Música del futuro
A partir de hoy y hasta el sábado, publicamos cada día extractos de las cinco novelas finalistas del Premio Grand Continent, que se entregará el domingo 18 de diciembre en el 3466, en el corazón del macizo del Mont Blanc. Hoy, por primera vez en español, les ofrecemos largos fragmentos de la novela de Katerina Poladjan, Zukunftsmusik, que nos sumerge en la insólita atmósfera de una Rusia entre dos épocas. La música del futuro ya está en el aire, pero la vida sigue como en un interregno -a veces cómico, a veces trágico-.
p. 9-26
1
A miles de verstas o millas o kilómetros al este de Moscú, la osamenta de una estación de radar se alzaba en el cielo nocturno, tenuemente iluminado por las lámparas de una fábrica de bombillas que siempre estaba encendida. Hacía un clima agradable en ese mes de marzo, la temperatura estaba justo por debajo de cero y el suelo arenoso del terreno baldío cubría la nieve sucia. La nieve también brillaba en la orilla, donde la costa caía en picada; detrás, las estrellas proyectaban su tenue resplandor en el horizonte circular; era bonito, y más abajo, Ianka lo sabía muy bien, la corriente perezosa y negra como el alquitrán arrastraba todo consigo, incluso el tiempo. Ianka se sentó en el tronco de un árbol, se subió el cierre de la parka y prendió un cigarro. Su mano olía a metal agrio.
A mitad del turno de la noche, el capataz había ido a ver al personal, sostenía una radio de transistores que reproducía la marcha fúnebre de Chopin. Saben lo que significa eso, dijo, pero añadió que no era motivo para dejarse abatir, la Unión Soviética necesitaba la luz más que nunca.
Sólo dos horas para el amanecer. Ianka tiró el cigarro y lo vio consumirse en la arena fría.
2
Matvei Alexandrovich fue sacado de su sueño por un escándalo y el sonido de unos pies arrastrándose en el pasillo. Buscó a tientas en la mesilla de noche su reloj de pulsera y Gagarin se le resbaló del pecho. No eran ni las cinco y media de la mañana, y Matvei esperaba que Ianka no despertara a su hija de inmediato, como solía hacer después del turno de la noche, pues la niña se quejaría y su rutina matutina se alteraría bastante. Escuchó a Gagarin y le rascó la parte posterior de las orejas. El año anterior, el pelo del viejo minino había encanecido, y Matvei había temido inmediatamente que muriera, pero no pensaba en ello.
Matvei Alexandrovich se levantó y encendió el radio. Tocaban el tercer movimiento de la Sonata para piano nº 2 de Chopin, la marcha fúnebre. Bajó el volumen, se colocó junto a la cama en ropa interior, se puso de puntitas, que era el comienzo de su gimnasia diaria, y entonces, la pequeña Krochka empezó a chillar. Matvei se dejó caer sobre los tobillos y paró la oreja. La niña se calló. Eso aún dejaba abierta la posibilidad de que no todos estuvieran despiertos y aparecieran pronto en la cocina común. Matvei Alexandrovich se enfundó albornoz y pantuflas, cruzó su habitación en dos pasos y se deslizó en la de enfrente. Se detuvo brevemente en el pasillo, había ruido en el cuarto del profesor, como si alguien tosiera en la campana de una tuba.
Había una gran olla de arroz con trozos de carne en la estufa de los Karisen. Sin encender la luz, cogió una cuchara y comió directamente de la olla. La carne sabía ligeramente a pavo. ¿O era serpiente? ¿Dónde encontraron los Karisen serpientes comestibles? En el jardín público de la ciudad sólo había culebrillas indefensas, incluso en verano. Comió unas cuantas cucharadas más, se limpió la boca con un trapo raído y escudriñó la cocina, que, bajo la apagada luz de una farola, dejaba entrever sus lejanos orígenes aristocráticos.
Seis grupos de inquilinos vivían bajo las viejas molduras desmoronadas de mediados del siglo XIX y se evitaban mutuamente, en la medida de lo posible. Matvei rara vez se cruzaba con los habitantes de las habitaciones del fondo del pasillo, los Karisen por ejemplo, o el viejo profesor, que llevaba una existencia tan insignificante que Matvei siempre olvidaba su nombre. En medio del pasillo oficiaba la Liebermann, al lado -en la mayor de todas las habitaciones- vivían los Kosolapij. Matvei hablaba sobre todo con las señoras de la parte delantera del departamento, cuya habitación quedaba frente a la suya.
Matvei Alexandrovich colocó la cuchara en una tinaja llena de cubiertos y platos sucios. La falta de higiene era un tema recurrente y fastidioso en la kommunalka, pero los Karisen siempre ponían orden al final. Cuándo, nadie lo sabía, nunca los habían visto hacerlo, pero a veces, a media noche, Matvei Alexandrovich tenía la impresión de oír a los Karisen atareados con escoba y trapeador.
Al lado, Ianka se estaba dando un baño, lo que aplazó su afeitado hasta una hora indeterminada.
Un arco eléctrico en los cables del autobús número 17, que pasaba por delante del edificio, iluminó la cara de Mijail Potapich Toptygin, la alcancía que reinaba en la gran estantería. Cada semana, se pedía a los habitantes de la kommunalka que deslizaran unas monedas entre los ojos del oso para las compras comunitarias de jabón o papel higiénico. Mijail Potapitch Toptygin tenía la barriga vacía muy seguido, pero las reservas se reponían mágicamente en cuanto era necesario. También en ese caso seguramente había alguien que maldecía el sistema.
Matvei Alexandrovich miró hacia afuera. Sólo había una ventana iluminada en la calle, la gente dormía como lirón. Pero a la luz de una lámpara de noche, dos seres se abrazaban en el sofá en pleno acto amoroso, rebosantes de salud, intercambiando palmadas y besos hasta el amanecer. Matvei Alexandrovich suspiró y se sobresaltó al oír el extraño eco de su suspiro en la cocina. Volvió a suspirar, esta vez más suavemente. Susurró un poco, gruñó, tarareó, tarareó más alto y luego se puso a cantar:
Ustedes, los héroes,cayeron ahí.Nosotros lloramossu tan triste fin.Ustedes lucharonpor causa común.Nosotros, en cambio,penamos aún.
¿Puedo saber dónde se esconden los héroes en nuestra cocina, querido Matvei Alexandrovich?
Se dio la vuelta. Frente a él estaba María Nikolayevna con una bata de noche rosa palo, y fue el efecto sorpresa, o los rizos rubios que caían sobre sus hombros, rizos rubios recogidos en un estricto chongo durante el día, o bien fue el cuello de su camisón que asomaba bajo la solapa de su bata, no estaba seguro, pero se dejó llevar y la agarró por los hombros y le cantó la siguiente estrofa de la canción como si no hubiera mañana.
Pero si un díaresurge en los hombres la libertady aquellos anhelos cobran realidad,aquel día contaremosde cómo vivieronponiendo en alto¡a la humanidad!
Matvei, cálmese. Haré un poco de té. También hay chocolates, que guardé especialmente para el cumpleaños de mi madre, pero parece que usted los necesita más.
Si hubiera sabido que una canción patriótica me permitiría disfrutar de su presencia y de los chocolates, habría dado este paso mucho antes.
María Nikolayevna encendió la estufa y se puso a hacer cosas. Matvei Alexandrovich contempló sus empeines, de los que asomaba una delgada franja desnuda entre el dobladillo de la bata y el borde de las pantuflas forradas. Se dejó caer en una silla. Ninguna constelación, ningún sol podía penetrar tanto en la órbita del otro como para provocar consecuencias imprevisibles, que ahora se formalizaban en el tumulto de sus pensamientos.
Usted sabe, María Nikolayevna, que cada ser humano vive en su propio mundo, es una ley suprema que me parece honesta y justa. Pero su hija Ianka vive en un cosmos especialmente ajeno y remoto, ¿y cree que por eso, cuando vuelve de su turno de noche a primera hora de la mañana, puede mostrar tal egoísmo despertando inmediatamente a su hija, que entonces despierta a toda la kommunalka de su sueño balbuceando y berreando?
Qué vida de mierda tenemos, dijo María Nikolayevna. Le entregó a Matvei una taza de té, se sentó a la mesa con él y se inclinó sobre la caja de chocolates. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que esa frase, que le gustaba pronunciar tan seguido, no era apropiada para la situación. Así que rápidamente añadió: pero no por mucho tiempo, porque pronto llegará la primavera y los abedules se adornarán con hojitas verdes.
Hablando de árboles, debo decirle que oírla hablar de la textura de la corteza de un serbal, de un aliso o incluso del color del follaje de un abedul me conmueve, como si su discurso estuviera dedicado a mí más que a los árboles. Me halaga la delicadeza de sus palabras sobre los árboles, que llevan una existencia tan silenciosa y solemne. Me gustaría añadir una cosa, pero prométame que no se va a reír: el joven yo de hace treinta años no habría podido imaginar que un día me hundiría en la melancolía pensando en los árboles.
María Nikolayevna soltó un bostezo fuerte, largo y lindo, se enderezó, retiró la tetera del fuego, apartó la ropa que colgaba de los muchos cables tendidos por la cocina y, finalmente, preguntó ensimismada:
¿Árboles, dice? Lee demasiado a Turgueniev.
Se encendió un radio en el fondo del departamento, los últimos compases de la marcha fúnebre de Chopin, y luego un coro entonó: “Ustedes, los héroes, cayeron ahí”. El radio volvió a apagarse.
Pues sí, los árboles, dijo Matvei Alexandrovich, que de pronto se sintió muy cansado. Si quiere, el domingo que viene vamos a dar un paseo por el jardín público y se los enseño.
No, Matvei, no hace falta, y quién sabe si los árboles no estarán también de luto estos días, y si no dan una imagen miserable.
¿Qué quiere decir, querida María Nikolayevna?
No se puede negar el hecho de que Moscú está de luto por otra muerte. Por cierto, ¿tiene la hora?
¿La hora?
¿Qué hora es?
Casi las seis y media. No creo que los árboles lloren, excepto los sauces, claro. Los olmos y los abedules son criaturas alegres y desenfadadas. Los robles a veces son un poco serios, ¿pero llorar? Lloramos por Stalin, lloramos por Brezhnev, ¿y ahora?
María Nikolayevna miró fijamente a Matvei Alexandrovich durante largo rato sin decir nada. Luego echó cuatro terrones de azúcar en otra taza y removió con cuidado.
Tu té, mamá.
Bárbara Mijáilovna entró, cogió la taza, miró a su hija y dijo:
Voy a morir pronto.
Buenos días, querida Bárbara Mijáilovna, dijo Matvei Alexandrovich.
Bárbara Mijailovna refunfuñó a su vez y se volvió de nuevo hacia su hija.
¿Dónde está Ianka?
Se está bañando.
Claro que sí. Qué estúpida soy. O está en la bañera o está gritando.
No grita, canta.
¿Y quién murió? Están tocando Chopin.
El querido Matvei Alexandrovich piensa…
Mientras nada sea oficial, ¡no pienso nada en absoluto!, exclamó Matvei Alexandrovich con inusitada vehemencia.
Sea quien sea el difunto, planteó María Nikolayevna, debo prepararme. Hasta luego.
Cuidado con los Karisen, dijo Bárbara Mijailovna.
Ten cuidado contigo misma.
Antes de que se vaya, querida María Nikolayevna, su hija sigue ocupando el baño. Hay que hacer algo.
¿Y qué hay que hacer, Matvei? ¿Qué sugiere?
La pequeña Krochka llegó a la puerta descalza, Bárbara Mijailovna la sentó en su regazo y sacó un par de calcetines de su bata como por arte de magia.
¡Te vas a resfriar, pequeña! Pero a nadie le importa aquí, pobre angelito.
Un hombre tiene que hablar con ella. Para hacer acto de autoridad, ¿entiende?
Sí, lo entiendo, Matvei Alexandrovich, pero usted no será ese hombre. María Nikolayevna pasó junto a él al salir de la cocina y llamó enérgicamente a la puerta del baño: Ianka, ya sal de ahí. Intentó sonar autoritaria. Se oyó a Ianka cantar unos compases más y luego maldecir.
Ve, no hay nada que hacer, dijo María Nikolayevna por encima del hombro.
En el corazón del macizo del Mont Blanc, a 3.466 metros de altura, se entrega el Premio Grand Continent -el primer galardón literario que reconoce cada año un gran relato europeo-.
3
Ianka levantó la pierna izquierda del agua tibia y se miró el pie, haciendo pequeños círculos: un pie sólido. Cerró los ojos; vamos, cinco minutos más en la tina. Sentía los miembros pesados. El turno había sido especialmente largo bajo la luz deslumbrante de miles de bombillas. Atornillar, comprobar, atornillar, clasificar. Esos turnos nocturnos habían despertado su conciencia de un modo extraño, e Ianka desarrolló un sentido de lo intrascendente. Veía a sus compañeras charlando durante el descanso y, cuando llegaba para fumarse un cigarro, entornaban los ojos antes de cambiar de tema. ¿Por qué? No importaba. No le importaban sus colegas. No le importaba la fábrica. Podía ser ingrávida y estar triste, podía ser estúpida y feliz. O podía dejar -por fin dejar- de preguntarse cómo podía ser o cómo quería ser, o cómo quería el mundo que fuera. ¿Era útil o el mundo estaba igual de bien sin ella? Su mano bajó hasta su vientre, sus caderas, pequeñas burbujas de aire subieron para estallar en la superficie. Se sumergió y nadó hasta la orilla, salió a la superficie. Estaban todos, Pável, Olga, Emi, Kostia y Andrei. Emi y Kostya estaban abrazados bajo una manta y devorándose el uno al otro. Olga balbuceaba versos de Pasternak, Andrei miraba el shashlik sobre las brasas y Pável la observaba desde la orilla.
¿Me pueden pasar una toalla, bola de idiotas?, dijo mientras salía del agua helada, tan helada que los peces habían emigrado a África. Pável se quitó la camisa y los pantalones, corrió hacia ella con el pito al aire y la abrazó con fuerza. Vale, eres mi toalla, murmuró ella al calor de su hombro.
Sí, soy tu toalla.
Andrei desfiló atléticamente con las pinzas de la parrilla y se metió a la boca un enorme trozo de pan blanco. A su alrededor brillaban los abedules, el agua centelleaba y el aire daba esa luminosa sensación de que el verano no cumpliría su promesa de eternidad. Con el cuerpo desnudo de Pável apretado contra ella, Ianka intentó avanzar, deslizarse por la hierba como con esquís sobre la nieve, una pierna tras otra. Me estás rompiendo las pelotas. Ella lo pellizcó, él finalmente la soltó y cayó al suelo como muerto. Andrei le lanzó su camiseta a Ianka, riendo.
¿Cómo?
¿Cantamos algo, Ianka?
¿Para quién?
Para nosotros.
¿Qué quieres cantar?
En lugar de responder, le entregó una brocheta con cebollas quemadas y carne grasa, la observó masticar. Él se comió los trozos de grasa que ella había dejado. Es la mejor parte y tú la escupes.
Ianka añadió un poco más de agua caliente. Qué bien se está en el vientre de la bañera. Aún tengo la vida por delante, Dios mío, permíteme besar muchos labios más, que se oigan mis canciones. Esa noche daría un concierto en su cocina, un kvartirnik, sola con su guitarra, ante diez, quizá veinte personas. Si venía toda esa gente, estarían apretados, y ella aún no tenía un instrumento adecuado. Hacía unos días, Andrei había tropezado borracho con su guitarra y, aunque el estuche había resistido la patada, la unión entre la caja de resonancia y el puente había saltado en un punto y amenazaba con desprenderse en cualquier momento. Andrei había exagerado su vergüenza con una mueca, deberías dar las gracias, Ianka, ahora sonará muy punk.
Pável estuvo a punto de lanzarse sobre Andrei, Ianka había interferido, Andrei se había alejado. Pável le había prometido conseguirle una guitarra nueva, pero todo el tiempo ponía un montón de excusas: difícil de conseguir, demasiado cara, no es la adecuada para ti, y ¿por qué no la guitarra de Andrei? La empeñó. Y Olga, ¿no tiene una? Olga toca el violín. Ianka, te prometo que tendrás una guitarra nueva para tu concierto. Pável había llegado a decir que el famoso B. G. había llegado de Leningrado y quería asistir a su concierto. A Andrei no le gustaba B.G., decía que era comercial y traidor por su novia occidental que supuestamente se llevaba sus grabaciones a América y le había traído de allá una Stratocaster roja. Con ella había podido tocar en el Rock Club de Leningrado, bajo la mirada de la KGB, pero ante un público y en un escenario de verdad. Aunque tal vez eran puras mentiras.
Andrei también le había hablado de una cantante llamada Diaguileva que hacía música sólo para ella, a la que no le importaba si gustaban o no sus canciones. Pero esa Diaguileva era probablemente una elegida que cruzó el país sin miedo y con el alma encendida, que fue arrestada, que tuvo aventuras amorosas con otros elegidos. El alma de Ianka también quería arder, arder de amor, ser amada con un amor ardiente. ¿Tenía que hacerse sangrar los dedos con la guitarra como Andrei? ¿Tenía que ser detenida por la milicia por alterar el orden público como la tal Diaguileva? Ianka iba tranquilamente a trabajar, a veces incluso de buena gana, porque controlar las bombillas le permitía olvidarse del mundo y componer sus canciones al ritmo de la máquina. Escribiría una canción inolvidable antes de cumplir los veintiún años.
El agua se enfriaba poco a poco. Podía oír a Krochka balbucear alegremente. Krochka, que ayer todavía seguía aferrada a su pecho, y ella, que se había sorprendido al ver salir tanta leche de unos pechos tan pequeños. Una vez, Ianka se había despertado a media noche con la sensación de que Krochka ya no respiraba a su lado, de que había perdido el aliento, de que su vida en común había terminado antes incluso de empezar. Había visualizado el pulmón vacío y gritó tan fuerte que ni siquiera se dio cuenta. Sólo cuando su madre y su abuela se despertaron sobresaltadas y Krochka empezó a gritar con su vocecita, Ianka recobró el sentido y volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Qué tonta, estaba dormida, eso era todo.
Si Ianka se quedaba más tiempo en la tina, no tendría tiempo de preparar a Krochka para la guardería y pasar unos minutos con ella. La veía muy poco. A veces, Krochka la miraba con los ojos muy abiertos, como sorprendida, como si hubiera un malentendido entre la niña e Ianka. Disculpe, ¿nos conocemos? ¿Nos hemos visto antes en algún lado? Y cuando Ianka le pedía a Krochka que hiciera o que dejara de hacer algo, le salía falso y torpe, e incluso le parecía ver una chispa de burla en los ojos de la niña. Si era realmente una burla, no lo sabía. Quizás simplemente temía no tener nada que ofrecerle a su hija. Y luego estaba el remordimiento de dejar a su madre cuidando a su hija, de dormir cuando su madre llevaba a Krochka a la guardería. María nunca decía nada, nunca decía que no, nunca mostraba signos de agresión. A veces, Ianka notaba con horror que su joven madre empezaba a envejecer, podía ver el parecido con su abuela en su rostro, los ojos ligeramente cerrados, el tic en la comisura de los labios.
Ianka salió de la tina, se secó y limpió el espejo empañado con la toalla. Se rió y observó el efecto de la risa en su rostro. Brilla, mi estrella, brilla.
* * *
p. 178-186
21
Podría desaparecer en las montañas, donde iba a acampar con su padre. Se bajaban del coche en un claro, miraban a su alrededor y constataban que no hubiera ni un alma. Nada más que el bosque, un estanque, el cielo que se reflejaba puntualmente en el agua. Su padre montaba la tienda en silencio, ella iba por agua al estanque, esperaba a que su padre encendiera el fuego para poder hacer la comida. Sabía que tenía a su padre para ella sola durante unos días. Irían a pescar y a pasear por el bosque, y su padre le contaría historias que ella escucharía con seriedad, tratando de no hacer preguntas tontas. Por la noche, se acurrucan en la tienda y escuchan atentamente los sonidos del bosque, es posible que incluso deambulen osos y linces por ahí. Los que hacen los ruidos más extraños son los erizos. Como si una horda de bandidos jadeantes acechara fuera de la tienda, armados de afilados cuchillos. Pero no tiene miedo, se siente segura con su padre. Son momentos de felicidad. Cuando el padre duerme, ella se acuesta e imagina el futuro. Le gustaría estar rodeada de cosas bonitas y que la dejaran en paz, que le hablaran poco y le exigieran poco. Le gustaría tener tiempo para pensar en el porqué de su existencia. Cuando comparte sus pensamientos con su padre, él se ríe. Deseo que tus sueños se hagan realidad.
Con un gran estuche de guitarra en la mano, Pável entró a la habitación, la recorrió, cerró la puerta tras de sí, dejó el estuche y se sentó junto a Ianka en la cama. Estaba un poco pálido, sólo sus labios eran de un rojo brillante, como si hubiera comido cerezas.
Toma.
No fue nada fácil, todo un alboroto. Verás, Ianka, sin tocar otros puntos, debo decir que el destino se comporta conmigo sin piedad, como la tormenta con un barquito en el mar, con el agua embravecida, un vaivén, horrible.
Te equivocaste de cuarto, Pável. ¿Quizás quieras añadir que esta mañana tenías una araña enorme en el pecho, para luego decirme que no había ninguna araña?
Y tú podrías responder: En seis días estaré de nuevo en París. Mañana subiremos al expreso y desapareceremos como si nunca hubiéramos estado aquí.
Quizá sería más apropiado decir: Mi alma y la suya no tienen punto de contacto. La quiero, estoy tan atormentado que no puedo quedarme en casa; cada día camino seis verstas hasta aquí, y seis para volver, y no encuentro más que indiferencia de su parte.
¿Quién dice eso?
Semión Semionovich Medvedenko a Masha. ¿Fuiste a la cocina, Pável?
Todo el mundo te está esperando. Toda la kommunalka. Tu madre, tu abuela y tu hija. Amigos de Andrei y B. G. Andrei acaba de dejar de cantar, todos están sentados en silencio esperando a que salgas al escenario.
¿En silencio, dices?
Incluso ese gato horrible está esperando allí con las orejas levantadas. ¿No vas a ver tu guitarra?
Ianka mira el estuche.
Sí, claro, dice, sin abrirlo. Hablas de silencio, escúchalo. ¿Qué es ese ruido?
Van a demoler el edificio.
No, es otro ruido. Es un ruido de fiesta. Como si la gente se divirtiera, bebiendo juntos, hablando y haciendo trucos.
Es engañoso, Ianka.
¿Recuerdas cómo nos conocimos? Teníamos diez años. Me recogiste del colegio y hablamos de lombrices de tierra.
Tenías un hueco enorme entre los incisivos.
Buscamos a mi padre. Tú querías conocer todos los detalles de su desaparición, pero yo sólo sabía lo que me había contado mi madre: ¡Se largó a la taiga! Buscamos en todos los arbustos y matorrales del jardín público y, cansados, nos sentamos en el gran césped y me trenzaste el pelo. Más tarde, en el campamento de verano, me quedaba despierta por la noche y soñaba contigo.
En el estuche está la guitarra que querías.
Gracias. Quizá me equivoqué entonces, quizá no exista el derecho al amor recíproco, Ianka le tendió la mano a Pável, pero no pudo tocarlo.
Si no vas a la cocina de inmediato…
¿Qué me puede pasar?
Que cantes tan mal que todos se vayan. Que cantes tan bien que B. G. las lleve a ti y a Krochka a Leningrado, directamente al gran escenario. O puede que cantes muy bien, pero nadie entienda tu arte, que nadie lo aprecie, que todo el mundo bostece. O que cantes mal y todo el mundo esté contento, pero que te dé tanta vergüenza que prefieras esconderte.
¿Ésas son mis posibilidades?
También podrían decir que estuvo bien, pero nada más. O a todos les gusta, pero B. G. no te lleva con él a Leningrado, y te quedas aquí con nosotros. O a todos les gusta, pero sólo a B.G. le parece mediocre y provinciano. O tu abuela llora de emoción y Matvei Alexandrovich, el obediente comunista, nos denuncia y acabamos todos en la cárcel.
Voy para allá. Tú primero. Necesito un momento más.
¿Ianka?
¿Pável?
Si vuelve a París, hazme el favor de llevarme contigo. Usted misma lo ve: el país es salvaje, la gente está depravada, y con eso, ¡qué tedio! En la cocina nos dan de comer muy mal. Lléveme con usted; ¡sea tan amable!
Ianka asintió. Pável abrió la ventana y salió volando.
Ianka sacó la guitarra del estuche. El barniz brillaba. Dejó la guitarra y salió al pasillo. A la izquierda, entre la cocina y la puerta principal, había un tumulto, todas las puertas estaban abiertas, la gente entraba y salía con frenesí, con maletas, libros, cajas, ollas. Nadie le prestaba atención, alguien dijo: ¡Bueno, señoras y señores, es hora de irse!. Otro buscaba su abrigo, alguien tosía fuerte y maldecía: tomé agua y tragué chueco. ¡Qué tonto! Vámonos. No vamos a dejar a nadie aquí. ¿No olvidamos a nadie? ¡Tenemos que cerrar todo! En medio del alboroto, Ianka oyó decir a Kosolapij: Amigos míos, mis queridos y fieles amigos, la tristeza me embarga por dejar nuestra vieja casa, nuestro departamento, ya ven, parece que estas paredes también se despiden de nosotros. ¡No exageres, querido Ipolit Ivanovitch!. Entonces la voz de la abuela: Matvei, ¿has visto mi mascada de seda nueva? La voy a buscar, Bárbara Mijailovna, la va a necesitar, hace frío afuera, está cayendo una tormenta de nieve. ¡Aquí está nuestra Ianka! ¿Dónde has estado? ¡Te estábamos esperando!
Matvei Alexandrovich, dime, ¿qué está pasando?
¿Que qué pasa?, preguntó a su vez Matvei Alexandrovich antes de desaparecer de nuevo entre la multitud. Ianka agarró a Kosolapij de la manga, un momento, ¿a dónde van todos?
Van a demoler el edificio, tienes que darte prisa, gritó Kosolapij y se echó a correr.
¿Demolerlo?
O remodelarlo, nadie sabe bien. Dime dónde están mis zuecos de goma. Tengo que ir a Moscú a arreglar unos asuntos importantes, susurró la Liebermann en medio del alboroto. ¡Adelante, adelante! ¿Pero la tormenta de nieve? Se las arreglarán. Toma, mamá, ya estoy aquí, dame tu maleta, pero es muy ligera, Matvei, ¡la maleta de mi madre es muy ligera! Tanto mejor, querida María Nikolayevna, deme la maleta. ¡Vamos! ¿Y los Karisen? ¿Es cierto, alguien les avisó a los Karisen? Seguro que sí. Pero, ¿podemos contar con ello? Hacen muchas preguntas, ¿realmente podemos elegir? No debemos olvidar a los jóvenes. ¿Quién dijo eso? ¿Fue usted, Bárbara Mikhailovna? No, Matvei, seguramente fue usted. Y la niña, ¿dónde está la niña? ¡Páseme el champán y brindemos a la salud de los que quedan! ¡Qué asco, ni siquiera es champán de verdad! Matvei, háblenos otra vez de los planetas, ¿quiere? ¡Después! Déjenme quedarme aquí un minuto, ya ven lo grises que están las paredes. ¿No se había dado cuenta? No, jamás. Ya ve, no es para tanto. Vámonos ya, aquí todavía hay botas, el último apaga la luz.
Todos salieron corriendo. Vuelta a la calma.
Se olvidaron de mí, se dijo Ianka en voz baja.
Caminó por el pasillo. En el suelo había montones de algodón aquí y allá, en uno de ellos un cartel con la inscripción Nieve rusa en los primeros meses del invierno, en otro, un cartel con la inscripción Nieve rusa al final del invierno. Ianka siguió caminando, pasó por el cuarto del profesor y por el de los Karisen, siguió hasta el final del pasillo, y ahí, donde nunca antes había estado, había otra puerta.
Detrás se abría un paisaje: el sol estaba muy bajo, sobre el agua negra del río, al otro lado brillaba la fábrica con un resplandor eléctrico, la escarpada orilla justo delante. Hacía tanto calor como una tarde de verano, pero aún había nieve en la hierba entre las colinas. Al este, el bosquecillo, una silueta oscura, y los insólitos cerezos florecían en todo su esplendor bajo un cielo sin nubes.
Ianka se quedó un buen rato mirando, tan feliz como una paciente que vuelve al exterior por primera vez tras una larga enfermedad y siente la brisa fresca en la piel. Saludó a los Karisen que se marchaban por las colinas, e hizo una reverencia muy profunda.