Con motivo de la publicación del último número de la revista GREEN, publicamos un avance de una serie de artículos en los que se aborda la noción de «creciente fósil«. Tras una pieza de doctrina de Pierre Charbonnier, publicamos este texto de fondo. Puede encargar la edición en papel de GREEN aquí.
A pesar de la persistencia de un movimiento de escépticos climáticos, en la actualidad existe un acuerdo bastante amplio sobre la necesidad de una transición ecológica para descarbonizar nuestras economías. El desacuerdo se centra en las modalidades de la transición y en el camino que hay que seguir para lograrla. No se trata sólo de una cuestión técnica; también tiene una importante dimensión política que tendrá consecuencias para el futuro de la democracia. Está claro, por ejemplo, que el capitalismo verde promovido por las fuerzas neoliberales tiene implicaciones claramente autoritarias, mientras que la transición hacia las energías renovables podría crear las condiciones para un modelo de desarrollo que garantice las libertades democráticas y la justicia social.
Me gustaría ofrecer algunas reflexiones sobre cómo una política de izquierda debería enfocar la transición ecológica en las condiciones específicas en las que se encuentran hoy los países europeos. En primer lugar, dejemos claro lo que entiendo por «política de izquierda». Según mi perspectiva teórica, que se inscribe en una concepción «disociativa» de la política, ésta siempre tiene que ver con el conflicto y el antagonismo. Como nos enseñó Maquiavelo, la sociedad está dividida y la política tiene un carácter «partidista» que adopta la forma de nosotros contra ellos. Esto también se aplica a la democracia pluralista, cuya especificidad no consiste en negar esta división, sino en reconocer y legitimar el conflicto y negarse a imponer un orden autoritario. Esto requiere que los oponentes no sean considerados como enemigos que hay que destruir, sino como adversarios cuyas posiciones serán combatidas, sin que por ello se cuestione su derecho a defenderlas. Este enfrentamiento entre adversarios corresponde a la «lucha agonística» que es la condición misma de una democracia pluralista. En palabras de Marcel Mauss, es lo que permite «oponerse sin matarse». Cuando falta esta confrontación, las pasiones ya no pueden encontrar expresión política, lo que conduce a un proceso de desafección de las instituciones democráticas o a la aparición de formas de polarización basadas en cuestiones étnicas o religiosas.
Una democracia viva no puede sobrevivir sin debates sobre alternativas políticas. Debe ofrecer formas de identificación basadas en posiciones democráticas claramente diferenciadas. Este es el papel de la oposición derecha/izquierda que, en una democracia pluralista, contribuye a escenificar el conflicto proponiendo cuestiones capaces de movilizar las pasiones políticas. La lucha entre derecha e izquierda no debe concebirse de forma esencialista como un conflicto entre identidades inmutables o categorías sociológicas determinadas, sino como un enfrentamiento entre posiciones axiológicas. Norberto Bobbio1 ha demostrado que, aunque el contenido de esas nociones varíe según los tiempos y las circunstancias, siempre están referidas a la cuestión de la igualdad, que es un objetivo central para la izquierda, mientras que la derecha se acomoda a las desigualdades y las justifica. Por eso, cuando hablo de política de izquierda, me refiero a una estrategia cuyo objetivo es consolidar y extender la lucha por la igualdad y la justicia social.
Enmarcaré mis reflexiones en la coyuntura actual, con las relaciones de fuerzas y afectos que la configuran. Para empezar, examinaré los efectos sobre la política democrática de las transformaciones políticas y económicas que ha traído consigo el neoliberalismo en los últimos 40 años. En lo que respecta a Europa, esas transformaciones han llevado a la erosión de dos de los pilares del ideal democrático: la igualdad y la soberanía popular, lo que ha creado una situación que a menudo se describe como «postdemocracia». En el ámbito político, lo que caracteriza a la postdemocracia es lo que he denominado «postpolítica», que difumina la frontera existente entre derecha e izquierda y celebra el consenso entre los partidos de centro-derecha y centro-izquierda como un gran avance para la democracia2. Afirmando que no hay alternativa a la globalización neoliberal, la perspectiva postpolítica reduce las decisiones políticas a cuestiones técnicas de las que deben ocuparse los expertos. Convencidos de que la globalización requiere «modernización», los partidos socialdemócratas aceptan los dictados del capitalismo financiero y los límites impuestos a los Estados en sus políticas redistributivas. Los ciudadanos se ven privados de la posibilidad de decidir entre proyectos políticos sustancialmente diferentes, y las elecciones se reducen a una simple alternancia entre los llamados partidos «gobernantes». Declarando que el modelo adversarial de la política, con su división izquierda-derecha, ha quedado obsoleto, la postpolítica aboga por una «política sin adversarios» que suprima su carácter partidista.
Tal situación postpolítica dominó Europa a partir de los años ochenta, durante el periodo de hegemonía incontestable del neoliberalismo. Pero con el crack financiero de 2008, tal hegemonía entró en crisis. Cuando las políticas de austeridad empezaron a afectar a las condiciones de vida de amplios sectores de la población, una oleada de protestas recorrió muchos países. Asistimos al surgimiento de movimientos «populistas» que rechazaron el consenso en el centro y reafirmaron el conflicto estableciendo una frontera política entre «el pueblo» y las fuerzas del establishment. Lo que he descrito como el «momento populista»3 indica un «retorno de lo político» tras años de postpolítica.
Este retorno de lo político no garantiza un avance democrático, y puede producirse de modo autoritario. Todo depende de cómo se construya «el pueblo». Por ejemplo, el populismo de derecha construye un pueblo utilizando un discurso etnonacionalista que excluye a los inmigrantes, considerados una amenaza para la identidad nacional y la prosperidad. Aboga por una democracia basada exclusivamente en la defensa de los intereses de los «auténticos» originarios del país. En nombre de la recuperación de la democracia, lo que propone es en realidad su restricción y la introducción de un modelo autoritario.
Pero recuperar la democracia también puede ser una oportunidad para ampliarla. Con este espíritu he defendido la tesis de que es necesario promover un «populismo de izquierda» que federe diversas luchas ecológicas, sociales y «societales» para construir un «pueblo», cuyo adversario común sea la oligarquía neoliberal y las fuerzas asociadas a ella. La especificidad de una estrategia populista de izquierda consiste en establecer una «cadena de equivalencias» entre las luchas democráticas contra la explotación, la dominación y la discriminación para impulsar un proceso de «radicalización de la democracia».
Es importante subrayar que una cadena de equivalencia no es simplemente una coalición de sujetos políticos ya existentes. El pueblo y la frontera política que define a su adversario se construyen a través de la lucha política y siempre son susceptibles de ser redefinidos como resultado de las intervenciones hegemónicas. El proceso de articulación es crucial, porque es a través de su inscripción en una cadena de equivalencias como las demandas particulares adquieren su significado político. No hay lucha intrínsecamente emancipadora que no pueda dirigirse hacia fines opuestos. Tanto si hablamos de ecología como de feminismo o de otros ámbitos, la cuestión de la articulación es decisiva.
También me gustaría aclarar que una estrategia populista de radicalización de la democracia no significa una ruptura total con las instituciones de la democracia pluralista. Pretende transformar y enriquecer tales instituciones para que sus principios ético-políticos de «libertad e igualdad para todos» entren en vigor en un número creciente de relaciones sociales. Pretende lograrlo utilizando procedimientos democráticos, por ejemplo mediante lo que André Gorz denomina «reformas no reformistas». El objetivo no es crear una vanguardia, sino formar un pueblo cuyo proyecto sea defender y profundizar la democracia. Podemos hablar de «reformismo radical» para distinguir esta estrategia de la política revolucionaria, pero también del reformismo estéril de los social-liberales. Tal proyecto es ciertamente «radical» en la medida en que pretende crear un nuevo equilibrio de poder e instaurar una nueva hegemonía, pero sin romper con los principios de la democracia pluralista.
Una estrategia populista de izquierda no está grabada en piedra y evoluciona en función de la situación. Antes de la pandemia, se trataba sobre todo de cuestionar el modelo postpolítico y de revitalizar la lucha agonística contra el neoliberalismo. Ahora también tenemos que hacer frente a las consecuencias económicas y sociales del Covid-19 y abordar la urgencia de la crisis climática, todo ello en un contexto geopolítico sacudido por la guerra de Ucrania y la guerra de Sucot. El objetivo de la política de izquierda sigue siendo la extensión de los principios democráticos de igualdad y justicia social, pero a los retos anteriores se han añadido otros nuevos. Hoy, el proyecto democrático debe reformularse a la luz del imperativo ecológico, liberado de su sesgo racionalista y de su ambición prometeica de dominar la naturaleza. Necesitamos integrar las lecciones del Antropoceno y rechazar la separación entre naturaleza y cultura, así como la oposición entre humanos y no humanos.
Estamos, pues, en el umbral de una nueva fase de la revolución democrática. A partir del siglo XIX, bajo el impacto de las luchas obreras y del pensamiento socialista, la concepción liberal de la democracia, centrada en los derechos políticos, se transformó al incorporar las reivindicaciones sociales. A lo largo del siglo XX, la lucha contra las desigualdades y por la justicia social se concibió principalmente en términos de distribución equitativa de los frutos del crecimiento. La lucha de los nuevos movimientos sociales ha abierto nuevas perspectivas sobre la cuestión de la justicia social, pero se centran en la autonomía y la libertad y, a excepción de algunos movimientos ecologistas, no tienen como objetivo la naturaleza del crecimiento.
Hemos llegado a un punto en el que la lucha por la justicia social exige cuestionar los modelos productivistas y extractivistas. El crecimiento ha dejado de verse como una forma de protección para convertirse en un peligro para la habitabilidad del planeta y para las condiciones materiales de la reproducción social. Por lo tanto, ya no es posible concebir la lucha por la justicia social sin incluir el fin de un modelo de crecimiento que amenaza la existencia misma de la sociedad y cuyos efectos son especialmente destructivos para los grupos sociales y los países más vulnerables. Esto significa luchar tanto a nivel de la producción como a nivel de la reproducción, entendida esta última en el sentido amplio de la totalidad de la vida en el planeta, y no reducida a la reproducción humana.
Con el nuevo régimen climático, la habitabilidad del planeta se ha convertido en la cuestión crucial. Debemos situar la transición ecológica en el centro del proyecto de radicalización de la democracia y vincular las luchas ecológicas a las luchas sociales. Para ello es necesario establecer una auténtica «bifurcación» ecológica que rompa la dependencia de nuestras sociedades del sistema económico del capitalismo financiero, responsable de la aceleración de las catástrofes ecológicas. Tal bifurcación no puede producirse sin confrontación con el capital financiero, y es ilusorio imaginar que pueda lograrse sólo por los movimientos sociales. Los activistas y militantes ecologistas tienen sin duda un papel importante que desempeñar, pero no podrán lograr avances decisivos si se niegan a organizarse políticamente. Además, la transición hacia las energías renovables no puede tener éxito sin recurrir a la planificación ecológica, y el Estado tendrá que desempeñar un papel importante en este proceso. Para crear las condiciones de un enfrentamiento victorioso con las industrias de combustibles fósiles, tenemos que ganar las elecciones y llegar al poder.
Hay un punto que me gustaría subrayar, y es que, para vincular las batallas ecológicas con otras luchas democráticas, es esencial crear un «nosotros» que sea la fuerza motriz de la acción política. Para crear esa voluntad colectiva, no basta con elaborar un buen programa; es esencial movilizar afectos ecológicos y políticos compartidos. Esta dimensión emocional suele descuidarse en la izquierda debido al marco teórico racionalista que con demasiada frecuencia informa su visión de la política. La izquierda es rica en ideas sobre la naturaleza de una sociedad emancipada y sus dirigentes gastan mucha energía en elaborar programas ambiciosos. Sin embargo, suelen olvidar que, en política, no basta con tener un buen programa; los ciudadanos también deben identificarse con el proyecto que se les propone. Las buenas ideas no bastan porque, como nos recordaba Spinoza, las ideas son tan fuertes como las emociones que despiertan. Para generar apoyo y animar a la gente a actuar, estas ideas deben resonar con los afectos, los deseos y las experiencias vitales de las personas a las que hay que movilizar.
La pandemia y el aumento de la precariedad han creado un sentimiento de vulnerabilidad en amplios sectores de la población, dando lugar a afectos que expresan una fuerte necesidad de seguridad y una demanda de protección. Es esencial tener en cuenta estos afectos, porque pueden dirigirse en direcciones muy diferentes. En cierto modo, nuestra situación es similar a la analizada por Karl Polanyi en La Gran Transformación4, donde muestra que cuando las sociedades sufren graves perturbaciones en su modo de vida, la necesidad de protección se convierte en la exigencia primordial, y que esa necesidad puede satisfacerse de forma progresiva o regresiva. Pone como ejemplo la crisis de los años treinta, que condujo al fascismo en Europa y al New Deal en Estados Unidos.
En la situación actual, la demanda de protección puede ser fácilmente explotada por la derecha nacional-populista, que intenta convencer a la población de que la seguridad sólo puede lograrse mediante una concepción de la soberanía basada en el nacionalismo excluyente. Y está claro que ya han conseguido resultados en muchos países. Sin embargo, sería un error pensar que es el único adversario y pasar por alto el hecho de que los gobiernos neoliberales también explotan este sentimiento de vulnerabilidad. Su objetivo es promover lo que Gramsci llamó una «revolución pasiva», una estrategia que en este caso consiste en utilizar la crisis ecológica para impulsar el desarrollo de una nueva forma de neoliberalismo, el «tecnosolucionismo autoritario». Así es como las fuerzas neoliberales presentan el desarrollo del «capitalismo verde» y la geoingeniería, no sólo como la solución al problema del calentamiento global, sino también como la mejor forma de proporcionar seguridad y protección a los ciudadanos. Esto les permite alejarse de la necesidad de protección para legitimar una serie de medidas autoritarias.
Es vital que la izquierda aborde esta demanda de seguridad y protección de forma inclusiva e igualitaria, en lugar de rehuirla por conservadora. Para despertar emociones más poderosas que las de sus oponentes, debe ofrecer una visión de futuro que inspire esperanza. También en este caso hay que escuchar a Spinoza, que nos dice que la única manera de desplazar un afecto es producir otro más fuerte.
Con miras a crear afectos comunes, cuya cristalización podría conducir a la construcción de un «pueblo», propongo movilizar los recursos simbólicos de la tradición democrática concibiendo la lucha por la habitabilidad del planeta al modo de una «revolución democrática verde», que contemple la bifurcación ecológica como un nuevo frente para la radicalización de la democracia. Es la fuerza emocional de la imaginación democrática la que ha situado en el centro de la política los ideales que estuvieron en el origen de las conquistas sociales más importantes. Y como han demostrado las recientes movilizaciones populares, los valores democráticos siguen informando muchas de las luchas sociales y políticas de nuestras sociedades.
Estoy convencido de que, frente a la crisis ecológica, un proyecto de «revolución democrática verde» puede resonar con la demanda de seguridad y protección que se está expresando, aunque de formas diferentes, en una amplia variedad de luchas sociales. Es probable que reactive y enriquezca la imaginación democrática y suscite entusiasmo, y podría desempeñar el papel de principio articulador para federar demandas heterogéneas. La supervivencia del planeta y la preservación de las condiciones de vida que lo hacen habitable pueden movilizar a un gran número de personas, así como a una gran variedad de movimientos sociales. Junto a sindicatos y grupos organizados en torno a intereses socioeconómicos, encontramos personas implicadas en diversas luchas feministas, antirracistas, anticoloniales y LGBT+. Si bien estas reivindicaciones se derivan de luchas específicas, también son expresiones de reivindicaciones democráticas. Ante la gravedad de la crisis ecológica, podrían identificarse con un proyecto que pretende preservar un planeta habitable y garantizar el futuro de una sociedad democrática, proporcionando así el impulso necesario para construir una mayoría social.
Paradójicamente, la crisis ecológica puede brindar a la izquierda la oportunidad de desarrollar un proyecto capaz de convertirse en hegemónico. De hecho, el sentimiento de vulnerabilidad que suscita no se limita a los sectores obreros. Su carácter transversal debería permitir construir una frontera política entre la izquierda y la derecha sobre una base diferente de la tradicional. Lo que está en juego en la lucha política es la forma en que se construye el antagonismo y se define al adversario. La derecha radical construye el antagonismo con los «beneficiarios de la asistencia» y los inmigrantes, mientras que las fuerzas neoliberales postpolíticas, al tiempo que niegan la existencia del antagonismo, lo construyen descalificando a los «extremos», a quienes sitúan fuera del «arco republicano» porque atentan contra su poder.
La lucha por la defensa de la habitabilidad de la Tierra concierne a un amplio abanico de grupos sociales. Señalando al neoliberalismo como principal responsable de la destrucción de las condiciones de vida en el planeta, la izquierda puede construir un «nosotros» más amplio que el basado en las relaciones de producción o en la oposición entre perdedores y beneficiarios de la globalización.
Evidentemente, un proyecto de «revolución democrática verde» debe proponer medidas concretas, detalladas en un programa que especifique las políticas democráticas, económicas y sociales que deben aplicarse. Éstas dependerán de cada situación particular, y no es mi propósito examinarlas aquí. Lo que quiero subrayar es el papel de los afectos. Para crear una voluntad colectiva, los ciudadanos deben identificarse con un proyecto, deben quererlo, de lo contrario carecerá de la fuerza que los impulse a actuar. Por ello, la construcción del «nosotros» debe llevarse a cabo en primer lugar a nivel del Estado-nación, que sigue siendo un lugar crucial para el ejercicio de la democracia y la expresión de la soberanía popular. Ignorar la fuerza emocional que actúa en las formas nacionales de identificación ha sido a menudo un obstáculo para el éxito de los movimientos progresistas.
Es ciertamente necesario que dicho proyecto adquiera una dimensión europea, pero ello no presupone la creación de un «nosotros» europeo homogéneo y postnacional que sustituya a la diversidad de los «nosotros» nacionales. La negación del «nosotros» nacional, o el miedo a que pueda existir, está en la raíz de muchas resistencias a cualquier forma de integración europea, así como de la aparición de formas de antagonismo entre las distintas naciones. Lo deseable es la creación de una Europa «agonística» que combine unidad y diversidad y reconozca la multiplicidad y diversidad de las identidades colectivas que existen en su seno, así como su dimensión afectiva.
Desde un punto de vista constitucional, podríamos inspirarnos en los trabajos de Kalypso Nicolaïdis5, que propone concebir la Unión Europea como una «demoi-cracia», una unión de Estados y pueblos que reconoce la pluralidad y la permanencia de las diferentes demoi que la componen. Esta Unión respetaría las identidades nacionales de sus miembros, tal y como se expresan a través de sus estructuras políticas y constitucionales. No se sacrificaría el ejercicio de la democracia a nivel de los distintos Estados-nación en favor de un conjunto de instituciones correspondientes a un demos europeo homogéneo.
Nos encontramos en un momento crucial para la democracia, cuyo futuro depende del camino que tomemos para afrontar el reto de la crisis ecológica. Hay dos resultados posibles. Por un lado, un desenlace autoritario, bien con el advenimiento de regímenes nacionalistas de «democracia iliberal», bien con la evolución hacia un nuevo tipo de postpolítica digital de «capitalismo verde». Por otro lado, una bifurcación ecológica que conduzca a una revolución democrática verde, una estrategia populista de izquierda guiada por la búsqueda de la igualdad y la justicia social. Por supuesto, no podemos descartar la perspectiva de un desenlace catastrófico. Pero todavía hay formas de escapar de ella, y esta crisis también puede ser una oportunidad para lograr un modelo de producción más igualitario y una sociedad en la que predominen los valores de justicia y solidaridad.
Lo que hay que abandonar es la perspectiva postpolítica que niega la existencia de antagonismos, así como la visión mesiánica de una resolución definitiva de los conflictos y de una sociedad totalmente armoniosa. Nunca habrá una «lucha final», y la democracia siempre estará «por venir», según la expresión de Derrida. La tarea de la izquierda hoy es dirigir los afectos generados por la situación actual hacia la justicia social y articularlos para construir un «pueblo» que luche por defender la democracia y crear las condiciones que permitan profundizarla.
Notas al pie
- Norberto Bobbio, Droite et Gauche, Seuil, 1996.
- Chantal Mouffe, L’illusion du consensus, Albin Michel, 2016.
- Chantal Mouffe, Pour un populisme de gauche, Albin Michel, 2018.
- Karl Polanyi, The Great Transformation, Boston, Beacon Press, 1991
- Kalypso Nicolaïdis, «Demos et Demoi : Fonder la constitution», Lignes 13, 2004.