Con la caída de Kabul, ¿qué indican los acontecimientos en Afganistán sobre el entusiasmo occidental por una forma de universalismo misionero? Ante este fracaso, ¿qué lugar ocupa Europa en el mundo?

Luuk van Middelaar es filósofo político y profesor de derecho europeo en la Universidad de Leiden. Es autor de El paso hacia Europa (2009) y Cuando Europa improvisa (2018). Fue galardonado con el Premio de París en 1999, el Premio Europeo del Libro y el Premio Louis Martin en 2012, y el Premio Sócrates en 2010. © Creative Commons

LUUK VAN MIDDELAAR 

Los recientes acontecimientos en Afganistán constituyen el fin de un ciclo. En retrospectiva, se podría afirmar que en el otoño de 2001 el universalismo occidental alcanzó su apogeo. Tras el 11-S, el intento estadounidense de castigar a quienes resguardaron a Bin Laden y otros grupos terroristas fue mutando hacia un deseo de exportar nuestro modelo democrático a Afganistán y, más tarde, a Irak, aunque hoy Biden lo intente desmentir. Y si bien es algo que se ha repetido mucho en las últimas semanas, es fascinante que China también se haya incorporado a la OMC ese mismo otoño de 2001, el 11 de diciembre, exactamente tres meses después de los atentados del 11-S: un acontecimiento menos espectacular, pero que contribuía a esa creencia generalizada de que el mundo entero iba a ser como nosotros. Como lo decía George W. Bush en 2000: « el pueblo chino está listo para recibir el más bello producto de exportación estadounidense: la libertad. »

Veinte años después, nos encontramos frente a un doble fiasco, uno –muy visible– para nuestro optimismo como « nation-builders » con el reciente caos en Kabul, y otro –igualmente llamativo– para las esperanzas depositadas en la globalización económica como precursora de la democratización, destrozadas por el ascenso de Xi Jinping; un ascenso reforzado y no debilitado por el increíble crecimiento económico de China, estimulado por la inversión extranjera.

Este momento particular, este retorno de la Historia, este fin de la « Pax Americana », nos invita, a nosotros europeos, a reflexionar una vez más sobre nuestra identidad, nuestro lugar en el tiempo y el espacio.

Luuk, sobre esta cuestión del relato, de la narrativa, ha subrayado que Estados Unidos y, especialmente, China tienen la capacidad de vincular sus políticas actuales con la historia. Quizá el ejemplo más llamativo en ese sentido sea la iniciativa china de la Nueva Ruta de la Seda (« Belt and Road Initiative »). Usted cita el discurso del presidente Macron en la Sorbona en septiembre de 2017, con el que lamentaba que Europa no fuera capaz, como China o India, de fundamentar una narrativa en su historia. ¿Por qué a Europa le cuesta tanto lograr esto? ¿Cómo sería una narrativa de esa índole para los europeos?

Permítanme, en primer lugar, subrayar la importancia del relato, de la narrativa, para cualquier orden político, para cualquier Estado, sin importar que sea democrático o no. Ha mencionado a China y Rusia, pero lo mismo ocurre con Estados Unidos. Cuando el Presidente se dirige a una audiencia estadounidense, o incluso a una audiencia internacional, se posiciona con toda naturalidad como portavoz de una larguísima historia nacional que los estadounidenses y el resto del mundo conocen muy bien. Y lo mismo ocurre con el presidente chino Xi Jinping. Esta idea de la narrativa podría incluso compararse con el combustible de las naves espaciales: es el combustible de cualquier forma de organización política. Sin una narrativa, uno no sabe hacia dónde va, de dónde viene, uno no tiene criterios para juzgar una acción o decidir qué hacer. Creo que es importante señalarlo, porque en los círculos políticos más tecnócratas, como los que pululan en Bruselas, algunos dan a entender que la narrativa es apenas un envoltorio de la realidad. Es un error gravísimo: la narrativa es la realidad, o al menos una parte importante de ella. Y Europa debe construir una que le sea propia y que funcione como brújula para guiar su acción en la escena internacional.

la narrativa es la realidad, o al menos una parte importante de ella. Y Europa debe construir una que le sea propia y que funcione como brújula para guiar su acción en la escena internacional.

LUUK VAN MIDDELAAR

Retomando su pregunta del porqué a la Unión le cuesta tanto construir una narrativa, sin importar que se trate de los líderes políticos en Bruselas, los presidentes franceses o los cancilleres alemanes, creo que Europa, con su percepción de sí misma, se ha aislado de la historia. Es particularmente significativo que todos los primeros intentos y los precursores de lo que luego se convertiría en la Unión nacieran en los años cincuenta. Existe un deseo profundo de olvidar el pasado, algo comprensible luego de dos guerras mundiales, pero que también entorpece la capacidad de proyectarse en el futuro sin el sentimiento de un pasado común más largo.

© AP Photo/Antonio Calanni

Para concluir, si uno estudia la narrativa china, y más ampliamente la visión china de la historia, observa una ruptura, una cesura, con la revolución de 1949, al igual que lo que sucede en Rusia con el interludio de la Unión Soviética. Pero lo que uno ve en líderes como Xi Jinping o Putin es que logran encarnar la modernidad de su país sin dejar de hacer referencia a un pasado más lejano. Es evidente en el caso de China con los valores confucianos, que habían sido reprimidos durante los años de Mao, pero que vuelven a ser planteados e invocados bajo Xi. Se advierte entonces un intento por superar esas rupturas y movilizar a China como civilización y como fenómeno histórico.

Pierre Manent es filósofo político. Fue director de estudios de la École des hautes études en sciences sociales (EHESS) y actualmente se desempeña como presidente de la Société des amis de Raymond Aron. Miembro del Consejo de redacción de la revista Commentaire  (1978), es autor de Situation de la France (2015) y La Loi naturelle et les droits de l’homme (2018). ​​© Romuald Meigneux/SIPA

PIERRE MANENT

Estoy totalmente de acuerdo con todo esto que acaba de decir Luuk sobre la importancia de la narrativa y el hecho de que Europa carezca de una. ¿Por qué carece de narrativa? En primer lugar, porque únicamente las naciones son aventuras. Y sin embargo Europa es una civilización formada por varias naciones. Claro que hay una historia de Europa, que es la historia de las relaciones entre esas naciones. Hay lógicamente una dificultad: las civilizaciones no tienen narrativas, a diferencia de las naciones.

La segunda dificultad reside en lo que acaba de decir Luuk. La historia de Europa es una historia de rupturas, y la gran ruptura es la que existe entre la historia monárquica cristiana y la historia democrática moderna. Algunos en Europa sostienen que la Ilustración sería el origen de una Europa significativa, de una Europa valiosa, separando a Europa de la mayor parte de su pasado. No sabemos entonces qué hacer con ese pasado cristiano y sus vestigios en Europa.

¿Qué podemos hacer? Yo diría que, si queremos una narrativa, no debemos descartar las narrativas nacionales, porque las narrativas significativas siguen siendo esas narrativas nacionales. Luego, si queremos una narrativa europea que tenga vínculos con la historia real, no podemos borrar el cristianismo. Y sin embargo eso es lo que hacen sistemáticamente las instituciones europeas. Si queremos empezar a escribir o contar una historia europea, debemos disipar la idea de que Europa comienza en los años cincuenta. Europa es un concierto de naciones que continúa bajo otra forma, pero que sigue siendo un concierto de naciones. En segundo lugar, Europa es la historia de las naciones cristianas que, en un momento dado, tomaron la decisión de limitar el lugar de la religión, de eliminar el poder de mando de la Iglesia. Sin embargo, su relación con el cristianismo es una parte esencial de esa historia. Por lo tanto, primero hay que hacer sitio para el concierto de las naciones y luego para el cristianismo. Y es por eso que no quiero hablar en términos de raíces cristianas, porque las raíces están en el pasado y únicamente en el pasado. La cuestión es cómo ubicar la relación con el cristianismo en la actualidad. No podemos hacer sitio para el Islam si no podemos definir el lugar del cristianismo.

¿Podría profundizar un poco su visión del lugar que debe ocupar el cristianismo en la actualidad? ¿Cuál podría ser en una época en la que la sociedad es cada vez más laica y en la que aumenta la diversidad interconfesional?

PIERRE MANENT

No estamos abordando correctamente la cuestión del lugar del Islam y la cuestión de la religión. Debido a la idea de la separación de la Iglesia y el Estado, hemos llegado a creer que la composición religiosa de nuestras poblaciones no tenía ninguna importancia: que las personas sean musulmanas, cristianas o agnósticas no tiene absolutamente ninguna relación con la vida pública. Creo que todos sabemos que no es así. Por supuesto, nuestras instituciones se basan en la separación de la Iglesia y el Estado. La neutralidad de las instituciones públicas forma parte de nuestra vida común. Nadie se opone a ella y no veo allí ninguna objeción. Es obviamente una parte valiosa de lo que los franceses llaman laïcité, la separación de la Iglesia y el Estado. Pero, al mismo tiempo, eso no implica que los modos de vida religiosos, los contenidos religiosos de la vida y las tradiciones –sin importar que sean cristianas, católicas, protestantes, luteranas, judías, calvinistas o musulmanas– no formen parte de nuestra vida común. Deberíamos ser capaces de tener en cuenta estos hechos constitutivos de nuestra vida colectiva. ¿Qué es lo que quieren decir aquellos que afirman que Europa no es un club cristiano? Lo repiten a menudo porque saben que, en el fondo, Europa es un club cristiano, o que al menos se construyó inicialmente como un club de naciones cristianas. Es por tanto un error comenzar a hacer de una falsedad evidente un dogma.

Se puede argumentar que Francia, por ejemplo, no debería ser una nación demasiado cristiana. Pero se debe partir del hecho de que durante la mayor parte de su historia ha sido una nación cristiana. Y si hoy en día uno reconoce que Europa está formada por naciones de marca cristiana, uno puede entonces afirmar que se debe encontrar un lugar a otras religiones, sus creyentes y sus tradiciones. Este es el mejor enfoque, y el más razonable. Pero uno no puede decidir que varios siglos de vida cristiana no tienen nada que ver con lo que hoy es Europa.

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Luuk mencionó a Turquía en su hermosa conferencia en el Collège de France. ¿Por qué las instituciones europeas tenían tanto interés en que Turquía se uniera a Europa? No solo la Turquía de Erdogan, sino, incluso antes de él, la supuesta Turquía laica, que en realidad nunca lo fue. Querían demostrar, con la adhesión de Turquía, que Europa no era un club cristiano. Es un poco perverso. Si uno se sincera, se debe reconocer que Turquía tenía una población musulmana homogénea: los cristianos se vieron obligados a huir del país en 1923 tras la guerra greco-turca. Así, cuando Europa optaba por dejar atrás sus pasados nacionales, fomentaba al mismo tiempo la integración en Europa de una nación caracterizada por un nacionalismo sin intención de abrirse a los demás. Era una forma de demostrar que no éramos un club cristiano y demostrar por tanto, de manera perversa, un principio dogmático de la filosofía política que afirma que la afiliación religiosa de los ciudadanos es irrelevante para un cuerpo político y cívico. Creo que es una posición especialmente peligrosa.

LUUK VAN MIDDELAAR

Creo que la palabra « sinceridad » es muy importante aquí. Sí, tenemos una historia milenaria de Europa como continente cristiano. En las primeras fuentes medievales, los términos cristianismo y Europa eran casi intercambiables. Eso es algo que no se puede borrar.

En cuanto a Turquía, creo que, efectivamente, había algo de eso que mencionó Pierre, es decir, el deseo de demostrar un argumento de filosofía política cuando las negociaciones de adhesión estaban en su punto álgido. Pero eso fue hace tiempo, y creo que nadie, ni en Bruselas, ni en Berlín, ni en París, ni siquiera en Ankara, cree hoy que Turquía vaya algún día a entrar realmente en la Unión. Turquía se encuentra claramente en un camino diferente. Pero es una pena que no se haya resuelto o explicitado la hipocresía casi constitucional sobre Turquía en ese sentido.

Lo que encuentro interesante, sin embargo, es que hay una relación muy estrecha entre el proyecto europeo, el proyecto de la Unión, y Roma, la ciudad de Roma: tanto con la Roma de la Iglesia Católica como con la Roma del Imperio Romano. No es casualidad que los tratados fundacionales de la Unión, en 1957, se firmaran en Roma. En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, existía un profundo deseo de liberarse del nacionalismo. Ese apego al catolicismo en particular, aunque no fuera el caso de todos los futuros estados de la Unión, era una forma de escapar del nacionalismo, de refugiarse en el mensaje universal de la Iglesia.

Hay una relación muy estrecha entre el proyecto europeo, el proyecto de la Unión, y Roma, la ciudad de Roma: tanto con la Roma de la Iglesia Católica como con la Roma del Imperio Romano

LUUK VAN MIDDELAAR

Pero también está, por supuesto, la antigua Roma, la civilización grecorromana. La Unión también hace referencia a ella, en sus períodos más impregnados de historia. Grecia se convirtió en miembro del club bastante temprano porque muchos consideraban que, como primera democracia del mundo y cuna del pensamiento crítico, Grecia debía ser miembro. Como dijo entonces el Presidente francés Giscard d’Estaing: « No podemos dejar que Platón juegue en segunda división ». Tenemos entonces la Roma del cristianismo, la Roma de la antigüedad y la Roma de los tratados fundacionales. En ese sentido, el cristianismo y la Antigüedad están reunidos en mi alegato por apelar a una historia más lejana, a una civilización más amplia, para abrir la imagen que Europa tiene de sí misma, demasiado restringida al periodo posterior a 1945.

Esta decisión deliberada de enterrar el pasado nacional y cristiano de Europa, a medida que avanza la integración del continente y el proyecto supranacional, parece estar vinculada a la búsqueda de la importación de valores que Europa considera de aplicación universal. Pierre Manent, usted ha escrito en ese sentido que Europa « representa algo muy específico y muy precioso, nada menos que lo universal, lo universal de la filosofía, de la religión cristiana, de la ciencia y de la democracia. » ¿Puede explicarnos esto? ¿Qué quiere decir con « universal »? ¿Cuál es el papel de la universalidad en un momento en que el papel de Europa pierde fuerza en la escena mundial?

PIERRE MANENT

Esta es la pregunta más difícil. La filosofía nació en Grecia, como todo el mundo sabe. Pero la filosofía no es una simple reflexión general sobre la sabiduría. La filosofía es la búsqueda de criterios universales. Para la filosofía griega original, el criterio es la naturaleza, la naturaleza de las cosas y la naturaleza de los hombres. Antes de que los griegos descubrieran la naturaleza, antes de la filosofía griega, todos los demás pueblos vivían en función de su cultura, su forma de vida, la forma de vida de sus antepasados.

Fueron los griegos quienes decidieron que lo que era bueno no era necesariamente lo que sus padres habían decidido. Lo bueno no es lo antiguo. Esta es la primera vez que surge el concepto de universal filosófico. Antes del cristianismo, la religión era inseparable del cuerpo político. En las ciudades paganas, la religión era una parte integral de ese cuerpo. Incluso para el pueblo judío, Dios era el Dios de su pueblo. Ellos eran el pueblo de Dios y Yahveh era el Dios de los judíos. La Iglesia cristiana es la primera y única asociación religiosa universal porque la gracia de Dios, según el dogma cristiano, elige a los miembros de la Iglesia, más allá de los grupos políticos y culturales, y todas esas personas elegidas por Dios forman parte de la ciudad de Dios. La Iglesia cristiana es la unión universal de todos los hijos de Dios. Se trata, por tanto, de la primera asociación religiosa que no se construyó sobre un organismo social o político previamente constituido. Tiene sus raíces en sí misma. El universalismo filosófico y el universalismo cristiano son elementos específicos del espíritu europeo.

El problema del universalismo actual de Europa es que se trata de un universalismo de los individuos, el universalismo del portador de los derechos humanos –todo ser humano es portador de los derechos humanos–. El fundamento del universalismo actual es el individuo, y es un universalismo muy diferente al cristiano o pagano, que se construía sobre la Iglesia o sobre la polis. La polis griega era la concreción de la capacidad humana de gobernarse a sí misma, pero a diferencia del universalismo individualista de hoy era una concreción enmarcada por un cuerpo político. El cuerpo político era portador del universalismo. Así pues, el problema de la Europa cristiana actual es que nos hemos alejado de todas las asociaciones humanas: la Iglesia, las ciudades, las naciones… Reconocemos únicamente al individuo, por un lado, y a la humanidad en su totalidad, por otro. Pero no podemos vivir mucho tiempo sin asociaciones políticas, sin cuerpos cívicos. El problema del universalismo europeo actual es que se ha convertido en el enemigo de las asociaciones humanas, en nombre de los derechos individuales.

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Luuk, me parece que otro aspecto del universalismo europeo actual es la creencia en un orden internacional liberal basado en normas que Europa podría moldear tecnocráticamente a través del comercio, la diplomacia y los derechos humanos. ¿Cree que esta combinación de individualismo, que acaba de describir Pierre Manent, y de universalismo tecnocrático está a la altura de la herencia europea?

LUUK VAN MIDDELAAR

Las dos cosas están obviamente ligadas. La gran ironía histórica es que tanto el universalismo de los derechos humanos como el individualismo provienen del cristianismo. Tampoco es una coincidencia histórica que ambos tuvieran su origen en Europa Occidental y Estados Unidos. Su fundamento era la idea cristiana de la igualdad de todas las almas ante Dios. Ese principio se ha secularizado, pero ese profundo individualismo ya se encontraba dentro del cristianismo. Frente a esto, Pierre puede sonreír y pensar que se trata de una visión más protestante que católica del cristianismo, al suprimir algunas de las asociaciones intermedias, pero en realidad se remonta a San Pablo. Larry Siedentop ha escrito maravillosamente sobre ese lazo.

En mi opinión, la noción de un universalismo tecnocrático tiene un origen diferente, el de las verdades universales de las matemáticas y las leyes científicas. Si bien es cierto que forman parte de la historia europea desde los filósofos griegos, también se encuentran en la mentalidad china, por no mencionar ciertos periodos de la cultura árabe, etc. Estas ideas son por tanto más susceptibles de ser compartidas globalmente, no como valores universales, sino como una forma de comprender la realidad. Lo digo con cautela filosófica, pero si uno piensa en la crisis climática, es muy importante mantener abierta la posibilidad de una comprensión común de la naturaleza y de nuestro lugar en ella.

Sin embargo, lo que obtuvimos en la tecnocracia bruselense de la posguerra fue esencialmente un cóctel de universalismo moral de nuestros valores, por un lado, y por otro, la fuerte creencia en la posibilidad de despolitizar los conflictos políticos para plantearlos como problemas tecnocráticos que pueden ser resueltos. Ambos enfoques tienden a negar la historia, a borrar las particularidades del tiempo y el espacio, y se refuerzan mutuamente: lo que era técnicamente admisible (por ejemplo, acordar reglas para las normas aplicadas a los productos) también se consideraba moralmente bueno, y no solo para nosotros, sino también, como usted dice, para el resto del mundo. Esa tendencia teleológica en la mentalidad de Bruselas siempre me ha llamado la atención.

Lo que se plantea ahora, con dificultad, es cómo puede Europa mantenerse fiel a su identidad postcristiana, sin dejarse de posicionar como una cultura o civilización entre otras en el mundo, como una potencia o polo en un mundo multipolar. La dificultad radica en que Europa, la idea que tiene de sí misma, está profundamente ligada a la universalidad y a los derechos humanos. Es algo que también se ve en Estados Unidos y, entre los países europeos, en Francia con su mensaje universal. Sin embargo, para los europeos es muy difícil lograr encontrar una posición sobre las violaciones de los derechos humanos en China, por poner un ejemplo muy actual, sin sentir que reniegan de su propia identidad. Podríamos decir entonces que nuestra identidad particular como europeos es pensar de forma universal.

Creo que esto no ha cambiado en el plano filosófico. Pero está cambiando políticamente o geopolíticamente, porque las naciones que no comparten esa idea de universalismo son hoy más poderosas. Y eso cambia la ecuación política. Podemos seguir teniendo este debate filosófico, como hace treinta años, pero políticamente ya estamos hablando de otra cosa. Evidentemente, estoy pensando sobre todo en China, como primer retador no occidental del orden mundial y sus reglas desde hace dos o tres siglos.

En cuanto a esta cuestión política, me gustaría adentrarme en la mentalidad de las personalidades y los partidos proeuropeos, los aparentes partidarios de una forma de identidad europea. Paradójicamente, parecen también ser los más incómodos con la movilización de símbolos culturales e históricos, por temor a que se erijan únicamente en fuentes de exclusión. De hecho, esas personalidades y esos partidos tienden a defender una identidad europea basada en los valores democráticos y los derechos humanos que casi todos compartimos en Europa. Pero un énfasis en los valores democráticos también significa que podríamos incluir a Corea del Sur, Argentina o India en esa definición de Europa. ¿Esa forma de identidad europea, promovida por los políticos e intelectuales proeuropeos, está más cerca de una forma de ciudadanía protoglobal que de una identidad realmente construida sobre la historia, la cultura y la geografía singulares de Europa?

LUUK VAN MIDDELAAR

Así lo creo, en efecto. Los europeos pueden enumerar sus valores, tal como hace el artículo 2 del Tratado de la Unión de forma bastante sencilla: el Estado de Derecho, la democracia y los derechos humanos. Todos esos valores son universales. Pero creo que la dificultad para ellos, y especialmente para los líderes políticos europeos, es posicionarse en relación con lo universal.

Intenté interrogar a los gobernantes de hoy [para que definieran los valores de Europa]. Por ejemplo, la actual Comisión Europea dirigida por Ursula von der Leyen cuenta con un comisario para la protección del estilo de vida europeo, el griego Margaritis Schinas. Es algo muy interesante, es algo nuevo. Hay una necesidad, y un cierto interés, por definir elementos como específicamente europeos y no solo universales. Pero sigue siendo con cautelo, o ambigüedad, porque en cierto modo siempre existe ese miedo a la exclusión. Es una pena, porque si no se puede en algún momento decidir y hablar en nombre de un « nosotros », que no son todos los habitantes del planeta Tierra, sino los que casualmente viven en la orilla occidental del continente euroasiático, entonces será difícil actuar y defender los intereses como europeos frente a otros actores que no tienen ninguna dificultad para hacerlo.

Los estadounidenses, aunque son capaces de establecer alianzas, hacen valer su particularidad, la particularidad de su estilo de vida.  A los europeos, en cambio, les resulta muy difícil, y es allí donde se encuentra el núcleo del debate filosófico que estamos manteniendo. Se podría también decir que los europeos no han digerido del todo la herencia del cristianismo en la forma moderna de la universalidad de los derechos humanos.

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PIERRE MANENT

Si aceptamos una narrativa europea con la huella del cristianismo, junto a Grecia y Roma, si tenemos en cuenta universales que fueron elementos clave de Europa, de la narrativa europea, podremos decir « nosotros ». Un europeo moderno que acepte que, en esencia, la Unión forma parte de una zona de antigua civilización cristiana, encontrará mucho más fácil aceptar que otras partes del mundo no son como nosotros, que los chinos y los turcos tienen otros estilos de vida.

Si decimos que en Europa son los valores europeos los que son universales, entonces en cierto sentido estamos obligados a querer esclavizar al mundo entero a nuestros valores, porque sería insoportable que otros pueblos no fueran conscientes de la importancia de esos valores.

Creo que si estuviéramos un poco más orgullosos de nuestra propia historia, sería mucho más fácil formar parte de un mundo plural con civilizaciones que encarnan otros estilos de vida. ¿Esto significa que no podemos criticar a los chinos por su régimen? No quiero pretender que todo el mundo sea profeta en su propia cultura y que todo estará bien. Seguimos teniendo criterios universales, pero sin embargo una narrativa europea nos permitirá decir « nosotros » sin ser agresivos ni hacer una cruzada contra los demás.

El pasado mes de febrero, Hans Kundnani argumentaba en un artículo titulado « What does it mean to be pro-European today ? » que el proyecto de una soberanía europea disimula mal la afirmación de una identidad blanca frente a un Otro (China, el Islam, etc.). ¿Está atrapada Europa entre la opción de una forma de nacionalismo a escala europea, con todos los defectos del nacionalismo, y esa forma etérea de protociudadanía global que solo tendría vínculos superficiales con lo que nos hace europeos?

PIERRE MANENT

Si vaciamos Europa de religión, de naciones, de su herencia griega y romana, nos quedan únicamente los valores. Decidimos entonces que la Europa de los valores será la Europa de la soberanía. Pero no tiene ningún sentido: los valores no actúan. Solo actúan los órganos políticos. No vaciemos nuestros estilos de vida de su contenido, de lo que Karl Marx denominaba el « contenido de la vida ». Me gusta esa expresión, porque cuando se han vaciado nuestras sociedades de esos contenidos de la vida, ¿qué queda? El riesgo de ese vaciamiento se manifiesta en lo que se dice hoy, de manera desalentadora, sobre la blancura.

No me percibo como una persona blanca. Nunca me he definido como tal. Soy un hombre francés. Soy un hombre cristiano. Soy un heredero de la civilización griega y romana, etc. Ser blanco nunca ha formado parte de lo que soy, pero si tenemos una vida común vacía de contenido, nos quedamos con los derechos individuales y el color de la piel, lo que nos pone a todos en una situación abominable. No podemos defendernos como blancos, pero, al mismo tiempo, si nos atacan como blancos, ¿qué podemos hacer? Tenemos que tener más cuidado, ser más conscientes del contenido real de nuestras vidas. Y esos contenidos vitales no tienen nada que ver con el color de nuestra piel.

No me percibo como una persona blanca. Nunca me he definido como tal.

PIERRE MANENT

LUUK VAN MIDDELAAR

Permítanme tal vez decir esto: cuando hablamos de « nosotros », europeos –esto incluye, por supuesto, a « nosotros los holandeses », « nosotros los franceses » o « nosotros los alemanes »–, y si lo podemos hacer únicamente sobre la base de nuestra historia, ésta remite no solo a la antigüedad, el cristianismo y la Ilustración, sino también a nuestra historia colonial. Creo que es un punto justo, porque es una parte de la historia que tal vez hemos tratado de olvidar o minimizar. No me importa reconocer y afirmar partes de nuestra historia de las que no estoy orgulloso, porque eso también forma parte de lo que somos. Todos tenemos cosas de nosotros mismos que nos gustan y otras que no. Pero, sin embargo, es lo que somos. La relación de Europa con otras partes del mundo se ha visto, por supuesto, teñida, sin quererlo, por nuestras relaciones coloniales y nuestra historia. Tenemos que asumirlo también si queremos encontrar nuestro lugar como europeos en este mundo multipolar al que hemos aludido aquí.

Créditos
Este texto es una versión actualizada de la desgrabación del podcast Uncommon Decency (episodio 36: Finding Europe) con Luuk van Middelaar y Pierre Manent.