La llegada por primera vez de un gobierno progresista implica retos de enorme complejidad para Colombia. Tras varios años de hegemonía de la derecha con un marcado acento neoliberal, en términos económicos, el país se enfrenta a una coyuntura que requiere de respuestas distintas a las aplicadas a “raja tabla” en estos años. A esto se suma, la actitud del gobierno saliente de Iván Duque de tomar distancia respecto del acuerdo de paz entre el Estado y la guerrilla de las FARC (Acuerdos de La Habana) que puso fin a más de medio siglo de guerra, pero cuyos compromisos fueron desconocidos con el argumento de que, las responsabilidades eran exclusivas de la administración anterior y no necesariamente vinculantes en los gobiernos subsiguientes. Esto a pesar de que expresamente la Corte Constitucional se manifestó porque el pacto de paz debía ser concretado y mantenido al menos hasta 2030, precisamente para evitar que, con esa narrativa cortoplacista, se esquivaran responsabilidades asumidas no por el gobierno, sino por el Estado.
El nuevo ejecutivo en cabeza de Gustavo Petro y Francia Márquez con una bancada en el Congreso unificada alrededor de un proyecto de unidad nacional, deberá por tanto privilegiar determinados temas. Esto es urgente por cuenta de la crisis social que vive Colombia por la delicada situación de orden público en varias zonas del país, donde el abandono del discurso de paz, ha derivado en niveles inquietantes de inseguridad. Hasta la fecha, más de 300 desmovilizados de las FARC han sido asesinados y 2021 cerró con la escandalosa cifra de casi 100 masacres, de acuerdo con el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz). Esto implica una serie de retos inmediatos que no dan espera y que, en el curso de los próximos años deberán concretarse, con la enorme dificultad que supone cambiar esquemas mentales y prejuicios que, en Colombia existen desde hace décadas.
Reforma de impuestos: nueva estructura fiscal
La primera y más urgente transformación pasa por los impuestos. Colombia con un coeficiente de Gini cercano a 0,52 es el segundo país latinoamericano más desigual, más grave aún, pues esta es la zona de mayor concentración de riqueza por promedio en el mundo. A esto se suma el estado deplorable de las finanzas públicas que recibió esta administración, con un déficit fiscal cercano al 6,8% del producto interno bruto de acuerdo con el economista Salomón Kalmanovitz. Con semejante desproporción, las nuevas autoridades deberán recuperar fuentes de recursos para no solo reducir tal desmesura, sino para emprender buena parte de los proyectos sociales.
Asimismo, Colombia pretende reducir la concentración del ingreso, una meta estancada en el último tiempo, mientras que otros latinoamericanos avanzaron en la materia, especialmente los que hicieron parte del ciclo progresista a comienzos de siglo. Uno de los retos más complejos en política tributaria colombiana ha sido la de lograr que se paguen impuestos en proporción a la riqueza. Desafortunadamente, la estructura fiscal es regresiva y permite que el gran capital no solo no pague en esa proporción, sino que una parte que el Estado debería poder rastrear, se encuentra en paraísos fiscales. Basta con ojear los escándalos a raíz de la publicación de los denominados Panamá y Pandora Papers para darse una idea de la gravedad del tema.
Por eso la reforma fiscal aparece como una oportunidad para sanear las finanzas, lograr un mayor equilibrio con impuestos progresivos y tener fuentes permanentes para la financiación de programas sociales, sellos inconfundibles de un gobierno progresista.
La “paz total”, anhelo de Estado
La Constitución de 1991 sacralizó el derecho a la paz y la definió como “uno de los fines esenciales del Estado”. Desde entonces, varios gobiernos desarrollaron esfuerzos para lograr la paz sobre todo por la vía de la negociación hasta la llegada de Álvaro Uribe en 2002. A partir de ese entonces, se impuso la teoría de que era posible lograr la paz mediante la guerra. Durante 8 años, se llevó a cabo una ofensiva con efectos nefastos sobre el derecho internacional humanitario y los derechos humanos. Colombia retrocedió, pero afortunadamente en el segundo mandato de Juan Manuel Santos se logró un acuerdo definitivo de paz con las FARC.
Petro y Márquez han enfatizado la necesidad de rescatar esa paz de la que habla la constitución en sus artículos 22 y 95 y que definen como “total”. Esto implicará trabajar en tres dimensiones en los próximos años, y no solo durante este gobierno. Primero, entender que la seguridad no se impone a la fuerza y menos aún a través de la presencia policial y militar. El Estado es, en esencia, la inversión social, la administración de justicia y el diálogo social permanente y no como mecanismo para “apagar incendios”. Segundo, este esfuerzo debe contemplar una negociación de paz que seguramente tomará tiempo y cuyos resultados no serán inmediatos, menos aún si se decide “negociar bajo fuego”. Ahora bien, el anuncio de que se contemplan acuerdos parciales para ir generando confianza entre las partes, podría significar avances intermedios que vayan generando sentido de pertenencia al proceso de paz y convencer a escépticos, tal como sucedió con los diálogos de La Habana.
En este anhelo, el restablecimiento de relaciones con Cuba y Venezuela es coherente y permite rescatar la tradición diplomática que, durante décadas el país ha defendido. Los gobiernos cubano y venezolano han participado de buena parte de los procesos de negociación con distintos grupos armados, por eso jamás se entendió la arbitrariedad con la que el gobierno anterior los alejó de la paz y, con ello, sepultó cualquier negociación durante 4 años. Una decisión costosa en términos humanitarios, pero que afortunadamente ha sido rápidamente corregida.
Transición ecológica, una meta inaplazable
Al igual que el resto de Estados de América Latina, Colombia ha centrado buena parte de su economía en el extractivismo. La explotación de recursos del subsuelo ha sido en buena medida considerada como una de las principales fuentes de riqueza y generación de ingresos. Sin embargo, hasta el momento, tal esquema productivo ha resultado nocivo para el medio ambiente y ha afectado los equilibrios ambientales. En 2021 se incrementó la deforestación en 1,5% respecto del año anterior llegando a las 174 mil hectáreas de acuerdo con el Ministerio del Medio Ambiente. A esto se suma la gravísima situación que padecen los líderes ambientalistas, desprotegidos durante cuatro años por el gobierno de Duque. En 2020, Colombia ocupó el deshonroso título como el país más peligroso del mundo para activistas ambientales con 65 asesinatos, casi la tercera parte del total de la cifra global y más del doble del segundo -México- con 30 fallecidos.
Ahora bien, las perspectivas de cambio son alentadoras, la vicepresidenta Francia Márquez encarna las reivindicaciones ambientales siendo una lideresa “verde” y sobreviviente del conflicto. En 2018 fue galardonada con el premio Goldman otorgado a quienes luchan por el medio ambiente. En su caso fue homenajeada por su trayectoria contra la minería ilegal en Suarez, Cauca al suroccidente del país. De igual forma, el progresismo ha avanzado para que el Congreso ratifique los Acuerdos de Escazú construidos en el seno de la CEPAL y que buscan mayor participación de la sociedad civil en la toma de decisiones respecto de políticas que tengan efectos sobre el ambiente, rendición de cuentas al respecto y una protección más efectiva de líderes ambientales. Es, en resumidas cuentas, un instrumento para la promoción de la llamada “democracia ambiental o verde”.
El anuncio de Petro de relanzar la Comunidad Andina (CAN) cuyo proceso de integración se ha ralentizado en el último tiempo producto de la extrema liberalización económica para introducir la defensa del ambiente es un paso en la decisión correcta. Durante décadas, el medioambiente no fue tenido en cuenta en los procesos de integración a pesar de su naturaleza transnacional. Uno de los mayores retos hacia el futuro es introducir en la CAN las grandes discusiones sobre los compromisos de cara al calentamiento global para una de las regiones más vulnerables del mundo.
En este mismo orden de ideas, se rescata la reivindicación por aproximarse al fenómeno global de las drogas desde la lógica de la responsabilidad compartida, es decir que los Estados donde se presentan mayores niveles de consumo adopten una responsabilidad en esa proporción. Tanto en el tema medioambiental como en el de drogas, primará la idea de un “diálogo entre iguales” sin sometimientos y abandonando dogmas -como los prohibicionistas y centrados en la oferta en el tema drogas- que han demostrado ser estériles a la hora de enfrentar estos fenómenos.
Política exterior: el retorno a América Latina y el Caribe
La integración latinoamericana tiene una oportunidad inmejorable por la renovación de la política y la salida de gobiernos conservadores que fueron desmontando espacios de diálogo político. Con el retorno del progresismo a varias naciones y la reconocida intención de Petro de involucrarse de nuevo con América Latina, vocación consignada en la constitución colombiana, es posible avanzar en la integración. La idea de ampliar la Comunidad Andina a Argentina, y negociar el retorno de Chile y Venezuela puede acabar con años de intrascendencia en la integración andina.
Asimismo, las voces de reactivación en la CELAC y su proyección para establecer un canal de comunicación con otras regiones, empezando con Europa parecen el camino correcto en un mundo donde los bloques regionales son cada vez más relevantes.
Esta renovada integración puede verse favorecida con la convergencia, es decir, la articulación dinámica de los espacios de integración y cooperación política que existen en la región como la CAN, Mercosur, Aladi, la OTCA, el Sica y ojalá, una recuperada Unasur. Este ideal que ya se trabajó hace unos años desde la Secretaría General de esta última, podría en el futuro próximo significar la eliminación de duplicidades, la sumatoria de fortalezas y la profundización de especialidades de cada uno de esos espacios.
En esta renovada apuesta de política exterior, sobresale la necesidad de relanzar la Unasur que sirvió en el pasado reciente al diálogo político y ofreció un marco de concertación para políticas públicas regionales, un esquema que ninguna otra institución ha replicado y que habida cuenta de los retos inmediatos, parece tan urgente como pertinente.
La hoja de ruta del gobierno de Petro y Márquez está llena de desafíos en un país que vive una polarización como pocas veces en su historia, y tiene enfrente un panorama social crítico luego de dos años de pandemia y el retorno de las lógicas de la violencia, tras el abandono del proceso de la paz por la administración anterior. Sin embargo, el clamor de paz expresado en las urnas, así como la reivindicación cada vez más sonante de cambio, son una muestra de que el nuevo gobierno dispone de apoyos populares para llevar a cabo una transformación que, seguramente ocurrirá a paso lento, como debe ser en las democracias, apoyándose en grandes consensos para que Colombia se acerque a un modelo económico y social más parecido al que se pactó en la Constitución del 91 y de cuyos ideales se fue alejando en los últimos años.