Esta nota para la acción también está disponible en inglés en el sitio web del Groupe d’études géopolitiques.

Key Points
  • El Pacto de Estabilidad y Crecimiento se restablecerá en 2023, tras haber sido suspendido para ayudar a los Estados a hacer frente a la pandemia de Covid-19. 
  • Se ha iniciado un debate en Europa para cambiar las normas presupuestarias europeas antes de esa fecha. ¿Deben mantenerse las antiguas normas o modificarse para permitir a los Estados invertir en transiciones digitales y ecológicas? Esta reforma también debe tener en cuenta la mutualización de las deudas europeas generada por el plan de recuperación europeo. ¿Será permanente o excepcional? 
  • Para poder combinar las inversiones a largo plazo y la sostenibilidad de la deuda, una agencia europea de la deuda, que funcione según un modelo de colaboración y no de mutualización, podría mantener un coste de la deuda estable y acorde con los niveles de endeudamiento de cada país. 
  • Esta agencia europea de la deuda permitiría reducir los diferenciales de los tipos de interés de la deuda de los Estados miembros sin recurrir a la política de Quantitative Easing del BCE. También sería capaz de adaptarse a la evolución política de la Unión, al poder gestionar una capacidad de endeudamiento centralizada y las diferentes deudas nacionales.

El debate sobre la reforma de la gobernanza europea está entrando en el meollo de la cuestión, y surgen dos exigencias estrechamente relacionadas. La primera es cómo garantizar un margen de maniobra presupuestario estable, en particular para los países de la UEM que ya no disponen de la herramienta de la política monetaria. Podría garantizarse ya sea creando una capacidad fiscal central (o incluso una versión permanente del programa Next Generation EU), ya sea con normas más favorables a la inversión, o con ambas cosas. Lo cierto es que la última década ha puesto de manifiesto la necesidad de que la política presupuestaria se reintegre permanentemente a la caja de herramientas de quienes toman las decisiones. Por supuesto, la deuda ha alcanzado niveles récord; pero no hay muchas opciones: la política presupuestaria tendrá que seguir siendo activa para afrontar los retos de las próximas décadas: desde las infraestructuras hasta la inversión en salud, así como la revisión de la protección social, sin olvidar la digitalización y la transición verde.

Por lo tanto, el segundo requisito es garantizar que una política presupuestaria proactiva siga siendo sostenible con altos niveles de deuda, sobre todo cuando la política monetaria vuelva a la normalidad y desaparezcan las tasas nominales negativas. Lo que hay que evitar a toda costa para garantizar la sostenibilidad de la deuda ante futuros choques es que los Estados europeos se vean obligados a aplicar políticas de consolidación presupuestaria, que tienen consecuencias catastróficas para la sostenibilidad social y medioambiental de nuestras economías.

Ahora que se ha abierto el debate sobre las normas, es necesario negociar un pacto que, hasta ahora, se ha gestionado bastante mal: el que existe entre el crecimiento y la estabilidad, a pesar de que ese requisito esté claramente inscrito en el propio título del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que la pandemia obligó a suspender. Es necesario abordar la cuestión del financiamiento (y refinanciamiento) de la deuda de los Estados miembros, con el objetivo de mitigar la presión del mercado y, al mismo tiempo, garantizar la disciplina presupuestaria. Por lo tanto, las nuevas normas presupuestarias y formas adecuadas de gestión de la deuda deberían establecerse de manera conjunta. El problema podría plantearse también para la Comisión, con la esperanza de que tras el programa Next Generation EU vengan otros programas similares, o incluso de que se cree una capacidad presupuestaria permanente.

Los presidentes Draghi y Macron parecen estar muy conscientes de esta doble necesidad. En su artículo publicado en el Financial Times el 23 de diciembre de 2021, sostienen que la UE debería definir un conjunto de principios y objetivos macroeconómicos comunes para luego traducirlos en un marco presupuestario capaz de garantizar tanto el crecimiento como la estabilidad. Su propuesta se basa en un informe firmado, entre otros, por F. Giavazzi y Ch. H. Weymuller (en adelante «Giavazzi et al.»). Su primera propuesta es introducir una regla “de oro” presupuestaria, que exente a las inversiones del cálculo del déficit. Pero la parte más innovadora de la propuesta es la creación de una Agencia Europea para la Gestión de la Deuda que se encargaría de absorber la deuda acumulada para contrarrestar la crisis de Covid. Es esta segunda parte de la propuesta —su principio básico y su consiguiente aplicación— la que queremos abordar aquí.

Una gestión común de la deuda de los Estados miembros de la eurozona contribuiría a dar un margen de maniobra a las políticas presupuestarias. Si se acompañara de una revisión de las normas para garantizar un comportamiento responsable, podría satisfacer las necesidades de crecimiento y estabilidad que mencionan los presidentes en su artículo. Además, como veremos más adelante, la gestión común de la deuda ayudaría a normalizar la política monetaria.

Sin embargo, se podría objetar que la introducción de los eurobonos presupone una Europa federal, lo que sería una muy mala noticia, ya que el federalismo no se puede construir en unos meses, ni siquiera en unos años. Afortunadamente, no es así: una deuda común implica cierto grado de colaboración, pero no necesariamente federalismo. A la espera de una Europa plenamente federal (con un Tesoro capaz de emitir bonos garantizados por una banca central federal), lo que podría ponerse en marcha para garantizar la estabilidad y el crecimiento, o incluso, al mismo tiempo, la inversión y la sostenibilidad de su financiamiento, es una estrategia de colaboración estructural de acceso a los mercados financieros por parte de los Estados de la eurozona.

Por supuesto, la gestión conjunta de la deuda por parte de una Agencia no está exenta de riesgos que no deben subestimarse. El primero, un tanto paradójico, es que se cree una mayor inestabilidad: la deuda que no absorba la Agencia sería de hecho considerada «inferior» por los mercados y, por tanto, más difícil de colocar (el llamado «juniority effect»). El segundo riesgo, más político, es que, si la gestión común se hiciera mutualizando parte de la deuda (es decir, responsabilizando a todos los países de toda o parte de la deuda de cada uno), la mutualización podría fomentar comportamientos irresponsables (riesgo moral). Y es evidente que a los países “frugales” como Alemania les costaría mucho trabajo aceptar el principio de la mutualización, es decir, el hecho de que en caso de problemas, los virtuosos paguen por el resto.

La propuesta de Giavazzi et al. ya fue criticada porque no descarta ninguno de los dos riesgos. En particular, no está exenta de una forma oculta de mutualización; por lo tanto, la probabilidad de que se discuta y, sobre todo, se apruebe durante las negociaciones sobre la reforma de la gobernanza europea parece bastante baja. Además, como toda transferencia fiscal, debe someterse a un control democrático mediante el voto (no taxation without representation). Para establecerse como principio, la mutualización requeriría un cambio institucional en sentido abiertamente federal, que no podría introducirse sin un debate previo y que, forzosamente, llevaría tiempo.

Sin embargo, los dos presidentes y los economistas que les ayudaron tienen el mérito de haber puesto en primer plano el tema de la gestión de la deuda común. En efecto, es posible gestionar la deuda europea de manera conjunta sin introducir el mutualismo y sin crear inestabilidad. Este es el sentido de la propuesta elaborada por Amato y sus coautores desde abril de 2020, y que expusimos recientemente en un Policy Brief publicado en Italia y Francia. Proponemos la creación de una Agencia Europea de la Deuda (AED) que dé una solución colaborativa pero no mutualista, capaz de gestionar en perspectiva toda la deuda de la eurozona, pasada y futura, y no sólo la deuda vinculada con las crisis. Sólo una Agencia concebida de esta forma puede emitir un activo europeo verdaderamente seguro y transformar toda la deuda de la eurozona en deuda segura.

Comencemos con un esbozo del funcionamiento de la Agencia de la deuda tal y como la proponemos, y luego volvamos a su capacidad de combinar la eficacia económica y la viabilidad política. El reto de una Agencia de este tipo es minimizar el costo del financiamiento de la deuda para los Estados y, al mismo tiempo, dejar intacta su responsabilidad ante sus pares. Así pues, la Agencia debería poder establecer una pantalla protectora entre los países y los mercados capaz de filtrar el llamado riesgo de falta de liquidez, vinculado a la volatilidad de las expectativas del mercado y a los ataques especulativos, y dejar que los Estados sigan siendo responsables del riesgo de insolvencia, vinculado, este último, a la sostenibilidad a largo plazo de su deuda pública.

La AED emitiría bonos en los mercados financieros y utilizaría los fondos obtenidos para financiar a los Estados miembro con préstamos perpetuos, liberándolos así del riesgo de refinanciamiento y minimizando, para cada país, el costo de su deuda. Determinaría las cuotas anuales del préstamo como partes de un plan de amortización perpetuo, que evolucionaría con el llamado «riesgo fundamental» de cada Estado miembro (es decir, su riesgo de insolvencia, que depende de los fundamentos de su economía). Esto eliminaría cualquier posibilidad de riesgo moral. El costo del préstamo para el Estado miembro estaría en función del costo de mercado de la cartera de emisiones de la AED, más un costo incremental que iría evolucionando y reflejando su solvencia específica: una especie de sistema de bonus-malus para la deuda pública. Es importante subrayar que cada Estado pagaría en función de su capacidad de garantizar la sostenibilidad de sus finanzas públicas y de respetar las normas comunes, sean las que sean; la creación de la AED podría, entonces, (e incluso debería) desarrollarse en paralelo a la reforma del marco presupuestario europeo. El mecanismo de bonus-malus, junto con un sistema mejorado de reglas (pensamos en particular en una versión ampliada de la regla de oro, que tenga en cuenta las inversiones tangibles y las intangibles), garantizaría la disciplina presupuestaria mucho mejor que el sistema actual, en el que la evolución de las tasas de interés refleja los fundamentos, la volatilidad de las expectativas del mercado y la opacidad de la regla presupuestaria.

La AED no compraría valores en los mercados. La AED es la que vendería en el mercado, no sus clientes. Al prever también un plan de amortización perpetua para los préstamos a los Estados, la AED administraría en perspectiva toda la deuda de los Estados miembros de la zona euro. Esta absorción integral es posible gracias a que la acumulación de reservas que resulte de su plan de amortización perpetua le permitiría hacer reducciones sistemáticas del nivel de deuda, si así lo deseara, para que la deuda no crezca indefinidamente.

Al contrario de lo que proponen Giavazzi et al., la relación entre el monto de los vencimientos de los préstamos y el riesgo fundamental, así como la constitución de un fondo de amortización, evitarían cualquier mutualización de la deuda. El principio de no mutualización en el que se basa la AED también se aplica a un posible «impago» (falta de pago de uno o varios plazos) por parte de un Estado miembro. Evidentemente, para hacer frente a tal caso, la AED prevé un capital de absorción, exactamente igual que en el caso del Mecanismo Europeo de Estabilidad. Sin embargo, mientras que en el caso del Mecanismo Europeo de Estabilidad el pago de capital nuevo tras el impago implica ciertamente una mutualización, la AED no tendría este inconveniente, ya que la adición de capital se gestiona mediante un régimen de garantía que, en la lógica del bonus-malus, hace que los Estados con perfiles más riesgosos paguen una prima más elevada, lo que evita la mutualización también en el caso del capital.

En cuanto al segundo riesgo, el de crear una deuda «junior» de difícil colocación para los Estados debido a la existencia de eurobonos que emitiría la AED, se evita mediante la absorción progresiva de toda la deuda, y no únicamente, como para Giavazzi et al. y otras propuestas similares, de la deuda pandémica.

En resumen, al emitir un bono común que permita la reabsorción de todas las deudas nacionales de la eurozona, la AED desempeñaría un papel fundamental en la reducción de la incertidumbre sistémica. Al mismo tiempo, estabilizaría las expectativas del mercado sobre la sostenibilidad general de la deuda y alinearía el costo de la deuda con los «fundamentos» de cada Estado miembro. Esto permitiría la adopción de normas que dieran a los Estados un mayor margen de maniobra, sin sacrificar la disciplina presupuestaria nacional ni la estabilidad financiera de la Unión.

La AED contribuiría a la estabilidad del mercado, no sólo porque eliminaría el riesgo de refinanciamiento, sino también porque les daría a los mercados el activo seguro que, hasta la fecha, les ha hecho falta. Los eurobonos de la AED serían tan atractivos para los inversionistas como los bonos estadounidenses garantizados, por lo que podrían contribuir significativamente al posicionamiento geopolítico de la UE. Esto afecta a las ambiciones legítimas, también cultivadas por Alemania, de tener una política exterior capaz de posicionar de forma creíble a Europa en el concierto de los grandes actores mundiales. Sobre todo, un activo seguro verdaderamente europeo estabilizaría las carteras de los inversionistas institucionales (compañías de seguros y fondos de pensiones) y tendría un impacto importante en las expectativas de los agentes, como se puede observar en Estados Unidos. Por estas dos razones, un acervo significativo de activos seguros europeos es, de hecho, una necesidad urgente. Una oferta significativa y creciente de activos seguros de la AED proporcionaría a los inversionistas una alternativa a los bonos soberanos de los países centrales de la eurozona y ayudaría a acabar con la anomalía de los rendimientos negativos, sin pasar por la casilla, políticamente irreal, de la mutualización.

Además, al sustituir gradualmente las deudas nacionales por eurobonos, la AED acabaría con el «bucle infernal» que actualmente vincula la solvencia de los Estados con la de sus sistemas bancarios, y viceversa. El «sesgo nacional» de los inversionistas desaparecería y la zona euro sería más homogénea, lo que facilitaría la realización de la Unión Bancaria.

En cuanto a la política monetaria, la creación de la AED liberaría al BCE de la obligación de continuar indefinidamente con sus programas de expansión cuantitativa (quantitative easing). Liberado de la tarea de reducir los diferenciales, el BCE podría concentrarse en su misión de controlar la inflación y ayudar a cerrar las brechas de producción, cosa que es particularmente importante en este momento. Al no tener que garantizar la sostenibilidad de la deuda mediante programas de compra, el Banco podría elegir el tamaño de su balance únicamente en función de sus propios objetivos de política monetaria, decidiendo la velocidad con la que abandona la expansión cuantitativa.

La AED es una institución eminentemente técnica, pues la tarea (en última instancia política) de determinar el riesgo fundamental no le corresponde. En efecto, la creación de la AED podría en manos de las instituciones de la UE la evaluación del estado de las finanzas públicas de cada país. Esta evaluación incluiría un análisis de la sostenibilidad de la deuda, el cumplimiento de la política presupuestaria con las normas reformadas (más eficaces que las anteriores, es de esperar), la consideración del contexto macroeconómico y la coordinación de las políticas nacionales entre sí y con el BCE. Esta tarea debería ser, en definitiva, política y no tecnocrática, como ya lo es de facto en la actualidad, pero de forma aún poco transparente.  Una vez que los organismos de la UE le hayan entregado la evaluación de riesgo fundamental, la AED determinaría la anualidad de forma no arbitraria, según su algoritmo para determinar precios.

Por último, y no menos importante, si bien es cierto que la AED puede funcionar perfectamente sin ninguna forma explícita o encubierta de mutualización, esto no impide que funcione en un marco mixto, es decir, uno en el que la capacidad presupuestaria centralizada se añada a las políticas nacionales. La AED podría gestionar diferentes carteras de préstamos, para los Estados miembros y para la Comisión, creando subcarteras separadas (mutualizadas y no mutualizadas).

Los beneficios que traería la Agencia son claros para los Estados miembros que, como Italia y España, se han visto afectados por sucesivas oleadas de pesimismo en los mercados, mismas que han provocado costos de financiamiento exorbitantes y, muchas veces, injustificados: la AED filtraría las expectativas del mercado que tanto influyeron en la formación de malos equilibrios durante la crisis de la deuda soberana. También aportaría ventajas a Estados que, como Francia, tendrían grandes dificultades para mantener su calificación sin reducir drásticamente su deuda. Por último, beneficiaría a países como Alemania, que ahora se «benefician» de los rendimientos negativos de su deuda, ya que son una bomba de tiempo para el ahorro privado, los sistemas de pensiones y el sector de los seguros.

Para terminar, recapitulemos lo esencial: la idea de una AED como solución estructural, a primera vista poco ortodoxa, tiene varias características que pueden volverla políticamente viable:

  1. La primera y más importante es que la ausencia de mutualización en la que se basa eliminaría de facto el riesgo moral y cualquier incentivo para actuar como gorrón o free rider.
  2. Estabilizaría las expectativas de los mercados financieros y les proporcionaría un activo seguro.
  3. Su sustitución del BCE en el financiamiento de los Estados miembros facilitaría la normalización de la política monetaria, que podría volver a su actividad principal.
  4. Por último, pero no menos importante, la AED podría diseñarse para apoyar y gestionar eficazmente la deuda pública con cualquier tipo de gobernanza, ya sea una capacidad presupuestaria central o un papel renovado para las políticas nacionales. En un contexto complejo (político e institucional) como el de Europa, no parece ser la última razón a favor de nuestra propuesta.

Está claro que la discusión sobre el papel de la política presupuestaria, el nivel deseable de deuda, el destino de los recursos, la división entre el gasto «federal» y el nacional es una discusión política; entonces, es imperativo que se desarrolle al nivel político de los gobiernos elegidos, así como al de los organismos europeos representativos. La ilusión de una política económica puramente tecnocrática ha sido en gran parte responsable de los malos funcionamientos de la UE en el pasado. La Agencia de la Deuda no podría, y sobre todo no debería, sustituir a los órganos democráticos en la toma de decisiones políticas como la determinación del nivel del presupuesto público o el destino del gasto. Sin embargo, al optimizar el costo de financiamiento de la política fiscal y proteger la deuda de los caprichos de los mercados, permitiría que el debate se desarrollara en un contexto de estabilidad y claridad en cuanto a los costos y beneficios de las opciones fiscales. Así concebida, la Agencia sería un avance importante en la evolución de la gobernanza económica europea.