Tras la caída del bloque comunista, la superpotencia estadounidense parece haber eliminado las armas nucleares de nuestros horizontes durante unos 30 años (El canto del lobo, al ser quizá la última película en imaginar las premisas de una catástrofe nuclear hace recordar Crimson Tide). Solo quedaban escenarios distópicos ―de La carretera a Los juegos del hambre― que evocan los mundos que surgirían de un cataclismo. De manera contraria, El canto del Lobo, con una forma de realismo, nos habla de la espiral inevitable que podría llevar a la catástrofe. ¿Cómo se le ocurrió este guión?
Antonin Baudry: Para mi hay dos fuentes de inspiración, la primera fue la inspiración más íntima de un drama personal que existía en mí desde hace tiempo: dos personas que se conocen extremadamente bien, que no pueden entablar una conversación entre ellas, pero que deben llegar a comprenderse. Al entrar a un submarino por primera vez, comprendí que era el dispositivo que necesitaba para llevar a cabo el drama.
Por otro lado, cuando estaba visitando este submarino, un poco por casualidad ya que a su comandante le había gustado Quai d’Orsay y quería que le firmara una versión para su tripulación, nos dirigimos a la sala de misiles. Ahí había 16 enormes tubos numerados, y los cohetes tienen varias ojivas a la vez. Me paralicé por un momento. Me encontré con el sentimiento que se puede experimentar en la iglesia o en una capilla, sin poder dejar de pensar en mi hija, que en esa época tenía 8 años. Me di cuenta de que ella no estaba consciente de vivir en un mundo en el que ese tipo de cosas existen. Y lo peor es que todo esto determina y estructura el mundo. En fin, me di cuenta de que un día ella tendría consciencia de todo esto y tendría que vivir con esa realidad.
Sentí un escalofrío entre angustia y shock que se puede sentir frente a la verdad. Me aparecía una evidencia, en el sentido cartesiano. Siempre me ha preocupado lo que los niños tienen que cargar, lo que se hace en nombre de ellos y que no saben. La imagen de esos 16 cohetes listos para despegar -que es la base de nuestra disuasión- y de mi hija que lo ignoraba, me afectó.
¿Y decidió sacar todo el potencial cataclísmico de esta idea?
Creo que cuando uno piensa en un sistema como director o guionista, tiene que llevarlo al límite. Intelectualmente hay algo estimulante en tratar de entender nuestra disuasión nuclear probándola en situaciones imprevistas. La disuasión es un verdadero sistema de pensamiento fundado en el modelo de duda cartesiana. Se traduce en una pregunta: ¿cómo garantizar que ningún escenario permita a un país infligir a Francia daños inaceptables sin sufrir los mismos a cambio? Se trata entonces de una actitud de duda activa para poder imaginar todos los escenarios posibles y hacerlos imposibles. Evidentemente hacer una lista de todos los escenarios posibles no se puede hacer definitivamente, el ejercicio debe renovarse constantemente.
Es esta creación espontánea de escenarios militares que desemboca en la idea de que se necesitan submarinos. Si sólo hay fuerzas nucleares terrestres o aéreas, existe el riesgo que un país destruya estas fuerzas. En ese caso puede imponer un daño inaceptable. La solución es el submarino y el concepto de la permanencia al mar, pero de ahí se deriva que absolutamente nadie sepa dónde está el submarino. Nadie. Porque de lo contrario nuevos escenarios serían posibles: por ejemplo, alguien toma como rehén a la hija de un presidente o de un almirante e intenta sacarle información que le permita destruir al submarino. No es muy probable, pero es posible. Esto debe ser imposible: el comandante del submarino hace su propio itinerario y no se lo da a nadie y permanece indetectable todo el camino. Además, la orden se hace irreversible para disuadir al enemigo de embarcarse en un escenario de chantaje. Todo lo que sorprende, parece aberrante, arriesgado, en la doctrina de la disuasión -en Francia como en todos los países con armas nucleares- es el resultado de esta duda hiperbólica.
La otra cuestión es cómo lograr que esta aniquilación de escenario en la mente del potencial enemigo funcione. Entre más observaba a los marinos en el submarino, más me daba cuenta de que están entrenados para no tener dudas. Ya que es un oficio en el cual el primer reflejo, si recibes una orden del presidente, es decirse a sí mismo que estás viviendo una pesadilla. Ningún submarinista de la SNLE desea una guerra nuclear. Ellos saben perfectamente que, si reciben la orden de lanzar la bomba, ya es demasiado tarde, su familia ya no existe. Están entrenados permanentemente para hacer gestos de guerra de manera que el enemigo sepa que son capaces de hacerlos, precisamente para que tales gestos jamás se lleven a cabo. Es un proceso intelectual de diferentes niveles. Su misión, en primer lugar, es garantizar que técnicamente son capaces de hacerlos, lo que evidentemente implica entrenamientos cotidianos. También deben de ser moralmente capaces de hacer el gesto, es decir, asumir una orden y de ejecutarla. Se trata de entrenar una consciencia humana.
Me parece interesante interrogar lo que pasaría si la orden fuera dada por una razón incorrecta. Aún más si uno de los actores de la cadena de mando tuviera conocimiento. Quise situar a los personajes en la punta de la conciencia humana que sabe que forma parte de un ensamble vasto con una gran misión, y cuyo objetivo es garantizar que el día D no haya dudas. Ponerlos cara a cara con uno de los límites del sistema de disuasión.
Mi presentimiento es que ahí vemos lo que está verdaderamente en juego en nuestra época: la diferencia entre el hombre y la máquina. Siempre decimos que el ser humano es falible y que será reemplazado por una máquina. Sin embargo, hay algo seguro: aunque sean algoritmos poderosos y bien pensados, si ellos son los encargados de provocar o no la guerra atómica, entonces tendremos una guerra atómica. Los únicos que son capaces de salvar el mundo son los mismos que lo han puesto en peligro creando esas armas: los seres humanos.
La única salida favorable tendrá que venir de la punta más fina de la conciencia humana. La guerra nuclear depende de personas que se entrenan toda su vida para tener la convicción inquebrantable que, en algún momento dado, ellos aplicaran un sistema. Y al mismo tiempo estas personas deben ser capaces de poner en duda el sistema de manera excepcional. ¿Será posible? Esta pregunta la he querido hacer en la película. No se trata de saber si está bien o mal tener una disuasión: son preguntas que no se pueden abordar en una sola película y prefiero que el público las responda. Lo que me parece claro es que es imposible modelizar esta punta fina de la consciencia humana. Es imposible transcribirla en un algoritmo.
Esta reversibilidad de la conciencia humana es a la vez ser capaz de apretar el botón y al mismo tiempo de impedirlo. Es fácil convertirlo en un guión porque verdaderamente permite individualizar este tipo de situación de catástrofes globales, y de manera curiosa, hay algo de eso con Putin. Los medios de comunicación tratan más el conflicto como su guerra que como la de Rusia: ¿Cómo visualiza usted el retorno del individuo, o al menos esa concentración sobre una figura o el personaje del gran villano? ¿Esto podría dar vida a un escenario o es demasiado parecido a Dr. Strangelove?
En ese caso, es quizá un poco más individual. Sin embargo, no hay que olvidar que, en el Leviatán, como sociedad y como personas delegamos nuestro poder a unos individuos, a sus conciencias. Es el mismo caso en la democracia: delegamos nuestro poder a un individuo del cual no podemos anticipar cómo va a reaccionar ante una situación extrema. Esto también aplica para Putin, no se puede saber anticipadamente lo que piensa de un tema o de otro. Aparte de la cuestión de saber si él ha perdido la cordura o no. No es algo que se pueda modelizar desde el exterior. Luego podemos tener indicios sobre varias cosas y poder así analizar la historia. ¿Si se puede guionizar? Todo se puede guionizar. ¿Si es un buen escenario? No lo sé.
Habla de la dualidad del hombre frente a la máquina pero ¿no hay en El canto del lobo algo del hombre frente al sistema cuando se trata de decidir? El individuo en su estado imprevisible también es potencialmente peligroso, ¿no es reconfortante que haya una estructura cuando se habla específicamente de arma nuclear?
Antes que nada, lo mejor sería que no existiera ni el arma nuclear ni las armas en general.
Cuando vi esas bombas y pensé en mi hija, hubiera preferido que no existieran, no solo porque existe la posibilidad que un día haya un apocalipsis nuclear sino porque hay que vivir con esa idea. Vivimos en un mundo en el que se han construido artefactos que pueden matar a millones de personas con una orden. Es algo difícil de asumir.
El hecho de que esas armas existan no implica que sea muy tarde para prohibirlas. El problema es el siguiente: habría que preguntarse con qué podríamos reemplazar las armas atómicas para mantener la paz entre las grandes potencias. Un comandante de submarino decía que 3000 años de civilización y de filosofía no han aportado la paz al mundo, contrariamente a la disuasión estos últimos 70 años.
Retomemos el tema del hombre contra las máquinas. Chanteraide, el héroe, es un tipo cuyo oído no deja de oponerse a las máquinas que le dicen lo contrario de lo que él percibe. Esta película solo tenía sentido en Francia donde se continúa dando confianza al ser humano en el aparato militar.
¿Por qué concierne solo a Francia?
Es por una mezcla de falta de medios, de intuiciones profundas, de bricolaje y de un cierto cartesianismo subyacente. A pesar de la existencia de los sonares y de las máquinas, los comandantes de los submarinos no toman decisiones hasta que vean a los ojos la persona llamada “oreja de oro”. A pesar de todo esto, la confianza en los humanos es frágil. Y es por eso que la dualidad con la máquina es interesante. Eso es precisamente lo que he querido poner en escena en la película: los hombres -que se conciben a sí mismos y deben actuar, en el momento fatal, como máquinas- enfrentados a la máquina. En algún momento, los primeros deben transgredir la información que les da esta última, porque también tienen una conciencia.
El ser humano no debe ser reemplazado por una máquina y al mismo tiempo debe comportarse como ella, pero sin perder lo que una máquina no posee: la conciencia. ¿Cómo encontrar el equilibrio?
Efectivamente, no es fácil. Para resultar eficaz entre varias personas, creo que se necesita una organización en la que el individuo priorice las misiones colectivas con la condición de que no olvide que siempre puede regresar al estado de conciencia individual. Pero hay que hacerlo oportunamente ya que no se puede siempre criticar el proceso colectivo. Es complicado: precisamente no se puede escribir el algoritmo, no se pueden definir las reglas de manera anticipada. No podemos decir de manera preventiva que alguien puede transgredir una regla si tiene una duda, porque siempre se puede tener diferentes tipos de dudas. Lo importante es que no se pueda transcribir en un algoritmo. Algo que no es algorítmico en las grandes decisiones humanas debe permanecer así.
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Tenemos la impresión de asistir a un juego de espejo un poco meta, entre los escenarios militares y los del cine: ¿una película puede alertar la opinión pública como lo hace un conflicto real?
En todo caso el conflicto de Ucrania hace eco en la ficción. En el momento en el que reflexionaba en mi guión, un ataque hipotético por parte de Rusia en un país limítrofe me parecía creíble. Eso me permitió imaginar desde un punto de vista narrativo un escenario en el cual Europa indirectamente está amenazada. Particularmente había sido pesimista ya que imaginaba la invasión de una parte del territorio finlandés que está en Europa, pero no en la OTAN. Lo había elegido porque hay pequeñas islas que no representan prioridades mayores para las capitales europeas del Oeste pero cuya anexión rompería en principio la identidad europea. La intensificación justificaba una advertencia nuclear rusa― creíble y más en este tipo de situaciones como lo hemos visto recientemente ― que yo necesitaba para construir mi historia.
En El canto del lobo las computadoras de los submarinos están casi inservibles y en Quai d’Orsay, hay un gag constante sobre la obsolescencia de las cosas. ¿La única potencia nuclear de la Unión está tan obsoleta?
Yo no diría que está obsoleta porque en realidad funciona, pero creo que funciona de una manera frágil. Esa responsabilidad recae en un personal que sabe hacer funcionar todavía las máquinas obsoletas y sabe hacer funcionar equipos de punta. Me parece que mi trabajo en El canto del lobo no está fuera del propósito.
Es el resultado de una política de bricolaje permanente. La longevidad del material implica que no se deja de sobreponer los sistemas: por ejemplo, el sonar del submarino es mejorado constantemente, pero las computadoras de cuarenta años siguen empotradas en la pared de la sala de máquinas. Un submarino es un palimpsesto de tecnologías. Hay objetos que datan de hace treinta años que están conectados a objetos que solo tienen un mes y dependen de un dispositivo de hace diez años―sólo los hombres experimentados son aquellos que pueden hacer funcionar todo esto―. Verdaderamente es un saber humano. El comandante y su segundo al mando siempre inspeccionan y verifican que todo funcione.
Los franceses ocupan una especie de posición intermedia. Por un lado, Estados Unidos están constantemente en la inversión tecnológica. Incluso si los objetos funcionan, lo reemplazan por algo nuevo. Al contrario, los rusos conservan todo lo que funciona hasta que deja de servir. Francia está en medio de los dos: nos gusta estar a la vanguardia, así que jugueteamos entre los dos y superponemos cosas. Así que necesitamos gente bastante fuerte, cuya capacidad depende -como muchas cosas en nuestro país- de la calidad de nuestros cursos de formación. Si los técnicos e ingenieros empiezan a tener menos formación, no será la misma historia.
Uno de los principales giros de la película es que el falso disparo nuclear fue una operación de falsa bandera. Se puede ver la vitalidad narrativa de este esquema, que permite muchos giros. ¿Es una preocupación genuina por parte de los responsables militares de estar engañados por una potencia que se hace pasar por otra o por un grupo terrorista que se hace pasar por un Estado? ¿O es realmente el guionista el que ha primado sobre el canal geopolítico que estaba construyendo?
Yo respondería que sí a ambas preguntas. Al fin y al cabo, Trump, que todavía estaba en la Casa Blanca hace poco más de un año, dijo al inicio del conflicto en Ucrania que había que atacar a Rusia con aviones estadounidenses bajo bandera china… Hay por todas partes equipos post soviéticos baratos. El Chapo disponía de submarinos para transportar sus cargamentos de droga: no eran nucleares, por supuesto, pero eso significa que su organización puede comprarlos y sus hombres pueden manejarlos. En fin, todo esto para decir que un submarino de misiles balísticos cuesta unos 200 millones de euros… Así que el escenario de El canto del lobo no es del todo imposible: la película no va a cambiar los escenarios de defensa en Francia, pero es bueno desplegar escenarios, ideas.
En Francia, existe un «Red team» de autores que trabajan con el ministro de Defensa para imaginar escenarios y perspectivas para los próximos 40 años. ¿Es este recurso a la ficción un signo de que hemos entrado en un periodo de total incertidumbre -una forma de interregno- que obliga a los poderes públicos a imaginar todas las alternativas, incluso las menos probables?
Creo que esto no es único de nuestro tiempo. Siempre se necesita imaginación cuando se está a cargo de la defensa. Una de las razones de la derrota francesa de 1940 fue la falta de imaginación de gran parte de nuestro Estado Mayor, incapaz de captar nuevos planteamientos tácticos. Este recurso a los especialistas de la ficción es interesante: demuestra que los militares son ahora conscientes de la importancia de la imaginación.
Hemos salido de la Guerra Fría, que era una especie de partida de ajedrez gigante, en la que los dos protagonistas siempre intentaban adelantarse varias jugadas para ganar. En los últimos treinta años, ¿no se ha olvidado el antiguo bloque occidental de cómo jugar al ajedrez? ¿La falta de imaginación se había convertido en la norma?
No es sólo en Estados Unidos. El sueño de la posguerra era precisamente establecer un sistema en el que las guerras del siglo XX ya no existieran. Creo que esta proyección también forma parte de lo que se llama disuasión, al menos en el sentido de un sistema que congela los conflictos. Tal vez no era la falta de imaginación, sino el hecho de que la imaginación fue canalizada por este sueño. Hoy, la realidad nos recuerda que no es tan sencillo. Siempre hay una especie de pereza al pensar que los estadounidenses nos protegerán, quizá menos en Francia que en otros países europeos. Así que existe este sueño de posguerra, que entiendo. Pero ¿estamos en proceso de dejarlo? Es posible. Lo que sí es cierto es que debemos volver a poner en marcha nuestra imaginación.
Incluso deberíamos aplicar a la realidad las preguntas que nos hacemos en la ficción. Hay una «ley» en la ficción popular que dice que un arma que aparece en una película en el primer acto siempre se utilizará en el tercer acto. ¿No ocurre lo mismo en la vida real? Esta es la cuestión de la disuasión.
Por el momento, la diplomacia parece impotente ante Putin, que ha jugado con sus reglas y siempre se ha negado a comprometerse. ¿Siguen importando las palabras cuando la otra parte utiliza la fuerza? Yendo más allá, si su alter-ego Arthur Vlaminck tuviera que escribir un discurso para la ministra de Asuntos Exteriores en la ONU, ¿cómo lo haría hoy?
La diplomacia es siempre esencial porque sólo tenemos dos herramientas a nuestra disposición: la diplomacia y la guerra. Incluso cuando estamos en fase de combate, es muy importante mantener la diplomacia. Incluso cuando las negociaciones no tienen éxito, es importante que se lleven a cabo. No se puede culpar a las personas que mantienen el canal de la palabra por mantenerlo, aunque hoy no produzca resultados.
La cuestión de la puesta en escena de la diplomacia me parece diferente. Según mi experiencia en estos temas, cada vez que una negociación genera resultados, es porque era secreta. Cuando veo en la televisión que hay una discusión entre dos personas, pienso que esa discusión probablemente no sea muy útil. Por una sencilla razón: cuando se pone en escena una negociación, se pierde el margen de maniobra. Uno sabe que al final tendrá que comunicar e informar a los grupos de presión, especialmente a la opinión pública. Ya no calculas tus movimientos en función del objetivo a conseguir, sino en función de las reacciones que provocarán los comentarios. Y la persona que está frente a ti lo sabe y puede jugar con ello.
Las palabras también son esenciales en cualquier guerra, para oponerse a la guerra léxica emprendida por el enemigo. Un ejemplo flagrante es, por supuesto, Putin y sus secuaces hablando de «desnazificar Ucrania». No podemos permitir que floten discursos que tienden a deshumanizar a una parte de la población.
Volviendo a la importancia de las palabras, encontramos en el discurso del Patriarca Kirill una idea de guerra santa dirigida por Putin. ¿Debemos preocuparnos más cuando el súmmum de lo teológico-político se asocia al arma nuclear?
El lenguaje que combina la autoridad religiosa y el poder atómico es muy preocupante. Porque no es sólo un movimiento estratégico o una amenaza táctica: es una cuestión de civilización.
¿Cuáles son las perspectivas de salida de crisis?
Espero que haya una salida, pero de momento no la veo. Ese es el verdadero papel de la negociación: hacer surgir una idea que antes no existía. Es un trabajo real. Tenemos que esperar que los negociadores sean lo suficientemente buenos. Hay un momento en el que la agudeza humana entra realmente en juego. La Primera Guerra Mundial no se habría producido si hubiera habido más imaginación y menos ceguera en aquella época, pero ¿somos mejores que nuestros antepasados del siglo anterior?
Todos los Estados Mayores imaginaban una guerra rápida en ese momento. ¿Podría Putin engañarse a sí mismo de la misma manera? Y esta asimetría entre la guerra que imaginamos antes de que empiece y la que combatimos, ¿no es fértil para futuras catástrofes?
Sí, lo es. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, los protagonistas de esa época fueron víctimas de dos ilusiones: por un lado, la creencia de que la guerra sería corta; por otro, la idea de que la guerra era inevitable. Por ello, la mayoría de los países estaban convencidos de que era mejor entrar en guerra pronto, para evitar que los demás se armaran más. Eso apresuró la guerra.
Cuando todos los protagonistas piensan que la guerra va a suceder, ya es muy tarde. Por eso es sumamente importante mantener la diplomacia. No se trata sólo de anticipar lo que habrá que hacer al final de los combates. También es apoyar, de forma permanente, la idea de que otro camino es posible.
Creo que un poco de misterio, a veces, tampoco estaría mal. No sé si fue muy inteligente por parte de Biden decir de antemano que no intervendría directamente. Si lo hubiera pensado sin decirlo, habría sido mejor. No sé cuánto sabe, pero creo que el misterio no hace daño en estos casos. Revelar tus cartas con demasiada antelación no siempre es bueno.
En la doctrina de la disuasión, las cosas se cincelan de forma bastante inteligente. Se supone que el presidente sólo puede enviar la bomba cuando los intereses vitales de Francia se ven amenazados, pero no hay ninguna definición escrita de «intereses vitales»: depende de él. Y creo que eso es deseable. Obviamente, si empezamos a escribir cuáles son los intereses vitales, cualquiera puede calcular y jugar con los límites.
Desde este punto de vista, la relación de los europeos con la guerra es más bien un buen elemento. El hecho de que seamos un continente traumatizado por los conflictos sigue siendo algo que anima nuestros imaginarios.
El hecho de que los europeos no quieran ir a la guerra es algo bueno, pero volvemos a lo que decíamos antes sobre la conciencia, que debe ser capaz de una flexibilidad imprevisible, que no se puede algoritmizar. Creo que debemos ser capaces de declarar la guerra y a la vez no querer hacerla. Hay una fuerza de la mente que siempre debe ser estirada como un arco, me parece. Si un conquistador trata con pacifistas, tiene todo el poder. Si se trata solo con belicosos fanáticos, también es fácil atraparlos.
Las respuestas sólo se elaboran en el presente y entre humanos imprevisibles. Putin no puede ser modelizado. Puede que Biden se haya modelizado demasiado. Macron, no sé y tal vez eso sea bueno.
El canto del lobo no es exactamente una película de catástrofes, pero ¿recomendaría tres películas de catástrofes?
No me gustan mucho las distopías. Estoy trabajando en una película de ciencia ficción, pero siempre me cuesta no hacer una distopía. Alien tal vez. King Kong también. Y la divertidísima Idiocracy.