En los últimos veinte años, las democracias occidentales han cambiado su régimen mediático. Es un cambio brutal y espectacular que ha transformado el debate político y desequilibrado la expresión de opiniones en el espacio público favoreciendo el extremismo y la polarización.

Las democracias se ven cada vez más socavadas por conflictos sobre su propia esencia: el cuestionamiento de los resultados electorales, el rechazo de la objetividad de la información, la transformación del adversario en enemigo, la banalización de la violencia política. La esencia de la democracia, es decir, el proceso en el que la libertad de expresión se orienta hacia la deliberación, en el que las voluntades de los ciudadanos dialogan y conforman una decisión aceptada tanto por la minoría como por la mayoría, se ve socavada y cuestionada. El sistema mediático que permitía la confrontación de ideas, propuestas y candidatos de forma fidedigna reflejando y respetando la pluralidad de opiniones agoniza. Esta función democrática de los medios de comunicación se ha hecho añicos con la aparición del nuevo régimen mediático.

Como escribió el historiador Melvin Kranzberg en un famoso artículo1: «la tecnología no es buena ni mala ni neutral». Como tal, las redes sociales no son buenas ni malas. De hecho, hay una gran variedad de ellas, desde la utópica y descentralizada Mastodon hasta la sulfurosa Parler, pasando por las grandes redes comerciales como Facebook y Twitter, pero también Instagram, Snapchat, TikTok y quizás, pronto, Pokemon Go y otras aplicaciones que evolucionan hacia un modelo «social». No son buenos ni malos, pero construyen un espacio de conversación que no es neutral.

El sistema mediático que permitía la confrontación de ideas, propuestas y candidatos de forma fidedigna reflejando y respetando la pluralidad de opiniones agoniza. Esta función democrática de los medios de comunicación se ha hecho añicos con la aparición del nuevo régimen mediático.

JEAN-LOUIS MISSIKA y HENRI VERDIER

Las tres edades de los regímenes mediáticos

El primer régimen mediático surgió a principios del siglo XIX con el nacimiento de la Penny Press en la costa este de Estados Unidos. Esta prensa popular permitió la aparición del periodismo moderno, que, poco a poco, se convirtió en una profesión; se empezó a construir la noción de información (pero tardaría un siglo en asentarse y, con ella, el concepto de objetividad) y, sobre todo, la prensa popular se dirigía a todo el mundo, al menos, para los que saben leer. Algunos empresarios periodísticos tuvieron la intuición de que las condiciones sociales, económicas y tecnológicas de la época permitían crear una red de lectores mucho más amplia que la de la prensa tradicional, vinculada con un modelo económico revolucionario. Este modelo combinaba cuatro fuentes de financiación diferentes, cuya relación entre sí no era evidente: publicidad comercial, anuncios clasificados, venta de números sueltos y suscripciones. Este modelo de negocio estuvo sobreviviendo hasta la llegada del Internet, que lo hizo saltar por los aires. De este modo, la prensa popular incorporó al debate público a ciudadanos quienes antes habían sido, o estaban siendo, mantenidos al margen del mismo. Construyó un nuevo espacio público. Estos periódicos inventaron la profesión de periodista porque su modelo de negocio les permitía emplear a profesionales para investigar e informar. Esta prensa de información empezó a competir con la prensa de opinión, pero no dejó de ser minoritaria, o, más bien, dominante, durante casi un siglo en Europa, en particular, en Francia. Los países democráticos han adoptado progresivamente leyes de prensa para regular, supervisar y proteger la libertad de informar. Este sistema, basado en nuevas tecnologías (rotativas, ferrocarril, telégrafo), un nuevo modelo económico, una nueva profesión (periodista) y nuevas regulaciones (leyes de prensa) son lo que ha estructurado el régimen mediático de las democracias.

© Nicolas Datiche/SIPA

El segundo régimen mediático surgió tras la Segunda Guerra Mundial con la llegada de la radio y la televisión. No ampliaron mucho el espacio público que la prensa escrita había construido en el siglo XIX, aunque sí facilitaron el acceso a la información para un público poco alfabetizado. Su contribución fue diferente. Rompieron las barreras que separaban los distintos círculos jerárquicos de debate dentro del espacio público. La separación entre prensa informativa y de opinión, prensa popular y prensa «seria», reflejaba la división de la sociedad en círculos de debate político separados. La radio y la televisión los han transformado y los han hecho más permeables: antes separadas, estas redes de debate están, ahora, entrelazadas. Esto no significa igualdad para todos en el debate político, sino, más bien, el debilitamiento de las distinciones y jerarquías de estatus. La televisión (como la radio en general) pone el mismo mensaje político ante los ojos de todos al mismo tiempo. En Europa, la regulación de este nuevo dispositivo mediático ha sido extremadamente rigurosa, ya que muchos países han optado por la solución del monopolio estatal creando un servicio público de radiodifusión. En Francia, este monopolio duró hasta 1981, para la radio, y hasta 1985, para la televisión. En el ámbito de la información, Raymond Aron describió la solución elegida como «neutralización política»2: como la información no era pluralista, tenía que ser neutral. Esta neutralidad, de la que aún quedan vestigios en el servicio público actual, se basa en tres reglas: el equilibrio en la concesión de la palabra a todas las sensibilidades políticas, la moderación (los periodistas se abstienen de emitir juicios de valor y de expresar opiniones personales) y la independencia (a pesar de las dos reglas anteriores, adoptan una distancia crítica con respecto a los distintos agentes de influencia y poder). Por supuesto, estas normas no siempre se han respetado y hay muchos ejemplos en los que la radio y la televisión públicas han estado sometidas a presiones políticas o han sido instrumentalizadas. Sin embargo, con base a estos principios, los periodistas de la radiotelevisión pública han conquistado su independencia, a veces, a costa de luchas muy duras, como durante la larga huelga de mayo de 1968, en Francia, seguida de represión contra los dirigentes huelguistas. 

La separación entre prensa informativa y de opinión, prensa popular y prensa «seria», reflejaba la división de la sociedad en círculos de debate político separados. La radio y la televisión los han transformado y los han hecho más permeables.

JEAN-LOUIS MISSIKA y HENRI VERDIER

En Estados Unidos, la televisión y la radio son de propiedad privada, pero la regulación era rigurosa, antes de ser desmantelada por el reaganismo, en particular, por la Fairness Doctrine, que obligaba a los medios a tratar las controversias de interés público de forma «honesta, justa y equilibrada». Por eso, los medios de comunicación desempeñaron un papel tan importante en las democracias occidentales a la hora de presentar opiniones encontradas y confrontarlas. No sólo estaban limitados por la normativa. Su modelo de negocio los animaba a dirigirse a la mayor envergadura de audiencia posible; la concepción predominante del periodismo era la de la objetividad de la información; el modo de financiamiento, publicidad o dinero público, fomentaba la búsqueda del consenso en lugar del disenso. La principal crítica era que no les daban voz a las opiniones discrepantes y extremas y evitaban las polémicas violentas. Se les criticó por despolitizar la opinión pública.

El tercer régimen mediático, en el que vivimos, se ha estructurado en torno al Internet, a la Web y a los medios sociales. La potencia y agilidad de este nuevo dispositivo multimedia ha desbancado al antiguo. En pocos años, la televisión ha perdido su estatus de medio dominante3. Los viejos medios que sobreviven son los que consiguen encontrar su lugar en el nuevo dispositivo. Esta última los absorbe y transforma4. Y estamos viviendo una paradoja: el nuevo régimen mediático ya es dominante en la sociedad, pero no lo es entre los responsables políticos y económicos, quienes aún viven en el viejo sistema y razonan dentro de sus marcos.

Muchas de las dificultades que plantean, hoy, las redes sociales no proceden de los contenidos en sí, sino de su acumulación y distribución. El hecho de que unos miles de internautas, por ejemplo, piensen que el cloro puede curar el COVID es lamentable, pero no perturba la vida democrática. Sin embargo, el hecho de que cientos de miles de internautas estén encerrados en una burbuja en la que sólo verán este mensaje es más preocupante. Aunque esta responsabilidad algorítmica de los anfitriones se tiene, ahora, muy en cuenta en el debate público, aún no está regulada por ley. Y este marco es especialmente difícil.

Estamos viviendo una paradoja: el nuevo régimen mediático ya es dominante en la sociedad, pero no lo es entre los responsables políticos y económicos, quienes aún viven en el viejo sistema y razonan dentro de sus marcos.

JEAN-LOUIS MISSIKA y HENRI VERDIER

La agenda de los medios devorada por la de las plataformas

En la sociología de los medios de comunicación, la aparición de la teoría de la función de agenda, en 1972, representó un gran avance. Corta el interminable debate sobre la influencia de los medios con una idea sencilla: los medios no le dicen a la gente qué pensar o, ni siquiera, qué no pensar, sino sobre qué pensar. El desarrollo posterior y la comprobación empírica de este concepto han dado lugar a miles de artículos y libros. La construcción de la agenda era una negociación permanente entre un número limitado de actores: medios de comunicación poderosos y prescriptivos, el gobierno, las oposiciones, actores de la sociedad civil (sindicatos, asociaciones) que definían el tema que se debatiría. Las plataformas han destruido este modelo y han creado una niebla política permanente, un debate desincronizado, una sucesión aleatoria de temas. Ya no hay negociación; aparecen sesgos cognitivos en las redacciones, síntomas de un pensamiento de grupo menos confrontado con el mundo exterior. Cada uno tiene su propia idea de lo que debe ser la agenda y ya no hay mesa para negociarla. La volatilidad de la agenda es un síntoma de esta confusión. Los supuestos organizadores del debate ya no saben ni pueden organizarlo.

Las plataformas digitales no son medios de comunicación, sino metamedios. Alojan, gestionan y promueven medios de comunicación individuales o colectivos que se cuentan por miles de millones. Algunos de ellos son auténticos sitios de información. En este universo en expansión, de contornos borrosos y estatus ambiguo, los periodistas ya no son gatekeepers5 y los medios tradicionales están perdiendo su influencia en la construcción de la agenda política6. La agenda de los medios conoce a su nueva rival: la agenda de las plataformas.

La diferencia en la construcción de ambas agendas es esencial: los editores de los medios buscan un compromiso entre lo que consideran importante y lo que puede interesarles a sus audiencias, mientras que los algoritmos de las plataformas seleccionan lo que puede generar clics y captar la atención de cada usuario, en función de su perfil. La agenda de los medios de comunicación, la establecen seres humanos que comprenden y se interesan por la situación política y social del país en el que viven. La agenda de las plataformas, la elaboran máquinas, programadas en Estados Unidos o China por personas quienes no conocen ni tienen el menor interés por la situación política y social. Son algoritmos que, además, no fueron diseñados para construir información o estructurar el debate público. Su tarea, su única tarea, es captar la atención y crear adicción. El resto son propiedades emergentes y, a veces, en gran medida, inesperadas.

El espacio público se está desintegrando porque ya no existe un foro central. La televisión y la radio generalistas solían poner el mismo mensaje ante los ojos de todos y al mismo tiempo. La propuesta del nuevo régimen mediático es lo opuesto: mensajes diferentes, tiempos diferentes, objetivos diferentes.

JEAN-LOUIS MISSIKA y HENRI VERDIER

El espacio público se está desintegrando porque ya no existe un foro central. La televisión y la radio generalistas solían poner el mismo mensaje ante los ojos de todos y al mismo tiempo. La propuesta del nuevo régimen mediático es lo opuesto: mensajes diferentes, tiempos diferentes, objetivos diferentes. Como en los tiempos del asunto Dreyfus, cuando dominaban los medios de opinión, la gente vive en mundos mediáticos diferentes, aislados, insulares, pero muchos de ellos no lo saben. No sienten la camisa de fuerza algorítmica que los encierra en sus burbujas de filtros. No saben por qué reciben micromensajes, seleccionados y, a veces, incluso, elaborados por máquinas, en función de sus supuestos intereses y sensibilidades políticas. Cada vez se enfrentan más, no con información, sino con fragmentos de información. El mecanismo de información de las redes sociales es el del extracto, la cita, la tomadura de pelo, el adelanto, ese breve momento en el que ocurre algo, en el que se produce el choque. Y los medios de comunicación tradicionales están atrapados en esta lógica, ya que ellos mismos producen estos ganchos para incitar al público a ver el programa o a leer el artículo completo. Cada usuario puede editar y difundir el extracto que le parezca más eficaz para defender sus ideas. Todo el mundo se convierte en su propio guardián, todo el mundo va a la caza de clics. La información no sólo se descontextualiza con esta trituración, sino que se desvitaliza, se vacía de significado. Se convierte en una mera mercancía y en material para diversos argumentos. Y su importancia ya no depende de su calidad, sino de su peso, en términos de número de clics, likes, citas, retweets, etcétera. McLuhan decía que el medio era el mensaje. Los medios sociales han invertido el orden de los factores: el mensaje es el medio. 

Los algoritmos de recomendación de las redes sociales se adaptan mecánicamente a un hecho innegable: el odio y la indignación son motores más poderosos que la benevolencia y el razonamiento para captar la atención de los usuarios y generar clics. Esto explica la capacidad de estas redes para crear una o más polémicas al día. Estas polémicas suelen referirse a cuestiones identitarias, mucho más incendiarias que las económicas y sociales. Frente a este poder de las redes, con su capacidad para construir una agenda política específica, para generar polémicas violentas, surge una distorsión aún mayor entre el mundo real, la vida de las personas y la cobertura mediática. Los temas que le preocupan a la opinión pública llegan a las portadas de los medios de comunicación y al centro del debate político, como la teoría crítica de la raza en Estados Unidos o el islamoizquierdismo en Francia7. Y los mecanismos por los que estos temas se incluyen en la agenda son, a veces, difíciles de identificar. Por otra parte, los efectos de polarización política de estas polémicas son fáciles de entender; están diseñadas para eso.

En este nuevo régimen mediático, en el que las redes sociales e Internet se han convertido en el medio dominante, la polarización política va unida a la polarización mediática. Las plataformas están teniendo un efecto retroactivo en los medios de comunicación, lo que los obliga a convertirse en medios de opinión.

Las plataformas están teniendo un efecto retroactivo en los medios de comunicación, lo que los obliga a convertirse en medios de opinión.

JEAN-LOUIS MISSIKA y HENRI VERDIER

Al igual que los empresarios que crearon la Penny Press, los creadores de motores de búsqueda y plataformas comprendieron, antes que nadie, que era posible crear un nuevo régimen mediático más poderoso que el anterior. Utilizaron la tecnología para hacer realidad aspiraciones sociales y culturales que existían en el público y en la sociedad, pero que el antiguo régimen no atendía. La Penny Press abrió el acceso a la información para todos los ciudadanos. Las plataformas abren el acceso a la expresión pública para todos los ciudadanos. Un público más culto, al que los medios de comunicación unidireccionales habían mantenido en una posición subordinada, vio la oportunidad de expresarse y abandonar la posición permanente de oyente o lector que se le había asignado. A las empresas que no podían saber si sus inversiones publicitarias llegaban a los destinatarios previstos, se les ofrecieron herramientas de segmentación de eficacia mensurable que les permitían pasar del contacto a la venta con un clic. A las agencias inmobiliarias, de empleo y vendedores de segunda mano, se les ofrecieron sitios de anuncios clasificados baratos e interactivos que dejaron obsoletas las interminables páginas de anuncios impresos. Los candidatos a elecciones encontraron la manera de hablarles directamente a sus electores sin pasar por el filtro de los periodistas. Los activistas extremistas pudieron crear redes de seguidores y difundir su propaganda. La gente ha podido hablar directamente con sus fans. Los artistas podían distribuir sus obras sin tener que buscar un productor o editor. Al hacerse gradualmente con el control de todos estos servicios, las plataformas consolidaron su dominio y despojaron al antiguo régimen mediático de sus recursos financieros y su audiencia. En esta transformación global, la tecnología no es sólo una causa entre otras. Es lo que permite que todas las demás causas se mantengan unidas y que proporcionen un terreno de juego para nuevas aspiraciones sociales y culturales. No aparecen la polarización política y el negocio del odio8 como objetivos previstos en ningún momento de este proceso. La competencia entre plataformas se ha estructurado en torno a la economía de la atención; los algoritmos se han orientado hacia el engagement. El odio y la polarización son efectos secundarios involuntarios de este proceso, como las burbujas de los filtros. Sin quererlo, el nuevo régimen mediático destruyó el espacio cívico unificado. Simplemente, son daños colaterales.

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La atomización del espacio público

El antiguo régimen mediático construía un espacio público unificado y permitía que las distintas opiniones se confrontaran y respondieran entre sí, aunque ello supusiera marginar las opiniones extremas. El nuevo régimen estructura un espacio público roto en una multitud de fragmentos que reúnen a grupos homogéneos sin relación entre sí y crea condiciones para la polarización política y el ascenso a los extremos. El dispositivo construido por las plataformas conduce a este modelo que aísla a los ciudadanos e impide el diálogo.

En menos de veinte años, hemos pasado de un régimen cuya principal debilidad era la defensa del statu quo y su incapacidad para darles voz a las opiniones discrepantes y radicales a otro que hace del aislamiento de los ciudadanos y del extremismo de las opiniones su principal motor. 

El nuevo régimen estructura un espacio público roto en una multitud de fragmentos que reúnen a grupos homogéneos sin relación entre sí y crea condiciones para la polarización política y el ascenso a los extremos.

JEAN-LOUIS MISSIKA y HENRI VERDIER

Este cambio repentino nos hizo darnos cuenta de que una democracia sin deliberación no puede funcionar. Deliberar significa ponerse de acuerdo para debatir sobre el mismo tema, al mismo tiempo, según reglas previamente definidas. Éste es el principio mismo del establecimiento de la agenda política.

¿Por qué la exposición a puntos de vista contradictorios es una condición necesaria para la vida democrática? En primer lugar, es el caso porque la exposición a opiniones contrarias actúa como moderador de las propias. En los grupos ideológicamente homogéneos, el conformismo y el sesgo de confirmación provocan la polarización y el ascenso a los extremos; las críticas se sofocan rápidamente y el crítico es expulsado: las burbujas de filtros conducen a una radicalización de las opiniones de los grupos que aglutinan y a los que alimentan9. La tolerancia política depende de la pluralidad de ideas con las que se está en contacto y de la calidad de los argumentos intercambiados.

En segundo lugar, para que exista la posibilidad de cambiar de opinión, es imprescindible estar expuesto a opiniones diferentes; las burbujas de filtros reducen esta posibilidad hasta hacerla inexistente.

Por último, la percepción de opiniones contrarias, y su peso en la sociedad, es esencial para dar legitimidad a una decisión con la que no se está de acuerdo.

La confrontación de opiniones parecía un componente natural de la libertad de expresión y la democracia. Se ha tendido a olvidar que no tiene nada de natural, sino que es una construcción social de los sistemas democráticos. Si bien la libertad de expresión ha sido consagrada en los textos constitucionales, no ha ocurrido lo mismo con el propio proceso de deliberación política. Esto ha sido objeto de leyes y reglamentos aplicados a los medios de comunicación (respeto de la expresión pluralista de las corrientes de pensamiento y opinión, doctrina de la imparcialidad), pero nunca se ha elevado al nivel de principio fundador de la democracia. Y las plataformas han establecido su dominio de forma tan brutal que el principio de deliberación se ha destruido con indiferencia general, sin que se haya producido ninguna reacción real. Queda poco tiempo para diseñar una regulación de las plataformas que reconstruya el foro central necesario para la deliberación política en las sociedades democráticas.

Notas al pie
  1. Kranzberg, Melvin, « Technology and history : Kranzberg’s laws ». Technology and Culture, juillet 1986, 27, (3), p. 544-560.
  2. Raymond Aron, « Signification politique de la radio-télévision dans le monde présent », in Cahiers d’Etudes de radiotélévision n°15, Paris, Flammarion,1957, pp. 227-244.
  3. Jean-Louis Missika, La fin de la télévision, Le Seuil, La république des idées, Paris, 2006
  4. Jean-Louis Missika y Henri Verdier, « La démocratie, otage des algorithmes », Telos, 5 de junio de 2021.
  5. La noción de «gatekeeper» fue teorizada por Kurt Lewin en 1947 y desarrollada por D.M. White («The Gatekeeper», en Journalism Quarterly, nº 27, 1950), se refiere a la función de selección de la información por parte de los periodistas y subraya la importancia de su papel en la construcción de la realidad percibida por sus lectores.
  6. M.E. McCombs et D.L. Shaw, « The agenda setting function of mass media », in Public Opinion Quarterly, n° 36, 1972.
  7. No se trata aquí de juzgar la importancia política de estas cuestiones, sino de señalar que, lanzadas por minorías activas en Twitter y Facebook, acaban convirtiéndose en polémicas nacionales, mientras la opinión pública sigue sin saber de qué van. La teoría crítica de la raza analiza la relación entre raza, derecho y poder. En Estados Unidos se ha dicho erróneamente que se enseña en las escuelas públicas desde la escuela primaria. Se dice que el «islamoizquierdismo» se refiere a la proximidad entre ciertas ideologías de izquierdas y el islamismo. Cuando eran ministros, Jean-Michel Blanquer y Frédérique Vidal, criticaron la extensión de esta ideología a las universidades francesas, provocando una polémica en el mundo académico.
  8. Jean-Louis Missika, Henri Verdier Le business de la haine, Internet, la démocratie et les réseaux sociaux, Calmann Lévy, coll. Liberté de l’esprit, Paris, 2022.
  9. Ver, entre otros, los trabajos de Cass Sunstein, Republic.com 2.0, Princeton University Press, Princeton, 2007, y #Republic : Divided Democracy in the Age of Social Media,Princeton University Press, Princeton, 2017.