El abrasador verano en el hemisferio norte y los recientes fenómenos extremos en muchos países han confirmado lo que el último informe del IPCC concluía recientemente: «El cambio climático inducido por el hombre, incluidos los fenómenos más intensos y frecuentes, ya causó impactos generalizados y pérdidas y daños a la naturaleza y a las personas más allá de la variabilidad natural del clima«.

Si bien es posible reducir las emisiones y prevenir los riesgos futuros, debemos tener en cuenta que ya entramos a una nueva era de consecuencias1.

Esta nueva etapa de urgencia y de responsabilidad colectiva debe empujarnos a reexaminar toda la acción internacional a la luz del clima, en particular, nuestros instrumentos de financiamiento, en un contexto en el que las relaciones internacionales son tensas (en especial, con la guerra de Ucrania), en el que la cuestión de la deuda vuelve a amenazarnos y en el que las posiciones se endurecen en las conferencias de las partes sobre el clima y la biodiversidad.

Entre estas herramientas de financiamiento, la más sólida y operativa es, sin duda, la ayuda oficial para el desarrollo. El cambio de época que estamos viviendo debe llevarnos a una profunda renovación de esta política pública, para que, en el futuro, tengamos los principios de acción y los medios necesarios para hacer frente a las nuevas vulnerabilidades y movilizar al mayor número de actores. 

La Ayuda oficial para el desarrollo, una política pública mundial resistente y eficaz

La AOD es una herramienta internacional consolidada. Ha alcanzado niveles sin precedentes tanto en 2020 como en 2021. Goza de un fuerte apoyo público en los países donadores del norte (alrededor del 90 % de los europeos considera «importante» ayudar a la población de los países en desarrollo) y suele ser objeto de acuerdos en los países donadores, como estableció recientemente la ley del 4 de agosto de 2021 en Francia. La eficacia de la AOD ha sido validada científicamente.

Crisis tras crisis, la AOD se revela también como una forma privilegiada de cooperación internacional, que puede movilizarse rápidamente en todo el mundo, ya sea en caso de catástrofes naturales, conflictos o crisis humanitarias. Así, aunque los esfuerzos dirigidos a los países pobres fueron, sin duda, insuficientes, el aumento de la AOD registrado en 2020 y 2021 se debe enteramente a la respuesta internacional ante la crisis del COVID, que alcanzó alrededor del 10 % de la AOD total.

La AOD también es un conjunto de reglas y normas, de contabilidad, de reparto de cargas (el famoso 0.7 % del RNB de los países ricos), de buenas prácticas, que, aunque no son vinculantes para los Estados donadores, permiten la transparencia, la comparación y la presión de los pares. El Comité de Ayuda para el Desarrollo de la OCDE es el guardián de todo esto.

Todas estas características hacen que la AOD sea uno de los pocos ejemplos de política pública global con un instrumento de financiamiento propio y un amplio grupo de instituciones sólidas para aplicarla. Como tal, es valiosa y resistente.

El cambio de época que estamos viviendo debe llevarnos a una profunda renovación de esta política pública, para que, en el futuro, tengamos los principios de acción y los medios necesarios para hacer frente a las nuevas vulnerabilidades y movilizar al mayor número de actores. 

RÉMY RIOUX, THOMAS MÉLONIO Y JEAN-DAVID NAUDET

Sin embargo, desde principios de siglo, la Ayuda Oficial para el Desarrollo ha sido objeto de una serie de críticas que ponen de manifiesto su obsolescencia conceptual, su postura sobredimensionada, su complejidad y su inadaptación a los problemas contemporáneos y a sus cambios acelerados. Abunda la literatura sobre el fin de la ayuda y su sustitución por herramientas más globales y ambiciosas, como refleja el lema lanzado en 2015 «de los miles de millones a los billones». La cartografía, el alcance y el principio de la ayuda para el desarrollo ya se cuestionan.

Los objetivos de desarrollo sostenible: más allá de un mundo en dos bloques

El motor de la ayuda para el desarrollo desde los años 1960 corresponde a las desigualdades resultantes de un mundo dividido en dos bloques: el norte y el sur. Este mundo partido en dos ya no existe. El ascenso de los países emergentes desde principios de siglo ha reducido considerablemente el peso del norte en la economía mundial (la OCDE ha pasado del 81 % del PIB mundial en 2000 a sólo el 62 % en 2020) y ha creado una continuidad en la distribución del ingreso mundial. 

La desigualdad entre los países más pobres y los más ricos aún es muy alta: hay una relación de casi 1 a 200 entre el PIB de los 10 países más ricos y el de los 10 más pobres. Y, aunque no se cuestionan los méritos de la solidaridad, ahora, hay un «ecuador» muy amplio que abarca el norte y el sur. Esto es, sin duda, lo que explica muchas veces el rechazo de la AOD por parte de sus propios beneficiarios, que pueden sentirse estigmatizados por esta herramienta nacida en otras circunstancias, en el momento de la descolonización.

En 2015, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y la Agenda de Acción de Addis Abeba (AAAA) extrajeron las consecuencias de esta gran transformación al definir una agenda verdaderamente universal que no deja a nadie atrás, pero según la cual todos los países del mundo deben alcanzar los mismos objetivos para 2030. Por desgracia, esta profunda renovación conceptual no llegó a redefinir la Ayuda Oficial para el Desarrollo.

© Muntaka Chasant

Más allá de ponerse al día

La AOD fue concebida para colmar un vacío de inversión en los países en desarrollo, debido a un déficit de ahorro o de recursos, con el fin de alcanzar objetivos como la recuperación económica o la erradicación de la pobreza absoluta. Sin embargo, esta función de financiamiento de la brecha se está cuestionando a partir de la adopción de los ODS. En primer lugar, las cantidades de AOD ya no son compatibles con la ambición asociada a la consecución universal de todos los objetivos de desarrollo sostenible. Los actuales 170000 millones de dólares de AOD son una proporción relativamente pequeña de los flujos de capital hacia los países en desarrollo, por ejemplo, un tercio de las remesas de migrantes. Según los análisis más recientes, las necesidades anuales de capital adicional para alcanzar los ODS en los países en desarrollo serían entre 7 y 10 veces superiores a la actual AOD y la mayor parte provendría de fuentes privadas. La AOD actual ya no está a la altura de los ODS.

El motor de la ayuda para el desarrollo desde los años 1960 corresponde a las desigualdades resultantes de un mundo dividido en dos bloques: el norte y el sur. Este mundo partido en dos ya no existe.

RÉMY RIOUX, THOMAS MÉLONIO y JEAN-DAVID NAUDET

Y ya no es sólo una cuestión de dinero. En muchas situaciones, la consecución de los ODS ya no consiste sólo en cerrar una brecha de inversión, sino en cambiar la trayectoria nacional a profundidad. Ya no se trata simplemente de ponerse al día. También, en este caso, el mundo ha cambiado, como ilustra claramente la evolución de las desigualdades mundiales.

En 2020, casi el 70 % de la desigualdad mundial se produce dentro de las fronteras nacionales y la pendiente de la curva muestra que esta proporción aumentará aún más si no se toman medidas correctivas contundentes. En otras palabras, la reducción de las desigualdades globales sólo se consigue, ahora, de forma secundaria a través de transferencias financieras de norte a sur, como ocurría en la segunda mitad del siglo XX. La cuestión principal se juega, ahora, a nivel de trayectorias y sistemas nacionales, donde lo que está en juego es tanto político como financiero.

Lo mismo ocurre con los ODS medioambientales. Hoy en día, se trata más de reorientar inversiones existentes que de aportar nuevos recursos para los grandes países emergentes. Según el FMI, en todo el mundo, se invierten más de 5000 billones anuales de fondos públicos y privados en combustibles fósiles.

Sin embargo, hay que aportar un doble matiz a este fenómeno de dilución global de la AOD en el nuevo contexto de los ODS. Por un lado, a pesar de su escasa cuantía, los flujos de AOD tienen una «calidad» particular (estabilidad, garantía, señal) que hace que el resto del sistema financiero les dé un valor más que proporcional a su importe. Por otra parte, los flujos de AOD no son marginales en el caso de los países más pobres, para los que otros tipos de entradas de capital no dejan de ser modestos.

Más allá de la solidaridad

La AOD también se ha enfrentado a la cuestión de los bienes públicos mundiales desde principios de siglo. Algunos países, como Francia, decidieron muy pronto incluir las cuestiones globales en su política de desarrollo. Sin embargo, muchos países desarrollados, y sus instituciones de desarrollo, siguen cuestionando la inclusión del apoyo para la protección de los bienes públicos globales en el sur entre los objetivos de la ayuda para el desarrollo.

De hecho, a pesar de estas reservas, la opción de la inclusión tiende a prevalecer en la práctica, debido al fuerte vínculo entre los diferentes ODS y la interdependencia de las cuestiones económicas, sociales y medioambientales. Así, la proporción de la AOD con un objetivo climático supera ya el 30 % y crece constantemente.

Sin embargo, el financiamiento del clima a través de la AOD plantea una importante dificultad de principio. La ayuda para el desarrollo es una política voluntaria de los países del norte que intervienen en los países del sur, cada uno libre de elegir sus propias opciones de desarrollo, en una doble lógica de interés mutuo y de solidaridad. Por otra parte, la cuestión del clima pone de manifiesto las interdependencias y las responsabilidades compartidas entre las trayectorias de ambos. Como ilustra la siguiente gráfica, las estrategias de desarrollo de todos los países del mundo deben coordinarse ahora para permitirnos a todos aterrizar en un mundo descarbonizado sin dejar de mejorar el índice de desarrollo humano de nuestras poblaciones. 

En este punto también, la edad de las consecuencias del cambio climático lleva a un cambio de paradigma. La gestión de la adaptación, y, más ampliamente, de las consecuencias del cambio climático, no puede basarse únicamente en la lógica de los intereses mutuos ni en una lógica voluntaria de solidaridad. Se trata, sobre todo, de una cuestión de equidad internacional basada en las responsabilidades y las vulnerabilidades. En efecto, los compromisos internacionales en materia de clima se basan en convenios internacionales y el financiamiento del clima no tiene todavía el carácter totalmente voluntario de la AOD.

La edad de las consecuencias del cambio climático lleva a un cambio de paradigma. La gestión de la adaptación no puede basarse únicamente en la lógica de los intereses mutuos ni en una lógica voluntaria de solidaridad. Se trata, sobre todo, de una cuestión de equidad internacional basada en las responsabilidades y las vulnerabilidades.

RÉMY RIOUX, THOMAS MÉLONIO y JEAN-DAVID NAUDET

Mientras que los países donadores de ayuda cuestionan la integración de los flujos financieros destinados al desarrollo y a los bienes públicos mundiales, los países afectados por el cambio climático reclaman claramente la adicionalidad entre estos dos tipos de flujos y, más aún, la necesidad de superar la lógica de la solidaridad y avanzar hacia un debate sobre la justicia y la inversión.

El desarrollo no se mezcla con la lucha contra el cambio climático

Ante estas expectativas, se han alzado muchas voces para ampliar la ayuda para el desarrollo, sus objetivos, geografías e instrumentos extendiéndola al máximo a actores privados y a diferentes formas de financiamiento del mercado. Desde la conferencia de Copenhague de 2009, ha surgido gradualmente, en las negociaciones internacionales, un nuevo marco para el financiamiento del clima, basado en gran medida en la AOD, pero que no se corresponde totalmente con ella, sobre todo, porque puede incluir financiamiento privado.

Sin embargo, por el momento, todos los intentos de avanzar hacia conceptos más amplios que la AOD se traducen en agregados poco conocidos, dispares y poco motivadores. Esta vía de ampliación hace temer que los más pobres sean olvidados. No parece capaz de fundar una nueva política pública global que pueda basarse en lo que da solidez a la AOD: reglas contables precisas, normas de reparto de cargas y buenas prácticas, determinantes específicos, legibilidad y el apoyo de la opinión pública. La cuestión del clima adquiere cada vez más importancia en los debates internacionales y en las políticas nacionales, pero asusta el que parezca que se olvida del desarrollo de los más pobres.

La salida a este aparente impasse podría ser no buscar la ampliación de la AOD, sino centrarla en lo que nadie financia, añadiendo a la lucha contra la pobreza la cuestión de la adaptación al cambio climático y la de las pérdidas y daños, ya que está científicamente establecido que los territorios y las poblaciones más pobres son los que se ven afectados de forma desproporcionada por los cambios ineludibles que provoca el aumento de las temperaturas.  Al mismo tiempo, habría que añadir a la cuestión climática instrumentos de financiamiento internacionales específicos, basados en principios de organización distintos de los que prevalecen para la ayuda oficial para el desarrollo. 

Así pues, habría que hacer tres rupturas (en los ámbitos de la cartografía de lo que está en juego, la separación de los principios de solidaridad y responsabilidad y la movilización de amplias coaliciones de actores) para llegar a dos políticas distintas de solidaridad y responsabilidad internacional, por un lado, y de gestión colectiva de la cuestión climática, por otro. A continuación, se describen estas dos políticas, en parte, para destacar sus especificidades, las rupturas que representan con respecto al statu quo actual y los distintos retos a los que se enfrentarían. Su clara definición podría, en el futuro, relegitimar y reforzar nuestra acción colectiva internacional.

Por un instrumento de solidaridad y responsabilidad hacia los países más vulnerables

Pasar de la AOD a la inversión solidaria internacional para el desarrollo (IID) en los países más vulnerables significaría lo siguiente:

⦁ Concentrar el grueso de los recursos concesionales existentes en los países frágiles y de bajos ingresos para financiar lo que nadie más financia. Este nuevo instrumento mantendría y renovaría los logros de la actual AOD, al mismo tiempo que definiría un marco abierto para nuevos donadores. Debe establecerse un nuevo objetivo de movilización colectiva. Este nuevo marco añadiría la cuestión de la adaptación al cambio climático al objetivo de la lucha contra la pobreza. 

⦁ Definir, en el marco de la AOD existente y de la futura política de inversión en desarrollo solidario internacional, un mecanismo de seguro climático internacional para hacer frente con mayor rapidez a las consecuencias extremas del cambio climático y a las perturbaciones conexas. Esto movilizaría recursos, incluida la ayuda humanitaria y la posible compensación por las pérdidas y daños resultantes de las emisiones históricas. Estas normas deben ser incondicionales para permitir las transferencias automáticas en caso de crisis. En este marco, deberían establecerse listas actualizadas periódicamente de países contribuyentes y receptores, teniendo en cuenta los niveles de emisiones y la vulnerabilidad.

© AP Foto/Martin Mejia

Para un instrumento que movilice y acelere la transición hacia la baja emisión de carbono

Acelerar la transición hacia la baja emisión de carbono siempre que sea posible implica movilizar volúmenes muy elevados de inversión en desarrollo sostenible (IDS), es decir, inversiones nacionales e internacionales de calidad compatible con nuestras ambiciones climáticas y coherentes con las trayectorias hacia la neutralidad del carbono declaradas por los Estados. Esta movilización requiere lo siguiente: 

⦁ Ampliar, multiplicar y poner en red las coaliciones de actores con un triple objetivo de movilización, transparencia y definición progresiva de normas universales a favor de la transición hacia la baja emisión de carbono. Estas normas tendrían que aplicarse de forma muy amplia, a los sectores público y privado, a nivel internacional y en cada país. La existencia de coaliciones de reguladores financieros (NGFS), inversores privados (GFANZ) y de bancos públicos de desarrollo (FICS) debería permitir la aparición de estas metodologías, así como las políticas públicas de calidad que se derivarían de ellas.

⦁ Asignar de forma clara y voluntaria una parte de los recursos presupuestarios actuales de la AOD para movilizar al mayor número de actores, con el fin de permitir la reducción de riesgos, el reparto de los mismos y la coinversión con el sector privado, allí donde los retos de reducción de emisiones son más acuciantes y en apoyo de las trayectorias de descarbonización definidas por los países. Cualquier forma de innovación financiera pertinente debería integrarse en este mecanismo, en especial, en el caso de que se decida la cancelación y conversión de la deuda. Se establecerían objetivos específicos de movilización del financiamiento privado para las instituciones financieras que contribuyan a la aplicación de esta política de inversión en desarrollo sostenible.

Estas dos políticas públicas de inversión internacional solidaria para el desarrollo (IID) y de inversión para el desarrollo sostenible (IDS) podrían permitir refundar la AOD y conciliar, finalmente, la ayuda oficial para el desarrollo. Sería necesaria una negociación internacional para definir este nuevo marco de aquí a 2025, delimitando los perímetros y las ambiciones de estas dos políticas públicas, asignando recursos públicos a cada una de ellas e invitando a nuevos contribuyentes, más allá de los donadores tradicionales de AOD, a apoyar este nuevo marco. Se espera que, entonces, se ponga en marcha un movimiento positivo que permita un objetivo global más ambicioso y normas de reparto consensuadas entre estos diferentes mecanismos, para que cada país pueda definir sus propias prioridades más allá de la cuota obligatoria acordada. 

Un objetivo ambicioso para la política de inversión solidaria (IID) y el carácter parcialmente obligatorio y automático de su financiamiento tendrían como objetivo tranquilizar a los países más frágiles y, en particular, responder a su demanda, ahora explícita, de tener en cuenta las pérdidas y los daños vinculados a las emisiones históricas de CO2. Entonces, sería posible abrir seriamente el debate, actualmente muy incompleto e insatisfactorio, sobre la política de inversión en desarrollo sostenible. Las instituciones financieras internacionales, regionales y nacionales dispondrían, entonces, de un marco de incentivos claro y legible y podrían organizarse en una arquitectura global sólida y coherente. 

Notas al pie
  1. En referencia al documental The Age of consequences, Jared P. Scott (2017)