Unos cincuenta jefes de Estado y de gobierno se reunieron recientemente en París para repensar la arquitectura financiera mundial y reformar el sistema de Bretton Woods. Los resultados de la Cumbre para un Nuevo Pacto Financiero Mundial fueron modestos, pero permitieron avanzar en el diagnóstico y la búsqueda de soluciones comunes: necesitamos tanto un enfoque más integrado de los problemas a resolver, sin disociar calentamiento global, transición energética y pobreza, como una mayor solidaridad en los mecanismos de financiamiento del Norte al Sur. El sector privado también tiene que desempeñar su papel en la inversión masiva que requiere la situación.
Es probable que la reforma del sistema de Bretton Woods lleve tiempo, pero las asociaciones público-privadas que acelerarían el flujo de financiamiento privado hacia los países emergentes podrían aplicarse más rápidamente. Las empresas y las instituciones financieras privadas llevan mucho tiempo reflexionando, en particular con los bancos de desarrollo, sobre los mecanismos para canalizar más inversiones hacia los países del Sur para ayudarles a resolver sus problemas medioambientales y sociales.
Así pues, las empresas estaban bien representadas en la cumbre, lo que confirma, por si hiciera falta, el papel activo que desempeñan actualmente en la definición de las reglas comunes de la globalización. La naturaleza aborrece el vacío. La regulación de la globalización es cada vez más el resultado del diálogo entre gobiernos, grandes ONG, organizaciones internacionales de empresarios y trabajadores y multinacionales. Algunos lo lamentan y cuestionan la legitimidad de las empresas para participar en la regulación. Otros lo ven como un signo de pragmatismo y una forma de orientar las decisiones del sector privado en la dirección correcta.
El debate resurge con regularidad, sobre todo en el momento de las COP, cuando algunas ONG consideran que el activismo del sector privado sólo sirve a sus propios intereses, mientras que sólo ellas, junto con los gobiernos, tienen legitimidad para definir el bien común. Otros justifican la necesidad de que las empresas participen estrechamente en las negociaciones intergubernamentales por el papel que desempeñarán en la aplicación de las decisiones.
Varias iniciativas recientes sugieren que no debemos adoptar una interpretación demasiado simplista del papel de cada parte.
Los Estados tienen dificultades para ponerse de acuerdo a escala mundial sobre las normas que necesitamos para responder a retos globales como el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero, la reducción de la biodiversidad o el aumento de las desigualdades. Para las empresas internacionales, tal situación tiene un gran inconveniente: la ausencia de igualdad de condiciones según el país o la región en que operen. Algunas empresas pueden vivir con ello, otras no tanto, sobre todo las que están sometidas a la presión de sus clientes, empleados y accionistas para que mejoren sus resultados medioambientales y sociales.
Es en este contexto en el que una serie de iniciativas recientes de multinacionales y coaliciones empresariales merecen nuestra atención. Puede ser el comienzo de algo nuevo, un intento de regular la globalización «desde abajo», desde una perspectiva medioambiental y social, coordinada con gobiernos y ONG, pero con una dinámica propia.
Tomemos el ejemplo del movimiento lanzado por varias ONG y multinacionales a favor del «salario digno». El concepto es antiguo, pero su aplicación práctica ha sido limitada durante mucho tiempo. Aparece en la Constitución de 1919 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que pedía un «salario vital adecuado» para los asalariados, y en la Declaración de Filadelfia de 1944, que habla de un «salario mínimo vital».
El salario mínimo vital suele definirse como el nivel salarial que permite a un trabajador y a su familia hacer frente a los gastos de alimentación, vivienda, educación, salud, transporte y vestido, así como a los imprevistos de la vida. Puede servir de base para calcular el salario mínimo, pero se diferencia de éste en que es un concepto, mientras que el salario mínimo es una obligación, definida por la normativa nacional o un convenio colectivo.
En muchos países, el salario mínimo no existe o es demasiado bajo. Puede que las empresas estuvieran satisfechas con ello, pero cada vez son más las que cambian de planteamiento y deciden remitirse al concepto de salario digno para comprobar el nivel de salarios bajos en la empresa, y pedir a sus proveedores que hagan lo mismo.
Este movimiento es innovador en varios sentidos. Por un lado, ha llevado a las empresas que han tomado la iniciativa a favorecer la aparición de un ecosistema de terceros, compuesto por ONG y universitarios, que calcula las estimaciones de salario digno en los países en los que operan. Por otra parte, esas empresas han adoptado un enfoque colectivo. Esto dista mucho del paternalismo industrial que dependía de la iniciativa individual de unos cuantos patrones. Las políticas de salario digno están más extendidas en las coaliciones de empresas que persiguen objetivos de impacto social y medioambiental. En ellas se discuten los beneficios económicos del enfoque y los métodos para aplicarlo; a falta de normativa, se multiplican las guías y los juegos de herramientas. Sobre todo, el enfoque colectivo garantiza que no se estará solo. La sostenibilidad de las políticas de salario digno aplicadas por las empresas depende de su aplicación generalizada. A falta de una normativa global definida por los gobiernos que imponga el mismo marco a todos, es la dinámica colectiva de las empresas la que debe garantizar la igualdad de condiciones.
Sin embargo, los poderes públicos no están ausentes. Varios gobiernos, la OCDE y la OIT siguen de cerca las iniciativas. Algunos gobiernos ayudan a financiar a las ONG implicadas. Está previsto trabajar conjuntamente sobre principios comunes. Aún es demasiado pronto para hablar de una verdadera coordinación entre los agentes públicos y privados en la materia, pero los intercambios se intensifican a medida que aumenta el número de empresas implicadas.
Otro ejemplo es la definición de un marco global para la información no financiera. La información no financiera es la publicación de datos que permite a los inversionistas y otras partes interesadas medir los resultados medioambientales, sociales y de gobernanza (ESG) de una empresa. Existen muchas normas nacionales, regionales y mundiales, tanto públicas como privadas, pero el conjunto no es muy coherente y puede resultar agotador para las empresas, y los datos publicados no siempre son comparables o incluso pertinentes. Los agentes privados y públicos persiguen desde hace tiempo el objetivo de mejorar la calidad de las normas y armonizarlas a escala regional e incluso mundial. Pero, ¿quién va a hacerlo?
La Unión Europea fue la primera en tomar la iniciativa, con las Normas Europeas de Información sobre Sostenibilidad (ESRS), el marco de información ambiental, social y de gobernanza (ESG) que será a la vez el más amplio, porque cubrirá todo el espectro ESG, y el más ambicioso, porque incluirá indicadores para medir el impacto de las empresas en el medio ambiente y la sociedad. Pero es una organización privada, el Consejo Internacional de Normas de Sostenibilidad (ISSB), la que ha definido la norma mundial para los informes corporativos sobre el clima. Afortunadamente, las dos iniciativas, pública y privada, decidieron coordinarse: el Grupo Consultivo Europeo en materia de Información Financiera (EFRAG), que redactó el proyecto de las ESRS, y el ISSB se aseguraron de que sus respectivas normas fueran «interoperables».
Tal coordinación se basó en un marco común que había sido desarrollado conjuntamente por los sectores público y privado, las recomendaciones del Grupo de Trabajo sobre Información Financiera Relacionada con el Clima (TCFD). Publicadas en 2017, esas recomendaciones establecen los principios para la información corporativa sobre el clima. Pronto se complementarán, en materia de biodiversidad, con las recomendaciones del Grupo de Trabajo sobre Divulgación de Información Financiera Relacionada con la Naturaleza (TNFD). Una iniciativa similar está tomando forma a escala mundial en materia de información social. Es interesante observar que los grupos empresariales han desempeñado un papel cada vez más activo en esas iniciativas. La TCFD se lanzó en 2015 en el contexto del G20. La TNFD se lanzó en 2020 bajo el impulso decisivo de los agentes del mercado. Las ONG y las coaliciones empresariales están desempeñando un papel destacado en los incipientes proyectos para establecer un marco mundial de información social.
¿Son estas iniciativas el comienzo de un desafío al sistema westfaliano? Sin duda reflejan una nueva ambición por parte de las multinacionales y los agentes del mercado. Al operar en ámbitos regidos habitualmente por políticas públicas nacionales, pero en los que la normativa mundial es insuficiente o inexistente, ofrecen una vía alternativa para armonizar las reglas del juego mundial, con un impacto potencialmente importante. La difusión del concepto de salario digno debería conducir a un aumento de los salarios bajos en muchos países. En cuanto a la creación de un punto de referencia mundial para los informes no financieros, podría convertirse en un poderoso incentivo que permita por fin comparar las prácticas medioambientales y sociales de las empresas.
Sin embargo, las empresas y sus representantes se cuidan de implicar a representantes de la sociedad civil en esas iniciativas, y de solicitar la aprobación gubernamental para todo o parte del proceso. La participación de las ONG aumenta la credibilidad al aportar la diversidad de puntos de vista necesaria para construir un bien común. Los gobiernos y las organizaciones intergubernamentales proporcionan la clave para la generalización. En el caso del salario digno, esta clave adoptará la forma de un trabajo público-privado sobre los métodos de cálculo y el impacto económico. En el caso de la información no financiera, el G7 y el G20 apoyarán el proyecto, y habrá una estrecha coordinación con las autoridades públicas reguladoras.
Así pues, lo que estamos viendo no es tanto un cuestionamiento del sistema westfaliano como una actualización del mismo. Se trata del concepto de polilateralismo propuesto por Pascal Lamy en estas páginas para describir la extensión del sistema de regulación de la globalización a actores distintos de los Estados, como las empresas y las ONG. En este nuevo equilibrio entran en juego varias legitimidades contrapuestas, en torno a la legitimidad central de los Estados, necesaria pero no suficiente para regular eficazmente la globalización. Lo que queda por hacer es encontrar una forma común de responder a los urgentes problemas financieros, medioambientales y sociales a los que nos enfrentamos.