En las relaciones exteriores, una nación debe mantener un equilibrio entre sus objetivos y su poder, sus objetivos dentro de los límites de sus medios y sus medios en proporción con sus objetivos. Cuando las naciones no logran equilibrar sus compromisos internacionales con sus capacidades nacionales, según Walter Lippmann, están «siguiendo un camino hacia el desastre« 1. Los analistas de política exterior suelen equiparar los medios de Lippmann con capacidades militares y económicas, pero, como afirmaba el propio Lippmann, la «solvencia» política de un país suele ser más importante para una gestión eficaz del Estado.
Hoy en día, las democracias occidentales sufren una «brecha Lippmann». Se ha abierto un gran abismo entre las ambiciones internacionalistas de los gobiernos occidentales y la disposición de sus ciudadanos para apoyarlas. Como mostramos en Géopolitique et démocratie, el apoyo de los votantes occidentales a la liberalización del comercio y la cooperación multilateral se ha reducido casi a la mitad desde el final de la Guerra Fría, en gran medida, antes de la crisis financiera mundial de 2008. El ritmo y el alcance de este descenso del apoyo público hacia estas políticas internacionalistas liberales ha variado de un país a otro. Sin embargo, en todas las democracias occidentales, los votantes se han decantado cada vez más por candidatos y partidos que abogan por estrechar los lazos internacionales.
Muchos factores contribuyeron al auge del antiglobalismo, pero dos de éstos fueron decisivos: el final de la Guerra Fría y el giro hacia el neoliberalismo. Durante la Guerra Fría, los imperativos geopolíticos disciplinaron a las democracias occidentales al reforzar su compromiso con el Estado de bienestar y al marginar a los partidos y facciones antiglobalización. Todo esto cambió en la década de 1990. Liberados de los conflictos entre las grandes potencias, los dirigentes occidentales adoptaron nuevas estrategias de crecimiento. La liberalización de los mercados y la supresión de las protecciones sociales para promover la globalización erosionaron la industria manufacturera y crearon un clima de inseguridad económica. Los votantes se volvieron más vulnerables y cada vez más receptivos al movimiento antiglobalización, que prometía mayores garantías económicas y autonomía nacional.
El internacionalismo liberal, de antaño, fuente de cohesión interna, se ha convertido en una fuente de fragmentación política y de debilidad en Occidente. Las primeras predicciones de que la respuesta unificada de las democracias occidentales ante la invasión de Ucrania por Putin acabaría con la fiebre antiglobalización aún no se han confirmado. En el último año, los antiglobalizadores han hecho incursiones políticas en Francia, Italia, Suecia y otros lugares. Mientras tanto, persiste la posibilidad de una restauración de la administración de Trump en Estados Unidos. La geopolítica por sí sola no puede resolver este problema: necesitamos un enfoque diferente.
Ayer y hoy
En la posguerra, las democracias occidentales buscaron un equilibrio entre la política exterior y la interior. Según el relato clásico, los dirigentes occidentales, tras comprobar que el capitalismo de mercado desenfrenado había alimentado el extremismo y el antiglobalismo en los años de entreguerras, reconocieron que la mejor manera de evitar que se repitiera la espiral descendente que había conducido a la depresión y a la guerra era concederles a los gobiernos un grado sustancial de autonomía económica nacional y de protección social en el ámbito interno. Esto amortiguaría los efectos más perturbadores del mercado al mismo tiempo que les permitiría a industriales, a agricultores y a trabajadores cosechar los beneficios del comercio. Al mitigar la dureza del capitalismo, el Estado de bienestar de posguerra podría reforzar el apoyo hacia el internacionalismo liberal entre los públicos occidentales y hacer menos atractivas las estrategias antiglobalización del nacionalismo y del aislacionismo.
Está claro que los dirigentes occidentales consideraban que el internacionalismo liberal y el Estado de bienestar se apoyaban mutuamente. Sin embargo, su apoyo al compromiso entre mercado y bienestar, conocido como «liberalismo integrado», no surgió únicamente de las lecciones duramente aprendidas del periodo de entreguerras. Como dejan claro los estudios sobre la relación entre la Guerra Fría y el Estado de bienestar, también, se vio reforzado por los imperativos de la Guerra Fría 2. La rivalidad Este-Oeste fue un factor importante para estimular la continua expansión del Estado de bienestar. Independientemente de sus méritos como paradigma de política social, los dirigentes occidentales llegaron a considerar el pleno empleo, la protección social, la negociación colectiva y, en última instancia, los derechos civiles en Estados Unidos como concesiones necesarias para un estrato cada vez mayor de votantes de la clase trabajadora, para contrarrestar las afirmaciones soviéticas de que el comunismo era un «paraíso para los trabajadores».
Durante la Guerra Fría, la geopolítica les dio a los líderes y votantes occidentales buenas razones para apoyar el liberalismo integrado. También, lo hicieron las realidades prácticas de la política de partidos. Durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, los partidos políticos tuvieron que formar coaliciones interclasistas para ganar y conservar el poder. Esto llevó a los partidos de centro-izquierda y centro-derecha a rechazar las posiciones políticas extremas en favor de las moderadas. Esta tendencia es más clara en política interior: los socialdemócratas abandonaron la nacionalización de la economía y los conservadores aceptaron la gestión activa de la economía por parte del gobierno en lugar del laissez-faire. En política exterior, el objetivo era encontrar un equilibrio entre la apertura internacional y la protección social y entre la cooperación internacional institucionalizada y la soberanía nacional. La apertura internacional y las instituciones multilaterales son necesarias para promover y sostener el crecimiento; la protección social y el control nacional de la economía son necesarios para asegurar el apoyo de los votantes de la clase trabajadora.
Este delicado equilibrio entre política exterior e interior no empezó a romperse sino hasta los años setenta y ochenta. Entonces, fue cuando los líderes occidentales, encabezados por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, empezaron a «liberalizar» el orden ya liberal. En la década de 1990, el equilibrio entre apertura internacional y protección social se inclinó decisivamente a favor de los mercados. El colapso de la Unión Soviética debilitó una antigua justificación de la protección social, a saber, la necesidad de ofrecerles a los votantes de la clase trabajadora una alternativa al socialismo de Estado y al capitalismo salvaje. Los partidos de centro-izquierda empezaron a suavizar su compromiso con la protección social al ver, en los mercados, una forma de hacerse más atractivos para los sectores más globalizados de la industria y de las finanzas, así como para los votantes más jóvenes, educados y de clase media que se han beneficiado de la globalización.
El programa neodemócrata de Bill Clinton, el «New Labour» de Tony Blair y la «Agenda 2010» de Gerhard Schröder estaban cortados con la misma tijera neoliberal y, bajo la influencia de la globalización, se movían por el mismo imperativo político de hacer el centro-izquierda más favorable para el mercado y electoralmente competitivo. Los líderes occidentales de centro-izquierda empezaron, así, a abandonar gran parte de su base política tradicional de clase trabajadora para ganarse a los votantes más jóvenes, educados y de clase media. Según una estimación, en 1980, los partidos de centro-izquierda movilizaban, aproximadamente, el doble de votantes de clase trabajadora que de clase media 3. En 2010, las proporciones se habían invertido más o menos.
Los esfuerzos de los líderes occidentales por globalizar el orden liberal han ampliado los mercados y el alcance de las instituciones multilaterales. También, han fomentado la fragmentación política dentro de las democracias occidentales. Las ideologías y los alineamientos políticos congelados por el conflicto bipolar de la Guerra Fría se han movilizado. Las estrategias de política exterior ignoradas y evitadas por los líderes occidentales durante la larga lucha Este-Oeste han cobrado nueva vida política. El espacio político se abrió al desvanecerse el temor popular a la expansión comunista. En un momento en el que los gobiernos occidentales se replegaban sobre sí mismos, los votantes de la clase trabajadora y los miembros del nuevo precariado encontraron cada vez más razones para oponerse a los partidos tradicionales.
En respuesta, los partidos antiglobalización de extrema izquierda y derecha han empezado a reinventarse y reposicionarse. En la extrema izquierda, partidos como la Alianza Rojo-Verde danesa, el Partido Comunista francés y el Partido de la Izquierda sueco han combinado sus tradicionales llamados a la protección del comercio, a la reducción de la defensa y al desarme con cuestiones transnacionales, como la justicia social, al cambio climático y a la regulación social con la esperanza de ganarse a los votantes más jóvenes. En la extrema derecha, partidos como el Partido de la Libertad en Austria y el Frente Nacional en Francia, de antaño, defensores de la ortodoxia económica del laissez-faire, han abrazado el antiglobalismo y la protección social con la esperanza de ampliar su atractivo entre los votantes de la clase trabajadora y el creciente número de desempleados estructurales.
En los años siguientes, estos partidos utilizaron activamente el antiglobalismo para movilizar a los votantes de regiones gravemente afectadas por la globalización y rezagadas económicamente, que, a menudo, desempeñaban un papel clave en el éxito electoral de los partidos mayoritarios. En Grecia y España, los partidos de izquierda Syriza y Podemos han aprovechado el creciente euroescepticismo tras el colapso financiero de 2008 y la posterior crisis de la eurozona. En 2016, Nigel Farage, líder del Partido por la Independencia del Reino Unido, fusionó la antiinmigración y la oposición a la UE para ganarse a los llamados votantes «de izquierda» en los pueblos y ciudades envejecidos del cinturón de óxido de Inglaterra. En 2017, Marine Le Pen combinó la tradicional oposición de su partido a la inmigración masiva con un nuevo «plan estratégico de reindustrialización» para las regiones francesas más afectadas por la globalización.
Sus esfuerzos no han catapultado a los partidos antiglobalización al gobierno nacional, pero han conseguido poner a la defensiva a los partidos tradicionales y, sobre todo, han captado una parte mayor del voto nacional. En efecto, cuanto más se debatió sobre la liberalización del comercio y el supranacionalismo, más se beneficiaron los partidos antiglobalización, en particular, los de extrema derecha. Nuestro análisis muestra que, entre 1990 y 2017, la cuota de voto nacional de la extrema derecha en las democracias occidentales se triplicó. A medida que los partidos de extrema izquierda y extrema derecha han ido ganando terreno electoral, el dominio de los partidos tradicionales en las coaliciones de gobierno occidentales se ha debilitado y el proceso de reunirlos y mantenerlos unidos se ha vuelto cada vez más complejo y exigente.
El antiglobalismo también ha provocado cambios dentro de los propios partidos tradicionales. Ante la creciente presión de los antiglobalizadores de derecha, los partidos conservadores se han vuelto más nacionalistas y nativistas y, en muchos casos, más proteccionistas. En el centro-izquierda, los socialdemócratas, tratando de desviar la presión de los de extrema izquierda que ven la globalización como una «carrera hacia el fondo», han abogado por una mayor «armonización» de las normas de protección social en Europa. En Estados Unidos, las campañas de Donald Trump y Bernie Sander, en 2016, utilizaron el antiglobalismo para atraer a los votantes blancos de clase media y trabajadora que se sentían relegados por la excesiva dependencia de Washington hacia la globalización.
Acortar distancias
¿Los líderes occidentales podrán romper este círculo vicioso? ¿Es posible que los gobiernos occidentales reconecten sus políticas exteriores con beneficios reconocibles para las familias trabajadoras? Si los gobiernos occidentales esperan dominar las pasiones antiglobalización que agitan sus sociedades, deben restablecer el equilibrio entre la apertura internacional y la seguridad económica. Intentar conseguirlo replegándose sobre sí mismos y levantando muros es costoso e inútil. El antiglobalismo sólo está vinculado parcialmente con la globalización. El punto del problema es que el compromiso de los gobiernos occidentales con la seguridad económica nacional y con la integración no ha seguido el ritmo de la globalización.
Intentar compensar el déficit de solvencia repitiendo la Guerra Fría tampoco funcionará. La naturaleza del desafío soviético a Occidente era muy diferente del desafío chino actual. A lo largo de la Guerra Fría, el apoyo público occidental hacia la política exterior dependía, crucialmente, del compromiso de sus gobiernos con la seguridad económica y el bienestar. Durante la Guerra Fría, el bienestar se consideraba un complemento de la lucha contra el comunismo. Sin un compromiso renovado con la seguridad económica ni con el crecimiento integrador, es poco probable que jugar la carta de China haga que los antiglobalizadores vuelvan al redil.
En un momento en el que las políticas exteriores de liberalización del comercio y de multilateralismo han caído en desgracia y en el que las coaliciones nacionales asociadas con estas políticas exteriores se han dividido, los líderes deben encontrar nuevos argumentos sobre la necesidad de la apertura internacional y la cooperación institucionalizada. También, deben forjar nuevos acuerdos nacionales y nuevas alianzas políticas que los respalden. Las democracias occidentales no pueden volver al orden liberal de la posguerra, pero pueden buscar nuevas formas de asegurar los beneficios que aportaba el antiguo orden.
Esta estrategia de renovación exigirá innovaciones en los regímenes nacionales de crecimiento para centrarse en la localización estratégica de las actividades productivas, en la inversión en capital humano, en el apoyo a la calidad de vida y en la sostenibilidad medioambiental. Algunos de estos procesos ya están en marcha. Sin embargo, dada la magnitud de la reacción antiglobalización, se necesitará mucho más si las democracias occidentales esperan cerrar la brecha de solvencia y situar a Occidente en una posición más firme para competir geopolíticamente. Parafraseando a Lippmann, los objetivos internacionales de las democracias occidentales deben volver a estar a la altura de sus medios nacionales y sus medios a la altura de sus objetivos.
Notas al pie
- Walter Lippmann, U.S. Foreign Policy : Shield of the Republic, (Boston : Little, Brown, 1943), pp. 9–10.
- Véase por ejemplo Herbert Obinger and Carina Schmitt, « Guns and Butter ? Regime Competition and the Welfare State during the Cold War » World Politics 63, no. 2 (2011) : pp. 246–270.
- Silja Häusermann, Politics of Welfare State Reform in Continental Europe : Modernization in Hard Times (New York : Cambridge University Press, 2010).