Para Europa, la búsqueda de la potencia, al igual que la afirmación de la soberanía que, a menudo se le asocia, es una búsqueda incierta, que requiere cuestionamientos y una multiplicidad de puntos de vista.
La Europa potencia: ¿el fin de una inhibición?
Es bien sabido que la Comunidad Europea no nació de un deseo de potencia. Por el contrario, sus fundadores querían combatir cualquier riesgo de su reaparición en Europa. Este es el punto de partida del intento de Pascal Lamy de « Definir la soberanía europea »; la solidaridad de facto y la integración económica fueron las palancas para « reprimir la lógica de la potencia ». La prioridad dada a la creación del Mercado Común, luego al Mercado Único y a la supresión de las fronteras interiores, ha reducido durante mucho tiempo la acción exterior europea a la búsqueda de la apertura de los mercados y a acciones de solidaridad con el mundo en desarrollo, lejos de una afirmación geoestratégica. La elección de la gran mayoría de los Estados miembros de apoyarse en otra alianza para garantizar su defensa no ha permitido hacer de la seguridad común una cuestión de afirmación colectiva europea. El ex presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, comparte esta observación. La difuminación deliberada de la frontera exterior, desplazada por las sucesivas ampliaciones, ha frustrado la aparición de una identidad colectiva. Por último, en Bruselas ha persistido durante mucho tiempo la creencia de un advenimiento universal de la democracia liberal unida a la economía de mercado, y del desarrollo ineludible, porque deseable, de la regulación multilateral, percibida como la extensión natural de la regulación europea por ley (Jacques Toubon y Jean-Yves Heurtebise, « L’Europe somnambule dans l’insoutenable légèreté du monde »).
Tantas elecciones deliberadas y en parte anticuadas, y desilusiones sufridas, la lógica de la cooperación cediendo a la del poder, que hoy exigen un verdadero « cambio de paradigma » (Gilles Briatta, « Le renouveau du débat sur la puissance européenne peut-il aboutir à un changement de paradigme à Bruxelles ? »), más difícil de operar pues las realidades vienen a chocar frontalmente con el fundamento de la construcción europea.
Las formas de poder son hoy plurales (este número de la Revue européenne du droit propone varias lecturas: Pierre Moscovici, « Penser et construire l’Europe puissance » ; Raphaël Glucksmann, « La volonté de puissance » ; Arancha Gonzalez Laya, « Interdépendance, résilience et récit : géopolitique européenne du 21ème siècle » ; Alberto Alemanno et Kalypso Nicolaïdis, « Europe Puissance Citoyenne »). Se trata de todos los ámbitos en los que las naciones y las agrupaciones regionales compiten, chocan o a veces cooperan: normas técnicas, reglas de competencia, obligaciones legales para proteger el medio ambiente o el clima, principios relacionados con la protección de los derechos individuales y las libertades públicas…
Son también las palancas a través de las cuales la Unión Europea puede tener la ambición de actuar e imponerse: proyección internacional de sus normas, acuerdos de asociación, instrumentos de defensa del acceso a su mercado interior…
¿Qué entendemos por « soberanía europea »?
En todos los casos, se trata de determinar en qué condiciones y de qué manera Europa puede ser « soberana », es decir, decidir por sí misma, para sí misma y en su propio interés, en los ámbitos que considera esenciales para su identidad, su prosperidad, su seguridad y el bienestar de sus ciudadanos. Esta « soberanía » de Europa y de la Unión no puede ser abstracta y general, aunque sólo sea porque su propia existencia proviene de la elección de los Estados que la componen de atribuirle competencias, que determinan de común acuerdo sus soberanías combinadas. Es importante, tanto para la credibilidad de la idea de una « Europa soberana » como para su aceptación por parte de quienes cultivan la nostalgia de las antiguas esperanzas federales o, por el contrario, conservan cierta desconfianza, matizar y precisar lo que entendemos por soberanía, como hacen Sergio Fabbrini (« L’avenir de l’Europe, une alternative fédérale à la différenciation »), Signe Larsen (« Promesses et Périls de l’Europe ») y Etienne Pataut (« La nationalité étatique au défi du droit de l’Union »). Una Europa soberana es posible y sin duda así recibiría el apoyo del mayor número de delegaciones tecnológica, digital, monetaria, energética, climática, normativa…
Tiene más dificultades para expresarse e imponerse en materia de circulación de personas, como demostró claramente la crisis migratoria de 2015 (Lilian Tsourdi, « Déficit de solidarité, recul des protections et déplacement des frontières : l’avenir de l’asile de l’UE »), de protección, de seguridad y sobre todo de defensa. Pero sería lamentable que la confusión mantenida por algunos o la reducción hecha por otros entre potencia y fuerza militar no condujera a un desvío completo de la búsqueda de potencia: para lograr el consenso, ésta debe ser dirigida, caracterizada y delimitada.
Una « potencia normativa » : ¿está la Unión a la altura?
Dado que todavía no es una Unión política, y mucho menos una Unión de defensa, Europa sigue siendo una Unión reglamentaria. La capacidad de producir normas jurídicas y de imponerse a través del derecho sigue siendo su vocación eminente. Un periodo de contención, o incluso de desvinculación, puede haber sido necesario y bienvenido después de los años de bulimia normativa y armonizadora que exigió la realización del mercado interior. Pero ahora hay nuevos ámbitos que reclaman normas y una organización común, desde la economía digital (Joëlle Toledano y Jean Cattan, « Le Digital Market Act permettra-t-il à l’Europe de prendre le pouvoir sur les GAFA ? », Hubert Tardieu y Boris Otto, « Souveraineté digitale : Puissance européenne pour les Données et le Cloud, in varietate concordia » ; Brad Smith, « Determinar las reglas de nuestro futuro digital: ¿está la UE en el buen camino? ») hasta las cuestiones industriales (Jacques-Philippe Gunther, « Quel équilibre entre recherche d’une concurrence parfaite et développement de l’industrie européenne » ; Philippe Dupichot, « Dessiner un droit des affaires communs ») y cuestiones sociales relacionadas con las políticas climáticas (Suzanne Kingston, « La démocratisation de la gouvernance européenne de l’environnement : rendre le droit européen de l’environnement plus efficace », Corinne Lepage, « Justice climatique en Europe : le rôle croissant des juges »).
Necesarias para la propia Europa, estas nuevas regulaciones son también una oportunidad para proyectar la potencia a través de la exportación y difusión de las normas europeas. Laurent Cohen-Tanugi hace un balance de la situación y propone perspectivas, mientras que Danny Busch se pregunta si la definición de normas globales de sostenibilidad está realmente al alcance de Europa. Porque lo fructífero de este proceso no puede ocultar las crecientes dificultades a las que puede enfrentarse Europa para seguir este camino. En particular, Europa ya no es precursora ni está sola en muchas actividades de normalización, incluso en la economía digital, donde China y Corea también se están imponiendo como productores de normas. Esta competencia por las normas sólo puede aumentar a medida que la cuota de Europa en la economía mundial se erosiona.
¿Está en peligro el derecho europeo?
Como unión normativa y, sobre todo, como construcción jurídica, la Unión ha establecido, tras un breve periodo de aproximación, la primacía del derecho europeo sobre los derechos nacionales como piedra angular de su edificio (Bruno Lasserre, « Les juges nationaux et la construction européenne : unis dans la diversité »). Y no es discutible que la integridad del mercado único depende de la unidad de interpretación y aplicación del derecho europeo, incluso por parte de los tribunales nacionales, bajo la supervisión de un único tribunal, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Sin embargo, según el Comisario Europeo Didier Reynders, « estamos ante un problema sistémico y no ante violaciones aisladas del derecho europeo ». En ese sentido, las contribuciones de este número recordarán los momentos de tensión a los que ha podido dar lugar la articulación entre el derecho europeo y el derecho nacional, y la relación entre el TJUE y los tribunales supremos de los Estados miembros. Los últimos acontecimientos han estado marcados por nuevos episodios, en los que están implicados tanto los Estados miembros fundadores (Alemania y el Tribunal de Karlsruhe, el Conseil d’État en Francia) como los miembros más recientes (Hungría, Polonia).
Es importante distinguir entre los distintos casos, sobre todo en función de si forman parte o no de una política deliberada para desafiar el ordenamiento jurídico europeo. No obstante, estos casos justifican algunas observaciones convergentes.
– Por muy necesaria que sea para el propio funcionamiento de la Unión, la integridad de su mercado y su credibilidad como « potencia normativa », la primacía del derecho europeo no es evidente en una entidad que no es ni pretende ser un Estado federal, y en la que los « dueños del Tratado », según la expresión favorecida por el Tribunal de Karlsruhe, siguen siendo únicamente los Estados miembros. La relación entre el derecho europeo y el ordenamiento interno de los Estados es especialmente delicada cuando afecta a la norma constitucional de un Estado, o implica la relación entre el TJUE y los tribunales supremos nacionales. Esto requiere un equilibrio, un sentido de compromiso y un diálogo, incluso entre los jueces afectados, ya que de lo contrario pueden producirse reacciones incontrolables (Guy Canivet, « Constitution française et droit de l’UE, approche par la complexité des rapports de puissance juridique »). Esto es especialmente necesario cuando las intervenciones del TJUE le llevan a adentrarse en el ámbito de la seguridad y la defensa, donde la Unión no goza de una competencia indiscutible, y tendría mucho que perder si se le identificara sobre todo como un poder para impedir que los Estados actúen en estos ámbitos.
– La noción de Estado de Derecho atraviesa los debates actuales sobre la naturaleza del orden jurídico comunitario, la primacía del derecho europeo y las exigencias a los Estados miembros individuales (Francesco Martucci, « Primauté, identité et ultra vires : forger l’Union par le droit sans anéantir l’Etat de droit », Marlène Wind, « La réaction contre le constitutionnalisme européen : pourquoi nous ne devrions pas suivre la contre-vague identitaire »). Sólo puede ser central, para una entidad fundada en el derecho y el respeto a sus normas. Sin embargo, su definición sigue siendo incierta, aunque la expresión está consagrada como uno de los fundamentos de la Unión, según los términos del artículo 2 del Tratado de la Unión Europea. El artículo afirma que el Estado de Derecho es uno de los « valores » de la Unión, « común a los Estados miembros », pero que no es lo mismo que la democracia o el respeto a los derechos humanos. Por tanto, las expectativas en este ámbito son en parte subjetivas y cambian según los tiempos y las circunstancias, pero hoy son una prioridad absoluta.
Al mismo tiempo, otro concepto, el principio de subsidiariedad, que se introdujo con el Tratado de Maastricht en 1992 y que había dominado el discurso político sobre la Unión, no sólo entre sus opositores, ha desaparecido prácticamente del debate. Sin embargo, las opciones políticas o las preferencias colectivas nacionales, en el ámbito del derecho de familia, por ejemplo, que hace tan sólo 20 años se consideraban evidentemente como parte de la subsidiariedad, tienden a establecerse hoy como partes esenciales del pacto constitucional común, al precio de las tensiones con los Estados miembros o las mayorías políticas que no se adhieren a él.
Del mismo modo, la división, que debe establecerse absolutamente, entre la independencia de la justicia, que es un principio esencial del ordenamiento jurídico comunitario, y el reconocimiento de la plena competencia de cada Estado en la organización de su sistema de justicia, ganaría si se aclarara el principio de subsidiariedad, que, según el Tratado, es vinculante para todas las instituciones de la UE, incluido el Tribunal de Justicia. En otras palabras, el necesario respeto al Estado de Derecho no excluye el diálogo ni los matices.