Ha puesto el segundo volumen de sus Memorias bajo el signo de la «obstinación». La primera de las obstinaciones que caracterizan su carrera es la de no elegir entre la profesión de historiador y la de editor. ¿Es el resultado de una decisión meditada y temprana de llevar a cabo las dos actividades al mismo tiempo, o de una incapacidad para elegir entre ambas?
Cuando tuve que elegir qué camino seguir, dudé mucho en embarcarme en una tesis, sabiendo que me habría llevado diez años de trabajo -era la época de las grandes tesis- y que estaba destinado a emprender una carrera como profesor. Había otro camino posible, inspirado en mi primer libro sobre los franceses en Argelia, que había sido aclamado y que podría haberme llevado a una carrera de ensayista. La vida finalmente decidió otra cosa, porque sin que yo lo hubiera elegido, después de haber creado la colección de Archives en Julliard, me ofrecieron la rara oportunidad de dirigir todo el sector de las ideas y las ciencias humanas en una editorial de prestigio como Gallimard. Así que decidí probar el trabajo de editor durante dos años, y rápidamente me sentí atraído por él. Era mucho más interesante «corregir» a Foucault y a Le Goff que a los estudiantes de Sciences Po. En retrospectiva, creo que tuve una vida apasionante, que coincidió con un periodo histórico poco común desde el punto de vista intelectual, una especie de paréntesis feliz. Así que no me arrepiento de no haber elegido entre esos dos caminos. En la tensión entre la enseñanza en los Hautes Études, la escritura personal y la edición, he tenido una vida plenamente satisfactoria.
Mirando hacia atrás, ¿diría que ser historiador le ha sido útil como editor y que, viceversa, ser editor ha enriquecido su práctica como historiador?
Para mí, las dos cosas han sido totalmente complementarias: si no hubiera estado en Gallimard, no habría sido el historiador que he sido, y viceversa. Tomemos de ejemplo Les Lieux de mémoire. Si hubiera ido a proponérselo a un editor, obviamente me habría rechazado en el acto. Y si fuera un editor puro y no al mismo tiempo un historiador, nunca habría podido desarrollar un proyecto tan loco. Recuerdo que, tras la publicación de los cuatro primeros volúmenes, que a algunos de la casa ya les había parecido abusivo, cuando le dije a Antoine Gallimard que iba a haber tres más, que iban a tener 1000 páginas cada uno y que quería que se publicaran al mismo tiempo… Un editor normal se habría horrorizado, y eso es lo que hizo antes de confiar finalmente en mí.
Cuando observamos su trayectoria, tanto como editor como historiador, nos llama la atención la importancia de lo colectivo. Usted es un hombre de trabajo en equipo, en contraste con la imagen que la gente suele tener del erudito solitario. Tanto en su actividad de historiador como de editor, siempre se ha rodeado de colegas que a menudo son también amigos. ¿Cómo explica la importancia de lo colectivo en su carrera?
Como usted mismo lo ha señalado, no me di cuenta. Pero es cierto que, si no me hubiera convertido en lo que soy hoy, me hubiera gustado ser director de orquesta, de haber tenido la capacidad. Cuando era más joven, también quería ser actor, escribir sketches y montarlos de forma colectiva. Son trabajos que implican relaciones, relaciones con los demás, a los que me sentía naturalmente inclinado, sin poder decir por qué. Para retomar Les Lieux de mémoire, primero había pensado en hacerlo solo. Habría consistido en una introducción de unas cincuenta páginas en la que se explicaría qué es un lugar de memoria, seguida de algunos estudios de caso. Me lo planteé y finalmente preferí hacer algo así como el desfile de toda una generación de historiadores, algo así como el desfile del 14 de julio de 1989 orquestado por Jean-Paul Goude: al final reuní 130 artículos escritos por un centenar de historiadores. Hay algo estimulante en lo colectivo. Lo mismo ocurrió con Faire de l’histoire. Al principio, se suponía que era un pequeño volumen que reunía a Foucault, Le Roy Ladurie, Furet, Le Goff y, por cierto, a mí. Y luego se convirtió, en cierto modo por culpa de Le Goff, que siempre les sugería a sus colegas que escribieran contribuciones, en una empresa mucho mayor de lo previsto. Y me dije «¿por qué no? Es otra cosa, pero marcará la época. Si hubiera hecho Les Lieux de mémoire por mi cuenta, ¿habría causado tanta impresión? Probablemente no. Y si hubiera hecho un pequeño ensayo de 150 páginas en los años 70 para mostrar que la historia estaba cambiando, ¿habría tenido el impacto que tuvo la trilogía Faire de l’histoire? Probablemente tampoco. Le tomé gusto al trabajo colectivo.
Ligado sin duda a esa predilección por la obra colectiva, usted fue sobre todo un hombre de artículos más que de libros en su trabajo de investigación personal.
Eso es muy cierto, porque creo que a menudo se dice más en treinta páginas que en todo un libro. ¿Por qué? Porque no se puede hacer un artículo sin que surja una idea fuerte. Pero se puede escribir un libro sin una idea fuerte. Para mí, el artículo ha sido una forma de hacer libros en veinte páginas sobre temas muy diferentes. Y se dará cuenta de que no soy el único en mi caso: la generación que me precedió por un margen muy pequeño, la de Furet, Le Goff, Le Roy Ladurie, hizo avances principalmente utilizando el artículo.
Y fue usted, al final, quien, a través de su labor como editor, los condujo hacia los libros al animarlos a reunir algunos de esos artículos, que estaban dispersos en revistas, en obras publicadas en las colecciones que usted dirigía en Gallimard.
Sí, es cierto, lo hice con Jean Bottéro en Naissance de Dieu, con Jacques Gernet en L’intelligence de la Chine, con Jacques Le Goff en Pour un autre Moyen Age, con François Furet en Penser la Révolution française. Toda esa generación encontró en el artículo un contrapunto a la tesis, que unos sí hicieron y otros no, porque tenía algo de ascético o incluso de punitivo.
En su caso, el artículo era una alternativa a la tesis que al final no escribió.
La tesis era un verdadero sacrificio y quizás mi familia muy parisina me “lanzó” demasiado rápido a la vida, perdón por la palabra, sobre todo mi hermano Simon Nora que era un alto funcionario. Gracias a él, me introduje muy pronto en círculos interesantes, en ricas amistades, y no habría podido condenarme a la austeridad necesaria para llevar a cabo ese trabajo. Además, tenía una curiosidad general que me dificultaba la elección de un tema. Tomé tres o cuatro seguidos. Cada vez que iba a ver a Pierre Renouvin, le hablaba de un nuevo tema. Uno de ellos trataba sobre los intelectuales y la nación de 1905 a 1914. Y entonces me encontré con el libro de Eugen Weber, The Nationalist Revival, que trataba de ese tema, así que me desanimé. Había pensado en otros temas, sobre el partido colonial por ejemplo, porque acababa de regresar de Argelia. Pero la perspectiva de encerrarme durante diez años con Eugène Etienne y sus colegas del partido colonial antes de 1914, cuando uno tiene un gusto más amplio y espontáneo, era imposible. La edición me ha llenado desde ese punto de vista porque es un verdadero faro permanente. La propuesta que me hizo Gallimard, cuando tenía menos de 35 años, cuando aún buscaba mi tema de tesis, cuando había creado espontáneamente una pequeña colección como la de Archives, que había tenido mucho éxito, era mucho más atractiva.
Sin embargo, al leer su relato, el trabajo de editor no es todo glamour. La imagen que surge es a veces la de una actividad que consiste más en gestionar los problemas de ego y susceptibilidad entre los autores que en hacer madurar y difundir sus ideas.
Lamento dar esa impresión y me hace pensar que me equivoqué al no insistir en el aspecto más importante del trabajo del editor: la lectura de manuscritos. Recibía trescientos manuscritos o libros publicados en el extranjero cada año. Había que seleccionar. Algunos se eliminan solos, otros hay que hacer que se lean y, por lo tanto, hay que encontrarles lectores, lo que no es fácil porque incluso personas por lo demás brillantes no pueden hacer ese ejercicio tan especial. Así fue como conocí a Marcel Gauchet, que destacó en ese trabajo. Y luego están los manuscritos que uno mismo lee, ya sea porque el lector le dice que le corresponde juzgarlo, o porque el tema le hace sentir que es el más capacitado para evaluarlo. Ese es el corazón del oficio de editor: la lectura incesante y, me atrevo a decir, la lectura inteligente, es decir, la que te pone en la piel del autor. El «mundo editorial» a menudo me molesta porque expresa un poco de desprecio por los autores, tal vez porque no son capaces de ser autores. Hay una especie de ironía hacia el autor, se burlan un poco de él. Tal vez porque yo también era autor, nunca compartí esa risa. Me pongo en la piel de los autores: son cientos de horas de trabajo que hay que tratar con seriedad y esfuerzo de comprensión. Y lo que digo del libro es aún más cierto del artículo: cuando se lee un artículo, no se trata de saber lo que es sino lo que puede llegar a ser. Hay que empatizar con él para ver qué se puede hacer con él, por ejemplo, para valorar si un artículo aislado puede servir de punto de partida para un debate, lo que a menudo implica pedirle al autor que modifique el texto. Lamento no haber hecho más énfasis en ese libro en que la esencia del trabajo es leer manuscritos y no gestionar egos.
Detengámonos un poco en estas cuestiones de egos. Refiriéndose a una de sus muchas disputas con Michel Foucault, usted escribe: «quizá los editores sean siempre un poco traidores». ¿Qué quiere decir con eso?
Hay un poco de broma, un poco de provocación en lo que digo. Es casi una confesión que hice mientras escribía ese capítulo. Yo estaba en una situación muy extraña con Foucault, en el momento en que se creó Le Débat y Marcel Gauchet se acercó a mí y yo a él. Para mí, hubo una especie de transición de la órbita foucaultiana a la órbita gauchetiana. Y Foucault, que era una persona muy afectiva y sentimental, que sin duda tenía un verdadero apego a mí, se sintió traicionado. Había venido a mi seminario un día en que Gauchet daba una charla. Había comprendido que era alguien bien armado intelectualmente. Y sobre ese tema Gauchet había publicado, al mismo tiempo que lanzábamos Le Débat, un libro que adoptaba el punto de vista opuesto a L’Histoire de la folie. Así que Foucault vio en él a un competidor. La palabra puede parecer abusiva en la medida en que Foucault reinaba casi universalmente y Gauchet era un principiante, pero Foucault percibió una competencia, ya que Gauchet abordaba el tema de la locura para contradecir la lectura que Foucault hacía de ella, en particular en lo que respecta al «gran encierro». Por lo tanto, me encontré dividido entre esos dos hombres. Espontáneamente, tuve una especie de fascinación, apego y amistad por Foucault. Había hecho mi carrera como editor y éramos muy unidos. Sin embargo, yo tenía profundas reservas sobre lo esencial y él era muy consciente de ello. Experimenté esta transferencia de forma dolorosa, pero me sentí intelectualmente más cerca de Gauchet que de Foucault, que era un acróbata sublime pero cuyas piruetas intelectuales mantenían una relación problemática con la verdad, que sin embargo era el tema principal de su reflexión. Mientras escribía sobre esa discrepancia, pensé que había algo ahí que era cierto de otros autores, con los que uno se encuentra a menudo en empatía. Me recordó lo que mi padre, que era cirujano, me dijo una vez sobre sus pacientes: siempre hay que darle al paciente la impresión de que has estudiado mucho y que sólo has vivido para el día en que venga a verte. Hay algo de ese orden en el trabajo del editor, que también debe dar a cada autor la impresión de que ha vivido sólo para él y que es todo suyo. Pero no es cierto.
Usted mencionó que los libros recibidos del extranjero deben ser evaluados por su relevancia para una traducción. En efecto, el editor está en el centro de la circulación internacional de ideas. Me imagino que tenía relaciones con sus colegas de otros países.
Tuve relaciones con varias personalidades externas. Estaba muy conectado con Robert Silvers, el editor de la New York Review of Books. Él estaba muy al tanto de lo que ocurría en Estados Unidos y muy a menudo me hablaba para llamar mi atención sobre un autor o una publicación. Así es como descubrí Bloodlands de Timothy Snyder, por ejemplo. Tuve el mismo tipo de relación en Londres con George Weidenfeld, que era un hombre muy internacional, muy involucrado en el gran mundo político y un gran editor. También tuve una relación muy estrecha con Giulio Einaudi. Me había visto durante una de sus estancias en París e inmediatamente me invitó a Turín para asistir a uno de sus comités de lectura. Estábamos tan unidos que quiso que lanzáramos proyectos juntos: así iniciamos una historia de los marxismos y una historia de los psicoanálisis. La realización de la historia de los marxismos resultó muy complicada porque los italianos querían incluir autores estalinistas y finalmente llamé a Eric Hobsbawm como árbitro supremo. Este asunto duró al menos tres años y finalmente, como Hobsbawm insistió en incluir a los estalinistas, me retiré del proyecto. Por otro lado, tuve poco contacto con los alemanes, salvo a través de Etienne François, porque no domino el idioma. Eso era una desventaja evidente. En ese ámbito y para Europa del Este, Krzysztof Pomian, que habla ruso y alemán, me fue de gran ayuda.
Por la eminente posición que ha ocupado en una empresa tan prestigiosa como Gallimard, ha sido usted un hombre de poder. Esto no deja de suscitar envidias, celos y halagos. ¿Cómo ha gestionado esta dimensión inherente a su trabajo como editor?
El problema del poder intelectual estaba a la orden del día cuando lanzamos Le Débat. Régis Debray había abierto el fuego con su libro sobre Le Pouvoir intellectuel en France en 1979. Siguió una reflexión constante sobre el poder intelectual, y recuerdo haber tenido discusiones con Foucault, que hacía mucho hincapié en la cuestión del poder. Solíamos discutir para saber si era él o yo que tenía el poder. Yo pensaba que lo tenía él y él pensaba que lo tenía yo. Le propuse que abriéramos la revista con una discusión entre los dos sobre ese tema, a lo que finalmente se negó. Así que escribí todo un editorial sobre la naturaleza del poder intelectual: «¿Qué pueden hacer los intelectuales?”. Era demasiado largo, y Claude Gallimard pensó que era ridículo ponerlo en la cabecera de la revista. Pero tenía muchas ganas de demostrar que escribir una crítica era asumir el poder intelectual. Esto también es cierto en la edición, pero menos que en una revista: si tu libro es rechazado por un editor, puedes sondear muchos otros, mientras que en el caso de Le Débat, había por supuesto otras revistas, pero apenas más de tres si consideramos las revistas generalistas: Esprit, Commentaire y Les Temps modernes. Pero todas ellas estaban marcadas ideológicamente, mientras que nosotros éramos una revista que pretendía ser abierta y puramente intelectual en un momento en el que, según nosotros, ya no se trataba de transformar el mundo sino de comprenderlo. Así que hablé mucho de ese poder intelectual, y eso fue lo que desencadenó la ira de Foucault contra mi editorial, porque en él abogaba por un tipo de intelectual democrático, es decir, un intelectual que se somete a la apreciación de los demás y los escucha, que intenta tener una especie de honestidad pluralista con la verdad. Por eso llamé a la revista Le Débat: significaba que todo estaba abierto al debate. Estábamos saliendo de la era estructuralista y queríamos dirigirnos a las bases. Con la propia palabra «debate» queríamos significar una ambición pluralista. En la sección «Un libro a debate», le dábamos al autor tres o cuatro lecturas de su libro a las que él respondía. Había un proceso que no era el artículo fulminante que ejecuta un libro sin apelación. A veces se ha dicho que Le Débat era un diálogo entre profesores del Collège de France, pero no es cierto. Hemos dado la palabra a muchos jóvenes autores. Así que sí, asumo el ejercicio de ese poder, pero para ejercerlo de la forma más clara, abierta y democrática.
Como editor, ¿cuáles son sus mayores arrepentimientos, los libros que dejó escapar, los que lamenta haber rechazado o los proyectos que no salieron adelante?
Hay muchos arrepentimientos, empezando por la historia de los marxismos de la que le hablaba. Fui a Londres, a Turín, pasé semanas allí y lamento que no se haya hecho. Y no se hizo precisamente porque quería ser honesto y no militante, como quería hacer con la revista. También lamento no haber publicado a Philippe Ariès. Me habían gustado mucho Le temps de l’histoire y su Historien du dimanche, que me inspiraron la idea de ego-historia. Lo conocí más tarde, demasiado tarde. Me dijo: «Mira, vendré a Gallimard pero tengo una pequeña colección en Plon». Allí había publicado Raoul Girardet y la primera edición de la Histoire de la folie de Foucault. Otro arrepentimiento está relacionado, por supuesto, con el final de Le Débat. Si hubiera tenido quince años menos, habría pensado en transformar Le Débat y hacerlo perdurar. Era obvio que después de cuarenta años en los que nada había cambiado, era el momento de transformar la forma y el contenido, y lamento no haber conseguido darle un giro. Sin embargo, yo no podría haber hecho lo que ha logrado hacer el Grand Continent desde su reciente lanzamiento porque no estoy lo suficientemente familiarizado con el mundo digital. Tenía casi 90 años y quería escribir mis memorias. Esto me permite volver a la primera pregunta sobre mi obstinación en no elegir entre mis dos profesiones. Cuando empecé a pensar seriamente en escribir mis memorias, al principio me sentí completamente incapaz de hacerlo, porque la tarea parecía enorme. Así que hubo que ser muy obstinado y, desde el momento en que tuve la idea, me dediqué de lleno a ella.
¿Y cuáles son sus mayores orgullos editoriales?
Por decir algo bastante personal, estoy muy orgulloso del trío que formé con Marcel Gauchet y Krzysztof Pomian. Un increíble trío de fertilidad intelectual y reciprocidad. Había que asistir a nuestras sesiones de trabajo semanales en Le Débat: ambos estaban allí y las ideas fluían. Pomian dijo una vez que probablemente no había ningún seminario en el Collège de France que tuviera esa densidad. Los tres hemos unido nuestros nombres a una obra reconocida como «monumental»: la mía es colectiva, tienes razón, conLes lieux de mémoire, pero mi marca ahí no es sólo la de un recopilador; Krzysztof Pomian acaba de terminar su monumental Histoire mondiale des musées, una obra magnífica realizada en condiciones muy difíciles, cuando acababa de perder a su mujer y de ser operado; Marcel Gauchet publicó los cuatro volúmenes de L’avènement de la démocratie, de los que basta con hojear un capítulo para darse cuenta de la amplitud. Este trío que formamos, más que orgullo, es felicidad.
Ha conocido una época en la que París era uno de los faros del debate intelectual mundial. Hoy en día, tiende a provincializarse. En su opinión, ¿cuándo se produjo este cambio y cómo lo explica?
Este giro se produjo en torno al año 2000. El artículo que Jean-François Sirinelli publicó entonces en Le Débat sobre la pérdida de aceptación internacional de la historiografía francesa es un marcador muy revelador de esa evolución. En mi época, en los congresos internacionales, los historiadores franceses eran los reyes y los editores les daban contratos incluso antes de haber escrito un libro. Hoy en día, es muy complicado conseguir que un libro de un historiador francés se traduzca en el extranjero. ¿Cómo se explica este descenso? Perdone la apariencia de pretensión, pero ¿conoce alguna empresa historiográfica francesa importante desde Les Lieux de mémoire? ¿Hay algo que aporte una visión renovada de la historia? Pasa lo mismo en sociología. Después de Bourdieu, que fue la última gran empresa, hay por supuesto sociólogos que producen trabajos interesantes, pero que no tienen el tipo de pensamiento que tenía Bourdieu. En filosofía, qué podemos decir, salvo que Onfray no es Foucault. Todas estas ciencias humanas y sociales, que ilusoriamente esperábamos que pudieran contribuir a una comprensión unitaria del comportamiento humano y del hombre en general, se han ido a casa.
Para terminar con una nota un poco más positiva, en el panorama editorial actual, ya sean editoriales o revistas, ¿qué le interesa, qué lee? ¿Qué proyectos le parecen interesantes, hay cosas que parecen ir en la dirección correcta?
Por supuesto. Nosotros, por nuestra parte, correspondimos al final de la época revolucionaria, simplificadora y militante, y al advenimiento de un nuevo mundo, marcado por la modernidad, la globalización, el despertar del Islam, el individualismo democrático, la extensión de lo patrimonial, la transformación de la relación con el tiempo y la historia. Un mundo para entender y explorar.
Las condiciones han cambiado con la llegada global de la tecnología digital, la prioridad dada a los problemas derivados de la inteligencia artificial, el cambio climático, las convulsiones geopolíticas, los problemas de los seres vivos, todo lo que se conoce como el Antropoceno. Corresponde a otras formas de intelectuales intervenir y encontrar los medios para hacerlo. El Grand Continent es un buen ejemplo.