A pesar de las preocupaciones, no ha surgido ninguna marcha en Roma, al menos, por el momento. Al contrario, la tan temida toma del palacio por Giorgia Meloni y el partido que lidera la derecha italiana emprendió el camino de la institucionalización de los hombres, de las reivindicaciones y de las posiciones políticas de un grupo que, durante años, había sido marginal. Este camino podría, quizás, inscribirse en un proceso de europeización y de atlantización de la derecha italiana y de un mundo que se había nutrido de lecturas, a menudo, mimeografiadas y distribuidas por libreros inverosímiles, para mantener viva una llama (tricolor) que el viento democrático había sepultado bajo el avance de la cultura de los derechos individuales y de la modernidad. La institucionalización, más que la normalización, también es evidente en los recientes nombramientos para puestos directivos en las principales empresas públicas del país. En varios casos, se ha optado por nombrar a técnicos que también habían trabajado con gobiernos anteriores, en lugar de personalidades del aparato o de círculos próximos a Fratelli d’Italia. También, es probable que hubiera sido muy difícil, para un partido que ha experimentado un crecimiento vertiginoso en los últimos años, desempeñar el papel de incubadora y reservorio de la clase directiva necesaria en un país tan complejo y estructurado como Italia. Como escribieron Francesco Maselli y David Allegranti: «Meloni demuestra que comprende que la soberanía ya no es sólo vertical, que el mandato popular no basta para gobernar con provecho, sino que, también, se necesita la soberanía horizontal, es decir, el reconocimiento de los pares internacionales y de las estructuras supranacionales que toman decisiones que repercuten en los Estados que forman parte de ellas». 

Esta afirmación, que, sin duda, parece válida para Meloni, quizás, no lo sea tanto para otras figuras de la derecha europea. Basta pensar en lo que hemos visto con los experimentos de Marine Le Pen y las posiciones de los conservadores británicos sobre el Brexit. En este caso, Italia se ve presionada por la necesidad de una coacción externa que enmarque el desarrollo político de Roma. Hay, sin embargo, un aspecto que va más allá de las contingencias estrictamente políticas que parece oportuno explorar y que tiene que ver con la posición de la Italia meloniana en el contexto de las culture wars globales –creo que es pertinente utilizar la expresión en inglés porque, como veremos, es difícil entender lo que está ocurriendo si no tomamos como referencia el contexto estadounidense. Este discurso no sólo concierne a Italia, sino que, también, podría extenderse a los debates político-culturales de otros países. Es obvio que, dada la diversidad de culturas políticas de los países europeos, las culture wars no son homogéneas y deben entenderse e interpretarse a la luz de las particularidades nacionales. Por ejemplo, un debate como el de Francia sobre la centralidad del laicismo no sería comprensible en otros países si no fuera a la luz de las particularidades del desarrollo histórico de Italia. Del mismo modo, el papel particular del catolicismo en Italia sería difícil de exportar a otros contextos. Hace más de treinta años, el sociólogo estadounidense James Davison Hunter publicó una influyente obra titulada Culture Wars. The struggle to control the family, art, education, law, and politics in America. Es una obra fundamental para entender lo que ocurrió en Estados Unidos y cómo los cambios estadounidenses influyeron, posteriormente, en el debate público y cultural de otros países –no sólo occidentales– sobre cuestiones centrales para la definición de identidades públicas. Hunter identifica las variables que han conducido a la actual polarización en Estados Unidos, a la imposibilidad del diálogo público sobre cuestiones complejas y al triunfo del odio como hilo conductor de los debates nacionales. Hemos visto algunos ejemplos recientes de esto, en Italia, con las protestas posteriores a la Feria del Libro de Turín1.

Dada la diversidad de culturas políticas de los países europeos, las culture wars no son homogéneas y deben entenderse e interpretarse a la luz de las particularidades nacionales.

PASQUALE ANNICCHINO

En su trabajo de principios de los noventa, Hunter identificó dos motores fundamentales de la vida pública estadounidense: los «progresistas» y los «ortodoxos». Los progresistas creen que las referencias tradicionales a la moral pública y privada deben actualizarse a la luz de los avances modernos. Los ortodoxos creen que la autoridad moral no reside en las decisiones del individuo, sino en una autoridad externa, a menudo, religiosa. En torno a esta división, se construye la gran polarización estadounidense, que divide al electorado y a la sociedad y contribuye a la creciente fractura social, sobre todo, después de años de avances en materia de derechos individuales. Para Hunter, no hay posibilidad de recomposición entre progresistas y ortodoxos. Las dos tribus viven en realidades paralelas y alternativas, destinadas a no encontrarse nunca mientras compiten por la hegemonía de la sociedad. No olvidemos que, en la época en la que Hunter escribía, las redes sociales aún no existían ni, tampoco, su ahora demostrada capacidad para crear perfiles y polarizar, cosa que ha influido en tantas elecciones.

Por lo tanto, las culture wars no sólo tienen que ver con opciones electorales y políticas públicas, sino con la definición misma de la realidad. ¿Qué es un hombre? ¿Qué es una mujer? ¿Qué es el matrimonio? Hunter fue muy criticado por su análisis, pero, más de treinta años después, sus teorías aún son objeto de debate. Esto también puede explicarse por el hecho de que Estados Unidos ha liderado el debate mundial sobre muchas cuestiones decisivas relacionadas con la construcción política y antropológica de muchas sociedades. Basta con pensar en el debate sobre el reconocimiento del derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo consagrado en la sentencia Obergefell v. Hodges del Tribunal Supremo de Estados Unidos el 26 de junio de 2015. La dinámica es puramente hunteriana: cuatro jueces en contra y cuatro a favor con un sólo voto de diferencia debido al papel que desempeñó el juez conservador, pero muy a favor de los derechos civiles, Anthony Kennedy. Esta decisión representa un verdadero punto de inflexión geopolítico. Mientras la Rusia de Putin redescubre los «valores tradicionales», Estados Unidos, a través de la decisión del órgano judicial supremo, se presenta como el defensor del individualismo y del libre albedrío. Love is love. En otros momentos de su historia, el Tribunal Supremo ha utilizado sus sentencias para dirimir disputas políticas internas y ofrecer proyecciones de poder e imágenes de la historia de Estados Unidos. Pensemos en el caso Brown v. Board of Education, de 1954, que allanó el camino para el fin de la segregación racial al comienzo de la Guerra Fría y que, también, desempeñó un papel decisivo en la exportación de la narrativa emancipadora promovida por Washington. Gracias al papel del poder judicial y a sus decisiones, Estados Unidos también ha logrado exportar su modelo cultural y, en algunos casos, sus guerras internas. No obstante, desde la presidencia de Reagan, no sólo ha exportado una narrativa progresista. El frente «ortodoxo» liderado por la derecha religiosa, también, ha empezado a abrirse camino en las jurisdicciones de otros países y a influir en la legislación sobre cuestiones éticas y morales fundamentales. Poca gente lo señala hoy en día, pero la legislación rusa contra los homosexuales estuvo, a su vez, muy influenciada por la derecha religiosa estadounidense. Ya sea en el frente «progresista» o en el frente «ortodoxo», Estados Unidos no deja de ser la plataforma fundamental para el desarrollo y la difusión de ideas que, ahora, están en el centro de las culture wars del mundo. El propio Emmanuel Macron ha criticado ciertas «teorías de ciencias sociales totalmente importadas de Estados Unidos con todos sus problemas». Desde hace varios meses, el teólogo del primer trumpismo, Steve Bannon, recorre Europa tratando de convencer a los líderes de la derecha europea de adoptar sus recetas milagrosas. Y, al menos, en algunas cuestiones, la promoción ha funcionado, como demuestra la clásica distinción entre pueblo y élite que ha caracterizado una etapa política en muchos países europeos. 

Ya sea en el frente «progresista» o en el frente «ortodoxo», Estados Unidos no deja de ser la plataforma fundamental para el desarrollo y la difusión de ideas que, ahora, están en el centro de las culture wars del mundo.

PASQUALE ANNICCHINO

Para comprender el papel de la variable estadounidense en el contexto italiano, puede ser útil remitirse a una entrevista que concedió el actual ministro de Cultura, Gennaro Sangiuliano, para el periódico Libero, el 7 de noviembre de 2022. Los pasajes relacionados con la dimensión cultural del proyecto meloniano son especialmente interesantes. Sangiuliano afirma: 

En los últimos quince años, nos hemos visto asfixiados por un conformismo y una hipocresía del pensamiento, fruto del estilo liberal originario del Partido Demócrata de Estados Unidos y adoptado acríticamente en Italia; me refiero a un sistema de control del pensamiento y de remodelación de las conciencias aún peor que el viejo marxismo, que tenía su propia coherencia, aunque no fuera agradable. A veces, se tiene la impresión de presenciar una nueva Inquisición española: la imposibilidad de debatir y de llegar al fondo de la cuestión, la imposición de una única visión autorizada.

La centralidad del debate estadounidense y de las ideas producidas en este contexto resalta mucho. Para Sangiuliano:

Nuestra izquierda ha importado, fuera de su espíritu crítico, la respetabilidad anglosajona sin tener tal tradición ni renunciar a su propia identidad. El resultado es una melaza indigesta. Ha olvidado que la libertad también se consigue y se fortalece respetando las pertenencias tradicionales y culturales de cada pueblo. Tocqueville y Ortega y Gasset nos recordaron que una sociedad verdaderamente democrática no puede ignorar un conjunto de valores ampliamente compartidos que transforman a los individuos en miembros de la nación que cooperan en la consecución de objetivos comunes. El reconocimiento de una identidad cultural y espiritual compartida es un valor inalienable, un primer principio de sentido cívico. 

En una entrevista para Voice of New York, el 14 de septiembre de 2022, Giorgia Meloni confirmó que acudía al debate norteamericano para importar sus culture wars

Al acudir a Norteamérica, lucharemos, en particular, por la defensa de símbolos y monumentos que, en los últimos años, han estado en el centro de prácticas vergonzosas de cancel culture. Y no es casualidad que, precisamente, la circunscripción de Génova, cuna de Cristóbal Colón, sea donde elegimos presentar a uno de nuestros líderes más confiables […]. Es una elección simbólica para renovar nuestro compromiso contra quienes quieren demoler los símbolos de nuestra historia y de nuestra identidad en todo el mundo.

En años anteriores, Giorgia Meloni había mantenido importantes relaciones con Steve Bannon, quien, incluso, había intentado crear una escuela de formación en Italia con el objetivo de influir no sólo en su desarrollo político, sino, también, en el del catolicismo mundial. Mientras que el poder blando de Putin, que tanta influencia ha tenido en el desarrollo cultural de la derecha italiana, parece, ahora, un recurso inutilizable debido a la guerra de Ucrania, el modelo estadounidense ofrece un repertorio de acciones e ideas potencialmente útiles para la derecha gobernante, pero ¿es realmente el caso?

Poca gente lo señala hoy en día, pero la legislación rusa contra los homosexuales estuvo, a su vez, muy influenciada por la derecha religiosa estadounidense.

PASQUALE ANNICCHINO

Mientras, en Estados Unidos, tras la decisión del Tribunal Supremo en el caso Dobbs, algunos estados reducen drásticamente la posibilidad de acceder al aborto, Giorgia Meloni toma otra voz en el debate italiano:

Trabajaremos para aplicar la primera parte de la ley 194 y apoyar a las mujeres que no quieran abortar. Defenderemos la libertad educativa de las familias frente a quienes quieren imponer teorías de género en las escuelas. Lucharemos para que el vientre en renta sea un delito universal y para acelerar las adopciones (Panorama, 10 de agosto de 2022). 

Es particularmente interesante constatar que, al mismo tiempo que, en Estados Unidos, la derecha religiosa impulsa la prohibición de la píldora anticonceptiva, en Italia, con un gobierno de derecha, se habla de hacerla accesible y reembolsable para todas las mujeres. Esto no es un detalle. La derecha religiosa estadounidense tiene un núcleo duro de personas que creen en estas ideas. La derecha italiana navega en un país totalmente inmerso en el postcristianismo y no puede ir más allá de enfáticas referencias retóricas para intentar convertirlas en discurso identitario. La secularización es una variable importante para todas las derechas europeas que las distingue de su homóloga estadounidense. Aunado a esto, tenemos el hecho de que ni siquiera los actores políticos creen en estas ideas y conviven con ellas a diario. Como señaló Olivier Roy: «ningún político está dispuesto a hacer campaña a favor de principios no negociables porque los nuevos valores se han vuelto dominantes, incluso, en la derecha y entre los populistas.» La única concesión que pueden hacer los políticos es mencionar la «identidad cristiana», siempre que ello no implique poner en práctica los valores cristianos. Y aquellos que, «a título personal», dicen estar en contra del aborto se apresuran a declarar que no cuestionarán este derecho. Para la inmensa mayoría de los políticos, hombres y mujeres por igual, el cristianismo es una «herencia», un conjunto de «raíces» y una «identidad», nunca una fe o un sistema de valores ni normas. El cristianismo es nuestro pasado, no nuestro futuro. Los populistas son hijos del 68 que aún quieren disfrutar de la vida, pero sólo entre ellos. 

La Italia de Meloni es un barco a la deriva en el mar postcristiano en el que se ha convertido la sociedad occidental. No puede recurrir a la fuente de la derecha religiosa estadounidense porque ni siquiera sus principales actores creen realmente en ese repertorio de ideas. La guerra de Ucrania secó rápidamente el soft power de Putin basado en el «redescubrimiento» de los «valores tradicionales». Así que algunos intelectuales orgánicos, para distanciarse del repertorio fascista y posfascista, intentaron exhumar a los eternos Papini2 y Prezzolini3. Sin embargo, en 1948, precisamente, este último fue quien aclaró el margen de maniobra cultural de quienes decidieron dedicarse a construir el imaginario cultural italiano: 

Las energías italianas nunca se han gastado por el bien del Estado ni de la ley, pero el espectáculo de la variedad de los individuos es extraordinario. Durante siglos, los italianos no tuvieron organización estatal ni clase dirigente ni ejército nacional, pero dieron a luz a miles de artistas, estadistas, sacerdotes, santos, filósofos, héroes, poetas y otros tipos únicos, extraños, especiales que no podían asimilarse a la población; cada uno nació para triunfar y mandar y muy pocos para seguir, ejecutar planes y obedecer. La única organización a la que dedicaron su energía y que mantuvieron viva fue la Iglesia católica, que, en cierto modo, los puso al mando del resto del mundo. En este empeño, parece que agotaron, casi por completo, su capacidad de disciplinarse y trabajar juntos.

Éstas son las palabras de Prezzolini en L’Italia finisce. Los mares de la globalización y del poscristianismo ya sacaron a la Iglesia de la órbita no sólo de Italia, sino, quizás, también de Occidente. A Italia, sólo le queda interpretar una partitura desilusionada sacada directamente de una película de Nanni Moretti, al menos, hasta que nos demos cuenta de que las ideas tienen consecuencias y de que su desarrollo no puede dejarse en manos de un desordenado pastiche posmoderno que no tiene nada de soberano.

Notas al pie
  1. En la Feria del Libro de Turín, principal acontecimiento cultural italiano, la Ministra de la Familia, Eugenia Roccella, fue interpelada por un grupo de activistas de izquierda de Extinction Rébellion y Pas une de moins. La virulenta protesta tuvo lugar durante la presentación del libro de Roccella, Una familia radical, y se dirigió contra sus ideas conservadoras sobre el cuerpo femenino (se opone al aborto y a la gestación subrogada) y, más en general, contra las posiciones del gobierno de derechas. La ministra invitó a los jóvenes a subir al escenario y pidió a la policía que no rechazara a nadie, pero el acto fue bloqueado de facto, lo que provocó la indignación de los miembros del ejecutivo y de una parte de la opinión pública. La izquierda, sin embargo, criticó al gobierno: «En democracia hay que aceptar la disensión. Estamos a favor de la confrontación dura y viva, pero el problema que tiene este Gobierno con cualquier forma de disensión es surrealista. No sé cómo se llama la forma de gobierno que ataca a la oposición y a los intelectuales, pero desde luego me parece autoritaria», declaró la secretaria del Partido Demócrata, Elly Schlein, estigmatizando las críticas de la derecha al organizador del Salón, el escritor Nicola Lagioia, acusado de no haber impedido las protestas.
  2. Giovanni Papini (1881-1956) fue un escritor satírico y compañero del fascismo, al que se unió a mediados de los años 1930.
  3. Giuseppe Prozzolini (1882-1982) fue un influyente periodista y escritor antes de la Primera Guerra Mundial. Autodefinido conservador, abandonó Italia tras la llegada de Mussolini al poder.