Los desacuerdos entre las grandes potencias a principios de siglo, y en particular entre Estados Unidos y China, tenían el mérito de no comprometer la estabilidad de sus relaciones: cada una de las partes se sentía beneficiaria de la globalización, que organizaba su interdependencia económica y la integración de sus mercados. Los beneficios económicos se consideraban el prisma dominante, incluso exclusivo, a través del cual evaluar sus fortalezas y debilidades estratégicas.
Estos malentendidos se han transformado ahora en profundas divisiones que, con el tiempo, podrían llegar a ser irreconciliables. El riesgo de fragmentación económica, puesto de relieve por el Fondo Monetario Internacional (FMI), podría conducir a una ruptura del diálogo estratégico entre las grandes potencias y comprometer su capacidad para encontrar soluciones a cuestiones internacionales como la lucha contra el calentamiento global y la regulación de la inteligencia artificial1. Mientras tanto, la lógica de la soberanía y la autonomía está sustituyendo a la de la interdependencia económica y la integración de los mercados, en el gran divorcio entre China y Estados Unidos, que promete ser tan caótico como incontrolado2. Estas divisiones internacionales revelan también profundas divergencias en cuanto a la visión del mundo, alimentando la polarización política a nivel interno: las divisiones nacionales ya no son simplemente el resultado de desacuerdos sobre las políticas a seguir, sino la expresión de ideologías, identidades y valores radicalmente diferentes, opuestos e incluso incompatibles. La interferencia política es esencial en una globalización que se ha politizado profundamente, y en la que el beneficio económico por sí solo se ha vuelto insuficiente para evaluar las fortalezas y debilidades estratégicas.
El mundo empresarial se ha creído durante mucho tiempo inmune a estas turbulencias políticas y globales. Business is business, según la sabiduría popular anglosajona, confiada en la capacidad de la lógica económica para imponerse en última instancia a todo tipo de convulsiones políticas y geopolíticas. Como recordaba The Economist, el principio enunciado por Milton Friedman en los años setenta, según el cual la responsabilidad social primordial de las empresas residía en el valor que creaban para sus accionistas, fue objeto de un consenso implícito entre los gobiernos y el sector privado en Estados Unidos y más allá, aunque fue contestado en otros ámbitos3. Sin embargo, a raíz de transformaciones globales como la pandemia, el gran divorcio chino-estadounidense y la emergencia climática, el dirigismo está cobrando un nuevo impulso como doctrina. La política invade la economía y la empresa en nombre de la seguridad nacional, influyendo así en los cálculos estratégicos del sector privado. El FMI ha observado un crecimiento exponencial de las referencias a la seguridad nacional en sus relaciones con sus Estados miembros desde 2019, incluso excluyendo el conflicto en Ucrania4. La política también está entrando en el mundo empresarial a medida que una nueva generación se incorpora al mercado laboral con aspiraciones que ya no son exclusivamente financieras.
Las claves de un mundo roto.
Desde el centro del globo hasta sus fronteras más lejanas, la guerra está aquí. La invasión de Ucrania por la Rusia de Putin nos ha golpeado duramente, pero no basta con comprender este enfrentamiento crucial.
Nuestra época está atravesada por un fenómeno oculto y estructurante que proponemos denominar: guerra ampliada.
Las empresas pueden seguir situando el valor que crean para sus accionistas en el centro de sus preocupaciones, pero ya no lo hacen en un vacío político, geopolítico, generacional, social o ecológico. Frente a las tensiones geopolíticas, están reinventando su modelo de negocio para reforzar su resiliencia. Ante el riesgo de normas y estándares internacionales divergentes, intentan adaptar sus prácticas a los escenarios locales. Y ante la polarización política y el cambio social, deben reimaginar su imagen de marca para seguir atrayendo y reteniendo talento. En definitiva, ante estas turbulencias mundiales, la empresa se replantea la geografía y la razón de ser de sus actividades.
Las tensiones geopolíticas están remodelando los modelos económicos de la empresa
Durante mucho tiempo se creyó en la existencia de salvaguardias que conducirían, de forma casi natural, al establecimiento de un orden mundial estable y próspero5. Ya a finales del siglo XVIII, Immanuel Kant formalizó la idea de que la paz y la estabilidad, en un sistema formado por Estados republicanos que no se hacen la guerra entre sí, podrían lograrse a largo plazo si todas las partes implicadas saldrían totalmente beneficiarias con una cooperación permanente. Esta «paz perpetua» entre repúblicas también podría atraer a otros Estados que buscasen beneficiarse de unas relaciones internacionales pacíficas, dentro de una liga de naciones que garantizase la libre circulación de personas y el libre comercio de mercancías.
Esta visión kantiana del mundo sitúa a los Estados, y no a las empresas, en el centro de la ecuación de la estabilidad internacional. Durante mucho tiempo ha guiado los esfuerzos occidentales por organizar el orden mundial, en la posguerra y mucho después: quizá el ejemplo contemporáneo más llamativo sea su esperanza, un tanto ingenua, de que la admisión de China en la Organización Mundial del Comercio en 2001 serviría de caballo de Troya para derrocar al Partido Comunista Chino y transformar el país en una democracia occidental. Una lectura igualmente ambiciosa de esta visión también puede ayudar a explicar la ausencia de conflicto abierto entre China y Taiwán hasta la fecha. La teoría que defiende Thomas Friedman, periodista del New York Times, según la cual dos países que forman parte de la misma cadena de producción para una gran empresa internacional no pueden hacer la guerra entre sí porque un conflicto iría en contra de sus intereses económicos, proporciona una matriz para reflexionar sobre la globalización contemporánea y, en particular, sobre la internacionalización de las cadenas de producción y la logística. A principios de la década de 2000, el gigante estadounidense de la informática de la época, Dell –que dio nombre a la teoría de Friedman–, se apoyó tanto en China como en Taiwán para construir su cadena de producción, apostando por el hecho de que los dos Estados protagonistas tendrían demasiado que perder con las desastrosas consecuencias económicas de un conflicto abierto. Al primar los intereses económicos de las dos naciones sobre la pertinencia o utilidad de un conflicto armado, la empresa podría dejar de preocuparse por el propio riesgo geopolítico. La empresa ya ni siquiera tendría que preocuparse por lo que fomentaría la paz entre dos Estados, puesto que redundaría en su interés casi natural.
Las recientes tensiones geopolíticas, derivadas en particular de la guerra comercial sino-estadounidense –cuyos efectos se ven acentuados por la pandemia y la guerra en Ucrania–, ponen en entredicho esta idea de que los intereses económicos de las naciones han suplantado la pertinencia o la utilidad de los conflictos. Ahora están poniendo en entredicho la viabilidad de la globalización. La proporción del comercio internacional en el PIB mundial alcanzó un máximo del 61% en 2008, antes de desplomarse durante la gran recesión y luego repuntar rápidamente. El repunte fue aún más rápido tras la reapertura de las economías post-covid. Sin embargo, nunca hemos vuelto a superar el umbral del 60%, lo que sugiere que las presiones sobre la globalización también pueden ser de naturaleza estructural y, por tanto, alterar profundamente el terreno de operaciones del mundo empresarial. A esto se añade el hecho de que esta rivalidad entre Pekín y Washington afecta ahora a ámbitos económicos y estratégicos mucho más amplios que el libre comercio.
Esta rivalidad está trastornando el mundo empresarial, tanto en sus operaciones como en su estrategia internacional. Mientras que a principios de siglo hubiera podido existir una perfecta alineación de los planetas entre los gobiernos y el sector privado, ya que el prisma económico era el único válido –al menos en la representación intelectual de la globalización–, la lógica de la independencia y la resistencia de las empresas y sus operaciones se está imponiendo gradualmente. Mientras que el sector privado no tenía que preocuparse por la paz entre los Estados, ya que no le interesaban los conflictos abiertos, ahora se ve presionado a cubrir sus riesgos en un mundo en el que las rivalidades geopolíticas vuelven a ser una realidad.
La evolución de la terminología anglosajona para describir la reorganización de las cadenas de producción es notable a este respecto: el offshoring (o deslocalización), justificado por la búsqueda de una ventaja comparativa allí donde se encuentre, con el objetivo de reducir costes y diversificar riesgos, se ha contrapuesto a menudo al re-shoring (o re-localización), sobre todo en el contexto de la pandemia y la ruptura de las cadenas de suministro. Sin embargo, difícil de organizar desde un punto de vista económico, la deslocalización ha sido a menudo en realidad una localización, con la llegada de nuevos procesos de producción robotizados y basados en mano de obra altamente cualificada, y por tanto muy distintos de las fábricas del siglo XX. Ante la complejidad de la deslocalización, se han buscado soluciones locales en forma de near-shoring (o producción cerca de la empresa matriz, pero no necesariamente en el mismo país). Así pues, la geografía ha vuelto a ocupar un lugar destacado en las consideraciones estratégicas del sector privado. También se ha hablado de friend-shoring, o producción en un país considerado aliado o amigo. A su vez, la proximidad política y geopolítica ha vuelto a ocupar un lugar destacado en estas consideraciones estratégicas.
La búsqueda de la resiliencia o de la capacidad de absorber todo tipo de choques exógenos ha sustituido a la lógica de la eficacia económica: la internacionalización de los procesos de producción sigue siendo la regla en muchos sectores que dependen del extranjero, sobre todo para los recursos naturales, pero está resultando más costosa y más arriesgada que en un mundo en el que las pandemias y las guerras se habían vuelto inimaginables. Las redundancias en las cadenas de suministro carecían antes de sentido económico, pero ahora son la mejor póliza de seguro para una empresa que ya no cree en las salvaguardias que protegen un orden mundial estable y próspero. Del mismo modo, la renovada atención que se presta a la economía local y a los modelos de economía circular no es anecdótica, ni tampoco una simple moda en un mundo en el que el crecimiento internacional puede que ya no cumpla todas sus promesas.
El resurgimiento de las tensiones geopolíticas impulsa hoy al sector privado a reinventarse rediseñando sus modelos de negocio, mientras que en el pasado la relativa estabilidad de las relaciones entre las grandes potencias no ofrecía el mismo incentivo. La rápida adaptación a las nuevas realidades geopolíticas se está convirtiendo, por tanto, en un factor clave del éxito en el panorama económico mundial actual –que, es cierto, ya no depende exclusivamente de la economía–.
El riesgo de normas divergentes a escala internacional lleva a las empresas a replantearse su geografía
Una evolución similar se ha producido en el frente tecnológico: no vivimos (o ya no vivimos) en un mundo en el que las tecnologías universales puedan homogeneizar las visiones y prácticas de todas las grandes economías del globo. Internet, como sistema global único de interconexión informática, podría haber desempeñado este papel armonizador. Sin embargo, los enfoques y filosofías políticas divergentes entre Occidente y el resto del mundo, y dentro del propio Occidente –el enfoque europeo de la protección de datos privados difiere fundamentalmente del que Estados Unidos ha establecido a nivel federal– han contribuido a la fragmentación de Internet. Del mismo modo, la negativa de un gran número de aliados occidentales a confiar su red 5G a la empresa china Huawei, que presentó su solución como fiable y poco costosa, demuestra la importancia de las preocupaciones de seguridad nacional y geopolíticas en las opciones económicas y estratégicas.
Una tendencia similar puede discernirse en términos de derecho y legalidad. Los europeos y el resto del mundo han criticado a menudo el carácter extraterritorial de la ley estadounidense, que se aplicaba en particular a todas las transacciones financieras realizadas en dólares. Sin embargo, la ley estadounidense parece haber perdido su monopolio en este ámbito. Debido a su impacto en las operaciones globales de una multinacional, es probable que las leyes europeas sobre procesamiento de datos –como el Reglamento General de Protección de Datos, o RGPD– y las regulaciones digitales y de inteligencia artificial que le han seguido se apliquen más allá de las fronteras de Europa. Del mismo modo, la legislación china también es parcialmente extraterritorial, dados los esfuerzos de Pekín por regular las actividades económicas internacionales y el discurso político, como las críticas a la represión de los movimientos democráticos en Hong Kong.
Estas divergencias en las normas y estándares tecnológicos y jurídicos a escala internacional están cambiando la situación de los agentes del sector privado que aún creían en la existencia de un mercado mundial único que obedecía a las mismas reglas y principios. La coexistencia de foros como el G7, el G20 y la cumbre de los BRICS enmascara un importante desorden internacional que el experto estadounidense Ian Bremmer ha bautizado como «G-Cero»6. En lugar de una liga kantiana de naciones que garantice el orden mundial y la prosperidad permanente, se trataría de un estado de anarquía duradera –idea importante para la llamada escuela realista de relaciones internacionales– caracterizado por la ausencia de un poder estatal o supranacional capaz de regular las relaciones internacionales y por un alto grado de desconfianza y rivalidad entre países que sólo pueden confiar en sí mismos para garantizar su seguridad.
También en este caso, es posible que el crecimiento internacional ya no encierre todas sus promesas para el sector privado, a medida que las empresas redescubren el peso de la geografía y la geopolítica mundial. El gigante del capital riesgo Sequoia, por ejemplo, que podría haberse enorgullecido de un enfoque y una filosofía globales universales, ha dividido en cambio sus actividades en tres nuevas entidades en junio de 2023 para hacer frente a un clima de inversión volátil e incierto debido a las tensiones geopolíticas sino-estadounidenses. Igualmente destacable es el nuevo nombre de la entidad china resultante de esta escisión, HongShan, que significa secoya en mandarín: la decisión demuestra la importancia de adaptar y localizar la imagen de marca, ya que haber sido un estándar internacional en el pasado ya no es garantía de credibilidad a nivel local. Del mismo modo, las oleadas de fusiones y adquisiciones que se avecinan podrían ser el resultado del deseo del sector privado de acercarse lo más posible al consumidor final, que es mucho más individual y único de lo que podíamos pensar.
La polarización política redefine la imagen de la empresa
Las turbulencias internacionales se han contagiado a los debates políticos nacionales. En muchos países occidentales, la oposición clásica entre conservadores y progresistas ha sido suplantada por una oposición entre soberanistas y quienes siguen creyendo en las virtudes de la interdependencia económica mundial. A ello se añade la profundización de las divisiones ideológicas, una polarización entre campos opuestos cuya influencia va más allá de lo puramente político en la medida en que influye, entre otras cosas, en las identidades sociales y los patrones de consumo.
La polarización política, a su vez, tiene un efecto duradero en la forma en que los Estados abordan los asuntos internacionales, cuando sus políticas exteriores incorporan las preocupaciones nacionales, insuflando nueva vida a un dirigismo que se creía caduco. Este es el significado de la política exterior de Joe Biden «al servicio de las clases medias estadounidenses». Jake Sullivan, actual consejero de seguridad nacional del presidente Biden, explicó en un largo discurso pronunciado en la primavera de 2023 que las clases medias, duramente golpeadas por la recesión de 2008, se encontraban ahora en el centro de todas las preocupaciones estadounidenses, incluidas las que guían la política exterior del país. Estas nuevas preocupaciones obligan a Estados Unidos a invertir masivamente en su industria para garantizar a largo plazo la competitividad de la economía estadounidense a escala mundial y asegurar la perennidad de la influencia de Washington sobre el nuevo orden mundial que se está configurando. Aunque la gente sigue creyendo en los beneficios del libre comercio y la globalización, crece el temor de que éstos sean teóricos o tarden demasiado en llegar. Un sentimiento de urgencia recorre las clases políticas, y en particular los partidos más tradicionales, convencidos ahora de que no tienen tiempo que esperar ante un electorado más abierto que en el pasado a opciones radicales en las urnas.
Este riesgo político, que en Occidente suele denominarse «auge del populismo» y que ya se ha materializado en Europa y Estados Unidos, puede transmitirse a las empresas si les priva de visibilidad, sobre todo en lo que respecta a las futuras políticas públicas, fiscales y reglamentarias: es poco probable que las grandes convulsiones en las urnas tranquilicen a las empresas y a los inversores, habitualmente alérgicos a la volatilidad, ya sea financiera o política. Pero este riesgo también ha llegado a la vida de las propias empresas, que parecen politizarse a su vez, haciendo doloroso cualquier intento de transformación de las operaciones –una transformación que, sin embargo, es necesaria en última instancia para completar con éxito la transición ecológica en particular–.
La percepción cambiante de los indicadores medioambientales, sociales y de gobernanza –conocidos por las siglas ESG– ilustra las dificultades de esta transformación politizada. Concebidos para evaluar los resultados de las empresas en este ámbito, los indicadores ESG pretendían permitir a los inversores y a terceros evaluar los esfuerzos y las inversiones de una empresa en la gestión de los riesgos asociados a la transición ecológica. Larry Fink, Presidente de BlackRock, la mayor empresa de gestión de inversiones del mundo, hizo de los indicadores ESG un elemento central de los análisis de su empresa. Sin embargo, los indicadores ESG son ahora objeto de muchas críticas. Los conservadores ven en la omnipresencia de estos criterios un esfuerzo de activismo político, destinado a impulsar agendas que no tienen cabida en el sector privado y a saltarse el proceso democrático para imponer cambios sociales y medioambientales al resto de la sociedad. A ojos de los progresistas, los criterios ESG no obligan suficientemente a las empresas a emprender el camino de la transición ecológica y permiten a las menos escrupulosas mejorar su reputación sin invertir lo suficiente en su transformación. La politización del debate sobre los criterios ESG ha llevado a Larry Fink a abandonar su uso en la evaluación de sus inversiones.
En términos más generales, esta politización complica los cálculos estratégicos de una empresa. Ya no se trata simplemente de atraer talentos mediante paquetes de remuneración atractivos, sino de ofrecer un entorno de trabajo en el que los empleados puedan identificarse. Las pruebas de esa transformación de la relación entre la empresa y sus empleados, y de la nueva dinámica del mercado laboral, son aún ambiguas, pero algunas nos ofrecen algunas perspectivas sobre lo que podría ocurrir a largo plazo. Tomemos el ejemplo del estudio de otoño de 2021 de la consultora McKinsey: el 40% de los empleados de Australia, Canadá, Singapur, Reino Unido y Estados Unidos consideraban al menos «bastante probable» cambiar de trabajo en los próximos tres a seis meses7. Esta «gran renuncia», como se la llamó en su momento, no cumplió todas sus promesas para los empleados que buscaban nuevos horizontes tras la reapertura de las economías. Pero McKinsey ya advertía entonces de que las empresas que buscaban retener el talento mediante paquetes de remuneración más atractivos corrían el riesgo de transformar la relación con sus empleados en una realidad puramente transaccional, en la que esos mismos empleados querían dar un sentido distinto del financiero a su trabajo.
La empresa sigue siendo una realidad económica y financiera en un contexto mucho más complejo
La transformación del mundo empresarial que los actores más comprometidos y activistas podrían desear no se está produciendo realmente. Muchos actores del sector privado siguen situando el valor que crean para sus accionistas en el centro de sus preocupaciones. Pero estas preocupaciones ya no pueden formularse de forma aislada, independientemente de las realidades políticas, geopolíticas, generacionales, sociales o medioambientales.
Estas realidades son otros tantos condicionantes que pesan sobre la empresa: influyen en sus consideraciones y cálculos estratégicos, puesto que el simple prisma de los beneficios y las pérdidas económicas ya no es suficiente. La tentación de creer en la existencia de salvaguardias económicas que preservarían la inmunidad del sector privado frente a las turbulencias geopolíticas era tan grande que creímos en la posibilidad de unas relaciones internacionales al servicio de la prosperidad económica, objetivo que podrían compartir los rivales estratégicos de ayer y de mañana. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 pusieron de manifiesto los límites de este razonamiento: el economista de Goldman Sachs Jim O’Neill, que acuñó el acrónimo «BRIC», dice que llegó a la conclusión de que «globalización» no sería sinónimo de «americanización» del mundo cuando vio el derrumbe del World Trade Center de Nueva York. La crisis financiera de 2008, al allanar el camino a Donald Trump y a las tensiones comerciales y geopolíticas sino-estadounidenses, socavó aún más esta lógica al introducir de nuevo la política en la globalización.
Así pues, la empresa ha redescubierto el sentido de la geografía, la geopolítica e incluso la política al reinventar sus operaciones, su modelo de negocio y sus esfuerzos por retener el talento. Ya no existe aislada de las realidades políticas y mundiales, sino que ahora forma parte del tejido geopolítico y social internacional, –prueba, si es que hacía falta alguna, de la notable politización de la globalización–.
Notas al pie
- World Economic Outlook. Navigating Global Divergences, Fondo Monetaria Internacional, octubre de 2023.
- Jeremy Ghez, « Chine et États-Unis : le grand divorce », Commentaire, 2023, vol. 46, no 1, p. 59-64.
- « How to run a business in a dangerous and disorderly world », The Economist, 27 de julio de 2023.
- Shekhar Aiyar, Jiaqian Chen et. al., Geo-Economic Fragmentation and the Future of Multilateralism, Fondo Monetario Internacional, 15 de enero de 2023.
- J. Stewart Black et Allen J. Morrison, « The strategic challenges of decoupling », Harvard Business Review, mayo-junio de 2021.
- Ian Bremmer y Nouriel Roubini, « A G-Zero World. The New Economic Club Will Produce Conflict, Not Cooperation », Foreign Affairs, 31 de enero de 2011.
- Aaron De Smet, Bonnie Dowling, Marino Mugayar-Baldocchi y Bill Schaninger, « ‘Great Attrition’ or ‘Great Attraction’ ? The choice is yours », McKinsey Quarterly, 8 de septiembre de 2021.