Y, al final, ganó Lula… La noche del 30 de octubre, tras una campaña electoral con una violencia inusitada en la que fueron asesinados varios activistas de izquierda y líderes de comunidades indígenas, la victoria se decidió por un pelo. Con una ventaja de algo más de dos millones de votos para Jair Bolsonaro (menos del 2 % de los votos válidos) y con una brecha reducida a un tercio con respecto a la primera ronda, el líder del Partido de los Trabajadores (PT) ganó un tercer mandato presidencial tras los de 2003-2006 y 2007-2010 gracias, sobre todo, a los votantes del noreste y al giro del tradicional swing state de Minas Gerais.
Una elección en juego
Hasta el final, el suspenso estuvo tan polarizado como el fervor de la sociedad brasileña. Mientras sus partidarios esperaban una victoria en la primera ronda, Lula tuvo que jugar la partida, en tiempo extra, en una campaña en forma de doble plebiscito (a favor o en contra de Bolsonaro, a favor o en contra de Lula) dominada por la denigración virulenta del adversario, sin que se abordara ninguna cuestión de fondo real. La dinámica en el campo de Bolsonaro, cuyo partido se impuso en la Cámara de Diputados y cuyos principales dirigentes ganaron el Senado en la votación del 2 de octubre, pesó en el intermedio, mientras se multiplicaban las fake news, las llamadas de pastores evangélicos en las que denunciaban el satanismo de Lula y los recursos ante el Tribunal Superior Electoral (TSE). El día de la segunda ronda, las operaciones de control orquestadas por la policía federal de carreteras, a veces, con el apoyo de la policía militar y del ejército, impidieron que muchos electores fueran a votar en los estados del noreste, que se inclinan tradicionalmente por Lula. Frente a estos intentos de desestabilización (ahora, sabemos que fueron maquinados desde Brasilia), el presidente del TSE, Alexandre de Moraes, jugó la carta del apaciguamiento y se negó a suspender o aplazar la hora de cierre del escrutinio, lo que evitó que se les diera pábulo a los bolsonaristas o a un movimiento de pánico que rompiera el proceso electoral.
Por ello, el anuncio de los resultados expresó un alivio tremendo para la mitad de los brasileños, a cuyos ojos la democracia recupera sus derechos al final de la secuencia de desestabilización iniciada por el golpe parlamentario contra Dilma Rousseff, en 2016, y llevada a su clímax bajo la presidencia de Bolsonaro, quien ha hecho de los reiterados ataques a las instituciones del país su principal negocio. También hubo un alivio internacional con la victoria de Lula, cuyos principales jefes de Estado, en Europa y América en particular, reconocieron su victoria en un tiempo récord, lo que contribuyó, así, a reforzar el resultado de las elecciones frente a posibles desafíos internos. Esta reacción fue proporcional al interés suscitado por unas elecciones cuyos intereses iban mucho más allá de las fronteras brasileñas. Estaba en juego el enfrentamiento entre una gran alianza democrática y una extrema derecha que, en nombre de Dios, de la nación y de la libertad, perseguía un proyecto autoritario que tenía muchos ecos de las derechas radicales europeas y norteamericanas. También estaba en juego el futuro de la Amazonia, donde la deforestación alcanzó un récord durante el gobierno de Bolsonaro, con más de 40000 km² esfumados, una superficie del tamaño de los Países Bajos. A pocos días de la apertura de la COP 27, un segundo mandato de Bolsonaro amenazó con una destrucción ambiental realmente masiva, lo que llevó a varias celebridades a pronunciarse públicamente, como Leonardo di Caprio, con varios tuits que se hicieron virales: «El mundo entero depende de la Amazonia, por nuestra biodiversidad, nuestro clima y nuestras vidas»; «este domingo, todos los brasileños pueden votar para proteger el medio ambiente».
Los retos de la transición
Sin embargo, el resultado fue ajustado y la imagen de una sociedad dividida en dos domina las secuelas de las elecciones. A corto plazo, los retos son numerosos. Primero, la reacción del presidente saliente y de sus partidarios más radicalizados, que no tardan en ceder a las tentaciones sediciosas. El propio Bolsonaro marcó la pauta cuando exhortó a sus seguidores a marchar en armas en Brasilia, en la Plaza de los Tres Poderes, para conmemorar el 200° aniversario de la independencia del país, el 7 de septiembre. A lo largo de la campaña, hizo varias declaraciones en las que cuestionaba el funcionamiento de las urnas electrónicas y la legalidad de las elecciones y afirmó ser víctima de la censura (su denuncia contra las emisoras de radio por no habían emitido sus anuncios electorales fue desestimada por falta de evidencia). Después de todo el ruido mediático, su silencio durante casi 48 horas tras el anuncio de los resultados podría haber sido un estímulo para la franja más radical de su electorado. Los camioneros, que habían desempeñado un papel central en las elecciones de 2018, bloquearon las carreteras, mientras que los manifestantes se reunieron frente a los cuarteles para pedir a las fuerzas armadas que «salvaran a Brasil».
El riesgo de un golpe de Estado, variante tropical del asalto al Capitolio, da la impresión de haber quedado temporalmente descartado después de que el actual ocupante del Palacio de la Alvorada afirmara que respetaría los términos de la Constitución y que autorizaría la puesta en marcha del proceso de transición. Incluso antes de esta declaración, el presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lira, el miembro más destacado del centrão («el gran centro», que aglutina a una multitud de pequeños partidos sin una línea ideológica fuerte y dispuestos a aliarse con el mejor postor) y más cercano a Bolsonaro, reconoció la victoria de Lula, seguido del presidente del Senado, Rodrigo Pacheco, y de la presidenta del Supremo Tribunal Federal, Rosa Weber. El ejército, por su parte, no se movió, probablemente, por el número de militares elegidos para el Congreso y las asambleas locales. El orden constitucional se respeta, pero las numerosas movilizaciones de los votantes de Bolsonaro en todo el país, en el curso de la semana posterior a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, que exigen la intervención del ejército frente a los cuarteles, auguran la persistencia de los disturbios, al menos, hasta el traspaso del poder, el 1° de enero de 2023.
Lula debe ahora (y éste es su primer reto para los próximos años) construir una mayoría para gobernar. La coalición liderada por el PT está lejos de haber obtenido una base sólida para adoptar el programa social que reclama. En la Cámara de Diputados, el PT y sus aliados sólo tienen 77 miembros electos, frente a los 99 del Partido Liberal (PL) de Bolsonaro, con un total de 513. Esto demuestra el grado de fragmentación, consecuencia del sistema de voto proporcional con listas abiertas establecido por la Constitución de 1988, y la importancia que tendrán las negociaciones con el centrão en la futura administración. Además, los márgenes de maniobra del ejecutivo federal se verán limitados de facto por el poder de los gobernadores de los estados de la federación, a cargo de numerosas atribuciones en materia de seguridad pública, educación y salud. Aunque el PT puede contar con cuatro gobernadores electos (en los estados de Bahia, Ceará, Piauí y Rio Grande do Norte), los tres principales estados del país (São Paulo, Rio de Janeiro y Minas Gerais, que representan algo menos de la mitad de la población y del PIB nacional totales) están ahora en manos de personas cercanas a Bolsonaro, lo que constituye un importante freno local.
La elaboración del presupuesto de 2023 y la suspensión del límite de gasto público de veinte años, que se había decidido durante el gobierno interino de Michel Temer (2016-2018), constituirán una primera prueba de fuerza, en un contexto de débil crecimiento económico (2.5 %, según las proyecciones para 2023) y de gran urgencia social, ya que 33 millones de brasileños se encuentran, actualmente, en situación de grave inseguridad alimentaria. También se tratará de formar un gobierno que reconozca el lugar que le corresponde a cada componente de la coalición formada en torno a Lula, sin comprometer la posibilidad de una línea política orientadora para los próximos cuatro años de gobierno.
¿Una repetición de la historia?
Aunque es demasiado pronto para saber cómo el futuro presidente y sus aliados se enfrentarán a estos retos, su elección tiene un semblante, en muchos sentidos, de una repetición de la historia, cuya mejor encarnación es la propia figura del líder del PT. Tras más de medio siglo de vida política, que comenzó como sindicalista bajo la dictadura militar, y tras seis campañas presidenciales, Luiz Inácio Lula da Silva se impuso en el arte del come back político al reconquistar el poder a los 77 años. Condenado por corrupción, encarcelado durante 580 días, bloqueado para presentarse en 2018 y, finalmente, absuelto por la justicia, se describe como un «resucitado» al final de una campaña que utilizó mucho las referencias al pasado.
Frente al proyecto autoritario de Bolsonaro, el recuerdo de sus dos primeros mandatos presidenciales, marcados por un fuerte crecimiento económico (debido, principalmente, al boom des commodities), por la salida de unos 30 millones de brasileños de la pobreza, por ambiciosos programas sociales (desde la bolsa familia y la fome zero, que erradicaron el hambre, hasta la ley de cuotas que abrió las puertas de la educación superior a categorías de la población que estaban prácticamente excluidas) y por la afirmación de Brasil en la escena internacional, se ha movilizado ampliamente. La deforestación de la Amazonia, que había alcanzado un pico en 2004 con casi 28000 km² de bosque perdidos en un solo año, disminuyó un 43.7 % entre 2003 y 2006 y un 52.3 % entre 2007 y 2010, pero todavía estaba en declive, ya que una parte importante del crecimiento de los años de Lula fue asegurada por una reprimarización de la economía y, en particular, por un auge espectacular de la agroindustria de la soya. Sin embargo, la evocación recurrente de lo que habría sido una edad de oro en la historia reciente de Brasil estuvo en el centro del discurso de Lula y de sus partidarios hasta el punto en el que la victoria del 30 de octubre, junto con las recientes victorias de Gustavo Petro en Colombia y de Gabriel Boric en Chile y junto con la presencia en el poder de Alberto Fernández en Argentina y de Andrés Manuel López Obrador en México, la victoria del 30 de octubre se interpretó (otra repetición de la historia; esta vez, a escala regional) como un nuevo giro a la izquierda en América Latina.
Más allá de la nostalgia de los años 2000, también se evocó, en varias ocasiones, el recuerdo de un tiempo más lejano, el de las luchas contra la dictadura militar. Así, en un mitin en Belo Horizonte, el 9 de octubre, Lula evocó el recuerdo de las Diretas já, un movimiento de manifestaciones populares que exigía «elecciones directas ya», entre 1983 y 1984, y que prefiguraba el retorno a la democracia, mientras que Chico Buarque cantaba uno de los himnos de la resistencia al régimen militar, Amanha vai ser outro dia («Mañana será otro día»), como si, en la campaña de 2022, estuviera en juego una transición a la democracia como la de la primera mitad de los años 80. Éste también es el sentido que aflora en las fotografías que el expresidente Fernando Henrique Cardoso publicó en las redes sociales justo después de la primera ronda, en las que anuncia su apoyo a Lula y en las que se ve a los dos hombres juntos en el corazón industrial del Estado de Sao Paulo, en 1978, cuando la reconstitución de los movimientos sociales empezaba a hacer tambalear el poder de los militares.
Estos usos del pasado son tan importantes como la idea de que Bolsonaro también lo ha usado mucho, por ejemplo, al repetir (de forma idéntica o con diversas variantes) el lema «Dios, Patria, Familia» de la Acción Fundamentalista Brasileña, la única formación política de inspiración fascista que se convirtió en un partido de masas en América Latina, en la década de 1930. Sobre todo, ha hecho continuamente de la nostalgia de la dictadura uno de sus leitmotivs: así, en 2016, cuando dedicó su voto a favor de la destitución de Dilma Rousseff para el coronel Carlos Brilhante Ustra, notorio torturador de los años de plomo; así, de nuevo, el 31 de marzo de 2022, cuando afirmó que Brasil sólo sería una Republiqueta («Republiquita») si no hubiera conocido más de dos décadas de gobierno militar entre 1964 y 1985. Esta presencia del pasado autoritario en los debates políticos contemporáneos se acarrea directamente del caso chileno, en el que José Antonio Kast, un gran fanático de los años de Pinochet, obtuvo el 44 % de los votos en la segunda ronda de las elecciones presidenciales de 2021, en las que, finalmente, ganó Boric, pero no hay equivalencia alguna con Argentina o Uruguay. Están en juego las consecuencias de no haber hecho nunca justicia por las violaciones de los derechos humanos cometidas bajo los regímenes de seguridad nacional, a pesar de los innegables avances representados en la primera mitad de la década de 2010 por el trabajo de la Comisión Nacional de la Verdad, y de haber preservado, así, el prestigio de la institución militar ante una gran parte de la opinión pública.
Nuevos actores y nuevas prácticas
Este resurgimiento de la historia y de los recuerdos conflictivos de la dictadura no debe, sin embargo, enmascarar la renovación del escenario político que se ha producido en la última década. Lejos de constituir un simple paréntesis en la historia reciente de Brasil, al final del cual se restablecería el statu quo ante, los años de Bolsonaro están en el origen de un profundo cuestionamiento de los marcos institucionales provenientes de la Constitución de 1988, llevado por nuevos actores y nuevas prácticas.
Los cuatro años en los que el antiguo capitán de artillería ocupó la presidencia estuvieron marcados por numerosos ataques a la democracia: la desconfianza hacia las urnas electrónicas introducidas en 1996, acusadas de ser el origen de todos los posibles fraudes, aunque su fiabilidad está demostrada, y hacia el acto de votar; la militarización masiva del aparato del Estado y de la alta función pública; la designación de enemigos desde adentro (artistas contestatarios, activistas LGBTQIA+, académicos considerados desviados de la novela nacional, líderes sociales, etcétera) cuya ciudadanía al cuerpo de la nación se cuestiona; uso masivo de la violencia verbal y de las amenazas contra cualquier forma de oposición; comentarios abiertamente racistas contra la población indígena y afrodescendiente; apología de las armas y del derecho a la autodefensa; difusión de fake news y otras falsedades desde el mismo corazón del poder federal y a través de las redes sociales, que se han convertido en las herramientas clave de la comunicación política; etcétera. Es cierto que diversos mecanismos derivados de la Constitución de 1988, como el Supremo Tribunal Federal y las instituciones judiciales, han desempeñado su papel de salvaguarda y han impedido una rápida deriva autoritaria, como cuando Lula fue finalmente exculpado y liberado de la cárcel. Sin embargo, la inculcación sistemática de la duda en las prácticas de la soberanía popular ha debilitado el consenso democrático, como lo demuestran las movilizaciones bolsonaristas de la postsegunda ronda, y la banalización de la violencia en el discurso ha posibilitado la explosión de crímenes políticos, cuyo aspecto emergente es el asesinato aún impune de Marielle Franco, en Rio de Janeiro, el 14 de marzo de 2018. En este sentido, a diferencia de las estrategias de desdemonización que caracterizan a la extrema derecha francesa o italiana, preocupadas ahora por la respetabilidad en su búsqueda del poder, el bolsonarismo se inclina más hacia las prácticas del trumpismo al hacer de la arrogancia, la indignación, la provocación y la transgresión un nuevo repertorio de acción política.
Además, es imposible entender las raíces de esta extrema derecha sin tener en cuenta los poderosos relevos constituidos por las iglesias evangélicas (y, más particularmente, entre ellas, las pentecostales), cuyo crecimiento ha sido exponencial desde la década de 1970 y el 69 % de cuyos seguidores votaron por Bolsonaro (quien nació en la fe católica, pero fue rebautizado en las aguas del Jordán, en 2016, según un rito evangélico del pastor Everaldo, miembro de la Asamblea de Dios) en la segunda ronda de las elecciones presidenciales (según una encuesta del demógrafo José Eustáquio Diniz Alves publicada en O Globo, el 3 de noviembre de 2022). Aunque hay que tener cuidado de no generalizar, dada la miríada de iglesias que coexisten y que, con frecuencia, buscan diferenciarse en el mercado de bienes de salvación, estos fieles son, ante todo, potenciales clientes cautivos a quienes la palabra carismática de un pastor, en vísperas de unas elecciones, puede hacerles votar a favor de un candidato. Sobre todo, transmiten una visión del mundo vertical y autoritaria, con la omnipotencia de la palabra del pastor y de Dios buscando respuesta en las formas del ejercicio del poder político, tradicionalista desde el punto de vista social, con la denuncia de Bolsonaro por los ataques a la familia por parte de los movimientos feministas o LGBTQIA+, y, sobre todo, providencialista, con una cuestión de voluntad divina exclusivamente, a la que el hombre común no puede pretender oponerse. Este último hecho parece decisivo para entender cómo 58 millones de electores brasileños pudieron votar por el presidente saliente el 30 de octubre, a pesar de que su gestión de la pandemia de COVID 19, durante mucho tiempo negada y siempre despreciada por el conocimiento científico, les costó la vida a más de 700000 de sus conciudadanos. Por supuesto, también hay formas de maleabilidad política (por no decir oportunismo) entre estos actores evangélicos, como demuestra el reciente «perdón» concedido a Lula por Edir Macedo, fundador y jefe indiscutible de la poderosa Igreja Universal do Reino de Deus (Iglesia Universal del Reino de Dios), quien no había escatimado en sus esfuerzos al denunciar el satanismo del líder del PT. El hecho es que la pentecostalización de la sociedad brasileña, que lleva más de medio siglo y que se manifiesta en el poder conquistado por la bancada evangélica en el seno del Congreso, también es un factor de debilitamiento de la democracia, que no es, en absoluto, efímero, en la medida en que pone en cuestión la autonomía de la política en su orden y, en un Estado laico desde 1891, la separación de los planos temporal y espiritual.
Obviamente, no sabemos qué pasará con el presidente Bolsonaro, quien es objeto de numerosas denuncias por toda una serie de actos cometidos durante su mandato, ni con sus hijos, quienes, probablemente, liderarán la oposición al gobierno de Lula y tomarán el relevo en los próximos años. Por otra parte, no cabe duda de que esta derecha radical, con una fuerte base religiosa, hostil a la democracia liberal, comprometida con el agronegocio en nombre del crecimiento económico y que se niega a tomar nota del calentamiento global y de las amenazas medioambientales, será un actor tan importante en las próximas décadas como el hecho que forma parte de una sociedad violentamente desigual, donde las persistentes brechas entre las condiciones individuales son motivo de rechazo del consenso democrático.