¿Cómo ve los resultados del 28M a pesar de lo que se ha presentado como un buen balance del gobierno de coalición en general? ¿Hay alguna razón más allá del movimiento pendular y clásico del bipartidismo?
La convocatoria de las elecciones generales ha sido una sorpresa para todo el mundo, al menos para mí lo fue. Esta es efectivamente el resultado de las elecciones municipales y regionales. Creo que los resultados de estas elecciones han sido malos para la izquierda, catastróficos para la extrema izquierda –para Podemos, en particular–. Para el PSOE han sido malos, no por méritos de la derecha, sino por deméritos propios. Probablemente Pedro Sánchez se equivocó al plantear las elecciones como una especie de plebiscito personal, él se implicó muchísimo –esto no era necesario: unas elecciones regionales y municipales no son unas elecciones sobre el Gobierno de la Nación–. Probablemente cometió un error al implicarse mucho, porque muchos alcaldes y presidentes de los Gobiernos regionales han recibido un castigo que, en el fondo, iba destinado al Presidente del Gobierno.
Aquí hay una paradoja muy importante. En líneas generales, indudablemente, el Gobierno ha funcionado bastante bien. Los resultados no son malos –no lo digo yo, la OCDE dice que la situación de la economía española está en la franja alta de la Unión Europea, en una situación mejor que las economías de nuestro entorno–. Ha habido grandes acuerdos sociales entre el Gobierno, los empresarios y los sindicatos. La inflación está más baja que en el resto de Europa. Los indicadores económicos no son malos. Incluso en la política internacional, el acuerdo de la posición española en la Guerra de Ucrania y en los grandes temas internacionales es considerable –de hecho la oposición de Pedro Sánchez está dentro del propio Gobierno–. Podemos ha sido muy ambiguo –por ser suave– respecto de la posición de Ucrania.
¿Qué es entonces lo que le ha perjudicado a Pedro Sánchez?
Dos cuestiones fundamentalmente: la más importante es sus socios de gobierno y, en concreto, lo que suele llamarse “las guerras culturales”. Es decir, por un lado, el Gobierno de Pedro Sánchez ha hecho una política económica, internacional y social muy ortodoxa en términos europeos. La prueba es que está bien considerado en Bruselas –por todos sus aliados europeos, que suelen estar más a la derecha que él–, incluso en Estados Unidos. Por el otro, ha dejado que la parte de su Gobierno más a la izquierda haga sus “guerras culturales”. Dos ejemplos que han sido cuestiones muy duras para el Gobierno: la primera, su política respecto a Catalunya –un problema muy serio que tenemos desde hace tiempo–. Ahí ha cometido, en mi opinión, errores, aunque tal vez inevitables. Yo estuve a favor de los indultos a los políticos independentistas catalanes y no fue mal recibido en general, a parte de la derecha que atacó duramente al Gobierno con ello. Pero hubo otras medidas que eran muy difícilmente justificables. Como por ejemplo, incluso desde el punto de vista moral, cambiar el Código Penal para beneficiar a aquellas personas que te apoyan en el Parlamento. El Gobierno de Pedro Sánchez se apoya también en los independentistas catalanes y vascos. Entonces, él pactó que iba a sacar a los independentistas catalanes de la cárcel condenados por el Tribunal Supremo; y los ha sacado de la cárcel modificando el Código Penal. Esto es difícilmente aceptable. Sobre todo, modificando el delito de malversación –un delito que solo lo pueden cometer los políticos– y que consiste en utilizar el dinero público para fines propios. Modificar ese delito para beneficiar a tus colegas, a aquellos que te permiten permanecer en el poder, ha sido muy mal visto y eso es lógico. Igual que abolir el delito de sedición, eso también era difícilmente aceptable, lo que ha creado un malestar, no solo en la derecha –que lo ha atacado duramente, también con exceso– sino también en el propio PSOE.
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Ese malestar no aparece en la superficie, porque los partidos políticos españoles son partidos militarizados, jerarquizados, donde no existe la democracia interna –este es otro gran problema que tenemos–. Robert Michels dice de los partidos políticos que la democracia es un producto de exportación, sirve para la sociedad pero no sirve para los partidos. Esto es un grave problema sistémico de nuestra democracia en España que ningún partido político quiere abordar.
Pero ha habido otra cuestión: este Gobierno ha debido ser y ha sido un Gobierno feminista; y esto es muy positivo. Yo creo que el feminismo, la lucha por la igualdad entre los hombres y las mujeres es la gran revolución de nuestro tiempo. En este aspecto España está en la vanguardia a nivel mundial. Esto es muy positivo. Pero las revoluciones hay que hacerlas bien: una buena causa bien defendida es una buena causa; una buena causa mal defendida con fanatismo, con soberbia, con ignorancia, puede convertirse en una mala causa. Esto lo dijo Albert Camus mejor que nadie: “¿El fin justifica los medios? Es posible. Pero ¿qué justificará el fin?”. Un mal medio pervierte el fin; y en España ha ocurrido una cosa verdaderamente increíble: se ha promulgado una ley contra la violencia de género que quería volver más dura las penas contra quienes practican la violencia contra las mujeres; y esta ley, en vez de castigar a los maltratadores, ha permitido que violadores salgan a la calle. Esto ha sido terrible, pero lo peor es que había numerosas advertencias de parte de los técnicos del Ministro de Justicia que decían que la Ley estaba mal hecha, que iba a provocar efectos exactamente contrarios. Pese a ello, no solo la han llevado adelante, sino que cuando han empezado a salir violadores de las cárceles, la Ministra de Igualdad, en vez de reconocer errores y anunciar rectificaciones, dijo que la culpa era de los jueces, que eran machistas. Esto obviamente es un error.
¿Así se podría explicar la casi desaparición de un partido como Podemos?
Lo que más me molesta de la izquierda actualmente es su puritanismo. La derecha tradicionalmente ha sido puritana, y en España, mucho más. Yo, de joven, quise ser de izquierdas, fui de izquierdas y sigo siendo de izquierdas, porque la izquierda era la libertad, podías practicar el sexo libremente, fumar marihuana, no estar sometido a la tutela de la Iglesia –estoy hablando de la salida del franquismo– que en España era asfixiante, la derecha era puritana, pero ahora resulta que la izquierda también lo es. Ahora resulta que sucede todo esto de las cancelaciones –que han ocurrido en la derecha, ahora ocurre en la izquierda–. Dije esto en la radio y fue un gran escándalo. Pues, ese mismo día, la Secretaria de Estado de Igualdad dijo que estaba muy preocupada porque el 75% de las mujeres preferían la penetración a la masturbación. ¿Por qué se tienen que meter en la vida sexual de la gente? Es absurdo, no tiene ningún sentido, el feminismo no puede ser esto. Eso tiene consecuencias políticas: Pedro Sánchez ha sido perjudicado por sus aliados.
En Anatomía de un instante, usted describe una clase política mediocre, al tiempo que muestra que algunos de sus miembros, en particular Adolfo Suárez, supieron responder a la urgencia del momento cuando Tejero inició su golpe de Estado. En Independencia, por el contrario, los políticos son retratados como criminales. ¿Refleja esta evolución de un libro a otro su opinión sobre la clase política española?
Por un lado, es obvio que el momento del cambio de la dictadura a la democracia es un momento excepcional. Que yo sepa no existió tal transición sin guerra civil antes del caso español. Mucha gente se esperaba a otra guerra en España, además de que se decía que España no estaba preparada para la democracia. Efectivamente se pasó de una dictadura a una democracia, no sin violencia: hubo terrorismo de extrema izquierda y también de extrema derecha. Pero fue una violencia mucho menos aguda y grave de la que se podía esperar. Eso permitió un cambio inédito en la historia, que luego ha servido como modelo para otros procesos de cambios de dictaduras a democracias, en Latinoamérica o en el Este de Europa.
Uno de los cercanos consejeros de Lech Wałęsa sigue diciéndome que cuando ellos vieron lo que ocurría en España supieron que eso es lo que tendrían que hacer. Esto no ocurrió porque los protagonistas de mi libro –y los que hicieron la primera Transición– fueran unos genios; no es así, no estaba perfectamente planeado: surgió y fue surgiendo. No quiero mitificar, pero es obvio que un tipo como Adolfo Suárez fuera decisivo –y no era un tipo especialmente culto– pero hizo cosas importantes. También es verdad que la clase política de aquel momento, al menos hasta 1978-79, cuando se promulgó la Constitución y empezó la democracia, hubo un gran sentido histórico. Habían pasado 43 años de guerra, porque la Guerra Civil no duró tres años como dicen los libros de historia, duró 43. El franquismo no fue la paz, fue la prolongación de la guerra por otros medios. Entonces, había un sentido histórico permanente, y lo tuvo mucha gente: los comunistas españoles fueron fundamentales, no querían repetir lo que había ocurrido.
Se habla del mundo del pacto del olvido en aquel momento, lo que hubo fue exactamente lo contrario: un pacto del recuerdo. Todo el mundo recordaba lo que había ocurrido, todo el mundo lo tenía presente y no quería repetirlo. Ese sentido histórico se ha perdido. Creo que es pronto para decir si los políticos de ahora son mejores o peores; pero ese sentido y esa responsabilidad históricos no existe. El ejemplo que has puesto es terrible. Es verdad, los políticos que aparecen en Independencia son de una extrema irresponsabilidad y de un extremo cinismo. Yo no creo que todos los políticos españoles sean así, creo que en Catalunya durante un periodo concreto lo han sido, sin la más mínima duda. Por eso llegamos a una situación muy peligrosa en el año 2017. En este año –y esto lo dijo el patriarca de los historiadores catalanes, Josep Fontana–, se vivió en Catalunya una atmósfera de pre-guerra civil. Esto en gran medida se debió a una falta de responsabilidad de una clase política frívola, irresponsable y cínica. De una muy baja calidad política y de una muy baja calidad moral, sin la más mínima conciencia histórica, con un verdadero deseo de enfrentar a la gente.
Este sentido de responsabilidad histórica ya no existe, tal vez porque nos estamos olvidando de los periodos más duros de nuestra historia. Cuanto más se olvide el pasado, más condenado estás a repetirlo –esto es una obviedad–. Y nuestra clase política, la española y la europea, debe tener conciencia de ese pasado, porque el pasado puede volver. Es evidente que estamos repitiendo errores del pasado: el retorno del nacionalismo a Europa es el rasgo más visible, cuando ya creíamos que no podía repetirse. Creo que esto ocurre porque la democracia, el bienestar, la prosperidad paradójicamente acomodan a la gente, les hacen olvidar el pasado. Hace poco, oíamos que una guerra en Europa era imposible, y yo me reía a carcajadas: aquí la tenemos. Nos hemos acomodado y nuestros políticos son un resultado de esa falta de sentido histórico y de nuestro acomodamiento.
¿Cómo entiende el discurso que afirma que será quizás necesario pasar por ese tipo de gobierno para volver a crear un nuevo movimiento de izquierdas? ¿Qué le contestaría a las personas, tal vez un poco resignadas, que dicen que después de todo hay que ver qué pasará con un gobierno en el que podría estar presente la extrema derecha?
Les diría que no lo veo tan claro, no estoy tan seguro de que haya un gobierno de derechas. Esto que estoy diciendo, mucha gente no piensa lo mismo que yo. Vamos a ver qué ocurre. Repito que la economía en España funciona bastante bien, que las políticas oficiales han sido lo bastante eficaces, que la situación no es tan mala como podría ser y que, desde luego, no comparto en absoluto esa visión que algunos tienen de que Pedro Sánchez lleva a la destrucción de la Nación, al fin del Estado de Derecho: me parece un disparate.
No creo que exista en España una alarma. Por tanto, no creo que haya que resignarse a un Gobierno de la derecha con la extrema derecha. Es más, yo me niego a resignarme a una consolidación de la extrema derecha en España.
Francia es el país que más me preocupa. Le Pen tuvo más del 40% de votos en las últimas elecciones: la extrema derecha francesa, muy euroescéptica y, desde mi punto de vista, muy peligrosa, está muy consolidada. Europa puede funcionar –de hecho está funcionando– sin Gran Bretaña. Sin Francia, es imposible. Un Frexit es el final de Europa. Francia es mucho más que Francia, a mí me preocupa mucho que tanto la extrema izquierda como la extrema derecha se crean profundamente euroescépticas. Es decir, aparte del Presidente Macron y de lo que hay a su alrededor, por lo visto Francia es profundamente euroescéptica. Eso me preocupa muchísimo. Y eso en España no ocurre: en España, la ultraderecha no está tan consolidada como en Francia o como en Italia, Hungría o Polonia. En España es un fenómeno relativamente reciente. Hablamos de hace muy poco tiempo, inmediatamente después del Otoño catalán. Es obvio que el detonante de la llegada a las instituciones de la ultraderecha española con Vox es la crisis catalana. Eso es lógico, porque si a un lado colocas a un nacionalismo salvaje; al otro lado aparece otro nacionalismo salvaje. Esto es inapelable, la Historia siempre ha sido así, no falla.
Hasta ese momento España había sido un país muy raro. La pregunta no es por qué apareció una ultraderecha, sino por qué no había aparecido antes. En todos los países de Europa – y desde antes de 2018 – había una ultraderecha y, a veces, una ultraderecha muy potente. En España no existía, apareció en ese momento y es una derecha cuyo discurso todavía no está consolidado. Por ejemplo, sobre Europa, es verdad que el programa de Vox es equiparable al de los partidos de ultraderecha europeos, pero no se hace explícito, porque España sigue siendo un país profundamente europeísta. El discurso euroescéptico es impopular en España.
¿Qué hay que hacer?
Creo que no hay que resignarse. Creo que lo que hay que hacer es combatir ese discurso. Es posible que esto no se haga, porque es más fácil decir “esta gente son demonios” que combatirlos. Es más fácil poner un cordón sanitario, como dicen, que desmentir sus falsedades. Y esto es darles instrumentos para que crezcan. Creo que ese ha sido el problema en Francia, que no se ha combatido abiertamente. Como cuando Macron en aquel debate famoso destruyó a Le Pen en el 2017: exactamente eso es lo que hay que hacer. Destruirlos. Pero hay que estudiar y saber para eso. Porque las grandes mentiras se construyen con pequeñas verdades, por lo tanto no es fácil desmontarlas.
Ese alarmismo de la gente que dice que hay que resignarse porque viene la ultraderecha y el PSOE se tiene que reformar, no lo entiendo. No veo que Sánchez sea una amenaza para la democracia española. No entiendo el catastrofismo apocalíptico de algunos análisis. España no está en el apocalipsis, ¿el Estado de Derecho ha sido destruido? No más que con el Gobierno de Rajoy. Sánchez no ha intentado controlar más a los jueces que lo que intentaron Rajoy, Aznar.
Es posible que la derecha gobierne: habrá que aceptarlo. Pero, si la derecha gobierna es porque quienes estamos contra la ultraderecha y quienes creemos en políticas socialdemócratas, lo permitimos. Sánchez no es un diablo, es mentira. ¿Es un narcisista? Bueno, hay muchos narcisistas en el mundo. ¿Cómo lo saben los que lo dicen? Yo lo que sí sé es que algunos de los que lo dicen son narcisistas. Como decía Proust, los defectos que más reconocemos en los demás son nuestros propios defectos.
De Soldados de Salamina a Terra Alta pasando por El monarco de las sombras, gran parte de su obra trata de lo no dicho y lo reprimido en la España contemporánea. ¿Es más fuerte en España que en otros lugares?
Cuando era joven, yo creía que mi país era muy distinto de los demás, que era muy original. Había un lema franquista que decía “Spain is different”. Un lema para atraer a los turistas. Pues, Spain no es different, España no es tan distinta en muchos aspectos en lo esencial de Francia, Italia, Inglaterra, ni siquiera de Alemania.
Yo creía que España era un país que tenía más problemas con su pasado. No es verdad: todos los países y todas las personas tienen problemas con su pasado, especialmente con su mal pasado. Esos libros que has mencionado, y otros, tratan de esta cuestión, precisamente: de qué hacemos con nuestra herencia. Muchos de esos libros son una batalla contra la tiranía del presente. Lo que dicen es que el pasado no ha pasado todavía, que el pasado es una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado. Esos libros intentan traer el pasado al presente, intentan mostrar que el pasado forma parte del presente, que el pasado está aquí.
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El presente español no empieza hoy ni con Pedro Sánchez ni con la Transición: empieza con la Guerra Civil. Ahí es cuando empieza verdaderamente nuestro presente. Lo que algunos de mis libros han tratado es traer ese pasado al presente. Y, es verdad, ese pasado es un pasado complejo, duro y sucio: con guerras, con dictaduras. Pero todos los países tienen ese pasado. Francia tiene un pasado sucio: no todos los franceses fueron resistentes. De algún modo, la Guerra Mundial fue una Guerra Civil en Francia. Una de las grandes hazañas del General de Gaulle fue convencer a los franceses de que todos eran resistentes. Alguien me dijo que el General de Gaulle habría dicho que “los franceses no necesitaban la verdad”. Creo que es todo lo contrario. Todos los países de Europa necesitan la verdad: Alemania e Italia, por supuesto, pero también el Reino Unido, que aún no ha digerido la caída de su imperio colonial.
La diferencia es que en España el pasado más sucio está muy cerca, está más cerca que en otras partes; porque se acaba en el día 23 de febrero de 1981, cuando esos tres personajes –Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo– que no creían en la democracia, se juegan sin embargo la vida para defenderla.
Pero ese pasado todavía está muy cercano y todavía tenemos que digerirlo. A veces me preguntan si el franquismo está vivo Mi respuesta es la misma que la de Primo Levi cuando le preguntaban si los alemanes sabían si existían los campos de exterminio: “sí y no”. Pues la mía es sí está muerto el franquismo, porque en el año 1978 acabó la guerra y nos dimos un sistema y una Constitución democráticos, y nos incorporamos a Europa: nos dimos un sistema en el que todos cabíamos. Por tanto, sí ha acabado el franquismo, pero no ha acabado del todo, porque como dice Faulkner: “el pasado no ha muerto, ni siquiera es pasado”. Hace cuatro años Pedro Sánchez sacó a Franco del Valle de los Caídos. La pregunta no es cómo es que lo ha sacado, sino cómo es que estuviera todavía ahí.
¿Hay que enfrentarlo o inventar un pasado alternativo, más bonito, como lo hizo Enric Marco el protagonista de El impostor, que se creó un pasado maravilloso de héroe antifascista?
Mi respuesta es que es indispensable conocer el pasado en toda su complejidad, sin mentiras, sin edulcorarlo, sin maquillarlo y después, comprenderlo. Comprenderlo no significa justificar, exactamente lo contrario, darnos los instrumentos para no volver a cometer los mismos errores. Eso es lo que, humildemente, he intentado en cada uno de mis libros. Eso es lo que tenemos que hacer. Porque todavía tenemos que digerirlo.
La guerra de Ucrania no se entiende sin la manipulación del pasado que ha hecho Putin. Todo gobernante sabe muy bien que para controlar el presente y el futuro, hay que controlar primero el pasado. Putin lo primero que ha hecho es manipular la historia para justificar la invasión de Ucrania. Por eso hay que entender el pasado en toda su complejidad, para impedir que el poder lo manipule. Las mentiras son el principal instrumento de dominio que tiene el poder. “La verdad os hará libres”, dice el Evangelio –lo cual quiere decir que las mentiras hacen esclavos–. Esto el poder lo sabe; y nuestro deber como escritores, como periodistas, como ciudadanos es luchar contra las mentiras del poder.
¿Qué consecuencias tendría una entrada de la extrema derecha explícitamente nostálgica del franquismo en un gobierno español en 2023 cuando por ejemplo este lunes forenses entraron por primera vez esta semana en las criptas de Cuelgamuros para exhumar a las víctimas reclamadas por sus familias?
Obviamente el efecto de la entrada al poder de Vox sería malo. El efecto sería la difusión de una versión franquista del pasado. Pero yo dudo mucho que eso vaya a penetrar profundamente en la vida social y política española. Tal vez soy demasiado optimista. Pero lo intentará, es su discurso, es su instrumento para controlar el presente. Hay una parte del PP que también va a contribuir a la difusión de esa visión del pasado.
Todavía en España hay una visión de la guerra –sobre todo en la derecha pero también en otras partes– que no es abiertamente franquista, sino que es equidistante en cuanto a lo que pasó. Suelen decir “Franco no estuvo bien, pero la República tampoco”. Este es un discurso muy habitual entre la gente. Dante, en La Divina Comedia, condena al lugar más oscuro del infierno a los ignavi, que yo llamaría a los “tibios”, a aquellos que en los momentos de crisis moral no toman partido. Dante tenía razón en esto, como en otras muchas cosas. En un momento de crisis y guerras profundas, si no tomas parte por las víctimas, tomas parte por los verdugos. El drama de las guerras es que no hay tercera opción: tertium non datur.
Esta es la gran tragedia, tienes que estar de un lado o del otro. La democracia es magnífica por eso, porque no nos obliga a estar por completo de un lado o del otro, podemos matizar. En cambio, en una guerra tienes que tomar partido. Por eso los pacifistas de hoy, que dicen que no hay que armar a los ucranianos, a mí me recuerdan a los famosos pacifistas de 1936. Los españoles podemos entender muy bien a los ucranianos de hoy. En 1936, España fue objeto de una agresión, un golpe de Estado. La República Española era frágil y pobre, como la República de Ucrania. ¿Y qué hicieron las democracias europeas, sobre todo las dos grandes? Se inhibieron, crearon un Comité de no intervención. ¡Qué cinismo increíble! Su táctica era el pacifismo para evitar la prolongación de la guerra; mientras tanto, Hitler y Mussolini armaban a Franco. ¿Cuál fue el resultado de esa tibieza? 43 años de guerra en España y la Segunda Guerra Mundial.
En la literatura popular, la figura del justiciero suele hablar de la impotencia del Estado. Cuanto más nos adentramos en la serie de Terra Alta, más se convierte Melchor en un justiciero. ¿En qué personajes se inspiró para crear esta figura?
En realidad no me inspiré en ningún personaje, si soy sincero. Melchor nace de mi parte maldita, como diría Bataille, nace de mi furia, de mi odio, de mi deseo de venganza. Todos tenemos nuestra parte maldita. Quien no conozca esa parte no es una persona: es una máquina o un mentiroso. Todos llevamos una bestia adentro, y la literatura es el lugar de esa parte maldita.
Esa parte maldita es el mejor carburante para la literatura. Melchor es una especie de mezcla entre Javert y Jean Valjean, los dos personajes antitéticos de Los Miserables: un expresidiario que huye del pasado; y un justiciero que persigue insufriblemente el cumplimiento de la ley. Más que de la España actual, Melchor nos dice del mundo que la justicia siempre es insuficiente y los poderosos y los ricos siempre tienen un grado de impunidad mucho más grande que la gente normal. Siempre ha sido así. Hace poco tiempo hemos inventado una cosa que llamamos “democracia”, que limita la impunidad de los poderosos y de los ricos; pero esa impunidad persiste inevitablemente. De algún modo Melchor nos alivia de esa impunidad; es capaz de satisfacer nuestros deseos de justicia haciendo cosas que en la realidad no se pueden hacer. En la realidad no podemos obrar como obra Melchor, que hace verdaderas barbaridades –pero en la ficción, sí–. Por eso, entre otros motivos, la literatura es útil, porque nos permite hacer cosas que en la realidad no podemos hacer.
Yo he dicho muchas veces que para mí escribir una novela es formular una pregunta compleja de la manera más compleja posible y no contestarla. En el fondo, la respuesta es la propia búsqueda de la respuesta. La pregunta central de estas tres novelas es una sola: ¿podemos tomarnos la justicia por nuestras propias manos?
Para mí la literatura es un placer antes que nada, como el sexo; pero también es una forma de conocimiento, como el sexo. Por eso cuando alguien me dice que no le gusta leer, lo único que se me ocurre es darle el pésame –como alguien al que no le gusta el sexo–. Lo que pasa es que la forma de conocimiento de la literatura no es la forma de conocimiento de la historia, la ciencia o el periodismo; en cierto sentido, es lo contrario. Lo que hace la literatura de verdad es poner en cuestión nuestras certezas más arraigadas, obligarnos a cuestionarlas y a salir de nuestra zona de confort moral e ideológica, obligarnos a comprender y a empatizar con ideologías, actitudes, comportamientos que en la vida real odiamos y no aceptamos. Tú ves Ricardo III de Shakespeare y por momentos lo entiendes e incluso te pones de su parte, mientras que es el peor asesino, un monstruo, el tipo más canalla de la historia de la literatura universal.
Eso es lo que hace el cine, el arte, la literatura, ponernos del lado del mal, para ensanchar nuestra experiencia y volvernos más ricos. Yo quiero que el lector cuando Melchor Marín hace las verdaderas barbaridades que hace en nombre de la justicia, lo celebre y se sienta mal por ello. La literatura a cambio del placer incomoda al lector, lo desasosiega. Le obliga a preguntarse cosas acerca de sí mismo, de la realidad. También le permite sacar esa parte maldita. Melchor Marín dice algo esencial, ya no solo de nuestro tiempo, sino del ser humano: necesitamos aliviarnos de nuestras frustraciones, necesitamos que de algún modo la justicia triunfe (al menos en la ficción); porque en la realidad casi nunca triunfa.
La literatura lo que hace es convertir lo particular en universal: lo que ocurre en un determinado momento a determinadas personas es lo que nos ocurre a todos. Y, por eso es útil –siempre y cuando no se proponga serlo–; si se propone ser útil, deja de serlo para convertirse en propaganda o pedagogía: deja de ser literatura. Por desgracia este es uno de los rasgos de la literatura de nuestros tiempos, que le dice a la gente lo que debe de pensar y cómo debe comportarse. La literatura –la verdadera– lo que hace es exactamente lo contrario.
Terra Alta y las novelas que siguen se desarrollan en gran parte en una zona marginal de Cataluña. Su lectura hace pensar en otras obras españolas contemporáneas, como las películas La isla mínima y As Bestas, que narran historias ambientadas en zonas aisladas. ¿Cree que partir de los márgenes es una buena manera de decir algo sobre la España contemporánea?
La verdad es que no he elegido la Tierra Alta para decir algo especial, ni sobre España, ni sobre el mundo; al contrario, la Tierra Alta me eligió a mí. No conocía esa comarca remota en Catalunya. La descubrí, por azar, en El monarca de las sombras, porque allí tuvo lugar la batalla del Ebro, que es donde muere su protagonista y una de las batallas más importantes de la Historia de España.
La Tierra Alta es un lugar real, pero también es un lugar simbólico: es el símbolo de la patria en el sentido más noble de la palabra. Yo sé que para los franceses “la patria” aún tiene un significado positivo, aparece en La Marsellesa, pero para mí no lo tiene. En el nombre de la patria entendida modernamente se han cometido tantos crímenes, se ha vertido tanta sangre –el franquismo hizo de la patria un gran icono– que para mí la patria no tiene un sentido positivo en su comprensión moderna. En un sentido antiguo, sí. La patria antes del nacionalismo, antes del siglo XIX, tenía un sentido personal, sentimental, individual. Quevedo, tal vez el mayor poeta español, dice en uno de sus poemas: “Miré los muros de la patria mía”. Se refiere a su ciudad; eso era la patria.
Entonces, Melchor Marín, un hombre fundamentalmente desarraigado, hijo de una prostituta, de padre desconocido, nacido en el lugar más duro de la Barcelona metropolitana, se encuentra a los 18 años en la cárcel. Es un desastre pero encuentra increíblemente su patria en una comarca solitaria, silenciosa, desierta –eso a mí me conmueve–. Encuentra un lugar en el mundo. Para mí ese es el sentido del asunto. Así trabajo.
Por ejemplo, yo no escribo una novela sobre la Guerra Civil para explicarle a los españoles qué es la Guerra Civil; yo obedezco a obsesiones. Yo me obsesioné con este personaje, con Melchor Marín: extraordinariamente complejo, contradictorio, capaz de lo mejor y de lo peor, un buen mal policía, como el Quijote es un loco-cuerdo. Y no sabía por qué me obsesioné con él: para saberlo escribí este libro. Creo que ese es el primer deber de un buen escritor: ser fiel a las propias obsesiones.
En su opinión, ¿se puede ser realmente activista político siendo novelista?
Yo no soy un activista político. Soy un tipo que interviene en el debate público, soy eso que antes se le llamaba un “intelectual”. Pero cuando yo nací en la vida intelectual, el sustantivo “intelectual” estaba muy desprestigiado. Todavía hoy me cuesta trabajo considerarme un intelectual: me parece una palabra demasiado pomposa e importante para mí. Ahora bien, lo que sí soy es un ciudadano y un novelista. Además, un ciudadano que tiene el privilegio de escribir en El País, el periódico más leído en lengua española y cuyas opiniones, por tanto, son leídas y tienen determinados efectos. Estas dos figuras, la del ciudadano que interviene y la del novelista, conviven en mí pero son contradictorias.
El novelista trabaja esencialmente con un instrumento que es la ironía, así creó la novela Cervantes. Don Quijote está loco y no está loco, Don Quijote es ridículo y heroico. Es el “rey de los hidalgos, señor de los tristes”, como dice Rubén Darío en un poema maravilloso. El novelista es contradicción, ambigüedad y paradoja; nunca dice ni sí ni no. No puede tomar partido, siempre debe de ser equidistante y ponerse en la piel de todos sus personajes, como hace Shakespeare: nadie sabe cuáles eran las opiniones de Shakespeare, porque él era todos sus personajes. Yo tengo que desaparecer como el dios de Flaubert que está en todas partes, pero no se le ve en ninguna. Yo no quiero que el lector sepa cuál es mi opinión leyendo mis libros. En cambio, el articulista sí debe responder francamente. Aunque el intelectual, el articulista, el ciudadano puede por supuesto trabajar con la ironía y los matices, tarde o temprano tiene que tomar partido, tiene que decir sí o no. Si te quedas en la zona de ambigüedad, en la zona de los tibios de Dante, te conviertes en cómplice de los verdugos, del crimen o de la injusticia.
Entonces, esos dos personajes son contradictorios pero deben estar permanentemente viviendo una batalla despiadada entre ambos en el interior. Ninguno de los dos debe vencer, porque si vence el ciudadano, las novelas del novelista se convierten en ilustraciones de sus ideas, en propaganda o pedagogía. Así deja de ser útil y deja de ser verdadera literatura. El novelista tampoco debe vencer al ciudadano, porque entonces el intelectual se queda en tierra de nadie y puede convertirse en un tibio. Esa batalla es buena, porque ambos se ponen en cuestión recíprocamente, mutuamente se retroalimentan y se vuelven más fuertes. El novelista debe cuestionar las certezas del ciudadano. Al menos creo que así funciona en mi caso.