Mientras que la guerra de Sucot ha destronado a la guerra de Rusia contra Ucrania en las ruedas de prensa de las principales instituciones estadounidenses, el número dos del Departamento de Defensa de Estados Unidos encargado del Indo-Pacífico emitió un recordatorio el 24 de octubre: «Somos conscientes de que el Departamento ha identificado a China como el principal desafío de ritmo (pacing challenge)»1.
En el cada vez más polarizado debate público estadounidense, ésta es una de las pocas cuestiones en las que republicanos y demócratas están de acuerdo: la prioridad de la competencia con China, que prima sobre todos los demás aspectos de la política exterior estadounidense.
Para hacer frente a este desafío, las sucesivas administraciones estadounidenses desde Barack Obama, que expuso por primera vez el concepto en 2011, han perseguido un «pivote hacia Asia»2. El pivote implica esencialmente prestar más atención a los retos que emanan de esta región, asignar nuevos recursos para afrontarlos, consolidar nuevas redes de socios y recalibrar las interdependencias en detrimento de China y en beneficio de sus socios.
Pero un pivote implica un desplazamiento de una geografía a otra, en este caso a expensas de los dos escenarios que han centrado la mayor parte de la atención de Estados Unidos en los últimos tiempos: Europa y Medio Oriente. Los llamados al reparto de cargas, la desvinculación de conflictos interminables, la delegación de la gestión de crisis regionales y el fin de la dependencia energética son rupturas más o menos caóticas que deberían liberar energías y recursos estadounidenses en beneficio del Indo-Pacífico.
Todo ello sin tener en cuenta que los cambios en el equilibrio de poder crean corrientes de aire y que la percepción de una distracción o retirada de las zonas dependientes de las garantías de seguridad estadounidenses es aprovechada por potencias regionales vengativas o revisionistas al acecho, empezando por Rusia e Irán. La guerra de Ucrania, que ya lleva 20 meses, y ahora la explosión de violencia en Medio Oriente, son manifestaciones de recomposiciones geopolíticas derivadas de la sensación de que el policía del mundo mira hacia otro lado.
Frente a estas crisis, la administración de Biden, que fue elegida con la promesa de restaurar las alianzas y asociaciones dañadas por Donald Trump, ha decidido apoyar resueltamente a sus aliados tradicionales. En esto, Joe Biden es fiel a «cierta idea de Estados Unidos», «la nación más poderosa de la historia», cuyo «liderazgo es lo que mantiene unido al mundo», como recordó en su discurso a la nación del 20 de octubre.
Pero la realidad es que estas operaciones de rescate son otros tantos descarrilamientos y contratiempos en la implementación del pivote. Como tales, están generando un creciente debate en Estados Unidos, con preguntas sobre la idoneidad del apoyo a gran escala a Ucrania, a la derecha del partido republicano, y del apoyo a Israel, a la izquierda del partido demócrata. China, mientras tanto, sólo puede sacar partido de estos escollos, que complican los cálculos estadounidenses.
La prioridad de Washington a corto y mediano plazo seguirá siendo volver a centrarse en su pivote lo antes posible, y la retirada de Europa y Medio Oriente seguirá siendo el rumbo de la historia. Esta dinámica está plagada de riesgos: en primer lugar, para los socios de los estadounidenses, con la perspectiva de una alternancia política en 2024 que podría significar una brusca inversión del método; y en segundo lugar, para Estados Unidos, con el riesgo de que surjan nuevas crisis en las zonas de las que se está apartando.
Vicisitudes del policía del mundo
El pivote hacia Asia está en línea con lo que el exsubsecretario de Defensa Graham Allison denominó la «trampa de Tucídides», la tendencia de las potencias hegemónicas a entrar en conflicto con la potencia que desafía su supremacía, descrita por el historiador griego en La Guerra del Peloponeso. De hecho, a pesar de negar cualquier intención belicosa, Estados Unidos está claramente en condiciones de mantener su posición de fuerza en caso de enfrentamiento con China.
En este paradigma, la aparición de conflictos sin relación directa con la competencia con China y que exigen a los estadounidenses movilizar recursos son percibidos por muchos funcionarios y expertos estadounidenses como «distracciones» del objetivo principal.
Tales distracciones son el resultado de la sensación entre los críticos estadounidenses de que Estados Unidos ya no está en condiciones de garantizar el orden en la escena internacional, después de tres décadas de erosión de la capacidad estadounidense para asegurar su papel de policía del mundo. La década de 1990 fue la de la ilusión del «fin de la historia», de la supremacía duradera de Estados Unidos, ilustrada por el éxito de las intervenciones para derrotar a Irak en la segunda Guerra del Golfo y detener la violencia en los Balcanes occidentales. Por el contrario, la década de 2000, que comenzó con los atentados del 11 de septiembre, fue la década de las intervenciones estancadas -en Afganistán y, sobre todo, en Irak- que acabaron en fracaso y en el primer desafío serio a la pretensión de hegemonía de Estados Unidos.
A la luz de esos fracasos, la década de 2010 está marcada por opciones de no intervención, ya sea como reacción a la guerra internacionalizada en Siria y a los crímenes de Bashar al-Assad, o frente a la anexión rusa de Crimea y del Donbas ucraniano. Como estas guerras no afectan directamente a la seguridad estadounidense, las administraciones de Obama y de Trump optaron por dejar la gestión de esas crisis en manos de actores regionales: Francia y Alemania en el caso de Ucrania, a través de los acuerdos de Minsk; Turquía, Rusia e Irán en el caso de Siria, a través del formato de Astaná.
En esta nueva década de 2020, estamos midiendo las consecuencias de las decisiones de no intervención. Habrán tenido el efecto de envalentonar y desinhibir a las potencias regionales e internacionales hostiles a Occidente: Rusia, Irán, China y Turquía en particular. Así pues, la década de 2020 será testigo del retorno de la guerra de alta intensidad, en Ucrania, el Cáucaso, Medio Oriente, mañana en el estrecho de Taiwán y tal vez en los Balcanes occidentales, librada o alimentada por esas potencias desinhibidas (sin olvidar los demás conflictos abiertos en el Cuerno de África y la región de los Grandes Lagos, en particular, menos vinculados a la recomposición del equilibrio de poder).
Frente a estas crisis, la administración de Biden ha optado por un enfoque selectivo (retirarse del Cáucaso, por ejemplo), pero se ha mostrado resuelta en su enfoque de los dos conflictos que considera de mayor impacto estructural: la guerra de Rusia contra Ucrania y la guerra entre Israel y Hamás, que va en contra de su retirada de Europa y Medio Oriente.
Apoyo a Ucrania: salvar el vínculo transatlántico en cuestión
A la hora de responder a la agresión rusa contra Ucrania, el liderazgo estadounidense resultó decisivo. Su compromiso inmediato con Kiev, tanto diplomático como militar, en particular mediante el suministro de los equipos defensivos necesarios para detener las ofensivas rusas (sistemas antiaéreos, armas antitanque, lanzacohetes múltiples), desempeñó un papel fundamental a la hora de frustrar los planes del Kremlin de obtener una rápida victoria. Aún hoy, Estados Unidos sigue siendo con diferencia el principal proveedor de ayuda militar a Ucrania, con un total de 47 mil millones de dólares, casi la mitad de los 100 mil millones de dólares de ayuda acumulada de la comunidad internacional.
Al mismo tiempo, los estadounidenses han intensificado su presencia en el territorio cubierto por la OTAN, tranquilizando a los aliados más expuestos. En los primeros meses tras el estallido del conflicto, el número de tropas estadounidenses estacionadas en Europa aumentó de 80 mil a 100 mil. Estados Unidos también ejerció un claro liderazgo en la gestión y cohesión de la turbulenta familia transatlántica, atemperando el ardor de los Estados polo-bálticos o ayudando a los alemanes a superar sus reservas en la transferencia de material pesado a Ucrania.
Estas decisiones invierten, al menos temporalmente, una clara tendencia hacia la retirada. En 2020, Donald Trump ordenó la retirada de 12 mil soldados de Alemania, en un contexto de tensiones bilaterales. Al mismo tiempo, Washington se ha esforzado por utilizar la OTAN como vehículo para infundir a sus aliados las nuevas prioridades estadounidenses: compartir la carga mediante compromisos para aumentar el gasto en defensa (hasta el 2% del PIB en virtud de un Defense Investment Pledge), tener cada vez más en cuenta las cuestiones relacionadas con China en el trabajo de la Alianza y consolidar las asociaciones en el Indo-Pacífico.
Sin embargo, este nuevo compromiso en Europa es cada vez menos consensuado. Los recientes y acalorados debates en el Congreso estadounidense han puesto de manifiesto la politización de la cuestión del apoyo a Ucrania, que no hará sino aumentar a medida que se acerquen las elecciones presidenciales de noviembre de 2024. Además de Donald Trump, que ha dicho públicamente que «acabaría con el conflicto en 24 horas», los demás candidatos republicanos tienen en común que son hostiles a una continuación del enfoque «mientras sea necesario» promovido por la administración de Biden, ya se trate de Ron de Santis o de Vivek Ramaswamy, quien, por ejemplo, ha contrapuesto la preocupación de Washington por la soberanía de Ucrania a su preocupación por asegurar la frontera estadounidense con México.
Por lo tanto, seguir una política de apoyo a Ucrania tendrá un costo político cada vez mayor para el candidato Biden, que también se enfrenta a críticas dentro de su propio campo sobre el tema, en particular por parte de los «restrainers» que creen que le corresponde a Europa tomar el relevo de una Rusia ahora debilitada. En este sentido, el hecho de que Washington acoja la próxima cumbre de la OTAN en el verano de 2024, pocas semanas antes de las elecciones, podría ser un regalo envenenado para la administración de Biden, pues se enfrentará a presiones contradictorias procedentes de la política interior, con la oposición presionando para que no se invierta en la cuestión ucraniana, y de la política exterior, con los aliados presionando para que se hagan promesas de apoyo a Kiev, empezando por compromisos a favor de la adhesión de Ucrania a la OTAN. El actual estancamiento de la contraofensiva ucraniana, si continúa, probablemente no hará sino endurecer estas posturas contradictorias.
Si ya no vas a Medio Oriente, Medio Oriente irá a ti
En Medio Oriente, el estallido de la guerra de Sucot ha provocado una movilización estadounidense a gran escala: ballet diplomático con visitas del presidente, del secretario de Estado (tres en un mes) y del secretario de Defensa, discurso de Joe Biden a la Nación, despliegue de grupos aéreos y navales en torno a dos portaaviones, incluido el Ford -el buque insignia de la Marina- y 900 refuerzos, así como 14 mil millones de dólares de financiación solicitados al Congreso por Joe Biden.
Esto también representa una ruptura con otro raro consenso bipartidista: el de salir en la medida de lo posible de una región de ecuaciones irresolubles. El compromiso histórico y masivo con la región se guio sobre todo por las necesidades energéticas, dando lugar a asociaciones transaccionales como la establecida con Arabia Saudita.
Al reducir su dependencia de los hidrocarburos, principalmente mediante la explotación de los recursos estadounidenses no convencionales (gas y petróleo de esquisto), Estados Unidos parecía haber conseguido librarse parcialmente de al menos tres campos minados durante la última década.
El primero es el de las «guerras interminables», según la expresión de Donald Trump, que hizo de la retirada estadounidense uno de los caballos de batalla de su campaña presidencial. Antes que él, la administración Obama ya había iniciado el proceso de retirada de los dos cenagales de Afganistán e Irak, a pesar de las esporádicas oleadas impulsadas por contingencias (Afganistán 2009, Irak 2014). Sobre todo, Barack Obama se negó a implicar demasiado a Estados Unidos en las crisis derivadas de la Primavera Árabe. Aceptó la intervención de la OTAN en Libia, pero se quedó a la zaga de británicos y franceses. Sobre todo, decidió no aplicar su propia línea roja sobre el uso de armas químicas en Siria y, por lo tanto, no intervenir contra el régimen de Bashar al-Assad, allanando el camino al eje ruso-iraní en ese país, que ha ido viento en popa desde entonces. Donald Trump, por su parte, decidió unilateralmente retirar las tropas estadounidenses del noreste de Siria en 2019, así como las desplegadas en Afganistán, cuya salida efectiva, ante la ofensiva talibana, no llegó a materializarse de la mano de la administración de Biden. Desde entonces, si bien Estados Unidos ha mantenido una presencia militar sin parangón en la región (45 mil soldados en 11 países) y sigue realizando acciones cinéticas en Siria e Irak, se ha desentendido de hecho de escenarios de crisis que podrían llevarlo a una espiral descendente difícil de controlar.
[Leer más: descubre nuestra serie sobre los capitalismos políticos en guerra]
El segundo campo minado en el que Washington ha obtenido resultados es la lucha contra el yihadismo internacional proyectado desde la región, gracias a la acción decisiva de la Coalición Internacional contra el Estado Islámico, reunida y liderada por Estados Unidos. El principal logro de la coalición es haber derrotado al autoproclamado califato del Estado Islámico a caballo entre Siria e Irak, con la ayuda sobre el terreno de sus apoderados en las Fuerzas Democráticas Sirias, de mayoría kurda. El terrorismo no ha desaparecido, como tampoco las causas que lo alimentan -ni la Coalición contra el Estado Islámico, por lo demás-, pero esta victoria militar ha frenado sin duda el poder de atracción y de molestia del Estado Islámico.
La tercera fue la integración de Israel en su entorno regional, mediante la normalización de sus relaciones con determinados países árabes, cuya pieza central son los acuerdos de Abraham, sellados por la administración de Trump con Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, seguidos de acuerdos separados con Marruecos y Sudán. La idea subyacente era construir un bloque capaz de reducir las posibilidades de conflicto regional, al tiempo que podía unirse contra un rival común, la República Islámica de Irán, reduciendo la huella estadounidense.
La administración de Biden continuó este esfuerzo facilitando un acuerdo histórico para demarcar la frontera marítima entre Israel y Líbano, que oficialmente se encontraba en estado de guerra. Sobre todo, trabajó para conseguir una normalización aún más significativa entre Israel y Arabia Saudita que, todo parecía indicar, estaba en vías de lograr antes de la guerra de Sucot. Con ello, Joe Biden buscaba a su vez lograr un importante éxito diplomático regional que blandir frente a Trump, pero también como respuesta al éxito (al menos en imagen) de China en la región, mediando en un acercamiento entre Irán y Arabia Saudita (en realidad recogiendo los frutos de los esfuerzos liderados principalmente por Irak y el Sultanato de Omán). Aunque no es posible determinar hasta qué punto esta perspectiva de acercamiento saudí-israelí fue un factor determinante en el estallido de nuevas hostilidades en la región por parte del eje Hamás-Hezbolá-Irán, sin duda fue un factor importante de fondo.
Hasta este nuevo episodio de conflagración, podía considerarse que el proceso de retirada estadounidense no había mejorado significativamente la estabilidad en la región, pero tampoco la había perjudicado. Al privar a los actores regionales de su chivo expiatorio favorito, pero también para muchos de ellos de un socio esencial en materia de seguridad, se vieron obligados a reflexionar sobre el desarrollo de nuevas asociaciones, entre ellos y con otros actores extrarregionales. Esto ha repercutido positivamente en una serie de tensiones y divisiones, que se han reducido. Esto es especialmente cierto en el caso de la división, que se ha agudizado más que nunca desde la Primavera Árabe, entre los países que apoyan el islam político (Turquía, Qatar, Libia (Trípoli)) y los que ven en este último una gran amenaza (Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Siria). Como ejemplos cabe citar el fin de las desavenencias entre Doha, por un lado, y Riad y Abu Dhabi, por otro, el proceso de reintegración regional del régimen de Bashar al-Assad, la relativa distensión de las guerras en Yemen y Libia, y el deshielo de las relaciones de Ankara con el eje contrario a los Hermanos Musulmanes.
Estados Unidos pensó así que podría seguir reduciendo significativamente su presencia en el complicado Medio Oriente. En un signo de los tiempos, en la última Revisión de la Defensa Nacional de Estados Unidos para 20223, Medio Oriente era la región más degradada en la jerarquía de los principales retos de seguridad.
Y ello sin tener en cuenta la aporía iraní, con la que Estados Unidos sigue tropezando. En primer lugar, porque Irán tiene la capacidad de hacer estallar los campos de minas antes mencionados, sobre todo a través de sus apoderados: Hamás, Hezbolá, las milicias iraquíes y los hutíes. En segundo lugar, porque se trata de una de las principales manzanas de la discordia entre los republicanos, que abogan por la máxima presión sobre Teherán, y los demócratas, herederos del Joint Comprehensive Plan of Action, el proceso de diálogo diseñado para tratar de controlar las ambiciones nucleares de Irán a cambio de ajustes en las políticas de sanciones estadounidenses. Este proceso, lanzado en 2014, enterrado primero por Trump y resucitado después por Biden, está ahora más muerto que nunca, pero aún no se ha declarado como tal. Además, fue ciertamente ingenuo por parte de Washington creer que bastaría con que Israel tuviera más amigos árabes para evitar la cuestión palestina, mientras se aceleraba la colonización de Cisjordania, y Gaza seguía sufriendo un bloqueo.
La guerra de Sucot representó así un «gran salto atrás» para la diplomacia estadounidense, que se vio obligada a volver a los fundamentos del «apoyo incondicional» a Israel, y obstaculizó durante un periodo incierto los esfuerzos de normalización regional a los que, sin embargo, estaban apegados los países árabes a los que se dirigía, pero que se volvieron políticamente impracticables a medida que Gaza y su población eran aplastadas militarmente. Este apoyo se produce también al precio de un creciente descrédito entre una parte significativa del electorado demócrata que, por primera vez en su historia, en 2023, mostró más «simpatía» por Palestina que por Israel, según un sondeo de Gallup4 publicado incluso antes del inicio de las hostilidades.
El gran «ganador» de esta situación es China, que ha perdido algunos puntos ante Israel por su tibia reacción ante los atentados terroristas de Hamás, pero que mantiene e incluso aumenta su credibilidad ante los países árabes y una mayoría de la opinión pública internacional por su constante y claro apoyo a la causa palestina.
El quebradero de cabeza de la priorización
Con grandes conflictos en Ucrania e Israel/Palestina, el camino hacia el pivote está más enredado que nunca. La crisis política en Estados Unidos por el nombramiento de un nuevo presidente de la Cámara de Representantes ha puesto de relieve la dificultad de arbitrar entre prioridades. Incluso antes de la guerra de Sucot, el nombramiento estaba secuestrado por la cuestión del apoyo a Ucrania, cuyos méritos eran impugnados por una minoría muy activa de republicanos MAGA, que consideraban que los fondos se utilizarían mejor para hacer frente a los desafíos internos estadounidenses o para tratar con China. La guerra entre Israel y Hamás volvió a barajar las cartas y generó una nueva necesidad de un paquete de ayuda militar, en beneficio del Estado judío, exponiendo así la inutilidad de los argumentos contra el apoyo a Ucrania por parte de muchos republicanos que ya no veían ninguna limitación presupuestaria para ayudar a Israel.
Finalmente se alcanzó un compromiso sobre un paquete global de 106 mil millones de dólares, con un interesante desglose: 61 mil millones para Ucrania y 14 mil millones para Israel. Luego hay 14 mil millones destinados al control de la inmigración, para apaciguar a la derecha republicana, y 9 mil millones para ayuda humanitaria, principalmente para Palestina, para apaciguar a la izquierda demócrata. Por último, hay 4 mil millones para contrarrestar la influencia de China en los países en desarrollo del Indo-Pacífico y 3 400 millones para la base de fabricación de submarinos, que también puede considerarse dirigida contra China (cf. AUKUS). Esta rebaja de la prioridad del Indo-Pacífico ha provocado reacciones de los principales partidarios del pivote, como Elbridge Colby5, destacada figura republicana en la materia. También generó temores de una «distracción duradera» entre los socios del Indo-Pacífico que más dependen del compromiso estadounidense con China, especialmente Taiwán, Japón y Corea del Sur, que la gira diplomática del secretario de Estado por la región del 7 al 10 de noviembre pretendía disipar.
Aunque la maniobra del «paquete global» era la única susceptible de desbloquear un nuevo paquete de ayuda a Ucrania y demuestra el compromiso de Estados Unidos de apoyar a sus socios incluso en un contexto de crisis múltiples, entraña no obstante importantes riesgos políticos. En primer lugar, aunque Israel y Ucrania compartan el principio de autodefensa, ambos Estados se encuentran en situaciones opuestas de asimetría militar. Ucrania lucha contra un Estado con el segundo mayor ejército del mundo y armas nucleares, que viola su soberanía y bombardea a sus civiles. Israel, en cambio, es un Estado con un poderoso ejército y armas nucleares, que responde a un acto terrorista bombardeando a una población privada de soberanía.
Al apoyar esta respuesta, Estados Unidos y Occidente en general corroboran las acusaciones de doble rasero que se han esforzado en rebatir desde el inicio de la guerra contra Ucrania, con el fin de recabar apoyos entre los países del «Sur Global». Además, la vinculación de ambos sienta un precedente que podría utilizarse como argumento para cortar la ayuda a Ucrania, que es necesaria a largo plazo, tan pronto como la ayuda a Israel deje de parecer necesaria, lo que debería ocurrir antes, por razones tanto tácticas como políticas.
El pivote en los buenos y en los malos tiempos
A pesar del creciente número de obstáculos, la determinación de Estados Unidos de llevar a cabo el pivote no puede ponerse en duda, y su capacidad para implementarlo se ha visto frustrada pero no socavada. Incluso si las guerras actuales agotan los recursos estadounidenses, el impacto de estas «distracciones» sobre la capacidad de Estados Unidos para competir con China debe mantenerse en perspectiva.
En primer lugar, los recursos militares estadounidenses siguen siendo incomparables, incluso para China, a pesar de su crecimiento exponencial. Por ejemplo, a pesar de ser el principal apoyo de Ucrania e Israel, Estados Unidos es capaz de asignar recursos colosales al Indo-Pacífico. El presupuesto sólo para la Iniciativa de Disuasión en el Pacífico del Departamento de Defensa para 2024, por ejemplo, es de 9 100 millones de dólares.
En segundo lugar, hay pocas pruebas que apoyen el argumento de que los suministros a Ucrania tienen un efecto de desplazamiento sobre las necesidades en el Indo-Pacífico. Un estudio de Michael Allen y Connor Pfeiffer6, por ejemplo, muestra que hay muy poco traslape entre los equipos suministrados a Ucrania y los que necesita Taiwán. Los autores señalan que, para hacer frente a una invasión china, Taiwán debe ante todo desarrollar sus plataformas submarinas y buques de ataque rápido y obtener de sus socios bombarderos, submarinos de ataque, misiles hipersónicos y antibuque. Las capacidades críticas para Ucrania, como vehículos blindados, misiles tierra-aire y aire-tierra o proyectiles de artillería, no son por tanto las necesidades más críticas para Taiwán.
Del mismo modo, el apoyo militar a Israel no debería ser un pozo sin fondo para los norteamericanos, si consiguen evitar una conflagración regional. En primer lugar, porque Israel tiene un ejército capaz y una industria armamentística de alto rendimiento, lo que le da cierta autonomía de acción frente a un adversario de fuerza inferior. En segundo lugar, los recientes paquetes de medidas para Israel deben verse como señales de tranquilidad en respuesta a la conmoción provocada por los ataques del 7 de octubre. Son, por tanto, una mezcla de promesas a la opinión pública proisraelí de Estados Unidos en un contexto preelectoral, de emociones sinceras por parte de Joe Biden y Antony Blinken, pero también un medio de mantener a raya al gobierno de Netanyahu para evitar una escalada incontrolable.
Por último, el apoyo a los socios no es una parte separada de la ecuación de China para Estados Unidos, ya que la administración estadounidense espera repercusiones positivas. En primer lugar, contará con una forma de reciprocidad cuando se pida también a los socios que acudan en ayuda de los estadounidenses en sus tratos con China. En segundo lugar, este apoyo responde a la necesidad de disuasión, sobre todo ante una agresión china contra Taiwán, al demostrar la determinación de Estados Unidos y sus aliados de defender a sus socios. Estos compromisos son también mensajes para Pekín, que escudriña y analiza cada reacción estadounidense.
Este enfoque, tan impulsado por las personalidades de Joe Biden y Antony Blinken, podría cambiar radicalmente dentro de un año, si resulta elegida una nueva administración republicana. Al igual que durante el primer mandato de Donald Trump, el regreso de un Estados Unidos aislacionista podría tener al menos la virtud de llevar a los europeos y a los de Medio Oriente a reinvertir seriamente en su seguridad y a reducir su dependencia de Estados Unidos.
Pero la principal dificultad seguirá siendo las corrientes de aire que generará el pivote. La sensación de que no hay policía seguirá fomentando la cruda expresión de las relaciones de poder, con una sensación de impunidad, como ha demostrado recientemente Azerbaiyán al vaciar el Nagorno-Karabaj de su población armenia, sin reacción ni consecuencias occidentales. Es posible que se produzcan nuevos episodios de tensión en los Balcanes occidentales, entre los conflictos congelados del espacio postsoviético o los numerosos conflictos tibios de Medio Oriente. Sin embargo, desatender estas crisis siempre tendrá un costo para Estados Unidos, incluso en términos del liderazgo y la capacidad de disuasión que Washington necesita para afrontar su competencia con China desde una posición de fuerza.
Para los europeos, esto significa que la única certeza sobre la política exterior estadounidense es que el continuo pivote significará que tendrán que gestionar una parte cada vez mayor de las cuestiones de seguridad que les afectan. La intuición de una «autonomía estratégica europea» promovida por París y Bruselas es, por tanto, la correcta, y en teoría coincide con el llamado de Estados Unidos a un reparto más equilibrado de la carga. En la práctica, sin embargo, el concepto sigue siendo rechazado por una mayoría de Estados europeos, que no pueden concebir la seguridad europea más que bajo el paraguas estadounidense, algo que Washington nunca ha intentado seriamente negar. Uno de los grandes retos de la relación transatlántica de aquí a las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 2024 será, por tanto, trabajar por un traspaso coordinado y concertado de la responsabilidad sobre Europa, de modo que cualquier cambio estadounidense sea lo menos doloroso posible para nuestro continente.
Notas al pie
- Departamento de Defensa de Estados Unidos, «U.S. Focuses on Deterrence as China Raises Stakes in Indo-Pacific», 24 de octubre de 2023.
- Philippe Le Corre, «Quel bilan pour le «pivot» asiatique de Barack Obama ?», IRIS, 2 de noviembre de 2016.
- Departamento de Defensa de Estados Unidos, «National Defense Strategy of the United States of America», 2022.
- Gallup, «Democrats’ Sympathies in Middle East Shift to Palestinians», 16 de marzo de 2023.
- Post en X (antes Twitter) del 29 de octubre de 2023.
- «The U.S. Can Help Ukraine and Deter China», The Wall Street Journal, 18 de junio de 2023.