Hace apenas cinco años apareció Grand Continent. Publicado en línea la noche del 6 al 7 de abril de 2019, el primer número especial de la revista estaba dedicado al genocidio de los tutsis en Ruanda, pues se conmemoraba el 25 aniversario. En esa ocasión, en colaboración con la École normale supérieure y Sciences Po, el Groupe d’études géopolitiques organizó una conferencia fundacional para renovar el campo. Desde entonces, hemos seguido recurriendo a los nombres más relevantes para continuar esta labor: de Gaël Faye a Guillaume Pitron, pasando por Guillaume Ancel, el superviviente Charles Habonimana y las imágenes del cineasta Christophe Cotteret. Si crees que este trabajo es importante y merece apoyo, considera la posibilidad de suscribirte a la revista.
En su última novela, Sister Deborah (2022), al igual que en Cœur Tambour (2016) y Kibogo est monté au ciel (2020), se aleja de la historia reciente de Ruanda y del genocidio tutsi, evocados en sus primeras obras, para remontarse a episodios anteriores: la colonización, la evangelización, las leyendas y los mitos. También ha ampliado el ámbito geográfico de sus escritos a las Antillas, Estados Unidos y Brasil. ¿Cómo se ha producido esta evolución?
Para responder a su pregunta, primero tenemos que «remontarnos al pasado de Ruanda», es decir, deconstruir el cúmulo de falsificaciones históricas e ideológicas acumuladas por la antropología racial del siglo XIX, que persistieron en la primera mitad del siglo XX. En Ruanda, donde se ubicaban con mayor o menor precisión las fuentes del Nilo, empezaron a acumularse leyendas: se suponía que las inaccesibles Montañas de la Luna estaban habitadas por seres fabulosos, recién salidos de tiempos heroicos. Además de los rumores relatados por los exploradores, un público ávido de exotismo y misterio se sintió sin duda atraído por lo que Jean-Loïc Le Quellec denomina «cuentos de razas perdidas», en los que el héroe descubre, en el corazón de la selva o del desierto, un mundo perdido sobre el que reina una reina, generalmente blanca, de una belleza fatal y fascinante. El autor más emblemático del género es sin duda Henry Rider Haggard y su ciclo de novelas que giran en torno a la figura de She, la princesa que, en el fondo de un volcán extinguido, lleva dos mil años esperando el regreso de su amante. Aludo, evidentemente con ironía, a este tipo de novela colonial en Coeur tambour. El cómic de Julien, el amante algo platónico de Prisca, desarrolla los mismos temas narrativos, pero ahí la reina es negra, ya que Julien dibuja a Prisca como la reina del reino perdido; lo mismo ocurre con la película para la que se contrata a James Rwatangabo para tocar los tambores.
En 1956, Las minas del rey Salomón, adaptación de la novela de Hagard y rodada en parte en Ruanda, se proyectó en la corte real de Nyanza. Fue una proyección solemne a la que asistieron el mwami y la reina Rosalie Gicanda, vestida con un velo rosa pálido. En Ruanda, algunas personas hacían suyos peligrosamente los mitos construidos sobre ellos por los europeos. En Notre Dame du Nil, Véronica acepta interpretar el papel de Isis en el delirio decadente de Monsieur de Fontenaille, para su desgracia.
A finales del siglo XIX, Ruanda era terra incognita, la última mancha blanca en el mapa de África que las potencias europeas acababan de repartirse en Berlín. Había que ocupar rápidamente las tierras asignadas, y los alemanes trataban de establecerse antes que los belgas y los británicos. En 1897, el capitán Ramsay acudió a la corte del rey Musinga y firmó con él un tratado de amistad; en realidad, se trataba de un tratado por el que se establecía un protectorado.
Los invasores ya habían trazado un retrato robot de los nativos: los tutsis, porque se trataba sobre todo de ellos, eran todos muy altos, de piel clara y nariz recta. Se puede comprobar midiendo el volumen de los cráneos y la longitud de las narices. La conclusión es irrefutable: los tutsis no son africanos, es decir, bantúes de nariz roma. Además, ¿cómo podrían los africanos primitivos haber ideado rituales en torno a la realeza sagrada tan sofisticados como los de los faraones? Está claro que procedían de otro lugar. Los científicos también han sugerido su procedencia: Etiopía, por supuesto, pero quizá también Egipto o el Cáucaso. ¿Y por qué, con su inmenso rebaño de vacas con grandes cuernos, no habrían bajado del Tíbet, a menos que los pastores de las Mil Colinas fueran los restos perdidos de las diez tribus perdidas de Israel? En última instancia, la Biblia podría proporcionar la clave del enigma: los tutsis son hamitas, descendientes de Ham o Cam, uno de los hijos de Noé. Hemos encontrado así el nombre de una nueva raza, los hamitas, ni muy blancos, ni muy negros. Charles Seligman, en su libro Razas de África (1930), ofrece un brillante resumen de estas elucidaciones: «Las civilizaciones africanas son civilizaciones hamitas: su historia registra la interacción de estos pueblos con los negros y los bosquimanos. Los hamitas llegados en oleadas sucesivas eran pastores ‘europeos’, mejor armados y más listos que los campesinos negros».
Las estructuras económicas de la sociedad tradicional, en la que los tutsis eran pastores, los hutus agricultores y los twas alfareros o cazadores, se interpretaban en términos de invasión, raza y feudalismo. Los tutsis fueron descritos como extranjeros en su propio país, los primeros colonizadores. Por su parte, la élite hutu, formada en los seminarios, estaba dispuesta a devolver al Nilo a la minoría tutsi.
La erradicación de las antiguas creencias religiosas se llevó a cabo con el mismo éxito aparente. Los belgas, que tras la Primera Guerra Mundial habían recibido de la Sociedad de Naciones un mandato sobre Ruanda y Burundi, confiaron la educación a las misiones, y en particular a los padres blancos: a ellos correspondía llevar las luces de la civilización a las tinieblas de África. La idea de fundar un reino cristiano en África formaba parte del programa de su fundador, monseñor Lavigerie, arzobispo de Argel. Sus seguidores trabajaron duro para conseguirlo en Ruanda. La destitución en 1931 del rey Musinga, hostil al cristianismo, provocó la movilización de los jefes y, tras ellos, de toda la población. Estos bautismos masivos fueron celebrados en la revista misionera Grands Lacs como un verdadero tornado del Espíritu Santo: ser llamado pagano se convirtió en el peor de los insultos. El bautismo consagraba nuestra entrada en la «civilización». Mi padre nos leía cada noche un pasaje de la Biblia y estaba orgulloso de haber sido elegido para dirigir el movimiento de los Hijos de María en el pueblo. Mi madre, más circunspecta, invocaba a la Virgen María y, en casos graves, recurría a Nyabingi, el espíritu femenino especializado en las enfermedades ruandesas.
Tras la independencia, la llegada al poder de una élite hutu formada en los seminarios y que había integrado la ideología racial de sus amos exacerbó aún más este fenómeno de aculturación. Si, al igual que los misioneros, rechazaron violentamente las antiguas creencias, censuraron con igual vigor la cultura tradicional considerada tutsi y producida en la corte real: la poesía y los rituales se consideraron incompatibles con la república campesina y cristiana que acababa de proclamarse. El tambor, instrumento emblemático de Ruanda pero demasiado asociado a las manifestaciones carismáticas del poder real, fue prohibido, al igual que las danzas femeninas, consideradas demasiado hieráticas y, por tanto, etíopes. La literatura oral tradicional, los relatos históricos, las genealogías y los poemas heroicos no estaban permitidos en las escuelas de ningún nivel, a pesar de que estas obras eran investigadas y publicadas por etnólogos occidentales, cuyos trabajos aparecían en revistas científicas que seguían siendo inaccesibles para los ruandeses, incluso para los alfabetizados. Los fundamentos racistas de las dos repúblicas hutus privaron a Ruanda de gran parte de su cultura y su historia. Fue en la diáspora tutsi, entre otros, donde se perpetuaron y transmitieron estas artes.
Mis dos primeros libros, Inyenzi ou les cafards y La femme aux pieds nus son esencialmente autobiográficos: son las tumbas de papel que tuve que erigir para los que perecieron durante el genocidio tutsi de 1994. Fue con mi tercer libro, una colección de relatos cortos, L’Iguifou, cuando me aventuré en la ficción. El siguiente libro, Notre-Dame du Nil, me consagró como novelista de pleno derecho al ganar el premio Renaudot. Es cierto que la novela me permitió, al distanciarme de mi historia personal, utilizar la ficción para abordar temas como la historia de Ruanda y sus falsificaciones, la condición de la mujer y el choque entre las tradiciones religiosas tradicionales y la importación del cristianismo en todas sus formas.
Pero la novela también me permitió ampliar el alcance de mi escritura más allá de las mil colinas de Ruanda. Debido a su posición geográfica y a su historia colonial y reciente, Ruanda ha seguido siendo un país enclave. En las desafortunadas palabras de un presidente francés, Ruanda, al igual que África, llegó tarde a la historia; a la historia europea, por supuesto. Y fue una suerte para los ruandeses entrar incluso más tarde: ¡al menos no entraron en la historia europea a través de la esclavitud! Pero no escaparon al colonialismo y a la gran prisión que sufrieron como consecuencia de la aculturación, cultural y religiosa, a la que volveré cuando hable de la censura de la literatura africana francófona.
Al principio, gracias al exilio, descubrí que el mundo se extendía mucho más allá del horizonte que se divisaba desde las colinas de Ruanda. Pero fueron mis libros los que, habiendo adquirido cierto seguimiento internacional, ampliaron considerablemente el alcance geográfico de mis escritos. Las invitaciones a giras literarias me han llevado por toda Europa, África y Estados Unidos. Viajé por Brasil, Río y Sao Paulo, por supuesto, pero también Paraty, Tiradentes, Porto Alegre, Maringa y Belo Horizonte. Guardo un recuerdo imborrable de mi visita a la favela Vigidal, en Río. En todas partes mi presencia provocaba un fervor que yo creía reservado a un jugador de fútbol o a una estrella de rock. A petición suya, el presidente Lula me recibió en su instituto de Sao Paulo: «El Atlántico es sólo un arroyo entre Brasil y África», me dijo entonces. Esta frase me conmovió e inquietó: ¿podría Ruanda, tan lejos del océano, formar parte de ese Atlántico Negro, como lo llamaba Paul Gilroy, que parecía propugnar Lula?
Fue en Guadalupe donde obtuve una respuesta. Bajo la dirección de Marie-Line Dahomey, escritora y música apasionada por la herencia africana de su isla, peregriné a los lugares de memoria de la esclavitud. Después de la escalera monumental conocida como la «escalinata de los esclavos» en Petit-Canal y el cementerio de esclavos en la cala de Sainte-Marguerite, me llevó al «pueblo internacional del Ka y de los tambores del sur», una especie de museo-santuario dedicado a los tambores, dominado por el gran tambor Fondal Ka, un tambor monumental de 3.20 metros de altura. Una inscripción en su base reza: «Durante la esclavitud, nuestros antepasados africanos deportados trajeron a Guadalupe sus tambores sagrados y rituales: así nació el tambor-ka…». Me pareció urgente añadir los tambores sagrados de Ruanda a los del Caribe, y así nació la idea de mi novela Cœur Tambour, en la cual, alrededor de la ruandesa Prisca alias Kitami y su tambor sagrado Rugina, vienen a sonar los tambores gwoka de Guadalupe, los tambores rasta de Jamaica, los tambores asotor de Haití y muchos otros que los tamborileros encuentran en sus giras. ¡Con el redoble de los tambores, las olas del Atlántico Negro también podrían batir los flancos del volcán Karisimbi!
Usted entró en la literatura a través de la experiencia del dolor, la pérdida de todos sus seres queridos en el genocidio de los tutsis en Ruanda en 1994. Lo que se conoce como su «trilogía ruandesa» (Inyenzi ou les Cafards, 2006, La femme aux pieds nus, 2008, Notre-Dame du Nil, 2012) nació de la necesidad de preservar la memoria de los desaparecidos. Usted utiliza a menudo las imágenes de una tumba de papel o de un sudario tejido con palabras. ¿Se habría convertido en escritora sin este trauma?
A menudo he dicho y escrito: «Fue el genocidio de los tutsis en Ruanda, en abril-junio de 1994, lo que me convirtió en escritora». Mis dos primeros libros, Inyenzi ou les cafards y La femme aux pieds nus, son en efecto las tumbas de papel que tenía el deber de erigir para mi propio pueblo y para todos aquellos cuyos huesos están enterrados en fosas comunes o esparcidos por el monte, desgarrados por los dientes de las hienas y los chacales. Mi deber como superviviente era sacarlos del anonimato del genocidio.
Pero nada me preparó para convertirme en escritora. Por supuesto, hablaba y escribía en francés. Fue porque mi hermano André y yo lo hablábamos con fluidez que nuestros padres nos eligieron para el exilio: a sus ojos, el francés era un pasaporte internacional. En Nyamata, aprendimos francés desde el primer año de primaria. Los maestros que se encontraban entre los exiliados se apresuraron a reabrir las clases, primero bajo los altos ficus, luego con la ayuda de la misión en chozas de adobe. Para ir a la escuela, bastaba con presentar un certificado de bautismo o, en su defecto, un nombre de pila cristiano y el mío, Sikolasitika, era irrefutable, y comprar un uniforme: un vestido azul para las niñas, pantalones cortos y camisas caqui para los niños. Pagar la tela y al sastre suponía un gran gasto para las familias. Tuvimos que gastar todo el dinero que habíamos ganado con la venta de nuestra escasa cosecha de café, y mamá tuvo que renunciar a la preciosa falda nueva que las madres se ponían los domingos para ir a misa.
En clase, repetíamos con entusiasmo las palabras francesas que el profesor había escrito en la pizarra y pronunciado con las sílabas claramente separadas. Encontrábamos estas palabras mal alineadas en columnas en las pocas hojas que constituían nuestro único libro de texto escolar, y las aprendíamos de memoria mientras hacíamos las innumerables tareas domésticas que nos esperaban a las niñas en casa. Llené mi memoria con un tesoro de palabras nuevas.
El francés no nos servía de mucho fuera de la escuela. Ruanda tiene la suerte de contar con una lengua nacional hablada por todos los ruandeses: el kinyarwanda. Durante mucho tiempo, el francés fue para mí la lengua escrita. Lo escribía antes de hablarlo y, aún hoy, me parece que antes de decir una palabra en francés, tengo que escribirla en mi cabeza. En el instituto Notre-Dame de Cîteaux de Kigali, donde, para asombro de todos, me admitieron a pesar de la cuota del 10% que limitaba el acceso de los tutsis a la enseñanza secundaria, hablar francés era obligatorio y el kinyarwanda estaba prohibido, salvo durante las pocas horas de clase dedicadas a la lengua nacional. Pero el francés que nos enseñaban los profesores belgas o franceses cooperantes no tenía nada que ver con la literatura.
Nada de la literatura del África francófona traspasaba los muros de la escuela. Nunca oí los nombres de Camara Laye, Sembene Ousmane, Cheikh Hamidou Kane, Ferdinand Oyono, etcétera. El francés que se enseñaba en las clases era pragmático, sin duda adaptado a lo que se consideraban las limitadas capacidades de un cerebro africano. No recuerdo la existencia de una biblioteca en este prestigioso establecimiento, que debía formar a la élite femenina del país. Los intelectuales ruandeses de la época, que por supuesto eran todos hombres porque se formaban en los seminarios, querían ser historiadores, sociólogos e incluso teólogos. El abate Alexis Kagame puede considerarse el autor emblemático de la época. Se le atribuye el mérito de salvar y transcribir las tradiciones de la corte real. Escribió su tesis en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, La philosophie bantoue rwandaise de l’être, publicada en 1966. Es autor de una obra considerable, que aún firma: Alexis Kagame, sacerdote del clero indígena. Su obra incluye una epopeya en kinyarwanda, el canto del amo de la creación (Umulilimbyi Nyilibiremwa), que ha sido comparada con La légende des siècles de Victor Hugo. Está muy lejos de las novelas de los autores francófonos de África Occidental.
Yo estaba en Francia durante los meses de abril a junio de 1994, cuando se desató el horror en Ruanda. Tenía pocas esperanzas para mi pueblo. Sabía que en Nyamata, como sólo había tutsis, no habría supervivientes. Fue una carta recibida tardíamente de Ruanda la que me confirmó el desastre: una lista de 37 nombres, toda mi familia que se había quedado en Ruanda había sido asesinada. Sólo quedaban sus nombres, a riesgo de mi memoria. En el pánico de perder esa memoria, escribí sus nombres en un cuaderno escolar de tapas azules. Y me dispuse a nombrarlos uno a uno, no sólo los míos, sino todos los de mi pueblo, todos los de Gitagata, uno de los pueblos donde se reunieron los «desplazados» [tras la primera serie de masacres en 1959] donde pasé mi infancia. Tuve que nombrarlos uno a uno, sin olvidar ninguno.
En torno a estos nombres surgieron recuerdos, conmovedores, a veces divertidos, de toda la vida cotidiana de este pequeño mundo aldeano, siempre amenazado, pero decidido a sobrevivir a toda costa. Tal vez sea un mito que me he creado para aliviar la culpa de ser una superviviente: ¿cómo podía justificar seguir viva, cuando Antoine, mi hermano mayor, su mujer y sus siete hijos y todos los demás habían sido masacrados? Si mis padres nos habían elegido a mi hermano André y a mí para el exilio, no era sólo porque habláramos francés, sino sobre todo para preservar la memoria de todos aquellos cuyos asesinos habían querido erradicar todo rastro de ellos, negar su existencia. Mi padre me había empujado casi a la fuerza a la puerta de la escuela, cuando para mí el único futuro concebible era permanecer cerca de mi madre, cultivando nuestro campo. Quiero creer que intuía que un día yo sería su recuerdo cuando llegara el momento de su muerte. Era un deber sagrado que me había confiado y estas palabras, estas frases, arrojadas en desorden en mi cuaderno eran otras tantas pequeñas victorias, desafíos al olvido que habría sido su segunda muerte.
Durante mucho tiempo, no me atreví a volver a Ruanda. No fue hasta 2004 cuando decidí enfrentarme al horror indescriptible. Como esperaba, no encontré nada. Me costó mucho reconocer el lugar de la cabaña y el campo familiar. La maleza se había apoderado de todo. Era imposible penetrar en la espesura de espinos afilados. ¿Y cómo podía reconocer a mi familia en el gran osario de la iglesia de la misión de Nyamata, cráneo entre cráneos, hueso entre tantos huesos?
A la vuelta de este peregrinaje inútil, decidí reunir las notas dispersas que había arrojado en mi cuaderno durante las noches de insomnio. Mi libro sería la tumba que se había negado a todos los que habían perecido bajo los machetes de los asesinos. Pero esta tumba tenía que ser digna de ellos. Mi padre no sabía francés, pero exigía que sus hijos hablaran un «hermoso kinyarwanda», así que intenté escribir mi primer libro en «buen francés». Envié mi manuscrito a varias editoriales. Ni siquiera me sorprendí cuando unas semanas más tarde recibí una llamada de Jean-Noël Schifano: Gallimard había aceptado publicar mi libro en la colección Continents noirs. Creo que entonces no me di cuenta de que me iba a convertir en escritora.
Para convertirme en escritora… por supuesto me guió el amor de mi padre por el «lenguaje bello», pero sobre todo me inspiró el talento de mi madre: Stéfania era una narradora de renombre, aunque en nuestro exilio en Gitagata había perdido gran parte de su público, que se reducía normalmente a sus tres hijas, Julienne, Jeanne y yo, que nos quedábamos en casa. Stéfania, a pesar de las amenazas de muerte, la miseria y el hambre que pesaban sobre nosotros, redescubrió el placer de contar historias cada noche. Y por eso, más que escritora, me gusta llamarme cuentacuentos, e imagino que es ella quien se inclina sobre la computadora a mi lado. Y a menudo me repito el proverbio con el que a Stéfania le gustaba concluir sus recitales nocturnos: Uca umugani ntagira inabi ku mutima (Quien cuenta cuentos no tiene odio en el corazón).
Por supuesto que me convertí en escritora, aunque sea un poco a mi pesar. Mi primera vocación fue ser trabajadora social y ejercí esta profesión en Burundi, en Francia, en Baja Normandía. Todavía me gusta llamarme trabajadora social. Después del tercer año en el liceo de Kigali, opté por ir a la escuela de formación de trabajadores sociales de Butare en lugar de continuar mis estudios hasta el último año y el examen de Humanidades, que me daba la posibilidad de ir a la universidad. Esperaba que esa profesión me permitiera volver a Nyamata para trabajar con los exiliados para mejorar sus condiciones de vida y compartir con ellos los conocimientos que había adquirido, para ser su embajadora ante las autoridades locales.
En 1973, el gobierno expulsó a los funcionarios y estudiantes tutsis de la administración y de las escuelas secundarias. Me salvé por los pelos de ser linchada por los chicos del instituto vecino, dirigidos por mis amigos hutus. Así que me vi obligada a exiliarme al vecino Burundi. Volví a la escuela en Gitega y obtuve un diploma burundés. Trabajé para la UNICEF y la FAO, ayudando a las agricultoras de las colinas de Burundi. Mi marido, francés, fue trasladado a Yibuti, así que busqué trabajo allí, en vano: al parecer, no sabían qué sentido podía tener una profesión así.
En Francia no reconocieron mi título burundés, así que volví a presentarme a las oposiciones y por fin conseguí el título adecuado. Así que durante 20 años ejercí mi profesión por el Bessin y las colinas del Pays d’Auge. Siempre he dicho que el trabajo de una trabajadora social no consiste sólo en ayudar a las personas en riesgo de exclusión a reclamar sus derechos y mejorar su situación. Nunca es una vía de sentido único. Cuando tuve que lidiar con la pesada carga de ser una superviviente, pude encontrar cierto consuelo gracias a mi profesión, que me permitía sentirme siempre útil a los demás, que mi vida, incluso después de la muerte de mis seres queridos, no era injusta ni carecía de sentido. Tal vez fue eso lo que me sostuvo y me permitió escribir esta dolorosa historia, tan difícil de sobrellevar en soledad. Escribir también significa prestar mi pluma a quienes no han tenido acceso a ella.
En la época del genocidio de los tutsis, en 1994, usted se encontraba en Francia: podríamos decir, como Viviane Azarian, que su escritura es «el testimonio de los ausentes», según la expresión de Catherine Coquio. ¿Consideró que la distancia geográfica era un obstáculo para su comprensión de los hechos o, por el contrario, se la facilitó?
No me salvé, soy una superviviente. Sin embargo, me definiría como salvada-superviviente. Es cierto que no estaba en Ruanda cuando se derramaban torrentes de sangre tutsi. Pero soy de Nyamata, y Nyamata ya no era Ruanda: era el país al que deportaban a los tutsis. En Nyamata, el genocidio fue rápido y fácil: sólo había tutsis. No había necesidad de ralentizar el «trabajo», como lo llamaban los asesinos, comprobando en tu documento de identidad a qué «grupo étnico» pertenecías. En Nyamata, sólo podías ser tutsi: material para matar. En Gitagata, mi pueblo, exterminaban a todo el mundo. Si hubiera estado en Nyamata durante los meses del genocidio, no habría tenido ninguna posibilidad de escapar de los machetes de los milicianos.
Pero estaba en Francia desde 1992.
Así que soy superviviente, pero no soy un «testigo de fuera» porque escapé de lo que siempre he llamado el pregenocidio en Nyamata y luego en Butare. En aquella época, no estábamos en el gutsembatsemba bwoko, el eslogan aún no era: «Matar a todos». Estaban precisando a quién había que eliminar: a los pocos intelectuales tutsis, a los estudiantes y a los funcionarios.
En Inyenzi ou les cafards, repito palabra por palabra el testimonio de mi cuñado Emmanuel, que pude grabar a petición suya, y las confidencias de Jeanne-Françoise, mi sobrina, superviviente de 13 años en aquella época, que presenció la tortura de su padre Pierre Ntereye, el asesinato de su madre, mi hermana mayor Alexia y de sus tres hermanos pequeños de 9, 5 y 3 años.
Fui testigo del nacimiento y la construcción del genocidio, que duró más de 30 años. Por tanto, puedo definirme como «salvada-superviviente».
Sus escritos incluyen muchas palabras en kinyarwanda, que usted traduce siempre que es posible. ¿Qué papel desempeña este entramado lingüístico en el proceso de la memoria?
No utilizo palabras en kinyarwanda por exotismo. Como todos los exiliados, he conservado mi lengua materna como mi bien más preciado. E incluso si, cuando vuelvo a Ruanda, los jóvenes pueden encontrarla un poco arcaica, lejos de burlarse de ella, la tratan con respeto. Me gusta comparar las palabras en kinyarwanda insertas en mis textos con las piedrecitas con las que el Pulgarcito se llena los bolsillos para encontrar el camino de vuelta a casa de su madre y poder recordar de dónde vengo.
Las mujeres están casi siempre en el primer plano de su obra, figuras heroicas y poderosas, sobre todo a través de sus palabras. Varias de ellas, como Kitami (Cœur Tambour) o Ikirezi (Sister Deborah), superan sus debilidades y se revelan: ¿podríamos hablar de una forma de empoderamiento de la mujer, en particular de la mujer negra?
Siempre me ha gustado retratar a las mujeres en su vida cotidiana, con sus innumerables tareas en casa y en el campo, aunque en uno de mis artículos pedía que tuvieran derecho al ocio. En Inyenzi, describo con cariño la comunidad de mujeres que mi madre había construido a su alrededor en el exilio en Nyamata. Era un auténtico parlamento femenino que se sentaba en el patio trasero del «inzu», la casa de paja tejida «con curvas maternales» que Stéfania había reconstruido a su alrededor, sobre el termitero que servía de banco. A las jóvenes les enseñaban buenos modales y los cánones de la belleza ruandesa. Arreglaban los matrimonios más ventajosos para las jóvenes según la ley de los clanes. Eran los guardianes vigilantes de la tradición, llegando incluso a forzar al exilio a cualquiera sospechoso de traer mala suerte a la aldea, pero también estaban dispuestos a inventar nuevos ritos para salvar a Viviane, que había sido violada por milicianos, del anatema que pesa sobre las niñas madres.
También describo la comunidad de jóvenes exiliadas que formamos en Gitega (Burundi), en un viejo edificio colonial en ruinas. A la luz de una lámpara, intercambiábamos sin cesar nuestros sueños para el futuro. En mi libro, Un si beau diplôme, evoco con nostalgia esta «pequeña república femenina». En Yibuti, las jóvenes elegían el modesto piso donde nos alojábamos para hablar libremente de las mutilaciones íntimas a las que habían sido sometidas por la tradición.
Pero no puedo olvidar cómo las mujeres y niñas tutsis fueron víctimas del mito de su supuesta belleza. En mi colección L’Iguifou, el relato Le malheur d’être belle (la desgracia de ser bella) narra el descenso a los infiernos de Héléna, cuya belleza fascinaba a todo el mundo pero a la que las autoridades burundesas dieron de comer al ogro Mobutu y que acabó asesinada de una docena de puñaladas, ejecutada como la gran prostituta, portadora del sida. La fascinación de los primeros exploradores y colonos por las mujeres tutsis era una mezcla de mito racial y exotismo. Las primeras huellas se encuentran incluso antes de que los europeos penetraran en Ruanda. En su libro Across the Mysterious Continent (1878), Stanley relata los rumores que le transmitió Hamed, un comerciante árabe enfurecido por no poder comerciar con Ruanda, sobre la que, según él, reinaba una «emperatriz» descendiente de una raza del norte. Los ruandeses, dice, son un gran pueblo, pero también son malvados y mentirosos porque se niegan a comerciar con él. Sin embargo, estaría encantado de casarse con una ruandesa, lo mismo que con una mujer de Mascate. Los europeos ven a las mujeres tutsis a través de los filtros distorsionadores de sus fantasías. Por ejemplo, en mi libro Notre-Dame du Nil, Monsieur de Fontenaille hace que unas colegialas interpreten los papeles de Isis y de la reina Candace.
Las niñas y mujeres tutsis fueron presa de la determinación sádica de los genocidas. Fueron violadas, torturadas y reducidas a la esclavitud sexual. Fueron infectadas deliberadamente de sida. Debemos vengarnos de estas «serpientes» tentadoras cuyos encantos venenosos se insinúan en las mentes de los europeos para calumniar y desacreditar al pueblo mayoritario y conspirar contra la república del pueblo de la azada. Hay que acabar para siempre con su arrogancia. En Notre-Dame du Nil, el atroz asesinato de Verónica, que en el delirio de Monsieur de Fontenaille aceptó interpretar el papel de Isis, prefigura los sádicos asesinatos de niñas y mujeres tutsis durante el genocidio.
No sé si, como suele ocurrir, se me puede calificar de feminista. Es cierto que, como no soy parisina, no salgo a la calle en las manifestaciones por la defensa o la promoción de la mujer. Es como escritora que pretendo participar en la lucha. En Sister Deborah, imaginé, en forma de ficción, una huelga general de las mujeres, sobre todo africanas: una huelga de la azada y del vientre. Más concretamente, participé en numerosos encuentros y coloquios sobre el tema. En Nueva York, por ejemplo, fui invitada al Pen World Voices Festival en 2019 para participar en un seminario sobre la violencia contra las mujeres: Voices of the silenced. En Río de Janeiro, participé en una conferencia organizada por la organización Woman of the World, titulada «Violent Death : dealing with pain in woman’s daily life».
Guardo un grato recuerdo de mi conversación con Conceiçao Evaristo, escritora reconocida por su lucha contra la discriminación y la memoria silenciosa de la esclavitud, y de mi encuentro con Marinete da Silva, madre de Marielle Franco, asesinada por su acción política en favor de las mujeres negras y los jóvenes de las favelas. A mi regreso, publiqué un artículo en Libération sobre la condición de la mujer negra en Brasil, titulado «En Brasil, una mujer negra no cuenta nada». Sigo manteniendo muchos contactos con grupos de lectoras brasileñas, y mi libro, La femme aux pieds nus, se sugiere a los profesores como lectura prioritaria para sus alumnos. Como miembro del jurado de Femina, apoyé el libro de la autora brasileña Patricia Melo, Celles qu’on tue, sobre el feminicidio impune en la Amazonia.
Pero, ¿cómo no estar orgullosa de mi país, Ruanda? En Un si beau diplôme, «las mujeres», dice Faustin, que fue mi guía en la nueva Ruanda, «están por todas partes. Creo que han tomado el poder. Son ministras, ¡y no ministras cualquiera! Son diputadas, fiscales, médicas, y todo lo que no te puedes imaginar, policías, empresarias, agrónomas, soldados. ¿Y qué va a ser de nosotros, los hombres?».
Seguramente debería haber aconsejado a Faustin que fuera a ver a la ONG Rwamrec, que se encarga de enseñar a los hombres la «masculinidad positiva», para que comprendan que el trabajo en el campo y las tareas domésticas deben repartirse equitativamente. La tarea es difícil: me contaron la historia de un hombre que abandonó el cabaret y se atrevió a llevar a su bebé a la espalda. Su mujer fue acusada inmediatamente de haberlo embrujado. Pero no sólo en Ruanda hay que enseñar la «masculinidad positiva».
Tanto en sus relatos autobiográficos como en sus cuentos, dedica mucho espacio a describir las tradiciones —prácticas agrícolas, organización doméstica, relaciones sociales—, principalmente en lo que respecta a las mujeres y las madres. ¿Este enfoque «autoetnográfico» está relacionado con su primer trabajo como trabajadora social? ¿O es el resultado de otras influencias, sobre todo literarias?
No soy etnóloga, y mis descripciones de la vida tradicional, especialmente importantes en La Femme aux pieds nus, se basan en mis recuerdos de infancia o en la nostalgia de un mundo que ha desaparecido y que nunca conocí. Mi madre había reservado un pedazo de su campo para cultivar viejas plantas que corrían peligro de desaparecer: «Eran como los supervivientes de una época más feliz, de la que, al parecer, sacaba nuevas energías». Como ella en su campo, he reservado algunas páginas para evocar este mundo tradicional, que era sobre todo el lugar privado de las mujeres. De este modo, creo responder a las expectativas de los jóvenes ruandeses aculturados por el exilio o por la educación occidental, que desean reencontrarse con un pasado que se les ha ocultado durante demasiado tiempo por razones políticas o religiosas. «Tus libros son nuestros libros», me decían los estudiantes de la Universidad de Butare.
Su vínculo emocional, intelectual y político con Ruanda es tan fuerte que se le ha descrito como «embajadora de la memoria tutsi». ¿Cómo reaccionó?
Por supuesto, rechazo el calificativo de «embajadora de los tutsis». Si tuviera que reclamar el título de «embajadora», extraoficialmente por supuesto, sería embajadora de todos los ruandeses. Probablemente sea demasiado ambicioso. Pero es cierto que soy la autora ruandesa en francés más traducida del mundo, en una treintena de idiomas. La película adaptada de Notre-Dame du Nil ha recorrido los institutos franceses y sigue programándose regularmente en Brasil.
En 2024 se conmemorará el trigésimo aniversario del genocidio tutsi. Visto desde Europa, y en comparación con otros genocidios (armenio, judío, gitano), el tiempo de reconciliación parece haber sido particularmente corto entre las víctimas tutsis y los verdugos hutus. ¿Cómo se explica esto?
La particularidad del genocidio de los tutsis en Ruanda es que fue un genocidio de vecinos. El vecino asesina a su vecino. Hutus y tutsis viven uno al lado del otro. Nunca ha habido una región hutu y una región tutsi en Ruanda. Los ruandeses, sea cual sea su grupo, siempre han vivido juntos, e incluso después del genocidio tuvieron que seguir conviviendo. Un territorio dividido según supuestas líneas étnicas es impensable. En las colinas, el «sálvese quien pueda» es impensable. No se puede prescindir del vecino. Cada uno necesita al otro a diario. Es este sistema de intercambio de servicios y de ayuda mutua lo que da ritmo a la vida del pueblo.
La convivencia era, pues, inevitable, pero debía pasar por la construcción de la reconciliación, una empresa muy delicada y difícil. Por eso recurrimos a los tribunales gacaca, tradicionalmente encargados de resolver las disputas vecinales. Liberar las voces de víctimas y victimarios fue el primer paso hacia lo que las autoridades llaman reconciliación. Negarse a olvidar, reparar a las víctimas y reintegrar en la unidad nacional a quienes participaron en el genocidio de cerca o de lejos: el camino es ciertamente arduo, pero no hay otro.