no gubernamentales, el despertar de la sociedad civil y la comodidad de vivir en libertad de expresión; habría supuesto una garantía de que la frágil democracia recién descubierta de Polonia no sería secuestrada por los populistas: las instituciones de la Unión Europea defenderían el Estado de derecho, y la amenaza de abandonar el selecto club de países estables y prósperos impediría a la sociedad elegir a un soberanista populista como presidente o primer ministro.
Pero en Polonia y en otros países del antiguo bloque del Este ocurrió lo que probablemente estaba destinado a ocurrir tras la adhesión a la Unión: una vuelta al pasado, una reacción al cambio demasiado repentino, al progreso, una regresión. Esta situación se vio favorecida por un momento dramático de la historia: el accidente del avión presidencial en Smolensk. Afortunadamente, la misma democracia que nos metió en problemas nos salvó en las siguientes elecciones. Prevaleció la razón. Si no hubiéramos formado parte de la Unión Europea, ¿habría sido distinto nuestro destino? Parte de la élite y la sociedad polacas han aprendido a vivir en una Europa unida y han aprendido el difícil arte del pacto y el diálogo. Por el otro lado, parte de la élite y la sociedad europeas han conocido Polonia. Eso ya es mucho. Y existe la posibilidad, sobre la base de la experiencia compartida, de que se cree una especie de vacuna que ayude al sistema de defensa del organismo europeo contra el virus xenófobo, porque, como podemos ver hoy, toda Europa se enfrenta a una amenaza similar.
Milosz, al describir su decisión de emigrar años después, se comparó con el protagonista de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, otro emigrante y autor del famoso ensayo Un Occidente secuestrado. En este texto, Kundera intenta convencernos de que Europa Central, países como Hungría, Polonia, Austria y la República Checa, siempre han formado parte de la verdadera Europa Occidental, al igual que Alemania, Francia o los Países Bajos, pero que fueron secuestrados por Rusia, que representa la cara extranjera y antidemocrática, borrando todas las diferencias y la riqueza de la diversidad, la cara incolora del Este. Gracias a él, el término “Mitteleuropa”, ya conocido en el pensamiento geopolítico alemán, evolucionó hacia la idea de una «Europa del medio», definida por el siguiente principio: máxima diversidad en un espacio mínimo. Para Kundera, la expresión particular del genio en esta parte de Europa eran sus habitantes judíos. La literatura, la ciencia y el arte de esta parte del mundo les deben su singularidad.
George Steiner, que se cuida de no generalizar, añadía en una de sus célebres columnas para The New Yorker que fueron los judíos de Europa Central quienes dieron nuevos nombres a la civilización occidental y la pusieron en un nuevo rumbo para muchas generaciones venideras. «El siglo XX en el que vivimos en Occidente es, de hecho, un producto de exportación austrohúngaro», escribe. Según Steiner, seguimos utilizando el mapa trazado por Freud, Wittgenstein, Musil, Mahler, Schönberg y Bartok, Adolf Loos, Karl Kraus, Ernest Mach y Karl Popper. Sin embargo, señala de pasada que, además del fermento creativo, la región también produjo su opuesto, gérmenes asesinos: al fin y al cabo, el peor antisemitismo y el hitlerismo procedían del centro de Europa…
«Fue, como dicen los físicos, una ‘implosión’. La intensidad de fuerzas mutuamente contradictorias en un espacio que se encoge rápidamente. […] Hay, por tanto, una cierta lógica fatal y un cierto catastrofismo en el hecho de que la ideología de Hitler y, en gran medida, la propia doctrina nazi, nacieran en suelo austriaco (los historiadores han rastreado el origen del término ‘Judenrein’, ‘sin judíos’, hasta las normas de afiliación de un club ciclista austriaco a principios del siglo XX). Fue en Viena donde el joven Hitler preparó su astuto veneno».
Añádase a esto que pudo conocer al mejor jugador de ajedrez de Viena en aquella época (1913), Lev Bronstein, más tarde conocido como León Trotsky, o al joven Josif Dzhugashvili, más conocido como Stalin, trabajando en sus nuevas ideas en un café de allí.
La discusión que surgió tras la publicación del ensayo de Kundera en los años ochenta se extendió a Milosz. Aunque apoyaba en cierta medida a Kundera, desplazaba claramente el eje geográfico hacia el este. Los valores europeos reinaban en la «Europa familiar» de Milosz, que también incluía Lituania y todo el territorio de la antigua Comunidad Polaco-Lituana, es decir, Bielorrusia y Ucrania; en resumen, «los países al este de Alemania», «entre Alemania y Rusia», donde se dejan sentir las influencias mediterráneas, ya sea en la arquitectura, la liturgia o la cultura; donde los individuos no se convierten en números en las estadísticas, como ocurría en la Rusia soviética, que ya estaba más allá del «mapa» de la Europa de Milosz. ¿Esta Europa Central secuestrada por Rusia, volvió a Europa en 2004? Polonia, Lituania, Letonia, Estonia, Hungría, la República Checa, Eslovaquia y Eslovenia, ¡además de Malta e incluso Chipre!, se adhirieron a la Unión. Así pues, parece que sí, que «Europa Central» —por utilizar la geografía de Milan Kundera— ha vuelto a Europa. Pero, ¿puede decirse lo mismo de la Europa de Czesław Miłosz?
El ensayo de Kundera comienza con una dramática escena ambientada en una emisora de radio de Budapest en 1956, en el momento de la invasión soviética de Hungría. Se decía que los húngaros estaban muriendo por Europa:
«En 1956, en el mes de septiembre, el director de la agencia de prensa húngara, pocos minutos antes de que su oficina fuera aplastada por la artillería, envió por télex a todo el mundo un mensaje desesperado sobre la ofensiva rusa, desencadenada esa mañana contra Budapest. El mensaje terminaba con estas palabras: Moriremos por Hungría y por Europa.
¿Qué significaba esta frase? Sin duda significaba que los tanques rusos ponían en peligro a Hungría, y con ella a Europa. Pero, ¿en qué sentido estaba Europa en peligro? ¿Estaban los tanques rusos preparados para cruzar las fronteras de Hungría hacia el oeste? No. El director de la agencia de prensa húngara quería decir que Europa estaba siendo el objetivo de la propia Hungría.”
Me acordé de esta frase en 2013, cuando comenzaron en Kiev los acontecimientos conocidos como Euromaidán y, posteriormente, cuando se produjo la invasión rusa de Ucrania. ¿Quién muere hoy por Europa? Europa está amenazada por los tanques rusos precisamente en Ucrania: en Jerson, en Kiev, en Jarkov, en Zaporizhia, en Mariupol. Esto significa que Europa también está allí, o quizás sobre todo allí hoy. No debemos olvidarlo y no debemos permitir que la secuestren, otra vez. Si también queremos ser europeos, debemos defender nuestros valores, mostrarnos dignos de ellos y ayudar a quienes hoy dan su vida por ellos. Las ideas por las que gran parte de Europa se ha unido están amenazadas. Europa está en guerra, viviendo su mayor conflicto desde la Segunda Guerra Mundial.
La célebre frase de Paul Valéry, formulada justo después de la conmoción de la Primera Guerra Mundial en su texto La crisis de la mente, «Las civilizaciones sabemos ahora que somos mortales», da testimonio no sólo de una intuición profética (pues lo peor estaba aún por llegar a Europa), de un amargo sentimiento de decadencia y caída de una comunidad, sino también de la comprensión de que la propia civilización se sigue degenerando hasta que un día llegarán los bárbaros, llamados por ella desde las estepas, los desiertos, los suburbios, los sótanos o los páramos cósmicos y que son su pura consecuencia, culminación y meta, pero también del hecho de que la civilización vive mientras vive su mente. Las palabras sobre la crisis de Europa surgen en momentos determinados, como señaló Jacques Derrida en su discurso de 1991 titulado «Un autre cours. Se souvenir, répondre, s’engager» y nos obligan a reflexionar sobre lo ya realizado, sobre el camino recorrido y la dirección de ese camino, como si Europa recuperara la conciencia de sí misma precisamente en momentos de grandes decisiones susceptibles de cambiar su identidad.
“Una crisis de Europa como crisis del espíritu, dicen todos, en el momento en que los límites, los contornos, el eidos, los fines y confines, la finitud de Europa toman forma, es decir, cuando el capital de infinitud y universalidad que yace en reserva en el lenguaje de estos límites se ve mellado o en peligro».
Al decir «nosotros», expresa también su responsabilidad frente a la comunidad, porque es así como concibe Europa y la europeidad. Para Derrida, la cuestión de una nueva capital para Europa es extremadamente importante. Los nuevos retos y el probable desplazamiento de las fronteras de la Unión exigirán una reevaluación de la palabra «capital» y ya no la asociarán con alguna metrópoli o ciudad (cuya crisis ve claramente Derrida), sino más bien con una red de comunicación, un canal para los medios de opinión pública, los medios de comunicación y la información, que asumiría el papel de la capital, dando dirección y siendo el centro del pensamiento. Para Derrida, una característica esencial de este canal central de información sería fomentar la crítica y la libre expresión, y cita el ejemplo de la telefonía, ampliamente desarrollada en la época. Este canal de información era democrático por definición:
«Creo que un sistema totalitario no puede luchar eficazmente contra la red telefónica interna cuando su densidad supera un cierto umbral y ya no se deja controlar. […] El teléfono se convierte así para el totalitarismo en una prefiguración invisible y en un presagio inevitable de su propia ruina».
Y después de todo, podríamos añadir, ¿cuál es el poder del pluralismo del teléfono universal comparado con el poder del pluralismo del internet universal de hoy? ¿Se equivocaba Derrida? No ha pasado mucho tiempo desde entonces, y hoy las multitudes en las calles de las ciudades utilizan constantemente teléfonos inteligentes y canales de información pluralistas que, aunque a veces ayudan a preservar la verdad de la información, también contribuyen al caos y la confusión. Los fenómenos de las fake news, la posverdad y los deep-fakes, las teorías de la conspiración y las diversas formas de manipulación se extienden como un virus en el mundo digital, y son los charlatanes y dictadores quienes más rápido están aprendiendo a utilizarlos. Echemos un vistazo a la primera línea de la guerra actual: ningún bando se separa de sus smartphones. Invasores y defensores consultan las noticias en sus teléfonos todos los días. Sí, pueden llamarse y hablar entre ellos, pero eso no impide que los agresores se crean la propaganda del dictador. Parece que hay algo más profundo en el hombre: que las capas del mal, como las del bien, son más profundas, universales e independientes de los inventos técnicos.
El mensaje del discurso de Derrida, sin embargo, es positivo: está contenido en la promoción de la apertura y la posibilidad de cambio. El liderazgo de Europa debe sentirse todavía en la vanguardia del pensamiento y en la memoria de su capital espiritual. Y si la vanguardia del pensamiento debe entenderse como superación de uno mismo, capacidad de transgresión, siempre cabe preguntarse: ¿en qué consiste exactamente ese capital espiritual? ¿No tenía razón Paul Valéry al afirmar que el mayor capital de Europa son los propios europeos, su mente y «su cuerpo»? Para saber si estas preguntas tienen sentido, hay que planteárselas a los ucranianos que se manifestaron durante el invierno de 2013/2014 en la Plaza de la Independencia de Kiev, durante los acontecimientos desde entonces llamados Euromaidán: jóvenes, visitantes, locales, mujeres, hombres. A pesar del frío, las agresiones policiales, la campaña de propaganda, los secuestros y las torturas, sobrevivieron a un asedio que duró dos meses. Durante uno de ellos, más de cien personas murieron tiroteadas por la milicia. Protestaban contra la decisión del anterior presidente prorruso de negarse a firmar el acuerdo de asociación de Ucrania con la Unión Europea, que la devolvería a la influencia rusa. Habría que preguntar a esas personas por qué morían bajo el fuego de francotiradores. Casi todos ellos, desde los trabajadores y retirados de a pie hasta los poetas de las barricadas, respondieron entonces lo mismo: dignidad humana. Asociaban Europa con el respeto a la dignidad humana, algo que no habían experimentado en su propio país desde hacía mucho tiempo y algo que no esperaban experimentar permaneciendo en el mundo postsoviético, entonces ruso. Euromaidán ganó gracias a su determinación. El presidente huyó como una rata de un país caótico y en ruinas, se celebraron nuevas elecciones democráticas y se instauró un nuevo gobierno. Poco después, Rusia ocupó furiosamente Crimea e intervino militarmente en el Donbas. La guerra continúa hasta hoy, con cientos de miles de muertos y millones de refugiados. Permanecer indiferente ante esta situación, abandonar este crédito de confianza, renunciar a la solidaridad, significaría para la comunidad europea arruinar para siempre su leyenda y su autoridad en Europa del Este y revelaría que los valores en los que se basa son una mentira.
Mis padres también fueron refugiados, pues crecieron en el seno de familias que tuvieron que abandonar sus hogares en Leópolis tras la Segunda Guerra Mundial. En 1945, fueron deportados en tren vía Przemyśl a Opole, en Silesia, una región que había sido reconquistada a los alemanes.
En 2022, cuando Rusia comenzó su invasión a gran escala de Ucrania, también tomé un tren lleno de refugiados en la ruta Przemyśl-Berlín. Trabajaba como profesor visitante en la Universidad Humboldt de la capital alemana. Cuando subí al vagón en Opole, el tren estaba lleno de mujeres y niños evacuados de ciudades ucranianas en llamas. Venían de la misma dirección, casi de los mismos lugares a los que habían llevado a mi familia: las ancianas, en estado de shock, relataban lo sucedido con una voz que recuerdo bien: la de mi abuela Zosia, que había hecho un viaje similar décadas atrás. El acento de mi abuela era muy parecido al de ellas y utilizaba las mismas frases. Las ancianas del tren hablaban con la voz de Zosia de los horrores de la guerra, igual que ella me había hablado a mí de la Segunda Guerra Mundial: de gente asesinada sin motivo, de violaciones, torturas y muerte de niños. Horror, hambre y torturadores desalmados. Los refugiados llevaban consigo algunos bultos, pertenencias al azar, objetos rescatados de los escombros, ropa que apestaba a quemado. Vi miedo y tristeza en sus ojos, vi determinación y rabia. Había ancianas con caras tan arrugadas como manzanas marchitas, madres abrazando a sus hijos, niñas y niños llorando y a veces retorciéndose, adolescentes confusos intentando encontrar algo en internet, vecinas y señoras de la limpieza, cantantes, peluqueras, cocineras y secretarias, estudiantes y ejecutivos, empresarias y contables, profesores y pianistas. Junto a ellos había grupos de estudiantes negros, aturdidos y asustados, que venían de las bombardeadas residencias universitarias de Jarkov, grandes grupos de romaníes, que iniciaban un nuevo éxodo en busca de un nuevo lugar para asentarse, y algunos ancianos con discapacidades visibles. Perros, gatos, conejos, cuyos. Muchísimos perros.
Intenté ayudarles, hablar con ellos, llevarles el equipaje, dirigirles a puntos de información, a veces ponerlos a salvo, protegerles de los ladrones, y a veces simplemente explicarles cosas que eran nuevas para mí, residente en la Unión. Mi mujer invitó a nuestro departamento a una madre que huía con su hijo de los bombardeos de Kiev, donde pasaron la primera semana en un sótano bombardeado antes de viajar a Polonia, tumbados en el suelo de un oscuro tren bombardeado por la aviación rusa. Vivieron con nosotros cuatro meses y, durante ese tiempo, intenté volver regularmente desde Berlín.
Tomar el tren de regreso de Berlín a Ucrania era la peor parte.
Durante los primeros meses de la guerra, en 2022, el tráfico en esta línea iba en ambas direcciones. Desde Ucrania, mujeres, niños y jóvenes partían hacia refugios más seguros en Polonia o más al oeste, mientras que a los hombres no se les permitía salir del país. En la otra dirección, los hombres regresaban a Ucrania desde toda Europa Occidental para alistarse en el ejército y luchar.
Los ucranianos que antes habían ido al oeste a trabajar y emigrado por decenas de miles en busca de un medio de vida, ahora regresaban por miles. Viajé con ellos en varios de esos trenes hacia el Este. Apenas había alguien más: vagones llenos de gente silenciosa y de aspecto hosco. Tras haber trasladado a sus familias a lugares más seguros en Polonia, ahora iban a ayudar a defender el país. Todos hemos visto los videos que circulan por los medios de comunicación, en los que se ve a rusos movilizados en algún lugar profundo de Rusia, yendo al frente, la mayoría de ellos completamente borrachos, desbordando autobuses o vagones en los puntos de parada para revolcarse en el barro o enzarzarse en peleas de borrachos. En el tren con los ucranianos era completamente distinto: viajaban concentrados y no vi a ningún borracho. Parecían despreocupados, aunque, cuando les hacías una pregunta, a veces respondían con una sonrisa e intentaban bromear. Los miraba con admiración. En sus manos se notaba que habían trabajado mucho. Algunos eran obreros o agricultores, otros habían hecho carreras en humanidades. Los que tenían familia la habían colocado en lugares seguros y habían regresado a Ucrania. Sabían que tal vez no volverían. Viajé con ellos durante cinco, a veces siete horas, porque el tren se retrasaba. Nuestras conversaciones eran breves, pero nunca olvidaré esos pocos viajes en tren y esos apretones de manos.
El mito del rapto de Europa tiene una segunda parte muy importante: la historia de sus hermanos, que fueron en busca de su hermana: Fénix (que dio su nombre a los fenicios), Cílix (que lo dio a Cilicia), Taso (que lo dio a la isla de Tasos), Fineo (que llegó cerca del Bósforo) y Cadmo, que fundó la ciudad de Tebas en Grecia. Los hermanos establecieron colonias en Europa y África, y trajeron consigo la escritura: el mito del rapto de Europa es también el mito de la búsqueda de Europa y de la creación de Europa. Fue en las ciudades fundadas por los hermanos de Europa donde nació la Europa que conocemos. El traspaso de la religión, la cultura y, sobre todo, la escritura se convirtió en el momento del nacimiento de Europa.
Mientras escribo estas líneas, Ucrania sigue sin formar parte de la Unión Europea, a pesar de que los ucranianos han dado su vida cada día desde 2013 para que así fuera. ¿Y por qué es así? ¿Se debe a una distancia cultural demasiado grande? ¿Una legislación poco preparada? ¿A la corrupción? Uno de los principales obstáculos es la guerra en curso; parte del territorio está ocupado, por lo que el estatus territorial no está claro. El 1 de mayo de 2004, al mismo tiempo que Polonia, Chipre, isla situada frente a la costa asiática, parcialmente ocupada por fuerzas separatistas turcas y cuyo estatuto territorial es incierto, también pasó a formar parte de la Unión Europea. Algunas partes de Chipre siguen excluidas de la legislación europea. En el momento de su admisión en la Unión, su economía dependía en gran medida del capital extranjero, que creaba empresas ficticias en la isla para evitar pagar impuestos en su país de origen. Los oligarcas rusos, que siguen vinculados a Chipre, participaron notablemente en esta actividad, que hizo de Chipre, junto con Eslovenia, el más rico de los países admitidos en la Unión. No cabe duda de que Chipre forma parte para siempre del patrimonio cultural mediterráneo: es donde se dice que Afrodita emergió del mar. Está habitada por personas con valores europeos. No tengo nada en contra de Chipre en Europa, pero si es así, ¿por qué no Leópolis u Odessa? A 60 kilómetros al este de la frontera polaca, la misma distancia que separa Berlín Occidental de la frontera polaca, justo en el centro de Europa, se encuentra Leópolis, que desde sus orígenes fue una importante ciudad mercantil medieval y parte integrante de la red comercial europea, habitada durante siglos por ucranianos que fundaron la ciudad como capital de su reino, por polacos, judíos, armenios, caraítas, italianos y griegos, y por una numerosa colonia de burgueses alemanes que se convirtieron en leopolienses a lo largo de sucesivas generaciones.
Tras su apogeo renacentista dentro de las fronteras de la Commonwealth Polaco-Lituana y su división por las potencias vecinas, Leópolis se convirtió en la capital de Galitzia, provincia del Imperio Austrohúngaro. Siempre ha sido uno de los centros de la cultura europea y sigue siéndolo hoy en día, a pesar de las reticencias de varios dictadores. Aquí vivieron y trabajaron Sacher-Masoch, Zbigniew Herbert, Stanislaw Ulam, Rudolf Weigl y, si nos centramos en el genio judío, Deborah Vogel, Stanislaw Lem, Sholem Aleichem y Hugo Steinhaus; ahí viven y trabajan Yuri Vinnichuk, Marianna Kijanowska, Halyna Kruk. Esta es Europa, donde la gente aspira a la libertad, la democracia y la paz, donde puede dar su vida en la lucha por la dignidad y los derechos individuales, codo a codo con los demás en primera línea contra el despotismo y el desprecio por la humanidad. El ejemplo de Leópolis puede extenderse fácilmente a Odessa, Kiev o Jarkov, ciudades con un carácter único para Europa. Ucrania es un país amante de la libertad desde hace siglos. Basta recordar el sistema de la Sicha de Zaporizhia y la autonomía de los cosacos ucranianos, descritos por primera vez en francés en el siglo XVII por los ingenieros y cartógrafos reales Guillaume Le Vasseur de Beauplan y Erich Lassot von Steblau (Description de l’Ukraine), para comprender que el Euromaidán de Kiev fue un consejo cosaco casi trasladado en el tiempo, donde las decisiones se tomaban conjuntamente. Como era de esperar, Rusia y Ucrania son esencialmente opuestas en cuanto a sistema y mentalidad: autodeterminación frente a sumisión, el eterno conflicto entre la voluntad y el despotismo del zar y el pueblo rebelde y libre que elige la anarquía independiente o la muerte antes que la vida en un estado policial.
La guerra es monstruosa, pero tiene el asombroso don de revelar lo que probablemente permanecería oculto sin ella. Muestra de forma sorprendente lo mezquino y cruel que el hombre puede ser con los demás, al tiempo que revela vastas capas de bondad, altruismo, heroísmo, sacrificio y compasión. Ver a Polonia acoger y aceptar a dos millones de refugiados ucranianos fue una de las experiencias más maravillosas de mi vida. Los polacos los acogieron en sus casas, compartieron su ropa con ellos, y lo hicieron en un abrir y cerrar de ojos, incluso antes e independientemente de la reacción del Estado polaco. La ayuda a la Ucrania devastada por la guerra sigue llegando de Polonia, mis amigos van a Ucrania, llevan todo tipo de ayuda, recaudamos dinero. Compramos drones, vendas, generadores eléctricos y cámaras térmicas. Un amigo, el poeta Jacek Podsiadło, transporta regularmente en su coche personal alimentos, ropa, juguetes para niños, equipamiento para el ejército y comida para perros y gatos. Porque los animales también sufren la guerra.
Pero no todo el mundo ayuda. Sé que cada vez hay más gente reticente y hostil, cansada y sensible a la propaganda rusa. Lo bueno que se ha construido durante décadas puede ser destruido en cuestión de días por personas de poco corazón y mente, a veces rencorosas y llenas de odio, o simplemente temerosas de los extranjeros o del cambio. Hoy, Europa vuelve a ser secuestrada y violada, pero se defiende. Hay hermanos y hermanas que ayudan, hay quienes protestan y apoyan. Hay quienes se contentan con mirar o incluso miran hacia otro lado. El mayor reto de Europa ahora es enfrentarse a Rusia y acoger a Ucrania en la Unión. Será un acontecimiento sin precedentes, un paso que transformará la naturaleza de una Europa unida. Ucrania es uno de los países más grandes del continente, con un enorme potencial económico: es una potencia agrícola mundial, el «granero del mundo». Europa debe estar preparada para ello: su agricultura se reorganizará por completo como consecuencia de tal movimiento. Pero es el único paso posible: ya sabemos que, sin Ucrania, Europa no sobrevivirá, no podrá hacer frente a una Rusia poderosa y cada vez más agresiva, sobre todo si absorbe a Ucrania. Aquí está en juego algo decisivo.
Piensen en los miles de personas perseguidas, torturadas, violadas y encarceladas en los territorios temporalmente ocupados por Rusia. Piensen en las macabras cámaras de tortura y fosas comunes encontradas en los pueblos liberados por los ucranianos. Piensen en los niños muertos por los misiles rusos que impactaron en hospitales, en el destino de los prisioneros de guerra hambrientos y torturados. Piensen en las personas asesinadas en las calles simplemente por ser ucranianas. En resumen, piensen en el escándalo moral que Europa está consintiendo sin reaccionar adecuadamente. Semejante omisión moral tiene consecuencias devastadoras para los lazos comunitarios, el sentimiento de seguridad y la credibilidad, y los valores que apreciamos se erosionan y se convierten en una mentira.
George Steiner, en su columna «De Profundis» del 4 de septiembre de 1978, lo expresa de esta manera:
«Cada vez que se azota a una persona, se le priva de su dignidad o se le hace pasar hambre, se crea una especie de grieta en el tejido de la vida. La despersonalización de la humillación humana, la ocultación de los tormentos individuales bajo las categorías anónimas del análisis estadístico, la teoría histórica o los modelos sociológicos, constituye una maldad adicional.»
Durante la ocupación alemana de Varsovia, algunos poemas escritos por Czeslaw Miłosz le valieron un lugar para la eternidad en la literatura polaca, como «Campo dei Fiori» y «El pobre cristiano mira al gueto».
En estas obras, los «pobres cristianos» son testigos mudos del exterminio de sus vecinos judíos por los alemanes. Algunos intentan ayudar, otros se ven impotentes, otros se muestran indiferentes… y otros sienten satisfacción. Estos poemas, conmovedores por el horror, han quedado como un reproche moral, una voz que nos acompañará para siempre, una advertencia de que «no debemos contarnos entre los ayudantes de la muerte». Años más tarde, durante la guerra en la antigua Yugoslavia, Miłosz se sumaría a estas advertencias con el conmovedor poema «Sarajevo», esta vez dirigido directamente a Europa, como testigo de los acontecimientos.
El plan para el futuro próximo es llevar la guerra a un final victorioso y extender la Unión hacia el Este. En la actualidad, el descrédito de la anterior política de Europa Occidenta, en particular de Alemania, hacia Rusia es demasiado evidente. Hasta ahora, el pacifismo y el «pragmatismo político» han llevado a congelar el conflicto desde 2014, para apaciguar al oso agresivo con trozos de territorio ajeno, contratos económicos y amiguismo político. Pero la condición en la que se basa la Unión —zona de libre comercio, Estado de derecho, libertad de expresión y circulación, negociación de soluciones pacíficas para el mayor beneficio común posible— no interesa a Rusia, cuyo Estado descansa sobre otros pilares. Ya nadie parece creer en las garantías rusas, porque Rusia no comparte los valores europeos. Obligar a Ucrania a renunciar a su propio territorio sería una admisión de derrota y debilidad por parte de Occidente. Se trata de una típica trampa rusa: en la práctica, significaría una breve tregua, durante la cual Rusia seguiría llevando a cabo operaciones híbridas en preparación de un ataque decisivo. En un momento en que la amenaza del aislacionismo estadounidense es tan grande, no debemos caer en esta trampa, y menos ahora. Europa puede defenderse, pero hasta que Occidente no reconozca a Rusia como enemigo, será devorada pieza a pieza por el oso. La guerra aún puede ganarse y acabar en cuestión de meses. Basta con armar adecuadamente a Ucrania. La receta para la paz es derrotar a Rusia en el campo de batalla.
En Leópolis y Odessa, la gente intenta proteger los monumentos de los misiles rusos. Ucrania no dispone de suficiente defensa antiaérea y pide en vano a sus socios europeos y estadounidenses que la refuercen. Cada ataque ruso supone nuevas víctimas entre la población civil indefensa y la destrucción de monumentos de valor incalculable. Los habitantes envuelven los monumentos y estatuas en un embalaje flexible, una doble capa de lana de roca, y los cubren con un manto de material ignífugo. Los blindan con sacos de arena, construyen escudos de madera y acero, retiran los tesoros más preciados de los muros de galerías, torres, cruces y zócalos, los transportan desde capillas y museos, los envuelven, los aseguran y los esconden en refugios. Y cuando los cohetes supersónicos impactan antes de que suene la sirena, a veces se salvan objetos y piedras. Así, en lugar de monumentos destrozados, se llevan personas mutiladas al hospital; en lugar de manos de piedra desprendidas de la estatua de una diosa, en las calles se arrancan manos humanas; en lugar de fragmentos de mármol, esquirlas de hueso; y en lugar de la luminosidad del alabastro, sangre oscura.