Un año después del comienzo de la agresión rusa contra Ucrania, todos los estados mayores militares y políticos de los países de la Unión Europea están llevando a cabo una supuesta labor de «retroalimentación» sobre este conflicto «inesperado» que está trayendo, de nuevo, la guerra a nuestro continente. ¿Tenemos los recursos militares para enfrentar un conflicto largo y de alta intensidad? ¿De qué autonomía estratégica disponemos en un mundo en el que las economías están extremadamente interconectadas y en el que nuestros suministros dependen, a veces, de países con regímenes autoritarios y amenazadores? ¿Cuáles son los riesgos de desestabilización interna de nuestras sociedades abiertas frente a ataques híbridos que privilegian la guerra de la información? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar en nuestro apoyo a Ucrania sin provocar una escalada incontrolada que nos convierta en cobeligerantes?
Por supuesto, es esencial responder estas preguntas, pero enfocarse excesivamente en ellas tiende a opacar otras particularmente vergonzosas: por ejemplo, ¿por qué, a pesar de las fuertes señales, no lo vimos venir?; ¿cuáles fueron los errores estratégicos originales que condujeron a tal ceguera?; ¿las respuestas aplicadas por nuestros gobiernos desde el inicio del conflicto constituyen las premisas de un pensamiento estratégico coherente para el futuro?
Responder con franqueza esta pregunta sería lógico, pero, también, significaría reconocer la terrible franqueza que hemos mostrado hacia el Kremlin. Poner como pretexto la supuesta imprevisibilidad e irracionalidad de Vladimir Putin, como lo seguimos haciendo hoy para justificar nuestros repetidos errores de apreciación de la situación a la luz del pasado, es más una evasiva que un argumento.
El único punto de autocrítica comúnmente aceptado, ahora, es que, a pesar de los hechos y hasta el extremo, hemos intentado sacar provecho del dividendo de paz que supuso el colapso de la Unión Soviética. Menos dinero para nuestra defensa significaba más recursos que nuestros gobiernos podían redistribuir. Nos negábamos mecánicamente a considerar lo peor para creer que se conservaba lo mejor… Después de 2015, avalamos de facto la anexión de Crimea y aceptamos que Rusia le siguiera imponiendo un conflicto armado a Ucrania en el Donbass. Las modestas sanciones que se aplicaron entonces nos eximieron, a bajo precio, de nuestras responsabilidades sin obstaculizar significativamente el «business as usual» con la tan necesitada Rusia. Así, la dependencia de la Unión del gas y del petróleo rusos aumentó significativamente hasta la víspera del conflicto actual. Más allá de nuestra responsabilidad colectiva, algún día, tendremos que examinar seriamente la nefasta influencia que el modelo alemán de prosperidad ha tenido en la mayoría de los países de la Unión…
Ahora, de Berlín a Bruselas, pasando por todas las demás capitales europeas, tratamos de consolarnos diciéndonos que supimos reaccionar al denunciar la agresión rusa, al multiplicar las oleadas de sanciones, al acoger a los refugiados, al abrir negociaciones para que Kiev y Chisinau se adhirieran a la Unión, al enviar ayuda humanitaria masiva y, tras muchas discusiones, ayuda militar que, en volumen, sigue palideciendo en comparación con la que proporcionó Estados Unidos.
Estos signos también son, por supuesto, alentadores en la medida en que parece que indican el comienzo de un verdadero despertar geopolítico en Europa (aunque se ha anunciado desde hace varios años). Hay que decir que el ruido de las bombas y de las masacres en Ucrania es tan fuerte que despertaría a un muerto. Sin embargo, la Unión, como si saliera de una anestesia, sigue groggy y no está muy conciente de lo que la ha llevado hasta ahí ni de lo que hará mañana. Más que doloroso, este despertar es largo, muy largo; se llega al punto de temer que el paciente vuelva a dormirse en la primera oportunidad que tenga.
Se replicará que la Unión Europea adoptó, en marzo de 2022, una «brújula estratégica», un documento de 72 páginas con una presentación muy simplificada que, supuestamente, establece las grandes orientaciones de su política exterior en el mundo. Su propósito aún es bastante general y evasivo, pero su primera cualidad es existir, por fin. Sin embargo, tiene las limitaciones de una brújula: indica, ciertamente, el norte, pero le corresponde al usuario elegir el rumbo y este mismo usuario es quien deberá anticipar y afrontar los obstáculos topográficos que marcarán la ruta que eligió.
Más allá del carácter bastante limitado de lo que los 27 quieren hacer juntos, uno de los mayores defectos de esta brújula estratégica es que no considera, en ningún momento, las implicaciones geoestratégicas de su política comercial (principal palanca de poder de la Unión) con respecto a terceros países. Además, no hace una evaluación adecuada de las debilidades ni de los fracasos de sus políticas en cuanto a sus vecinos tanto orientales como mediterráneos, por no hablar de la ausencia de una verdadera visión del futuro deseable para el continente africano y de los medios para alcanzarlo.
El único concepto georregional desarrollado por la Unión abarca la zona indo-pacífica, para la que adoptó, en septiembre de 2021, una estrategia denominada «abierta e inclusiva». ¡Tan «inclusiva» que la zona considerada se extiende desde las costas orientales de África hasta las islas del Pacífico! Y tan «abierta» que sigue considerando a China como un socio y competidor (no queda claro cuál de las dos es más importante) al que no debe ofender a pesar de su creciente agresividad…
Éste es el problema de Europa tanto a nivel global como a nivel de naciones: sus planteamientos con respecto al resto del mundo evolucionan lentamente en función de las nuevas realidades que van surgiendo, pero sus políticas públicas siguen funcionando en silos, de forma casi autónoma, sin coherencia global, en definitiva, sin opciones estratégicas claras ni coherentes ni coordinadas. El mundo avanza rápido, demasiado rápido, para una unión continental que parece calcificarse tan rápido como el paso de su envejecimiento.
No obstante, los acontecimientos deben empujarnos a contemplar el mundo tal como es, en toda su complejidad y peligrosidad. Ahora, estamos en condiciones de comprender cómo la interdependencia económica, cuando se transforma en una relación de poder, puede convertirse en un arma para potencias hostiles. La guerra híbrida que emprendió Vladimir Putin el año pasado empieza a arrojar luz sobre cómo juega con el flujo de materias primas y de productos agrícolas para desestabilizar a Occidente, pero también para socavar a los países del sur. También, comprendemos mejor la forma en la que el Kremlin intenta influir, directa o indirectamente, en los flujos migratorios hacia Occidente para inflamar el descontento de sus opiniones públicas.
Por otra parte, seguimos malinterpretando los verdaderos objetivos que se perseguían con esta guerra. Muchos analistas la ven como una simple «reconquista» de un país históricamente aturdido desde el imperio zarista hasta el soviético. Al cultivar una lectura tan estrecha de las ambiciones de Putin, albergamos la esperanza ilusoria de que se contentaría fácilmente con unas pocas ganancias territoriales o, incluso, con una regreso al statu quo ante (que, por otra parte, no impidió la guerra, sino que, más bien, la fomentó).
Seamos sinceros: si el reconocimiento de la anexión de Crimea y de las oblasts orientales fuera el único objetivo del amo del Kremlin y si eso hubiera podido calmar sus apetitos, no habría intentado tomar Kiev ni el norte de Ucrania hace un año. Sin embargo, el mito de un conflicto localizado no explica la creciente implicación de Moscú en Medio Oriente y en África. Si no, ¿cómo explicar todos los peones que ha colocado Rusia en el Mediterráneo oriental, desde Siria hasta Libia y Chipre? ¿Cómo entender que, en medio de un conflicto de alta intensidad a orillas del Dniéper, Rusia siga, hoy, colocando nuevos peones en un tablero que se extiende por África y Medio Oriente? La respuesta, por supuesto, es que las ambiciones de Rusia son más amplias: no se detienen en Ucrania, sino que empiezan por ahí.
Garantizar el control del Mar Negro, mantener a raya a Turquía mediante una hábil estrategia de sitio (Georgia, Armenia, Irán y Siria), mantener la presión sobre los Estados bálticos y sobre el Báltico oriental con el sobrearme de Kaliningrado y la vasallización de Bielorrusia hacen que la situación sea mucho más que una guerra de posición territorial y de finlandización de sus delimitaciones: se trata, más bien, de una ofensiva multirregional destinada a crear las condiciones norte-este-sur para asfixiar a Europa.
Lo común en la diversidad de narrativas desarrolladas por Rusia en Ucrania, Europa, Medio Oriente y África es la declaración de una guerra contra Occidente, que, supuestamente, es la fuente de todos los males en estas partes del mundo y más allá. Este conflicto con el Occidente colectivo también le permite al islam (incluido el islam político) ser rehabilitado por los dirigentes rusos, hasta el punto de convertirse en un pilar de su cruzada contra Occidente. El reciente acercamiento a Irán para la entrega de armas es una buena ilustración de esta inversión.
Para llevar a cabo su estrategia de asfixiar a Europa, Rusia pretende, ahora, reforzar su presencia militar y política en todo el Mediterráneo oriental, África y Oriente Medio, ya que éste es el nudo gordiano de los flujos estratégicos (ya sean de tipo energético, alimentario o migratorio) que afectan a Europa.
Más allá del Mar Negro, las exportaciones de grano ruso-ucraniano a países africanos y de Medio Oriente pasan por el Mediterráneo. La escasez de alimentos, los conflictos locales y las invasiones de langostas se agravan por la falta de grano barato procedente de Europa del Este, sin que la Unión Europea o Estados Unidos puedan hacerse cargo, al menos, no a corto plazo, único plazo que importa cuando un país se enfrenta a la hambruna. El chantaje alimentario es uno de los factores determinantes del repentino aumento de la influencia de Rusia en el continente.
Esta crisis alimentaria podría provocar, a su vez, una nueva crisis migratoria. Con el hambre y el aumento de la inflación alimentaria, llega la inestabilidad política y, posiblemente, la guerra civil. Esto desencadena, inevitablemente, oleadas migratorias. Las primaveras árabes de principios de la década de 2010 y las guerras civiles que las siguieron iniciaron una crisis alimentaria que ejerció presión sobre las economías y sociedades del Norte de África y de Medio Oriente. La profunda inestabilidad y los enfrentamientos civiles y militares alimentaron, entonces, la afluencia masiva de migrantes que tanto desestabilizó a las sociedades occidentales a mediados de la década. Hoy, la situación se vuelve a erizar y los sistemas políticos de los países de origen ni siquiera han logrado encontrar estabilidad: los cruces del Mediterráneo, en especial, desde Túnez y Líbano, se han disparado en el último año y el número de solicitantes de asilo en la Unión Europea alcanzó los 70000 al mes en 2022, la cifra más alta desde la crisis de 2015.
El Kremlin conoce bien este punto de vulnerabilidad en Europa y su cinismo en el ámbito de la migración no es nuevo. No es el único que participa en este juego y la actitud de Ankara, que acoge a cerca de tres millones de refugiados sirios en su territorio, también es problemática. Sin embargo, si la actitud de Rusia no es única, siempre llama la atención constatar que Moscú está detrás de muchas de las crisis migratorias que hemos vivido en los últimos años, desde la intervención en Siria hasta el flujo de afganos dirigido hacia Noruega en 2015 o las orquestas con Bielorrusia contra Polonia y los países bálticos en 2021. ¿Cómo reaccionaría la opinión pública europea ante una nueva crisis migratoria alentada directa o indirectamente por Moscú? ¿Cuánto tiempo resistiría el régimen turco ante las exigencias rusas de volver a dejar que circulen libremente sus buques de guerra por los estrechos de los Dardanelos y del Bósforo? ¿La Unión Europea y Frontex pueden enfrentar una afluencia de refugiados que se contaría por decenas de millones? ¿Somos capaces de resistir un chantaje migratorio global desde la frontera noreste (Finlandia) hasta la frontera sureste (Grecia) de la Unión?
Más que nunca, Rusia está conciente de que el Mediterráneo es un punto estratégico y de que constituye un verdadero talón de Aquiles para Europa. Esto también es cierto con respecto al futuro abastecimiento energético del continente. Los rusos saben que su relación comercial con Europa está acabada desde hace mucho tiempo, incluso, en materia de hidrocarburos, pero también saben que el déficit de petróleo y gas de Europa en el este tendrá que compensarse con otras importaciones, ya sea de Azerbaiyán, Libia, Argelia, Qatar o de los yacimientos de gas recientemente descubiertos en el Mediterráneo oriental. La carrera por los suministros no hará más que aumentar las tensiones y la territorialización marítima en una región ya, de por sí, volátil que, en los últimos años, ha estado a punto de convertirse en escenario de enfrentamientos entre griegos y turcos. La clave de esta crisis está en el Mediterráneo y Moscú no dudará en empeorar las cosas para darse un respiro en un conflicto a largo plazo con Occidente.
Es comprensible que el Mediterráneo sea un punto central en la confrontación entre Rusia y Occidente, pero es sólo un punto de un largo hilo que une el golpe de Estado en Burkina Faso con la guerra en Ucrania, la crisis del grano en el Mar Negro con la guerra civil en Etiopía. Rusia sabe que estos acontecimientos están relacionados y está jugando con estos vínculos para hacer avanzar sus peones en el tablero de ajedrez mundial. Vladimir Putin no es el único, en este caso; Turquía, Arabia Saudita y China, entre otros, también han desarrollado una estrategia norte-sur que complementa su acción en la dirección este-oeste. Mientras Occidente permanece en una postura defensiva y, muchas veces, bastante ilegible, estas potencias (antiguas o nuevas) adoptan una estrategia ágil y más dinámica siempre que la oportunidad de las situaciones lo permita.
¿Por qué tanta debilidad, en especial, en Europa, a lo largo del Mediterráneo y, geográficamente, cerca tanto de Medio Oriente como de África? El problema radica, principalmente, en que la política con respecto a países vecinos de la Unión Europea se ha centrado, sobre todo, en un eje oeste-este, sin tomar en cuenta la profundidad estratégica de las zonas del interior. Si bien la Unión Europea se enfrenta a una amenaza directa procedente del Este, también, está flanqueada por una zona meridional especialmente inestable de la que procederán, en el futuro, la mayoría de sus materias primas y donde los posibles excedentes agrícolas podrían encontrar salida. Y, si los vastos espacios rusos pueden ocultar (erróneamente) la cuestión de la profundidad estratégica en el Este, no ocurre lo mismo en el Sur, donde la multiplicidad de actores y la imposibilidad actual de controlar espacios muy amplios no permiten una acción a gran escala.
En resumen, la guerra de Ucrania demuestra hasta qué punto Europa necesita una nueva política exterior: en primer lugar, en la dirección oeste-este, dejar de reducirla a sus vecinos orientales inmediato, sino incluir la agrupación euroasiática, Turquía, parte de Medio Oriente y, en cierta medida, Irán. Al mismo tiempo, también debe desarrollar una nueva estrategia en su eje norte-sur, pensando en la región Europa-Medio Oriente-África (EMEA) como un todo y no como regiones separadas.
La idea de una EMEA limpia no es nueva; la utiliza, sobre todo, el sector privado, para el cual el concepto tiene sentido desde un punto de vista comercial. Sin embargo, también es, claramente, pertinente en el contexto geopolítico actual. Si Europa no quiere ser la gran perdedora en la competencia que se ha iniciado en el sur, debe, por lo tanto, comprometerse en este ámbito y considerar las crisis actuales no como problemas estáticos, sino como dinámicas cuyo curso hay que controlar. Se trata de favorecer los flujos entre el Norte y el Sur en materia energética y alimentaria y de controlar los flujos migratorios a largo plazo. También, es necesario entrar de lleno en la guerra de los flujos de información hacia la región EMEA, que no deja de ser un campo de batalla de narrativas entre Occidente y potencias autoritarias, incluso en el corazón de Europa.
Ganar la batalla de narrativas en Europa, Medio Oriente y África es un reto importante para Occidente, que exige un replanteamiento de nuestra estrategia informativa. En un campo de batalla fluctuante, la posición defensiva no es muy eficaz y Occidente sólo puede ser ofensivo si se replantea su narrativa existencial tanto para sí mismo como, más ampliamente, para la región EMEA.
Seamos claros: el tan esperado despertar geopolítico de Europa sólo puede confirmarse mediante la ejecución de una defensa europea, ya sea autónoma o adscrita a la OTAN (o ambas cosas a la vez). A ello, hay que añadirle una reflexión estratégica que permita aprehender los verdaderos retos del momento y los que se vislumbran a más largo plazo.
Para lograrlo, Europa debe alejarse de la matriz que ha conformado su visión del mundo durante al menos cuatro décadas: una visión que sitúa el enfoque económico y comercial de las cuestiones globales en el centro de su afirmación de poder, lo que subyuga cualquier enfoque político y geopolítico al mismo. Sin una matriz propiamente política y estratégica, un enfoque que tenga como único objetivo la prosperidad económica conduce a la defensividad, al estancamiento y al cortoplacismo, ya que, al mercado, no le gusta nada más que la estabilidad y la previsibilidad. Podríamos soñar con un mundo que se convierta en un gran negocio para que todos se enriquecieran, pero, ahora, sabemos que este sueño es una ilusión peligrosa. No puede servir de brújula pertinente en un mundo asolado por la fragmentación y la multiplicación de enfrentamientos y conflictos de carácter regional, pero cuyas implicaciones adquieren, sistemáticamente, una dimensión global.
La guerra en Ucrania y la estrategia de Putin de asediar Europa son un ejemplo de ello, pero, desde luego, no es el único.