Key Points
- Con la movilización social in crescendo, Colombia está en crisis desde el 28 de abril y vive las manifestaciones más violentas de su historia: los enfrentamientos con la policía han dejado al menos 42 muertos.
- Si las reformas fiscales del gobierno de Iván Duque fundamentaron las primeras manifestaciones, ahora es el presidente y todo un sistema político el que parece cuestionado en uno de los países más desiguales de la región y donde la pandemia se ha cobrado la vida de más de 79.000 personas.
En diciembre de 2019, entrevistamos a Ernesto Samper sobre los acontecimientos de ese entonces en Colombia. ¿Qué diferencias y semejanzas existen entre esa secuencia y la actual, entre las cuales se encuentra la pandemia? Además de lo que podríamos considerar como las causas directas de las protestas y de la crisis que atraviesa actualmente Colombia, ¿ha sido la crisis sanitaria una suerte de acelerador de la movilización?
Desde más o menos 2013 y 2014, en Colombia estamos viviendo cíclicamente movilizaciones multitudinarias. Las primeras fueron movilizaciones campesinas que se dieron en todo el país, y posteriormente ha habido movilizaciones urbanas y campesinas; las movilizaciones que han comenzado siendo manifestaciones públicas se han ido convirtiendo en paros, y los paros se han ido convirtiendo en huelgas generales. Así que vemos un proceso ascendente de fenómenos que hubieran ocurrido, para ser francos, incluso sin la pandemia. ¿Por qué? Porque hay razones de fondo, estructurales.
Obviamente la pandemia ha recrudecido estos problemas, pero tenemos dos circunstancias paralelas: una es la de los problemas que existen, que son causa; pero otra es el elemento subjetivo. Cada vez hay una ciudadanía menos dispuesta a permitir que se violen los derechos y las movilizaciones son cada vez menos movilizaciones reivindicativas y más bien de emancipación ciudadana, con un carácter político más profundo. Obviamente que dentro de esto hay elementos que detonan la indignación. En el caso de 2019, y de este 2021, han sido las reformas tributarias. La primera, una reforma que no se pudo contener y que se surtió con gravísimos efectos para el país y fundó las bases de la crisis que estamos viviendo hoy. Hoy, se habla de un hueco fiscal enorme. Y parte de ese hueco fiscal fueron consecuencia de las exenciones de impuestos que estaban contenidas en la reforma de 2019. Son reformas que violan la Constitución que señala claramente que el principio de tributación debe ser progresivo. Y en este caso, es totalmente regresivo: es decir, se exceptúa de impuestos a los más poderosos y se carga el peso de los mayores impuestos sobre los más débiles en términos económicos: capas medias y sectores empobrecidos.
Ese modelo era relativamente sostenible bajo las condiciones pre-pandemia. Sin embargo, hoy se ha vuelto totalmente inviable porque lo que se quiere es gravar prácticamente hasta el oxígeno de las personas: los alimentos de primera necesidad, los salarios más bajos, las pensiones e incluso los servicios funerarios. Imagínese que eso estaba contenido en esa reforma tributaria. Y la gente ya entiende que la reforma no es como lo que dice el gobierno; otro elemento absolutamente indignante: no es para los programas sociales y de solidaridad del gobierno, sino para pagar la deuda externa y para mantener los subsidios de los grandes capitales, del sector financiero, de los conglomerados más ricos y poderosos que son los únicos que han ganado en medio de la pandemia.
Así que todo este conjunto de elementos ha ido generando ya no simples protestas. A esto creo que ya no se le puede llamar protestas. Esto es algo más. Son movilizaciones que comienzan y tienen una duración muy importante en el tiempo: paralizan la economía, paralizan al país y no se resuelven con palabras o con promesas, con las mismas mentiras de siempre. Aquí ya hay un problema de fondo.
Usted también ha señalado a Álvaro Uribe como responsable de lo que está ocurriendo ahora. Cuando se habla de la política de la inmediatez, de corto plazo, ¿se produce aquí una suerte de superposición temporal con las consecuencias que esas decisiones pueden tener hasta diez años después, es decir a largo plazo, en los sistemas políticos?
Sí, y eso además está dentro de una cronología mundial. Esto no es Colombia. Esto viene ocurriendo desde la primavera árabe y hemos estado viendo lo que ha pasado en cada uno de los países en los que están ocurriendo hechos similares –ya son muchos en el planeta–. Obviamente, con características nacionales propias. En este caso, hablamos del uribismo. El uribismo es una corriente política y económica de extrema-derecha en Colombia, que ha mantenido con algunos intervalos una hegemonía durante las últimas dos décadas. Ha significado una concepción autoritaria del Estado –yo diría prácticamente fascista del Estado– y, al mismo tiempo, ultra-neoliberal: una política que ha acabado de privatizar al Estado, que ha sido para la construcción de un modelo de poder plutocrático y que ha combinado métodos autoritarios desde el punto de vista legal, pero también métodos ilegales, que han terminado generando un rechazo a pesar de estar destinados a provocar terror y miedo. Se fundamentan en el miedo para imponer a la figura autoritaria; en este caso, Uribe. Ese modelo, obviamente, gira también en torno a una figura populista de derecha que es Uribe. Es el centro gravitacional de esa corriente política. Eso significa que si a él no le va bien, pues no le va bien a la totalidad del movimiento. Es lo que ha ocurrido en los últimos años.
¿Cómo explicar lo que sucede particularmente en Cali? ¿Cómo Cali se ha convertido en un punto estratégico y central en esta secuencia?
Cali ha sido una ciudad de luchas sociales muy significativas en todos estos años: luchas de los trabajadores, de los estudiantes, de los indígenas. Ha sido como la capital de toda la costa pacífica donde se ha concentrado muchos de los graves problemas: es un epicentro político. En la costa pacífica se han acumulado problemas sociales muy graves, tasas de pobreza enormes, desplazamientos, narcotráfico, problemas que tienen que ver con la hiperconcentración y la acumulación de riquezas. A mi modo de ver, todo esto ha jugado un papel en el marco de esta situación que ha convertido a Cali en un escenario de una muy fuerte movilización social y, al mismo tiempo, de un deseo de convertirla en un laboratorio del terror. Dicho esto, hoy es Cali, pero mañana pueden ser otros lugares del país. Ya de hecho está comenzando a despertarse una movilización campesina. Y es importante, porque es el escenario que inicialmente detonó esta movilización nacional.
Se habla de la necesidad de reformar la policía colombiana. A menudo cuando surgen protestas sociales en el continente, se observan grandes excesos de violencias por parte de las fuerzas del Estado. ¿Muestra esto una ausencia de una estructura o doctrina para mantener el orden sin tener que llegar a los extremos que implican instrumentos, armas y técnicas de guerra?
En el caso particular de Colombia, estos elementos son muchos más graves. A diferencia de otros países, en Colombia hemos tenido un conflicto armado de larga duración y múltiples formas de violencia. Eso significa que la policía es un organismo militar. No es un organismo civil, a pesar que la Constitución señala que sí lo es. Y el ejército es un organismo que cumple funciones policiales. Es una plena inversión entre el rol de la policía y el ejército. Hemos visto entonces que en los últimos años, y con esta protesta que ahora se está convirtiendo en huelga general, ha sido cada vez más criminal y más terrorista el modelo de las fuerzas armadas para combatir las protestas.
En ese sentido, enviamos recientemente a la Corte Penal Internacional una comunicación en la que hacemos una descripción sobre 1595 hechos que han ocurrido en estos diez días (entre el 28 de abril y 12 de mayo). Hemos logrado detectar algunos patrones que, sin lugar a duda, pueden dar lugar a la definición de crimen de lesa humanidad: por ejemplo, la utilización de armas de fuego por parte de la policía nacional; disparos contra personas que están dentro o fuera de las movilizaciones; utilización de armas en teoría no letales, pero que se utilizan deliberadamente como armas letales, como lo puede ser el disparar ese tipo de proyectiles que supuestamente no causan daño a los ojos u órganos genitales para provocar intencionalmente heridas. En estas movilizaciones, la policía colombiana ha utilizado unas tanquetas –y esto lo ha dicho Human Rights Watch–, que disparan en un mismo momento múltiples cápsulas contra objetivos indiscriminados. O sea que pueden convertirse en proyectiles potencialmente letales. Suspende el flujo de energía eléctrica en un lugar para actuar en la penumbra y no poder ser filmada. Suspende el servicio de Internet. Dispara gases lacrimógenos en recintos cerrados, como viviendas y transportes públicos. Tortura, comete actos de violencia sexual, etc.
Estos hechos no son, por supuesto, comportamientos individuales, sino que ocurren simultáneamente en distintos lugares del país. Por lo tanto, obedecen a –muy probablemente– órdenes superiores. Entonces, ese es un recrudecimiento de la violencia que intenta ser ejemplarizante para infundir terror en la población.
¿Cómo se podría resolver ese problema más profundo de una suerte de violencia subyacente, con una policía que se dice hecha para la guerra, para luchar contra las FARC, el narcotráfico, y que se encuentra ahora frente a la sociedad civil?
Hay que reformarla, reestructurarla. Hay que cambiar la orientación del Estado. El Estado colombiano es un aparato de guerra, con un fuerte componente militar y militarista. Y la gran lucha que ha habido desde 2016 hasta ahora es la de cambiar el curso hacia una política de paz de Estado, que le quite al Estado ese componente militarista y lo convierta en lo que dice la Constitución: un Estado social de derecho.
¿Y el paramilitarismo?
Primero, creo que hay que salir de esa concepción, que forma parte de la misma concepción militarista, esa idea de que las fuerzas militares están en un lugar y los paramilitares en otro. Esa es una discusión que ya está zanjada por la verdad histórica. El paramilitarismo existe porque existe el militarismo. Ahora bien, aquí la cuestión es la siguiente: esas estructuras de civiles armados corresponden a una doctrina que se ha intentado cimentar en la sociedad y es la siguiente: existe una amenaza terrorista –primero eran las guerrillas, ahora son los manifestantes considerados como terroristas urbanos– que exceden a la policía, es decir que son incontrolables; la policía no se puede entonces comportar con ellos utilizando los métodos convencionales –respetando la ley– y tiene que acudir a métodos no convencionales; pero eso es insuficiente, no basta, porque el terrorismo es mucho más fuerte; por lo tanto se requiere al ejército, que también debe participar; y como no es suficiente que violen los derechos humanos la policía y el ejército juntos, es necesario que haya también un componente de la sociedad civil con civiles armados.
Eso es parte de una ideología de la seguridad que busca justificar veladamente estas expresiones que, lo repito, son parte de una misma concepción del Estado. No surgen espontáneamente en la población civil, no es cierto eso.
Hablando de ideología: cuando hay protestas sociales en la región, los discursos orgánicos suelen acusar una injerencia del castrochavismo.
Sí, tuve hace unos días una discusión con un uribista del Centro Democrático y me decía que aquí había un plan del foro de San Pablo. Le dije: “bueno, los que presentaron la reforma tributaria no fueron ni Maduro ni Diosdado Cabello, fueron ustedes”.
Por supuesto, es un absurdo. Y ya no resiste esa explicación. Aquí hay millones de personas movilizándose. Y todas por distintas causas además. Están los indígenas, los camioneros, los taxistas que están amenazados por Uber, están los estudiantes que no tienen matrícula universitaria, está la gente que ha perdido el empleo. En fin, pensar que esos son autómatas que salen a la calle porque un dirigente político o un grupo de dirigentes políticos les dicen que ese es el momento, es una teoría contrafáctica y absurda. Por supuesto, se intenta explicar con esos modelos ideológicos pero no resiste un examen desde ningún punto de vista.
Con estos elementos ¿se podría entender también la renuncia esta semana de la ministra colombiana de Asuntos Exteriores?
Yo diría que hay también otro tipo de asuntos. La política exterior del uribismo ha sido francamente desastrosa. Partía de una idea que llevó a ese fracaso. Esa idea era que Donald Trump era eterno en Estados Unidos y, por lo tanto, puso todo el énfasis de la política exterior en complacer y en fortalecer esa ala ultraderechista del partido republicano. Al punto que el Centro Democrático y el uribismo tuvieron injerencia en las elecciones de Estados Unidos, especialmente en la Florida, donde llevaron a los colombianos a votar por los candidatos de Trump. Eso fracturó la relación del tradicional bipartidismo en la línea exterior colombiana, lo que ha tenido repercusiones. Igualmente, esa asunción del liderazgo de ser el policía de América Latina bajo la máscara de ser una democracia, de intentar darle lecciones de democracia al resto de los países latinoamericanos, se ha ido yendo abajo. El ataque contra el proceso de paz ha sido muy mal visto, pues ese proceso lo respalda la comunidad internacional y el Consejo de Seguridad de la ONU. Todo eso han sido errores, equivocaciones, que han provocado un desastre en materia de política internacional y que ahora, con este estallido social, se ha agravado. Mal que bien, hasta hace poco, Colombia había logrado mantener esa imagen de democracia con disimulo. Hoy es totalmente imposible. Ha quedado claro frente a los ojos del mundo la naturaleza del régimen que tenemos en Colombia. ¿Cómo será que hasta el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, ha tenido que pronunciarse? Eso creo que ya es suficientemente diciente.
En muchos lugares del mundo se habla de protestas sociales que van a empezar con el regreso a la normalidad después del final de la pandemia. Se habla incluso de eventuales guerras civiles, de enfrentamientos dentro de un marco apocalíptico que está bastante de moda. Dentro de estas reflexiones, ¿qué nos puede decir y mostrar el caso colombiano?
Yo creo que eso parte de una ideología que quiere que surja el miedo frente a la movilización de los ciudadanos. No tiene por qué ser un mundo apocalíptico. No tiene por qué terminar siendo una guerra. El 90% de las movilizaciones en Colombia han sido pacíficas. Quienes quieren convertirlas en un escenario de guerra son los gobiernos que, ante la protesta pacífica, no tienen ningún tipo de herramienta o elemento para impugnar la legitimidad de esa movilización. Entonces yo creo que no tiene porqué ser así. No es un escenario fatídico. En cambio, lo que sí puede ocurrir es que las movilizaciones pacíficas, pero con la desobediencia civil resuelta, termine por acabar con gobiernos y poderes políticos autocráticos y autoritarios. Eso sí creo que es posible.
Hay una omnipresencia de las Fuerzas Armadas en algunos países de la región, sin duda acentuada con la crisis sanitaria, con una alta popularidad por parte de las instituciones militares entre la población, algo que, salvando las distancias, también se observa en Francia. ¿Se puede establecer un vínculo entre alguna militarización y este contexto de crisis que estamos viviendo?
Yo creo que precisamente hay sectores a los que les interesa evitar que el colapso del modelo neoliberal se dé de manera pacífica. Por lo tanto, quieren convertirlo en un escenario de violencia. Por eso es tan importante el antimilitarismo. Creo que es muy importante el rechazo de la violencia. El peor enemigo de la movilización ciudadana es la violencia. Por una parte, la violencia estatal; pero también cualquier expresión de violencia que delegitime la movilización. Así que es muy importante mantener la idea de que la movilización es suficientemente poderosa, no solamente por su dimensión masiva y multitudinaria, sino por su legitimidad moral: se opone a algo que es injusto. Creo que eso es fundamental reclamar.
En términos de salida de crisis ¿qué se puede esperar de los acuerdos o al menos de un diálogo nacional? Usted hablaba de una movilización ascendente: ¿cuáles son o deberían ser las próximas etapas?
Yo esperaría que haya un poco de sensatez en el gobierno –si es que se puede esperar algo así– y que decida dialogar, pero de una manera útil, eficaz e incluyente. Aquí hay una tecnología del diálogo que es parte de una especie de engaño para debilitar a los movimientos de protesta y de reclamo de cambio político. Sentarse en una conversación, que es un ejercicio absolutamente retórico, que no lleva a ninguna parte, divide a los movimientos. Hay que tener entonces un diálogo con cada sector y nunca termina en alguna conclusión significativa, que se dilata en el tiempo. Es lo que hizo Duque en el momento en que estábamos por sufrir la pandemia. Las movilizaciones del 2019 fueron respondidas con algo que se llamó “la conversación nacional”. Aún nos estamos preguntando en Colombia de qué se trata eso. Es un ejercicio totalmente inútil. Yo espero que no se cometa el mismo error. Aquí hay unos asuntos que están planteados de una manera muy clara, entre ellos, por ejemplo: la creación de una renta básica universal, es decir, un ingreso mínimo en este momento para resolver el empobrecimiento de grandes sectores de la población; la necesidad de implementar el acuerdo de paz de 2016; evitar reformar el sistema de salud para ultra-privatizarlo; crear el acceso a la educación de manera gratuita en el sistema público. En fin, esos son asuntos inaplazables. Y frente a eso, no se requiere gran diálogo. Se requiere una decisión política y, tal vez, negociar los términos y los procedimientos, pero ese es un asunto que se puede resolver de manera eficaz y pronta. Está bien dialogar, pero con unos parámetros bien claros y, sobre todo, con decisiones y acciones.
¿Cuál podría ser el papel de la comunidad internacional, de actores regionales en estas circunstancias?
Por mucho menos que lo que está pasando en Colombia, la comunidad internacional ha aplicado sanciones muy drásticas contra esos países. La pregunta es por qué no se producen acciones también. Hay cláusulas en tratados internacionales, en tratados de libre comercio, distintas instancias que podrían forzar cambios de política en Colombia. Yo creo que esta posición de observar y de hacer declaraciones –que son muy importantes– también tiene su límite. Si esto no cambia, si el gobierno colombiano decide desafiar los principios elementales de los derechos humanos y si se entra en el terreno ya no de una democracia, sino de una dictadura civil, quiero ver qué tipo de reacción debe venir de parte de las instancias de la comunidad internacional.
Por supuesto, las elecciones presidenciales del próximo año también están en el centro, sin duda, de las preocupaciones. Con lo que está pasando, ¿se podría entrever alguna abertura histórica para la izquierda? ¿Cree que podría surgir algún movimiento a partir de los acontecimientos actuales, es decir a partir de la sociedad civil?
Eso puede ocurrir. De hecho, los sectores progresistas vienen avanzando en el país desde hace unos años para acá. Sin embargo, en política no hay que tener en ningún momento un espíritu triunfalista, sino construir. Ahora bien, si no se gana en 2022, habrá que seguir construyendo para que surja esa alternativa. Lo que sí es cierto es que estamos yendo hacia un movimiento de cambio en el que no hay forma que el gobierno acierte. No veo esto. Me preguntaron hace poco en una entrevista qué esperaba yo del gobierno después de estas grandes movilizaciones. Les dije que espero que se acabe, y que se acabe pronto. Es una verdadera pesadilla. Estamos a pocos meses de las elecciones. Hay que ya irse preparando para ese escenario con un punto fundamental, además, el de esperar que se respeten las garantías democráticas. No vaya a ser que se le ocurra al presidente y a su mentor político, Uribe, dislocar o fracturar los procedimientos democráticos. Eso significaría un grado mayor de movilización.
¿Y aquí volveríamos a un papel central de las fuerzas armadas?
Sí, aunque yo creo que ha habido cambios también al interior de las fuerzas militares. El proceso de paz tuvo un impacto en el país que no es secundario. Yo creo que eso ha hecho que cambien algunas cosas en Colombia. Y creo que eso es importante. Existen reservas políticas y también democráticas para enfrentar un escenario de esa naturaleza dentro y fuera del país.
Si pudiera resolver la crisis mañana, ¿qué haría usted?
Yo la resolvería en dos horas, en una muy buena reunión con los movimientos sociales, zanjando los tres o cuatro asuntos esenciales y garantizando unas muy respetuosas elecciones en 2022. Y por supuesto, implementaría el acuerdo de paz. Pero todo eso es realismo mágico en este momento. Aquí hay construcción paciente y perseverante de parte del movimiento social y popular.