Olivier Dabène
Como muchos sabrán, el acuerdo contiene 6 puntos: reforma agraria integral; participación política; fin del conflicto; solución al problema de las drogas ilícitas; acuerdo sobre las víctimas del conflicto; y mecanismos de implementación, verificación y reclamación1. En total, son 578 disposiciones y un plazo de 15 años para implementarlas. ¿Cómo vamos? Esa es la pregunta. Según los datos del Instituto Kroc para Estudios Internacionales de Paz de la Universidad de Notre Dame en Estados Unidos, que hace un monitoreo en tiempo real, vemos que a cuatro años de la firma, 28% de las disposiciones están completamente implementadas, 18% están en un nivel de avance intermedio, 35% de estado mínimo y 19% no iniciado. Comparado al año anterior, los analistas de Kroc notaron progresos, pero muy lentos.
Otra característica de la implementación es su carácter desigual. Si consideramos los seis puntos, los mejores resultados se encuentran en el punto sobre “fin del conflicto”, con 49% de las 140 disposiciones completamente implementadas, y en el de “mecanismos de implementación” con un 55% de las 84 disposiciones completamente implementadas. Los peores resultados se encuentran en el punto sobre “participación política”, con un 34% de las 94 disposiciones no iniciadas, y en el tema de las víctimas, con 20% de las 90 disposiciones no iniciadas. Este tipo de enfoque cuantitativo nos da una primera aproximación a la cuestión de la implementación, pero necesitamos ir más allá para identificar obstáculos que la detienen y pensar cómo eliminarlos. Esperemos que este debate permita alcanzar ese objetivo y por eso le doy en primer lugar la palabra al presidente Santos, reiterándole mis agradecimientos.
Juan Manuel Santos
Quisiera comenzar contextualizando. Hay que recordar que este acuerdo no es solamente un acuerdo con las FARC: es un acuerdo que busca también una transformación del país, sobre todo en las zonas que fueron tan afectadas durante 50 años de conflicto. Me acuerdo que se negoció en su primera fase, secreta, para implicar la agenda y, luego. en la fase pública, durante cuatro años. Y se hizo con un cuidado especial desde el punto de vista jurídico. Desde el comienzo, las instrucciones demandaban que el acuerdo se enmarcara dentro del derecho internacional humanitario, y simultáneamente dentro de la Constitución colombiana. En eso, se tuvo un especial cuidado. Y no era un acuerdo para desarmar las FARC, sino más bien un acuerdo con contenido social, político y económico.
Cuando se empezó la negociación, se complementó ese proceso con una serie de medidas. Destaco la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Y eso fue lo que permitió crear el paso para aplicar justicia transicional. Es algo que a mucha gente se le olvida. Y en esa ley de Víctimas y Restitución de tierras, se comenzó desde ese momento, en 2012, a reparar víctimas. Y eso también le dio una especial fuerza a la negociación y a la visión de lo que queríamos con el acuerdo. Como ya lo mencionó el profesor Dabène, el instituto Kroc, que fue el escogido por las dos partes como el instituto a cargo de la verificación de la implementación, por ser el organismo en el mundo que tiene mayor información sobre procesos de paz, que tiene inclusive una matriz que compara todos los procesos de paz que se han negociado hasta el momento, y que tiene las herramientas y el conocimiento para evaluar los avances de la implementación. Este instituto siempre señala que este es el acuerdo más ambicioso, más integral, más profundo que jamás se haya negociado.
Además del aspecto de seguridad, el famoso Desarme, Desmovilización y Reintegración (DDR) contiene una serie de aspectos sociales, económicos y políticos muy profundos. Según el instituto, los acuerdos de paz siempre comienzan con un porcentaje elevado de gente que se opone. La popularidad de los procesos siempre se cuestiona. Pero en la medida en que se van implementando, ese apoyo y esa popularidad va creciendo. Como lo dijo el profesor Dabène, se ha implementado cerca del 30% de los poco más de 500 puntos que se acordaron. Si uno hace una comparación puramente de tiempo y de porcentajes, el acuerdo tiene un plazo de implementación de 15 años y a los cinco años nos encontramos con un 30%. Por ende, no vamos mal. Vamos de acuerdo al cronograma. Sin embargo, eso no es tan así cuando se comienza a desmenuzar los puntos del acuerdo. Hay algunos donde se ha avanzado mucho más, y otros donde muchos menos.
Hay dos otras instituciones que también fueron acordadas por las dos partes colombianas: el CINEP y la CELAC. Son dos instituciones que también hacen un seguimiento de los acuerdos para informar a las partes y a los notables que se designaron en ese momento por parte de las Farc, el expresidente uruguayo Pepe Mujica, y por el gobierno colombiano, el expresidente español Felipe Gonzalez. La CELAC acaba de publicar su décimo y último informe, donde uno puede encontrar más de 400 páginas y una serie de análisis punto por punto de los avances y de las deficiencias.
Por otro lado, también existen los informes que hace la misión de Naciones Unidas hacia el Consejo de Seguridad. De acuerdo al último informe, el número de ex-integrantes de las FARC acreditados en este momento es de 13.608. ¿Esto qué quiere decir? Que la inmensa mayoría de los ex-guerrilleros siguen en el proceso. Y eso es muy importante. Está muy por encima del promedio de otros procesos en los últimos tiempos en el mundo. Se han puesto en marcha 99 proyectos productivos colectivos y 3.190 proyectos productivos individuales. Y se han creado 155 cooperativas de ex-combatientes en todo el país.
En cuanto al tema de la seguridad, yo diría que, a mi juicio personal, es el problema más grave que tiene la implementación del proceso, especialmente el asesinato de los ex-combatientes: según las ultimas cifras de la ONU, fueron 292 ex-combatientes asesinados, 23 de entre ellos por su origen étnico. Tengo entendido de que, desde ese entonces, han asesinado por lo menos a uno o dos más. Y, repito, ese problema es grave. Su origen es la falta de implementación de lo que está en el acuerdo, en materia de condiciones y garantía de seguridad, a pesar de que se han también hecho esfuerzos para tomar medidas de protección. En los organismos del Estado hay cerca de 600 medidas de protección que están en vigencia.
En la cuestión política, hay algo muy importante. Las elecciones de 2018 –a la gente se le olvida a menudo– fueron las más pacíficas en la historia de Colombia, después de que firmáramos los acuerdos. Hoy las FARC ocupan diez curules: 5 en el Senado, 5 en la Cámara. Los miembros de las ex Farc forman parte ahora de un partido político, Comunes, y han sido o son parte de las mesas directivas. Finalmente, después de un proceso bastante dispendioso, porque hubo muchos obstáculos y mucha gente en contra, incluyendo al inicio el gobierno actual, se aprobaron las 16 circunscripciones especiales para que aquellos que estaban en las zonas más afectadas por el conflicto tuvieran una representación especial en el Congreso. En las próximas elecciones debemos tener esas 16 circunscripciones especiales.
El tema de las drogas es un tema muy discutido y muy importante. El origen de buena parte de la violencia que ha azotado a Colombia durante tanto tiempo ha tenido que ver con el problema del narcotráfico, y establecimos unos procedimientos que, a mi juicio, eran los adecuados, sobre todo para afrontar el problema de los cultivos ilícitos. Si no les dábamos a los campesinos una alternativa, nunca dejarían de sembrar. Porque ningún campesino va a dejar que sus hijos se mueran de hambre simplemente porque se le obliga a erradicar una mata de coca. Se inició un proceso –dispendioso, claro, costoso también, pero mucho menos de lo que se ha invertido en la guerra contra las drogas– que tuvo al principio muy buenos resultados para que los campesinos sustituyeran voluntariamente sus cultivos.
Hay un dato muy sorprendente y positivo: cuando lo hicieron, la resiembra que usualmente oscilaba entre el 40 y el 60% en esos casos, verificado por Naciones Unidas, fue menos del 1%. Esa política que se diseñó en el acuerdo era efectiva. Infortunadamente, lo que ya estaba establecido con cerca de 99.000 familias se adelantó, pero no se siguió el proceso y volvieron a la política tradicional de la mano dura contra el narcotráfico, que desde hace 50 años el mundo ha aplicado sin éxito. La guerra contra las drogas a nivel mundial ha sido un total fracaso, tal como ha sido un fracaso en Colombia. Ese acuerdo de sustituir voluntariamente y darles una alternativa a los campesinos resuelve ese eslabón de la cadena. Pero, a mi juicio, y lo he aprendido a través de los años, porque yo fui uno de los responsables de la mano dura, de la erradicación forzosa como Ministro de Defensa, aprendí que a la larga la única solución del problema mundial de las drogas es la legalización. Hoy estoy convencido de eso.
En lo relativo a la justicia, que es tal vez la columna vertebral del acuerdo, se ha avanzado mucho. Es la primera vez que dos partes se ponen de acuerdo para crear un tribunal especial y someterse a él, bajo el paraguas del estatuto de Roma. Ningún acuerdo exitoso se había negociado hasta entonces bajo el paraguas del estatuto de Roma. El mecanismo de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) no cuenta con un tribunal impuesto por los vencedores de la guerra, como lo fue en Núremberg o en Tokio. No es un tribunal impuesto por un organismo internacional, como fue con Yugoslavia o Ruanda. Es un tribunal que surgió de una negociación entre las dos partes. Y surgió por algo muy importante: el derecho de las víctimas, el derecho a la verdad, a la reparación, a la justicia y a la no repetición, que fueron los pilares de esa negociación.
Fue también el primer acuerdo, y eso no hay que olvidarlo, en el que las víctimas fueron el corazón de la negociación. Esa Justicia Especial para la Paz tiene 38 magistrados: el acuerdo es en ese sentido extremadamente ambicioso. Es muy ambicioso porque en el Tribunal de Núremberg fueron 24 personas las que fueron juzgadas, en el de Tokio 28, en el de Yugoslavia 161, en el de Ruanda 93. En el caso colombiano, hay 13.000 comparecientes. Se imaginarán el desafío que eso representa. Tan solo en los sietes macro casos hay más de 1.000 personas que están compareciendo. Hasta este momento, la Comisión de la Verdad ha realizado 13.821 entrevistas. 26.000 personas han sido escuchadas. Se han recibido 890 informes y se han recopilado 527 casos. Hago énfasis en esto porque dentro de los derechos de las víctimas, el de la verdad ha sido especialmente importante. Hemos aprendido que es a través de la verdad que se facilita la reconciliación. Yo lo vi con las víctimas con las que hablé durante todo el proceso. Me decían que siguiera para adelante. Al principio estaba sorprendido por esa generosidad de las víctimas: por su condición de víctimas, deberían haber estado más reacias a, por ejemplo, darles beneficios jurídicos a los victimarios. Les pregunté entonces por qué me decían de seguir para adelante y fue para mí una lección de vida: me contestaron que no querían que otros sufrieran lo que ellos sufrieron. Y también me decían que no les viniéramos a pagar por sus hijas, sus hijos o sus padres, porque ¿cuánto valen? Me decían: “Lo que queremos, es la verdad”. Por eso, la verdad en este proceso, y en cualquier otro, es tan importante.
Está también la unidad de búsqueda de víctimas desaparecidas que viene funcionando adecuadamente. Algunos dicen que le falta más fuerzas, pero no es fácil. Ese proceso es muy dispendioso.
¿Qué diría yo a estas alturas? Este acuerdo está afortunadamente blindado jurídicamente. Mucha gente lo ha querido descarrilar. O ha querido detener el tren, por así decirlo. No han podido. El acuerdo continúa. A estas alturas, el balance es satisfactorio, aunque hay muchos temas, como el de la reforma rural, que prácticamente no se han adelantado nada o muy poco. Y sin embargo el de la reforma rural es un tema fundamental. Colombia es quizá el país con la peor distribución de la tierra del mundo. Ahí está concentrada la pobreza y la desigualdad. Es en el campo donde vamos a poder resolver buena parte de los problemas estructurales de Colombia. Sobre todo después de la pandemia, cuando el mundo está comenzando a ver de donde se va a alimentar, de donde va a extraer el agua, Colombia representa un país extremadamente rico: tenemos tierra de sobra para producir. Según la FAO, es uno de los cinco países más ricos del mundo. Sin embargo, para eso necesitamos un desarrollo equitativo en el campo. Es por eso que ese punto del acuerdo es tan importante. Infortunadamente, es de los puntos que no han tenido avances importantes.
Últimamente, me han llegado llamadas de amigos, de profesores, de académicos, de interesados por un fenómeno que debe producir una gran satisfacción. En España, se encuentran en una gran discusión sobre qué hacer con la verdad y la responsabilidad de ETA. En Gran Bretaña, el primer ministro Boris Johnson presentó un proyecto de ley para darle amnistía a ciertos victimarios de la guerra contra el IRA en los años setenta. Esto ha generado todo tipo de discusiones. En Bosnia, hay una discusión enorme entre verdad y responsabilidad. Entre ellos, me dicen que ojalá tuvieran un diseño como el que hicieron los colombianos para resolver los problemas de responsabilidad y de verdad y para que realmente la reparación y la reconciliación sean estables y duraderas, al igual que debe ser la paz.
El gobierno actual no ha sido especialmente amigo del proceso. Últimamente ha estado muy proactivo, prometiendo que va a implementar y, como decimos popularmente, “sacando pecho” de lo que ha hecho. Eso para mi es una gran noticia. Quiere decir que ya estamos recogiendo casi una unanimidad para que la implementación que falta –y falta mucho– se pueda desarrollar sin mayores obstáculos.
La semana pasada fue el fiscal de la Corte Penal Internacional y suscribió un acuerdo con el gobierno colombiano. Suspendió una investigación preliminar que existía sobre Colombia, pero suscribió un acuerdo en donde el gobierno colombiano se compromete a apoyar la justicia transicional, a darle los recursos necesarios a la implementación del proceso de paz. Se compromete además a que no habrá intentos de volver a descarrilar el acuerdo. Es un acuerdo firmado por el presidente de la República. Esa misma semana, en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se aprobó por unanimidad la extensión un año más de la Comisión de Naciones Unidas en Colombia. Esas son dos muy buenas noticias.
Quiero cerrar con algo que es muy significativo. Desde la creación de Naciones Unidas, después de la Segunda Guerra Mundial, ningún otro evento ha gozado de un apoyo unánime como este proceso de paz. Eso ha sido muy importante para que el proceso siga avanzando. Nos falta mucho, sobre todo en cuanto a la reconciliación al interior de cada uno de nosotros. Hay mucha polarización en el país. Después de 50 años de conflicto, todavía hay mucho odio, sed de venganza. Pero eso requiere tiempo para ir sanando las heridas. Estamos en el camino correcto. Yo sigo siendo muy optimista de que este acuerdo que el Sr. Rodrigo Londoño y yo firmamos hace cinco años es un acuerdo que realmente va a continuar transformando a Colombia, y sobre todo, a los corazones de los colombianos. Lo que nosotros necesitamos es eso: una reconciliación de los corazones de los colombianos.
Rodrigo Londoño
Me gustaría empezar rindiendo homenaje a los firmantes que han sido asesinados, nombrando al último asesinado, el día de ayer [lunes 8 de noviembre 2021] a las 11:25 en Samaniego, Nariño: Hugo Gilberto Córdoba Yepes, de 37 años.
Hace unos pocos días, vimos y oímos a través de los medios al presidente francés, Emmanuel Macron, expresar con intensa emoción y de manera pública que el proceso de paz en Colombia es fundamental, esencial. El acuerdo entre el gobierno de Colombia y las FARC cumple su quinto aniversario, y nosotros nos alegramos. Francia apoya totalmente la implementación de la paz en nuestro país, lo cual nos llena de enorme satisfacción. Este 24 de noviembre, celebramos los cinco años de la firma del acuerdo final de paz entre el Estado colombiano y las desaparecidas FARC-EP; un acuerdo que puso fin a un conflicto armado de 53 años de duración, que permitió la dejación de las armas y la reincorporación en la vida civil de un ejército de más de 13.000 hombres y mujeres, la abrumadora mayoría de los cuales sigue firme en su propósito de paz, que mutó de una antigua organización guerrillera a un partido político que, en el marco de la legalidad, actúa enriqueciendo la democracia colombiana.
Para destacar la importancia de dicho acuerdo, me permitiré citar las cifras que el Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica le entregó al Sistema Integral de Verdad, Justicia Reparación y no Repetición, una de las instancias más importantes creadas por el acuerdo en materia de justicia. La guerra en Colombia ha dejado 262.197 muertos. De ese total de víctimas fatales, 215.005 eran civiles y 46.813 eran combatientes. Haber detenido ese desangre resulta por sí solo un mérito indiscutible del acuerdo de paz de 2016. Sin embargo, además del cese de la oscura noche de la violencia continua, hay que destacar un efecto inmediato de su firma: el acuerdo ha permitido que el país conozca y tome mayor conciencia sobre las inmensas desigualdades y las problemáticas políticas, económicas y sociales que operan en su interior, así como la necesidad de solucionarlas. Gracias al acuerdo, se volvieron a abrir los debates que el país daba por clausurados, como la desigualdad en el acceso a la tierra, el mal vivir al cual está sometido el campesinado colombiano, la segregación existente en las grandes ciudades, la exclusión política de minorías sociales, los derechos de las mujeres y las diversidades sexuales, la protección del ambiente y, ante todo, la deuda histórica con las víctimas del conflicto armado. Por fortuna del país, se ha politizado más y ha adquirido mayor fuerza la organización y la movilización por las grandes transformaciones.
El acuerdo fortaleció la conciencia nacional de la importancia de las soluciones dialogadas y consensuadas a los mayores problemas nacionales. Hay que reconocer hasta la saciedad el papel crucial que cumplió en ese sentido la comunidad internacional que acompañaron y alentaron a las partes en la mesa de conversaciones durante los cuatro años de discusiones y consensos: la Unión Europea, las Naciones Unidas, los Estados Unidos, los gobiernos de Noruega, Cuba, Venezuela y Chile, los 15 miembros del Consejo de Seguridad en Nueva York. Hoy, París, capital de la declaración universal de los derechos humanos, Francia, miembro permanente del Consejo de Seguridad, envía un mensaje fuerte y sin equívoco sobre la importancia del acuerdo de paz.
El debate pacífico y democrático ha fortalecido sin duda las opciones políticas alternativas. Sabemos perfectamente que el horizonte temporal del acuerdo final no se restringe a estos primeros cinco años. De hecho, el texto menciona 15 años para su total implementación. Asumimos con claridad que la gran empresa de contribuir a la construcción de una Colombia en paz, con una justicia social, nos tomará mucho años e ingentes esfuerzos. Entendemos que entre nosotros, el país de hoy y las nuevas generaciones, tenemos la responsabilidad con mucho trabajo de convertir la esperanza sembrada con el acuerdo final en una realidad de paz, justicia, progreso y bienestar para todos en Colombia. Sin embargo, no está de más plantear que con la ayuda, el apoyo y la cooperación de la comunidad internacional podremos acortar términos y velar para que lo acordado se cumpla completamente.
En estos años hemos tropezado con serias dificultades que, si bien han enredado el ritmo de la implementación, no han impedido que sigamos firmes en nuestros propósitos. La más visible es la falta de garantía de seguridad que ha conducido a que se aproximen a 300 los combatientes asesinados, así como la desaparición de una cifra considerable de firmantes de paz. Clamamos por una acción más efectiva por parte de las autoridades colombianas. Muchas de las regiones que fueron ojos del conflicto no han sido debidamente atendidas por el Estado, generando graves condiciones de inseguridad. Según lo firmado, dichas regiones deberían ser objeto de planes de desarrollo con enfoque territorial, de tal manera que se garanticen las obras básicas de infraestructura, los servicios públicos de salud y educación, el apoyo económico y social que las saque de atraso, su conversión en zonas productivas viables con posibilidades ciertas de participación política. Buena parte de la reforma integral pactada aún espera la acción estatal que la haga realidad.
En materia de justicia, los mecanismos del sistema integral avanzan a pasos acelerados, pese a la férrea oposición de algunos sectores instalados, incluso en instancias estatales. En el marco de los 7 casos abiertos por la JEP, un sistema de justicia restaurativa cuyo objeto fundamental es brindar verdad, justicia y reparación a las víctimas, así como allanar con sus decisiones el camino para publicitar la paz duradera y completa del país, hemos reconocido nuestro compromiso con la verdad, asumiendo francamente y públicamente nuestra responsabilidad, así como solicitando con humildad el perdón a las víctimas. Más de 9.000 de nuestros ex-combatientes se encuentran cumpliendo sus compromisos con la verdad, la justicia y la reparación. En contraste, menos de una tercera parte de esa cifra está comprendida por miembros de las fuerzas armadas estatales. Así como resulta minoritario el número de agentes estatales, hemos participado con la Comisión del Conocimiento de la Verdad en al menos ocho reconocimientos de responsabilidad a nivel nacional, y 51 a nivel territorial. Hemos sostenido diálogos y encuentros con víctimas en 179 ocasiones. Hemos otorgado siete entrevistas colectivas y 113 individuales para la reconstrucción de la memoria sobre el conflicto. También con nuestra efectiva participación, la Comisión de Búsqueda de Personas Desaparecidas ha logrado hasta el momento dar con el paradero de 515 personas, de las cuales 338 eran combatientes y 137 civiles. Desde un principio, fuimos conscientes que la construcción de una paz estable y duradera requería de esfuerzos y sacrificios mucho mayores que la firma de un acuerdo. Dar certeza nos mantiene firmes en el cumplimiento de lo pactado. Nuestro llamado hoy en este Foro de París sobre la Paz es a que no nos dejen solos. Aún en tiempos de Covid, en este escenario y especialmente sin desmeritar los adultos, ver tanta juventud apoyando este esfuerzo da ánimo. De seguro ese será el mensaje que llevaré a Colombia, el que me hayan escuchado con atención.
Sergio Jaramillo
Me gustaría, en primer lugar, recordar la extraordinaria dificultad que fue la negociación del proceso de paz. Cuando uno mira en perspectiva, todo le parece no más fácil, sino más milagroso el que haya funcionado. Casualmente, estuve metido tratando de ayudar con la negociación en Afganistán. Los primeros contactos de Estados Unidos con los talibanes fueron del año 2010. Después de diez años de intentos, todo terminó en una absoluta debacle. Realmente la paz es algo muy difícil y hay que trabajar de manera muy metódica. Esa fue la dirección que nos dio entonces el presidente Santos.
Me gustaría señalar cinco puntos de dónde estamos. Lo primero que siempre hay que recordar es que la guerra en Colombia terminó. El gran conflicto colombiano terminó, ese donde una insurgencia pretendía tomar el poder y estaba inmersa en un conflicto con paramilitares, con el Estado. En Colombia, siguen existiendo muchas fuentes de violencias. Todos lo sabemos. Se concentra particularmente en algunas regiones del país, justamente por no saber, a mi juicio, el gobierno leer la situación posconflicto y no tener una estrategia de seguridad. En algunas partes, la situación es incluso peor hoy en día, pero es una violencia distinta al conflicto histórico que tuvimos. Y hay que decir que ese fin de la guerra se dio de manera ejemplar, es decir, nuestras fuerzas militares y la policía nacional cumplieron al pie de la letra con el cese al fuego, a tal punto que las FARC aceptaron que la policía era la que precisaba protección durante todo ese periodo. Las FARC mismas hicieron todo su proceso de desarme bajo la influencia de las Naciones Unidas de manera ejemplar y están hoy en día en su proceso de reincorporación al que me parece que el gobierno le ha dado un apoyo adecuado.
El fin del conflicto tuvo consecuencias inmediatas: obviamente, preservar vidas, pero sobre todo cambiar la agenda política de Colombia. En los últimos 40 años, los presidentes se elegían alrededor de la discusión de la paz y de la seguridad. Con el acuerdo de paz, eso terminó. Ahora tenemos que vernos al espejo y ver cuáles son los problemas reales de Colombia. Tenemos la oportunidad de enfrentar esos problemas, que son muy grandes. En estos días, el Banco Mundial sacó un informe sobre la desigualdad en Colombia: somos el segundo país más desigual de América Latina. El acuerdo, más allá de su implementación o no, nos da la oportunidad de concentrarnos en lo que es más urgente para nuestros gobiernos.
En segundo lugar, el acuerdo no se trataba simplemente de facilitar una transición de las FARC de las armas a la política, sino de atacar las condiciones que habían conducido a la violencia y, más allá de eso, de generar un gran programa de transformación económica, política y social para integrar al país a esas poblaciones y regiones tan golpeadas históricamente, para democratizar francamente a Colombia, y para que los derechos de cada ciudadano valgan igualmente en todo el territorio. Ahí, el balance es mucho más agridulce.
El gobierno ha retomado afortunadamente la idea que está en el acuerdo: el compromiso de desarrollar esos programas de desarrollo territorial en 16 regiones que constituyen algo así como 20% del país. Le han dedicado cierto tiempo de planeación y han tratado de mirar de donde provienen los recursos. Eso me parece que está muy bien. Hay que aplaudirlo. Pero, por el momento, no han realmente puesto en marcha los grandes planes nacionales en materia de salud rural, educación rural, apoyo técnico al agricultor, que era lo que realmente iba a hacer que esos programas fueran efectivos.
Según las mismas cifras del gobierno, se han implementado muy pocos de los proyectos que salieron de ese bellísimo proceso participativo con la gente. Más de 200.000 personas participaron en la realización de planes en sus regiones. De todo eso qué salió y que ya se ha trabajado, apenas el 3% se ha implementado. Entonces, claro: en una situación de posconflicto, si uno no tiene un impacto rápido en el terreno, la gente no empieza a ver que las cosas están cambiando. Lo que se abre entonces es un bache, un desorden, un poco lo que hemos visto. Eso trae consecuencias en materia de seguridad. El otro problema que ha tenido la reforma rural, en general, es que estaba pensada más allá de la implementación de unos programas en particular, como un mecanismo global para acercar esta ciudadanía rural al Estado colombiano, para replantear esa relación. Desafortunadamente, el gobierno actual ha desechado ese principio de participación, lo que ha causado mucha frustración en los líderes.
En tercer lugar, Colombia está realmente abriendo caminos nuevos en el mundo en términos de resolución de un conflicto, al poner a las víctimas en el centro, con verdad, justicia y reparación. Esto no es un logro menor. Fue extremadamente difícil, la parte más difícil de la negociación. Como decía Santos, se trataba de algo que no podíamos aplazar, porque si se aplazaba, porque si la salida era la cómoda, esa que optan muchos, se terminaba carcomiendo el mismo proceso de paz. Miren lo que está pasando en Irlanda de Norte: 23 años después de la firma del Acuerdo de Viernes Santo, que no tiene ninguna cláusula que tenga en cuenta la justicia, la verdad, la reparación, después de varios intentos de poner en marcha mecanismos que todos han fracasado, el gobierno británico propone tranquilamente una ley para que prescriban todos los delitos, es decir, una amnistía total y ya. Eso está sucediendo en el Reino Unido: no en América Latina, ni en Sudáfrica.
Lo que está haciendo Colombia es muy importante, pero sigue siendo frágil. Es un proceso que sacude a la sociedad, políticamente, pero que afortunadamente se está consolidando cada vez más. El reconocimiento de la Corte Penal Internacional, con su acuerdo para cerrar la investigación es realmente algo muy importante. No sé si en Colombia nos damos realmente cuenta de todo esto. Es la primera vez que la Corte Penal Internacional reconoce un sistema transicional como acorde al estatuto de Roma. No ha pasado en ninguna parte. Eso abre puertas para que otros procesos de paz puedan suceder con justicia.
En cuarto lugar, tenemos que honrar el éxito del apoyo internacional en el caso de Colombia. Mencionaba antes el caos de Afganistán, que lo viví desde primera fila: absoluto caos, una pelea, una falta de coordinación, una puja de intereses brutal. En el caso nuestro, hemos tenido primero los países garantes, empleando toda su capacidad diplomática para moldear este proceso, como es el caso de Cuba y Noruega, cuyo trabajo quiero resaltar. Hemos también tenido, obviamente, a Naciones Unidas. La cantidad de resoluciones que han salido unánimes es algo que ha sido señalado por Santos. Se acaba de renovar otra vez el mandato. Esa estructura ha contribuido de manera definitiva a mantener la estabilidad del proceso. No hay ejemplos de tanta efectividad del involucramiento internacional.
Incluiría aquí también a la Unión Europea. Esto no es muy conocido: la Unión Europea desarrolló un modelo de apoyo a la paz. Es la primera vez que lo hace, con un solo pedido a Federica Mogherini: que mandara un solo enviado especial para Colombia y se creara un Fondo para Colombia de la Unión Europea. Realmente creo que no ha habido en otra parte una acción tan eficaz de la Unión Europea como en Colombia. Ahora vemos a Estados Unidos, con la nueva administración, alinearse cada vez más con los propósitos del proceso, tal como se vio en la recientemente publicada política antinarcóticos que tiene tres pilares completamente alineados con el primer punto del acuerdo.
Sin embargo, y con esto termino, el problema es que un proceso de paz no es simplemente la implementación de una serie de compromisos. No es simplemente un ejercicio tecnocrático. Un proceso de paz requiere una visión, un horizonte, una invitación a unirse alrededor de un proyecto. Eso es lo que ha sido tan difícil de lograr en Colombia. Era de esperar. Recientemente volví a leer una frase muy buena del general De Gaulle, que decía justamente que los problemas con los conflictos internos es que si bien la guerra termina, la paz no llega, precisamente porque todos estos odios siguen comiéndose por dentro de la sociedad.
Lo que estamos tratando de hacer en Colombia es sacar adelante el proceso de paz en medio de un contexto de fuerte polarización, que es lo que hace todo tan difícil. Sin embargo, guardo la esperanza, y creo que lo estamos viendo –puedo estar equivocado–. Cada vez más es evidente para la mayor parte de los colombianos los enormes beneficios del proceso de paz. Tengo la impresión, Presidente Santos y Rodrigo, que cada vez hay menos controversias, que la gente entiende que esto, de alguna manera, es lo que hay que hacer. Se ve incluso con la firma del gobierno actual, que se ha opuesto tanto, de un acuerdo con la Corte Penal Internacional. Es una manera de reconocer un logro de Colombia. Ya estamos moviéndonos hacia ese consenso. Gran parte del programa queda por implementar y ahí se encuentra lo principal que deberá hacer el próximo gobierno.
Sandra Ramírez
La paz es quizá el más viejo anhelo de los colombianos y las colombianas. Desde la segunda mitad del siglo XX, vivimos un conflicto armado al que logramos poner fin gracias al acuerdo final firmado en La Habana, cuyos cinco años celebramos en noviembre.
En esta ocasión, quiero referirme en particular a un rasgo del acuerdo que a veces se olvida. Este acuerdo es el primero en el mundo en lograr una integración efectiva del enfoque de género, siendo uno de los más avanzados en el reconocimiento de los derechos de las mujeres y de la población LGBTIQ. Incluye a su vez una perspectiva étnica, cultural y ambiental. Su plena aplicación es, por lo tanto, un imperativo legal y moral. En materia de igualdad de género, el acuerdo estableció ejes temáticos. Estos ejes incluyen el acceso y la formalización de la propiedad rural en igualdad de condiciones para hombres y mujeres, la garantía de los derechos económicos, sociales y culturales de las mujeres y personas con orientación sexual e identidad de género diversa del sector rural, promoción y participación de las mujeres en espacios de representación y en las tomas de decisiones.
¿Qué quiere decir? Participación en las corporaciones públicas del Estado en todos los niveles: local, regional y nacional; medidas de prevención y protección para hacer frente a los riesgos que afecta a las mujeres; acceso a la verdad, a la justicia, a la reconciliación y a las garantías de que no se vuelva a repetir, haciendo fuerza en las formas de victimización de las mujeres; un reconocimiento público a la no estigmatización y difusión de la labor realizada por las mujeres como sujetas políticas; fortalecimiento de organizaciones de mujeres para su participación política.
Además de este énfasis en género, el acuerdo está atravesado por un eje étnico: este promueve los derechos de los afrodescendientes e indígenas sobre las tierras, territorios y recursos naturales; derechos a la restitución de tierras, a la consulta previa y la protección de sus expresiones y memorias históricas. Asimismo, el acuerdo de paz contempla el tema ambiental como un eje crucial para la paz. Promueve el desarrollo sostenible y mecanismos de resolución de conflictos territoriales para proteger la naturaleza en Colombia.
El acuerdo de paz es esa herramienta fundamental que nos dimos en La Habana. A pesar de su grandísima importancia, los tres ejes del acuerdo, étnico, género y ambiental, enfrentan enormes dificultades para su aplicación. Esto se ve en la resistencia de la élite política contra la paz en Colombia. Esta élite está cegada por un pensamiento patriarcal, violento y depredador de la vida. Para ellos, el enfoque de género se asemeja a una ideología perversa contrario a los valores cristianos y familiares. Además, persisten el ánimo racista y prácticas históricas de discriminacion y violencia, empleadas contra las comunidades negras, indígenas y campesinas en nuestro país. Cabe recalcar que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de las que Francia es un miembro permanente, está muy preocupado por estos obstáculos a la paz. De hecho, cada tres meses, el Consejo insta al Estado colombiano a implementar estos capítulos del acuerdo, contando con la participación de las comunidades en los territorios.
En Colombia, la lucha por la implementación del acuerdo es muy desigual y difícil. Urge por tanto el apoyo de la comunidad internacional para que por fin las mujeres, las personas con orientación sexual diversa, las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas podamos gozar plenamente de nuestra condición humana, de nuestros derechos y de nuestra dignidad. El acuerdo de paz significó un avance hacia la humanización de nuestro país. Ahora necesitamos hacerlo efectivo y real. Con el apoyo de todas, de todos y de ustedes lo lograremos.
Helena Alviar
He participado en el proceso de paz desde sus inicios. Como colombiana, nunca pensé que llegaría el día en que vería un acuerdo de paz como este. Como académica, y una vez firmado, mi interés se ha centrado en lo que debería ser una política de estado, independientemente del gobierno de turno. Me gustaría proponer en esta conversación algunos elementos, más allá de las cifras. Sin embargo, me concentraré específicamente en la reforma rural integral y en lo correspondiente al eje transversal de género.
El gobierno del Presidente Iván Duque no ha podido hacer trizas el acuerdo, como algunos partidarios prometieron, en gran parte por la estrategia que tuvo el Presidente Santos de blindar el mismo. Eso incluyó depositar el acuerdo de paz en Suiza, entre otras cosas. Lo más importante fue tal vez la decisión de los negociadores de La Habana de que el acuerdo de paz constituiría un acuerdo especial en los términos del Artículo 3 común a los cuatro Convenios de Ginebra.
Sin embargo, los resultados están lejos de ser ideales, como varios han señalado. Y las maneras en que se presentan las cifras de cumplimiento, francamente, desaniman.
Analizaré brevemente tres puntos. En primer lugar, se presentan inversiones y gastos como si estuvieran dirigidos a desarrollar los acuerdos, pero realmente son obligaciones que habría tenido que cumplir el Estado colombiano de todas maneras. Luego, la precariedad que caracteriza el Fondo Nacional de Tierras. En tercer lugar, este es un tema muy cercano a mi corazón porque es en el que he trabajado: la superficialidad con la que se incluye el género y se entiende el género en las políticas públicas.
Comencemos con lo primero. El monto de los recursos destinados para cumplir con el primer punto del acuerdo sobre la reforma rural integral representa un poco más del 85% de la implementación. Sin embargo, para darles un ejemplo, entre 2020 y 2021, 46% de esta inversión –y aquí cito el informe de la Procuraduría de la Nación– se destinó al apoyo integral de la primera infancia a nivel nacional, a la implementación del programa de alimentación escolar y el mejoramiento del servicio de formación profesional. El 18% de este presupuesto se dedicó a subsidios para la población adulta en situación de vulnerabilidad. Y solo una pequeña parte, el 15%, se dirigió al suministro de energía eléctrica en zonas no conectadas o al mejoramiento de la prestación de los servicios. En otras palabras, casi el 80% de los recursos entre 2020 y 2021 fueron destinados a cumplir con deberes del Estado colombiano que están incluidos en otras leyes, entre otras la Ley de De Cero a Siempre. No creo que esto sea una característica particular del gobierno del Presidente Duque. Muchos gobiernos presentan números en la manera que más les conviene.
En segundo lugar, se destaca la precariedad que caracteriza el Fondo Nacional de Tierras. Para nadie es un secreto que Colombia es uno de los países más inequitativos del mundo y de la región. Según datos del Instituto Agustín Codazzi, el 1% de los grandes propietarios son dueños del 42% de la tierra. Esto es algo que tiene que cambiar y me he dedicado casi toda mi vida académica a esto, con o sin acuerdo. El acuerdo trató de modificar esta situación. Según datos de la Agencia Nacional de Tierras, al 31 de marzo de 2021 habrían entrado al Fondo de Tierras 6443 predios. 68% de esos predios corresponden a algo que se denomina bienes fiscales patrimoniales. Esta tierra entregada no se puede usar ni entregar. En palabras del informe de la Procuraduría, «si se contabiliza estrictamente esas hectáreas disponibles para ser distribuidas, en las cuales la condición de adjudicación no tiene restricciones, esta cifra se reduciría en un 90%», es decir que de los 6443, solo el 10% se pueden entregar libremente. Se entregaron por tanto tierras sin títulos formales, con créditos existentes o que han sido adjudicadas, por ejemplo, como propiedad colectiva anteriormente.
Por otra parte, la mayoría de subsidios integrales de reforma agraria se han concentrado en regiones por fuera de aquellas donde se encuentran los programas de desarrollo con el foco territorial. La distribución del Fondo de Tierras deja de lado a las mujeres y me voy a referir brevemente a eso, algo que obviamente también deja mucho que desear. En 2020, por ejemplo, se adjudicaron 271 hectáreas a 62 mujeres, y 597 hectáreas a 83 hombres. Para el acceso a tierras, se puntúa más alto si se tiene carrera, formación, conocimientos técnicos o experiencia en actividades productivas. Sin embargo, como las mujeres en el campo tienen menores niveles de educación, y se entiende que tienen menos experiencia en esas actividades, tienen menos puntos que los hombres.
En cuanto al acceso al crédito para comprar tierra, este es un recurso casi imposible para mujeres, y la verdad que para hombres también. Las entidades financieras solo prestan 50% del valor de la tierra y exigen experiencia crediticia y la calificación positiva en centrales de riesgo. Los niveles de crédito son muy bajos.
Por último, se debe mencionar la superficialidad con la que se incluye el género en las políticas públicas. Esto es aplicable no solo al acuerdo, sino en general al conjunto de las políticas públicas. Por superficialidad me refiero al hecho de que las políticas en relación con el género se limitan exclusivamente a contar el número de mujeres: cuántas son, dónde están. Sin embargo, aumentar el número de mujeres beneficiaría a algunas –no estoy diciendo que aumentar ese número sea algo malo–, pero no ataca problemas estructurales de fondo que afrontamos las mujeres colombianas, como la precariedad laboral, las brechas laborales, la falta de ayuda al cuidado de niños y adultos mayores –lo que impide que puedan conseguir otros trabajos, salir a trabajar o tener otros mejores–, altos índices de violencia que se conocen, y dificultad para acceder a salud sexual y reproductiva.
En conclusión, como en los últimos años no se ha avanzado tanto en el acuerdo como algunos esperaban, es importante mirar más allá de los números que muestran los avances y los retrocesos.