Medio siglo después de la primera Cumbre de la Tierra, la destrucción de la vida continúa a gran escala y las emisiones de gases de efecto invernadero siguen aumentando inexorablemente. Esta incapacidad para cambiar de rumbo se explica, sobre todo, por la resistencia de los pilares de la economía del carbono, de los que las multinacionales de combustibles fósiles constituyen la punta de lanza. Sin embargo, estos obstáculos objetivos no bastan para explicar nuestra inercia. Si avanzamos tan lentamente, también se debe a que no logramos convencer a la gente de que cambiar radicalmente nuestros modos de producción y consumo no significa necesariamente renunciar, sino que, al contrario, puede ser sinónimo de progreso para la inmensa mayoría de los seres humanos.

Es más seguro fomentar el deseo que el miedo

La crítica del mundo actual como requisito previo para un movimiento hacia otra forma de organización social está cada vez mejor documentada. La historia de los hechos y las ideas nos enseña que, al buscar la libertad en la abundancia, perdimos el sentido de los límites, ya sean naturales o fisiológicos humanos1. Anclados en el régimen capitalista, nuestros modos de producción y consumo también refuerzan las relaciones de dominación patriarcales y coloniales. Las luchas sociales, feministas, ecologistas y antirracistas podrían converger teóricamente2 y sentar las bases de esta «clase ecológica», cuyos contornos ha tratado de definir Bruno Latour en sus recientes intervenciones3.

©︎ Naohiro Maeda, Blink, 2018

Sin embargo, una crítica social, por poderosa que sea, no basta para derribar las relaciones de dominación. Las revoluciones democráticas y sociales de los tres últimos siglos no habrían podido derribar las instituciones de los viejos órdenes si no hubieran movilizado una visión del mundo, un imaginario y símbolos que indicaran el horizonte deseable. Sin embargo, las diversas formas de ecología política que se han afirmado a lo largo del último medio siglo no han logrado, por el momento, concebir una ética pública lo suficientemente poderosa como para enfrentarse al ethos de acumulación, consumo y distinción en el que se basa el régimen capitalista. Cuando enunció su Principio de responsabilidad, en 1979, el filósofo alemán Hans Jonas, quien aún es una referencia importante en los círculos ecologistas, apostó por un nuevo ascetismo. Puesto que «en la era de la civilización técnica, que se ha vuelto ‘todopoderosa’ […], el hombre se ha vuelto peligroso no sólo para sí mismo, sino para toda la biosfera», según escribe, ha llegado el momento de sustituir la «ética del progreso y la perfección», que domina el pensamiento occidental desde el siglo XVII, por una «ética de la conservación, de la preservación y de la prevención»4. A contracorriente de una sociedad de consumo en rápida expansión, afirma que «la restricción, más que el crecimiento, debe convertirse en la consigna»5. El ascetismo que el cristianismo había logrado imponerles a muchos en nombre del «Más Allá» debe imponerse de nuevo, pero «en nombre de este mundo»6

Las revoluciones democráticas y sociales de los tres últimos siglos no habrían podido derribar las instituciones de los viejos órdenes si no hubieran movilizado una visión del mundo, un imaginario y símbolos que indicaran el horizonte deseable.

PAUL MAGNETTE

Jonas no intentó apoyar históricamente su argumento. Sin embargo, podría haber demostrado que todas las sociedades humanas han intentado definir sus límites. Los pueblos cazadores-recolectores descritos por Marshall Sahlins, Pierre Clastres, James Scott y David Graeber inventaron mil maneras de impedir la acumulación de riqueza y la concentración de poder. Las principales escuelas filosóficas de la antigüedad, la epicúrea y estoica, defendían los valores de la frugalidad y de la moderación y sustentaban las leyes e instituciones que, en Grecia y Roma, limitaban el consumo conspicuo y obligaban a los más ricos a redistribuir parte de su riqueza (fiestas litúrgicas, banquetes, juegos, espectáculos, reparto de trigo, etcétera). Todas las religiones, el budismo, el taoísmo, el judaísmo, el cristianismo primitivo (y sus regeneraciones dominica y franciscana), el islam, etcétera, de un modo u otro, glorificaban la pobreza. Las leyes suntuarias del Renacimiento regulaban severamente las formas de vestir, comer y salir de fiesta. El romanticismo moderno denunciaba el lujo y otros vicios de la civilización y celebraba la contemplación de la naturaleza. Estos valores impregnaron la modernidad: el primer socialismo, al mismo tiempo que les prometía abundancia a los trabajadores hambrientos, movilizaba una imaginación de frugalidad feliz que hacía eco de estas tradiciones. Nuestra sociedad del «no limit«7 es, por lo tanto, la excepción y no la regla en la historia de la humanidad, lo que podría hacer creíble la hipótesis ascética de Jonas. Salvo que esta historia también demuestre que la frugalidad ha sido, generalmente, una norma impuesta por las élites dirigentes (que rara vez la aplicaban para sí mismas) y cuando era verdaderamente voluntaria, aún era muy minoritaria8. Queda por inventarse la limitación libremente consentida, autónoma y democrática.

Necesitamos la vida ancha 

Desde que alcanzamos un nivel de abundancia que, en teoría, nos permitiría erradicar el reino de la necesidad y lo que queda de pobreza en nuestras sociedades hiperindustrializadas, los signos de agotamiento del ethos capitalista se han multiplicado. El mundo laboral es testigo privilegiado de ello, acumulando estrés y agotamiento, trastornos musculoesqueléticos y depresión, absentismo y oleadas de resignación. A esto, se le añade la generalización de la «inseguridad de la existencia», predicha por Engels pocos años después de la muerte de Marx, cuyos signos más notorios son los temores de exclusión o de degradación, el sentimiento de anomia y de pérdida de sentido y el sufrimiento causado por la degradación de los medios de vida humanos y naturales. Por el contrario, la multiplicación de experiencias que intentan escaparse de la lógica de la mercantilización revela una aspiración generalizada a otras relaciones sociales. Las reconversiones profesionales hacia sectores artesanales y de tamaño humano, la aspiración a modos de trabajo más autónomos, las nuevas formas de vivienda, de alimentación y de educación basadas en la cooperación, la lucha contra el despilfarro y la obsolescencia programada, el voluntariado, el compromiso con la preservación y regeneración de los entornos naturales, el éxito de las disciplinas orientadas al cuidado del cuerpo y del alma, e, incluso, la moda de las terapias de desarrollo personal: todo ello expresa la búsqueda de relaciones naturales y sociales más tranquilas. Sin embargo, reconozcámoslo, estas señales pesan poco frente al poder erótico del consumo, al poderoso deseo de distinción social y frente a los inmensos medios financieros movilizados por el régimen capitalista y su aparato de propaganda. La propia izquierda, ya sea política o sindical, parece haber renunciado a afirmar que, más allá de un cierto nivel de prosperidad, indispensable para llevar una vida digna y plena, la acumulación de riqueza y el consumo no traen la felicidad. Cuando la izquierda renuncia a fundar una ética autónoma y abandona el principio del placer en manos de otros9, deja el campo libre al imaginario capitalista. 

©︎ Naohiro Maeda, Blink, 2018

En sus primeros años, el movimiento obrero no prometía construir una nueva Esparta. «No somos ascetas; necesitamos la vida ancha», exclamó Jaurès, en respuesta a los burgueses que le reprochaban querer imponerles un estilo de vida austero. Y, aunque no definió lo que abarcaba su llamado a la «vida ancha», de su lectura, se adivina que no se trataba de reproducir el estilo de vida ocioso y filisteo de la burguesía de la Belle Époque, sino de crear las condiciones materiales que le permitieran a cada ser humano expresar las capacidades de asombro y creación inscritas en sus facultades físicas, morales y estéticas. El socialismo, pues, se concibió como una moral y trató de oponer al materialismo vulgar del mundo del dinero un ideal de voluptuosidad frugal y de goce inmaterial10.

Cuando la izquierda renuncia a fundar una ética autónoma y abandona el principio del placer en manos de otros, deja el campo libre a la imaginación capitalista. 

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En este sentido, resucitaba el epicureísmo, el intento más antiguo conocido de fundar una ética del placer. Caricaturizada por el cristianismo porque rechazaba las doctrinas de la creación divina y de la inmortalidad del alma, la doctrina de Epicuro fue percibida durante mucho tiempo, y hasta la fecha, como pura apología del goce, centrada en lo inmediato, que ignoraba las responsabilidades colectivas y futuras y que se deslizaba rápidamente hacia la lujuria y la depravación. Sin embargo, si la filosofía de Epicuro (a la que el joven Marx dedicó su tesis doctoral), es, efectivamente, materialista, no es, en absoluto, una invitación al goce desinhibido. Al sustituir la búsqueda del placer por la definición de un bien abstracto, funda una «disciplina de los deseos»11. Epicuro clasifica los placeres en tres categorías: los que son naturales y necesarios (nuestras necesidades básicas), los que son naturales, pero no necesarios (la carne y la comida), y los que no son ni lo uno ni lo otro (los «deseos vacíos»). Invita a sus discípulos a cultivar los primeros, a medir los segundos y a expulsar los últimos. El secreto de una vida libre de los disgustos del cuerpo y de las angustias del alma reside en la capacidad de no ceder al lujo ni a la lujuria ni al deseo de dominio ni de gloria o de inmortalidad: es aceptar nuestra inevitable senectud, disfrutar del momento presente y recordar las alegrías del pasado, cultivar la amistad, contemplar la naturaleza y abrir la conciencia al sentido de la existencia12

La ética de Epicuro se vive en la meditación practicada en soledad o amistad y promete, para quienes la practican, no experimentar «ningún problema ni en sueños ni en vigilia», vivir «como un Dios entre los hombres» (Carta a Meneco). Ésta es su principal debilidad: limitado a ejercicios espirituales, parece a priori mal equipado para apoyar una práctica política; su rechazo explícito a cualquier forma de compromiso cívico le valdrá el eterno reproche de los estoicos. Sin embargo, toda doctrina acaba por eludir a su fundador y a sus primeros discípulos. Redescubierto en la Italia humanista del quattrocento, donde le ofreció un útil contrapeso al providencialismo cristiano, el epicureísmo inspiró una moral pública que pretendía conciliar la disciplina de los deseos con la implicación en los asuntos de la ciudad. Maquiavelo le dio la expresión más poderosa a esta moral, que luego alimentaron Spinoza, Harrington, Montesquieu, Rousseau, los socialistas utópicos y el joven Marx… A la idea de libertad postulada por los liberales, basada en la protección de los derechos personales frente a cualquier intervención pública, se le opone, desde entonces, otra idea de libertad que resucita el antiguo ideal de compromiso con la ciudad13. En esta visión de la libertad, frugalidad y autonomía son inseparables; compromiso cívico e inscripción en la naturaleza están íntimamente vinculados, como recordaban Montesquieu y Rousseau, ambos lectores de Maquiavelo. En estos términos,  razonaron los primeros movimientos socialistas y libertarios, que prefiguraron la conciencia ecológica14, y esta unión fue la conexión que intentaron revivir los primeros teóricos del ecosocialismo, desde André Gorz y Cornelius Castoriadis hasta Murray Bookchin.

Pensar los circuitos de retroacción políticos

Sin embargo, esta ética del placer no ha logrado imponerse en el ámbito político. En 1977, el dirigente comunista italiano Enrico Berlinguer llamó al movimiento obrero a «tomar la bandera de la austeridad»15: al «consumo privado, fuente de parasitismo y de privilegios», una austeridad de izquierda debía oponerle una «nueva moral»16, basada en los valores de «racionalidad, rigor, justicia, goce de los bienes auténticos, es decir, cultura, educación, salud, relación sana y libre con la naturaleza»17. Maquiavelo no habría dicho otra cosa. Dos años más tarde, el presidente demócrata estadounidense Jimmy Carter declaró en un solemne discurso para la nación norteamericana: «Descubrimos que poseer y consumir cosas no satisface nuestro deseo de sentido. Hemos aprendido que la acumulación de bienes materiales no puede llenar el vacío de vidas sin confianza ni propósito». Sonaría como Epicuro. No obstante, estos llamados duraron tanto como las rosas. Unos meses más tarde, Ronald Reagan ganó las elecciones presidenciales estadounidenses y dio una nueva encarnación a la fantasía del consumo desenfrenado, que, más tarde, encontró representaciones hipertrofiadas en Silvio Berlusconi y Donald Trump. Desde entonces, la codicia, la arrogancia, el desprecio y la obscenidad se han convertido en una nueva moral pública18. Y cualquier intento de limitar la acumulación de riqueza, el consumo o la dominación por parte de los hombres blancos ricos es juzgado instantáneamente como «wokismo» y ecologismo punitivo.

©︎ Naohiro Maeda, Blink, 2018

La izquierda no puede esperar invertir la tendencia si se contenta con corregir el régimen y el imaginario cuyos síntomas son Berlusconi y Trump. Reagan y Thatcher comprendieron que sólo una ruptura radical podría acabar con la hegemonía del paradigma socialdemócrata y la izquierda contemporánea debería recordarlo. Esto implica dejar de ver la transición climática como un reto puramente tecnológico, admitir que el capitalismo verde es una contradicción por definición19 y pensar en una amplia planificación ecológica y social para tomar al capitalismo por los cuernos20. Esto ya era la apuesta de Jaurès: una «evolución revolucionaria» para introducir «en la sociedad actual formas de propiedad que la contradigan y la superen, que anuncien y preparen la nueva sociedad y que, por su fuerza orgánica, aceleren la disolución del viejo mundo»21 -lo que hoy llamaríamos «bucles o circuitos de retroacción» política-. No hay que olvidar que la transformación de las estructuras de la sociedad no deja de ser frágil si no va acompañada de la correspondiente evolución cultural y moral. «Son muchos», escribió el sociólogo y combatiente de la Resistencia Georges Friedmann, «quienes se absorben por completo en la política militante, en la preparación de la Revolución Social. Raros, muy raros son aquellos quienes, para preparar la Revolución, quieren hacerse dignos de ella»22.

La transformación de las estructuras de la sociedad no deja de ser frágil si no va acompañada de la correspondiente evolución cultural y moral.

paul magnette

Los «pequeños gestos» de los pioneros de la transición anticipan el movimiento: los ciudadanos que se implican en jardines compartidos, cafés locales, viviendas compartidas, protección de la biodiversidad, escuelas alternativas… no podrán contrarrestar el poder del capital, pero contribuyen a demostrar la posibilidad de otro mundo y a difundir una contracultura. El reto es amplificar el movimiento, pasar de una pequeña escala a la hegemonía cultural. Desde este punto de vista, la historia del movimiento obrero es rica en enseñanzas que podrían aprovecharse mejor. Desde su fundación y hasta el giro neoliberal, la izquierda europea siempre ha intentado remodelar simultáneamente las relaciones sociales y la conciencia, la vida material y la cultura. La experiencia de los «regímenes socialdemócratas» demuestra que las libertades sindicales, la fiscalidad progresiva, la inversión en servicios públicos y la seguridad social reducen las desigualdades y refuerzan la cohesión social y la salud pública23, pero también que estas instituciones alimentan a su vez el sentido de la solidaridad y las preferencias políticas por soluciones colectivas24. Tras un siglo de reformas encaminadas a desjerarquizar las relaciones sociales, es posible identificar opciones políticas que pueden amplificar e intensificar la transición climática y transformar tanto nuestros modelos de producción y consumo como nuestras relaciones sociales y nuestras preferencias morales.

Hay que rehabilitar la norma. Gravar los comportamientos nocivos no basta para erradicarlos, aumenta las desigualdades entre quienes pueden seguir disfrutando de ellos y quienes no y alimenta un sentimiento general de inequidad. Los debates que suscita la norma revitalizan el espacio público democrático, como demuestra la historia de las normativas centradas en la salud, el tiempo y las condiciones de trabajo, la seguridad vial, la contaminación del agua y del aire, etcétera. Basar las opciones de producción en valores colectivos y no en las decisiones de los consumidores individuales evita enfrentar a los grupos sociales y refuerza el sentido común.

Debemos gravar a los más ricos: producen infinitamente más CO2 que otros grupos sociales; su estilo de vida determina los niveles de consumo de la sociedad en general; la concentración de riqueza corrompe la democracia; no se le puede pedir al gran público que reduzca su consumo si una oligarquía se sale de la regla común y sigue disfrutando de un placer sin trabas.

©︎ Naohiro Maeda, Blink, 2018

Los servicios públicos (educación, salud, vivienda, movilidad, alimentación, cultura, acceso a la naturaleza, etcétera) deben desarrollarse porque ofrecen las respuestas más ahorradoras de recursos a las necesidades humanas básicas, porque crean empleo fuera de la lógica del mercado y porque fomentan la cohesión social y el apego a los bienes comunes.

Si el advenimiento de una nueva moral pública no puede decretarse, tampoco es el resultado de transformaciones culturales insondables.

paul magnette

Hay que repartir mejor el trabajo necesario y establecer una garantía de empleo para todos porque la transición hacia una sociedad con bajas emisiones de carbono destruirá millones de puestos de trabajo y no preverlo no hará sino alimentar la inseguridad de la existencia y crear generaciones de opositores a la transición.

Éstos son sólo algunos ejemplos. Nos recuerdan que el advenimiento de una nueva moral pública no puede decretarse ni es el resultado de insondables transformaciones culturales. Todas las civilizaciones anteriores a la nuestra han intentado limitar la acumulación de riqueza y la concentración de poder. E incluso la sociedad productivista, en los momentos en los que tomó conciencia de la gravedad del asunto, fue capaz de imponerse esos límites, como demuestran las legislaciones que limitan la jornada laboral o gravan los ingresos muy elevados tras las grandes recesiones y guerras. Si la producción y el consumo desenfrenados causan los desastres ecológicos y humanos que conocemos y si el ascetismo no es una receta para el éxito, ¿por qué no intentar redescubrir el placer que proviene de los límites libremente consentidos?

Notas al pie
  1. Cf. Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz, L’événement Anthropocène, La Terre, l’histoire et nous, Paris, Seuil, deuxième édition, 2016 ; Pierre Charbonnier, Abondance et liberté, Une histoire environnementale des idées politiques, Paris, La Découverte, 2021.
  2. Cf. Aurélie Trouvé, Le bloc arc-en-ciel, Pour une stratégie politique radicale et inclusive, Paris, La Découverte, 2021.
  3. Cf. Bruno Latour y Nicolas Schultz, Mémo sur la nouvelle classe écologique, Paris, La Découverte, 2022.
  4. Hans Jonas, Le principe responsabilité, Une éthique pour la civilisation technologique, Paris, Editions du Cerf, 1995, pp. 187 et 192.
  5. Ibid., p. 218.
  6. Hans Jonas, Une éthique pour la nature, Paris, Arthaud, 2017, p. 93.
  7. Cf. Giorgos Kallis, Éloge des limitesPar-delà Malthus, Paris, PUF, 2022 y Christophe Bouton, Pour une anthropologie de l’anthropocèneLe grand continent, 2022.
  8. Cf. Emrys Westacott, The Wisdom of Frugality, Why  Less is More — More or Less, Princeton, Princeton University Press, 2016.
  9. Cf. Michael Fœssel, Quartiers rouges, Le plaisir et la gauche, Paris, PUF, 2022.
  10. Cf. Thomas Bouchet, Les fruits défendus. Socialisme et sensualité du XIXe siècle à nos jours, Paris, Stock, 2014.
  11. Pierre Hadot, Qu’est-ce que la philosophie antique  ?, Paris, Gallimard, 1995.
  12. Cf. Charles Senart, Carpe diem, Petite initiation à la sagesse épicurienne, Paris, Les Belles Lettres, 2022.
  13. Cf. Alison Brown, The Return of Lucretius to Renaissance Florence, Cambridge (MA), Harvard University Press, 2010.
  14. Cf. Serge Audier, La société écologique et ses ennemisPour une histoire alternative de l’émancipation, Paris, La Découverte, 2017.
  15. Enrico Berlinguer, Austerità, Occasione per trasformare l’Italia, Rome, Riuniti, 1977, p. 14.
  16. Ibid., p. 19.
  17. Ibid., p. 54.
  18. Cf. le prémonitoire et toujours très actuel Raffaele Simone, Le monstre doux, L’Occident vire-t-il à droite ?,Paris, Seuil, 2010.
  19. Cf. Daniel Tanuro, L’impossible capitalisme vert, Paris, La Découverte, 2012.
  20. Cf. Erik Olin Wright, Stratégies anticapitalistes pour le XXIe siècle, Paris, La Découverte, 2020.
  21. Jean Jaurès, “République et socialisme”, 17 octobre 1901, in Ce que dit un philosophe à la cité, Paris, Les belles lettres, 2010, p. 141.
  22. Georges Friedmann, La puissance et la sagesse, Paris, 1970, p. 359.
  23. Cf. Kate Pickett, Richard G. Wilkinson, The Spirit Level : Why more equal societies almost always do better, Londres, Allen, 2009 ; Anthony Atkinson, Inequality, What can be done  ?, Cambridge (MA), Harvard University Press, 2015 ; Ian Gough, Heat, Greed and Human Need, Cheltenham, Edward Elgar, 2017.
  24. Cf. Benjamin Radcliff, The Political Economy of Human Happiness : How Voter’s Choices Determine the Quality of Life, Cambridge, Cambridge University Press, 2013.