El persistente problema de la desigualdad de ingresos

Recientemente impartí clases en la escuela de verano de la Universidad de Groningen. Mi curso comenzó con un estudio de las formas de medir la desigualdad, distinguiendo entre las escuelas italiana e inglesa, tal como las definió en 1921 Corrado Gini: «Los métodos de los autores italianos no son comparables a los de [Dalton, de la escuela inglesa], en la medida en que su objetivo no es estimar la desigualdad del bienestar económico, sino la desigualdad de los ingresos y la riqueza, independientemente de cualquier hipótesis sobre las relaciones funcionales entre esas cantidades y el bienestar económico o sobre el carácter aditivo del bienestar económico de los individuos» 1.

Yo me sitúo firmemente en el campo de los «italianos». Medir la desigualdad de ingresos es como medir cualquier otro fenómeno natural o social. Medimos la desigualdad como medimos la temperatura o la altura de las personas. La escuela inglesa —welfarista o del bienestar— cree que medir la desigualdad de ingresos es sólo una aproximación para medir un fenómeno más fundamental: la desigualdad de bienestar. En su opinión, la variable definitiva que deseamos estimar es el bienestar —o incluso la felicidad— y su distribución. Los ingresos sólo proporciona un atajo empíricamente factible.

Medir la desigualdad de ingresos es como medir cualquier otro fenómeno natural o social.

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Si supiera cómo se puede medir la satisfacción individual, probablemente habría simpatizado con ese enfoque. Pero creo que es imposible comparar la satisfacción de diferentes personas. Todos estamos de acuerdo en que la utilidad marginal debe disminuir con los ingresos, porque ésa es la base de la teoría microeconómica. Si la utilidad marginal de los ingresos no fuera decreciente, no podríamos explicar por qué las curvas de demanda son decrecientes. Pero no podemos saber si, mientras nuestras funciones de utilidad marginal son ambas decrecientes, mi nivel de satisfacción puede tener, en un momento dado, órdenes de magnitud superior o inferior al tuyo. Además, y esto es muy importante, «las condiciones de la felicidad son contradictorias: la felicidad de un lobo es incompatible con la felicidad de un cordero» 2, por utilizar la imagen de Pareto. Así que no podemos simplemente sumarlo todo, incluso si las utilidades fueran aditivas y supiéramos exactamente cuáles son.

La única forma que tienen los “welfaristas” de resolver el rompecabezas es suponer que todos los individuos tienen la misma función de utilidad e ignorar la incompatibilidad. Es una hipótesis tan poco realista que no creo que nadie quiera defenderla de verdad. La huida hacia el «bienestar social» es simplemente una forma de fingir que existe algo que no se puede deducir a partir de sus unidades naturales, es decir, las utilidades individuales. La única salida razonable fue propuesta hace muchos años por Pareto: distinguir entre «la utilidad de una comunidad (sobre la que no podemos decir casi nada) y la utilidad para una comunidad», donde los políticos o dictadores pueden decidir lo que es bueno para la sociedad.

La huida hacia el «bienestar social» es simplemente una forma de fingir que existe algo que no se puede deducir a partir de sus unidades naturales, es decir, las utilidades individuales.

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El enfoque welfarista sigue estando asociado a las políticas proigualdad, porque si todos los individuos tienen la misma función de utilidad, entonces la distribución óptima de los ingresos es cuando todos tienen los mismos ingresos. Si, a partir de ese equilibrio, tomas parte de los ingresos de A para dársela a B, la pérdida de utilidad de A será mayor que la ganancia de utilidad de B (porque la utilidad marginal disminuye), por lo que obviamente la utilidad total será menor en cualquier situación en la que los ingresos no se distribuyan por igual.

Mis alumnos me preguntaron entonces cómo podía justificar mi preocupación por la desigualdad si rechazaba la perspectiva welfarista, que es el principal vector ideológico por el que se legitima la igualdad de resultados.

Justifiqué mi interés por la desigualdad de ingresos por tres motivos.

El primero es instrumental: el impacto sobre el crecimiento económico. Tras el periodo de los años noventa, en el que la falta de datos nos dejó con resultados poco concluyentes sobre la relación entre desigualdad y crecimiento económico, cada vez acumulamos más pruebas de que los altos niveles de desigualdad ralentizan el aumento de los ingresos totales. Ahora podemos demostrarlo porque tenemos acceso a microdatos y una visión mucho más sofisticada de la desigualdad y el crecimiento 3. No obstante, debemos admitir que, si la bibliografía empírica llegara a una conclusión diferente, a saber, que la desigualdad promueve el crecimiento, tendríamos que abandonar el argumento instrumental contra la elevada desigualdad.

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El segundo es el efecto político. En las sociedades en las que las esferas económica y política no están herméticamente separadas, la desigualdad que reina en la esfera económica se filtra y acaba invadiendo y conquistando la esfera política. En lugar de una democracia basada en el principio de que un individuo vale un voto, obtenemos una plutocracia en la que un dólar vale un voto. Este resultado parece inevitable, especialmente en las sociedades modernas donde las campañas políticas son extremadamente caras. Pero no era diferente en la Grecia o Roma antiguas. Si consideramos que la democracia, entendida como un sistema que garantiza una influencia más o menos igual de todos en los asuntos públicos, es algo bueno, entonces debemos estar a favor de límites estrictos a la desigualdad de ingresos y riqueza. Me parece que el impacto negativo de la desigualdad sobre la democracia, que hasta ahora sólo era evidente en teoría, se confirma ahora también de forma empírica 4.

Me parece que el impacto negativo de la desigualdad sobre la democracia, que hasta ahora sólo era evidente en teoría, se confirma ahora también de forma empírica.

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La tercera razón es filosófica. Como argumentaba Rawls, cualquier desviación de una distribución igualitaria de los recursos debe defenderse apelando a un principio superior. Puesto que todos somos individuos iguales —ya sea porque lo establece la Carta Universal de los Derechos Humanos o por orden divina—, todos deberíamos tener aproximadamente las mismas oportunidades de desarrollar nuestras capacidades y llevar una «vida buena —y feliz—». Sin embargo, la desigualdad de ingresos se traduce casi directamente en desigualdad de oportunidades, lo que niega la igualdad fundamental de todos los seres humanos. Esto me parece obvio a priori, pero cada vez hay más estudios que demuestran la correlación positiva entre desigualdad de ingresos y desigualdad de oportunidades 5. Las familias con mayores ingresos garantizan a sus hijos oportunidades mucho mejores —lo que niega la igualdad fundamental de la que hablábamos— y se aseguran de que esa nueva desigualdad de oportunidades se transforme en ingresos aún mayores para ellos y sus descendientes.

Además, la desigualdad de oportunidades afecta negativamente al crecimiento económico. Ahora tenemos un efecto negativo que regresa de mi tercer motivo hasta el primero, haciendo que la desigualdad de oportunidades sea perjudicial de dos maneras: (1) niega la igualdad fundamental entre los seres humanos y (2) ralentiza el ritmo de las mejoras materiales para la sociedad.

Reevaluar la desigualdad mundial: el ejemplo de China

En los últimos años, la cuestión de la desigualdad mundial ha generado un debate considerable, entre otras cosas porque las diferencias de ingresos reales relativos entre los individuos han disminuido drásticamente en las tres últimas décadas. Este descenso es especialmente notable porque es el primero de esta magnitud desde la Revolución Industrial.

Una opinión muy extendida, a menudo esgrimida por los partidarios del capitalismo, es que el descenso de la desigualdad global es una prueba de la eficiencia del capitalismo. Algunos creen que la evolución reciente contradice las críticas a las políticas neoliberales.

Dicho esto, hay que matizar tal observación triunfalista. Hay que reconocer que una parte importante de la caída en la desigualdad mundial es atribuible al meteórico ascenso de China. Es significativo que el enfoque económico de China durante este periodo no siguiera estrictamente las políticas neoliberales. Esta observación plantea una cuestión importante: si la mayor parte de la reducción de la desigualdad mundial es atribuible a China, ¿cómo puede criticarse al mismo tiempo el capitalismo de Estado chino?

Una parte importante de la caída en la desigualdad mundial es atribuible al meteórico ascenso de China.

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Algunos han criticado sistemáticamente los métodos económicos de China, cuestionado su sostenibilidad y señalado sus efectos potencialmente perjudiciales para otras naciones. Entre las preocupaciones recurrentes está el temor a que China pueda atrapar a otros países en una red de préstamos caros, y encerrarlos cíclicamente en el subdesarrollo. No sin cierta ironía, tal argumento recuerda extrañamente a las críticas lanzadas por académicos de izquierda contra el principio de los préstamos occidentales. Si las mismas críticas que en su día se desestimaron para Occidente resurgieran para China, se produciría una clara incoherencia.

Marthe Boto, «Fuga alternativa», 1981, acrílico sobre lienzo, 62 x 74 cm © Adagp, París, 2023

Además, la convergencia mundial de los ingresos, aunque admirable, conlleva sus propias preocupaciones. Una de las principales observaciones recientes es que, aunque los ingresos mundiales estén convergiendo, los segmentos inferior y medio de la distribución de los ingresos de las naciones más ricas están cayendo en la clasificación mundial. Si bien este fenómeno forma parte de la propia naturaleza de la convergencia, plantea una serie de retos, sobre todo políticos.

En efecto, el mecanismo de convergencia implica un reajuste de los ingresos en la escena mundial. En esencia, para que se produzca la convergencia mundial, es inevitable que algunos individuos, que históricamente ganaban menos que sus homólogos de las naciones más ricas, ahora los superen. Por tanto, es matemáticamente imposible abogar por la convergencia mundial y, al mismo tiempo, desear que las mismas naciones mantengan su predominio económico.

Por tanto, es matemáticamente imposible abogar por la convergencia mundial y, al mismo tiempo, desear que las mismas naciones mantengan su predominio económico.

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Las consecuencias políticas de esta reordenación son innegables. Los argumentos basados en el orgullo nacional y la dominación económica histórica se ven socavados. La idea de que la distribución de los ingresos de toda una nación pueda quedar fuera del primer decil, o incluso quintil, causa inquietud, especialmente entre las clases medias. Ese grupo, a pesar del crecimiento potencial de sus ingresos reales, se siente relativamente empobrecido frente a una comunidad global que cambia rápidamente.

En The Future of capitalism, Paul Collier recuerda una época en la que los obreros británicos podían afirmar su superioridad económica a escala mundial. Ese sentimiento de orgullo y dominio, aunque comprensible, plantea un dilema moral: alegrarse de la prosperidad de un trabajador nacional implica aceptar que muchas personas en todo el mundo se encuentran en una situación económica menos favorable.

Martha Boto, «Sin título», 1981, acrílico sobre lienzo, 60 × 73 cm © Adagp, París, 2023

Surge entonces una pregunta clave: ¿por qué debería un grupo o nación ocupar permanentemente la primera posición económica? Los retos que plantea la comunicación de esos cambios globales a las audiencias nacionales son reales. Sin embargo, esos obstáculos, que tienen su origen en la comunicación política, no deben desvirtuar el objetivo más amplio de igualdad y movilidad global. Si establecemos un vínculo con la dinámica interna de los países, observamos que el llamado a la movilidad social es omnipresente. La idea de que todo el mundo, independientemente de sus orígenes, merece las mismas oportunidades de éxito es ampliamente acogida. Sin embargo, existe una verdadera reticencia cuando el principio se traslada a escala mundial. Si las naciones defienden la movilidad social interna, ¿por qué entonces hay tanta resistencia a la movilidad global y a la redistribución de los ingresos? La equivalencia moral de esos dos escenarios exige una forma de introspección.

Si las naciones defienden la movilidad social interna, ¿por qué entonces hay tanta resistencia a la movilidad global y a la redistribución de los ingresos? La equivalencia moral de esos dos escenarios exige una forma de introspección.

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El debate sobre la desigualdad mundial se caracteriza desde hace tiempo por la proliferación de perspectivas y metodologías para evaluar las disparidades de ingresos, en las que destaca la controversia sobre la distinción entre medidas relativas y absolutas de la desigualdad, ya que ambas partes esgrimen argumentos convincentes.

A la hora de evaluar la desigualdad global, es esencial comprender la diferencia entre brechas relativas y absolutas. Mientras que la primera mide los ingresos en relación con otra, la segunda se refiere directamente a la diferencia numérica de ingresos. Esta distinción puede ilustrarse con la metáfora de un globo que se infla: aunque las distancias relativas entre puntos permanezcan invariables, sus distancias absolutas aumentan. Tal expansión refleja el crecimiento del PIB mundial.

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Una mirada a la historia aclara los términos del debate. Las diferencias absolutas entre los ingresos en Estados Unidos en la década de 1860 eran mucho menores que en la actualidad, principalmente porque el PIB per cápita de la nación era entonces sólo una pequeña fracción de su valor actual. Sin embargo, basarse únicamente en esa medida podría sugerir erróneamente que Estados Unidos era menos desigual en ese entonces, en plena era esclavista.

Es innegable que el ascenso económico de China en los últimos años desempeña un papel central en la dinámica de convergencia mundial. Si bien es cierto que China es el principal motor de la convergencia, afirmar que otras naciones no han progresado hacia los niveles occidentales de ingresos es una simplificación; en particular, la afirmación de que el orden neoliberal exacerba la desigualdad sólo es válida cuando se omite el impacto de China.

La afirmación de que el orden neoliberal exacerba la desigualdad sólo es válida cuando se omite el impacto de China.

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Sin embargo, omitir a China pone de relieve la fluidez de las categorías de países «en desarrollo» o «periféricos». Si surgen naciones como China debido a su éxito económico, ¿significa que la no convergencia se establecerá para siempre? A medida que las naciones se enriquecen y su estatus económico evoluciona, ¿deberían salir constantemente de la categoría de «en desarrollo»? Lo anterior sugeriría un objetivo en constante cambio, en el que países como India, Indonesia o Vietnam, a medida que se enriquecen, son apartados, haciendo de la convergencia un horizonte siempre inalcanzable.

En lugar de lamentar la falta de convergencia, ya sea porque cuestiona la posición dominante de ciertos países desarrollados o porque pone en tela de juicio ciertos argumentos hostiles al neoliberalismo, deberíamos, por el contrario, acogerla con satisfacción.

Más allá de la confrontación: pensar los BRICS hoy

La reciente expansión de los BRICS está directamente relacionada con la expansión de la OTAN y de las alianzas similares a la OTAN a escala mundial. En una lectura superficial, esta afirmación parece errónea: ambas organizaciones son profundamente diferentes. La nueva OTAN globalizada es una alianza militar, jerárquica y monolítica. Ninguno de esos términos se aplica a los BRICS. Los BRICS no son jerárquicos; sus miembros son extremadamente heterogéneos y a menudo están políticamente enfrentados; sus objetivos no son militares, y no se trata de una alianza, sino de una simple organización. Mientras que dos de los 11 miembros actuales de los BRICS están en conflicto abierto o tácito con Occidente, los demás no lo están. Los BRICS no son un contrapeso a Occidente ni a la OTAN. Pero se están fortaleciendo como reacción a la globalización de la OTAN. ¿Por qué? Porque es el único lugar donde las naciones que no quieren participar en la nueva Guerra Fría, o incluso en una posible guerra caliente entre superpotencias, creen que pueden refugiarse y evitar tomar partido.

Mientras que dos de los 11 miembros actuales de los BRICS están en conflicto abierto o tácito con Occidente, los demás no lo están. Los BRICS no son un contrapeso a Occidente ni a la OTAN. Pero se están fortaleciendo como reacción a la globalización de la OTAN.

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Es un error buscar puntos en común entre los miembros de los BRICS para desacreditar a la organización: tales convergencias no existen. A veces es pertinente buscar similitudes, pero no siempre. Las organizaciones políticas internacionales pueden formarse en torno a un conjunto de creencias compartidas. Por ejemplo, cuando los nazis crearon el Pacto Anti-Komintern —el Pacto Tripartita—, los países miembros, repartidos por dos continentes, compartían el deseo de luchar contra el comunismo; cuando se creó la OTAN en 1949, sus miembros compartían la creencia en la democracia y la contención de la Unión Soviética; del mismo modo, el Pacto de Varsovia, en 1955, unió a los países en torno a la defensa y la expansión del comunismo.

Martha Boto, «Astral», 1986, acrílico sobre lienzo, 151 x 151 cm © Adagp, París, 2023

Sin embargo, la creación del Movimiento de Países No Alineados a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, o el Grupo de los 77, introdujo una nueva realidad. El objetivo no era positivo, sino más bien negativo: esos países no querían tomar partido en la Guerra Fría entre Occidente y Oriente. Muchos no entendían la lógica del no alineamiento, porque no comprendían que una organización pudiera reunir a países heterogéneos que a menudo discrepaban, pero a los que les convenía útil unir fuerzas por razones geopolíticas. Ni la Unión Soviética ni Estados Unidos apreciaban el movimiento de no alineamiento. Para la URSS, no tenía sentido porque se consideraba la «aliada natural» del Tercer Mundo. Estados Unidos, por su parte, lo consideraba una traición.

De hecho, el movimiento se extinguió con el final de la Guerra Fría, lo que demostró su verdadera función: actuar como zona de colchón durante la confrontación entre Estados Unidos y la URSS, y reducir el riesgo de que sus miembros se convirtieran en terreno de guerras indirectas. Una vez finalizado el enfrentamiento, ya no había motivos para la no alineación.

La influencia económica de los BRICS podría contribuir a reducir las flagrantes disparidades económicas entre las naciones ricas, medias y pobres del mundo.

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Sin embargo, ante los indicios de una nueva Guerra Fría, ha resurgido la necesidad de una organización que reúna a países que no deseen participar en ella. Muchos comentaristas critican a los nuevos BRICS porque temen que esas naciones emergentes, cuya importancia económica va en aumento, se unan. Otros creen erróneamente que cualquier alianza debe basarse en ideas, valores, intereses compartidos o presiones hegemónicas. Al no encontrar ninguno de esos elementos entre los BRICS, los desacreditan. Si los BRICS tuvieran más en común, serían sin duda más fuertes. Pero eso es imposible, por razones históricas, políticas o culturales. Sin embargo, no se puede ignorar el creciente número de países que desean unirse a los BRICS. Su negativa a participar en nuevas guerras comerciales, guerras reales o guerras indirectas podría hacerlas menos probables. Por último, su influencia económica podría contribuir a reducir las flagrantes disparidades económicas entre las naciones ricas, medias y pobres del mundo.

Notas al pie
  1. Corrado Gini, « Measurement of Inequality of Incomes », The Economic Journal, vol. 31, no. 121, 1921, p. 124–26.
  2. Vilfredo Pareto, Manuale di Economia politica, Milano, Società editrice libraria, 1906.
  3. Branko L. Milanovic & Roy Van Der Weide, « Inequality is bad for growth of the poor (but not for that of the rich) », Policy Research Working Paper Series 6963, Banco Mundial, 2014.
  4. Martin Gilens, Affluence and Influence, Princeton, Princeton University Press, 2012.
  5. Gustavo A. Marrero & Juan G. Rodríguez, “Inequality of opportunity and growth”, Journal of Development Economics, Volume 104, 2013.