La definición de una nueva agenda de desarrollo para América Latina debe enmarcarse en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, tanto en sus dimensiones sociales como económicas y ambientales. Debe tener en cuenta, además, dos hechos sobresalientes del desarrollo latinoamericano en las últimas décadas.
El primero es que América Latina sigue siendo una de las regiones más desiguales del mundo, al lado de los países del sur del África Sub-Sahariana y los países petroleros del Oriente Medio. La desigualdad se redujo en un conjunto amplio de países de la región entre comienzos del siglo XXI y mediados de la década pasada, pero sobre una tendencia adversa que se había observado desde las reformas de mercado. En los últimos cinco años se detuvo esta tendencia a la mejoría. Como resultado de ello y del lento crecimiento económico, los niveles de pobreza, que se habían reducido fuertemente entre 2002 y 2014, comenzaron de nuevo a aumentar, del 27,8% en 2014 al 30,3% en 2019, de acuerdo con las estimaciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). La alta informalidad laboral, que afecta a la mitad o más de los trabajadores en el grueso de los países, es una de las causas fundamentales de los altos niveles de pobreza y desigualdad.
El segundo hecho es que las reformas de mercado, o el Consenso de Washington como se le ha denominado, no generó mayores ritmos de crecimiento económico y produjo, además, crisis periódicas, muchas de ellas asociadas a la volatilidad del financiamiento externo privado. El crecimiento promedio del Producto Interno Bruto (PIB) de la región entre 1990 y 2019 fue apenas del 2,7% anual, la mitad de lo que se había logrado durante el período de industrialización dirigida por el Estado, del 5,5% anual entre 1950 y 1980. El menor crecimiento en las últimas décadas es un patrón que ha afectado a casi todas las economías, con excepción de las que habían crecido lentamente en el período histórico anterior.
Cabe agregar que el lento crecimiento en las últimas décadas se ha dado pese a que se ha logrado una mayor inserción de América Latina en el comercio internacional. Pero ni el modelo de integración basado en la exportación de recursos naturales que prevalece en Sudamérica, ni el basado en una mayor proporción en integración en cadenas globales de valor que prevalece en México y varios países centroamericanos y del Caribe, han generado ritmos de crecimiento rápido, excepto durante coyunturas favorables. Dos de las principales razones son la “desindustrialización prematura” y los bajos niveles de inversión en investigación y desarrollo. El primero se refiere a que la reducción de la participación de las manufacturas en el PIB se inició a niveles de ingreso por habitante muy inferiores a los que han caracterizado a los países desarrollados cuando se generó este proceso. El segundo indica que América Latina invierte en investigación y desarrollo apenas un 0,67% del PIB en promedio, menos una tercera parte de los niveles promedios de la OCDE y de China, donde esa proporción supera el 2% del PIB.
Estas tendencias adversas se han agudizado con la crisis del COVID-19. De acuerdo con las estimaciones de la CEPAL, el PIB de la región experimentó una caída del 7,7% en 2020. Este no solo es el peor registro de la historia sino, además, uno de los peores del mundo, al lado de Europa Occidental y la India. Además, la crisis se produjo después del peor lustro de crecimiento desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ya que entre 2014 y 2019 la economía latinoamericana solo creció 0,2% anual. Por ese motivo, y como la recuperación de la crisis actual será lenta, la región se encuentra ya inmersa en una nueva década perdida, que cubrirá 2015-2024 y quizás un periodo más prolongado.
Como resultado de la crisis, las tendencias sociales adversas se acentuarán. La crisis ha golpeado con fuerza a los hogares urbanos con trabajadores informales y ha generado una masiva destrucción de empleo. De acuerdo con la estimación de la CEPAL, 45 millones adicionales de latinoamericanos ingresarán a la pobreza, con lo cual retrocederemos una década y media en este campo.
Todo esto resalta la necesidad de repensar a fondo el proceso de desarrollo latinoamericano y aprovechar la crisis actual para relanzar un nuevo modelo de desarrollo. Ese patrón debe tener siete elementos destacados.
El primero y más importante es la lucha contra la desigualdad. Esta lucha debe incluir el acceso universal a una educación de calidad y a sistemas adecuados de protección social, en particular de salud y pensiones, así como a vivienda y servicios públicos básicos. Debe incluir una política laboral mucho más activa, con programas de emergencia de empleo y subsidios a la generación de nuevos puestos de trabajo para revertir el deterioro laboral experimentado durante la crisis actual y, en forma permanente, programas de capacitación (y recapacitación) y formalización laboral ambiciosos. Exige reconocer la centralidad de la economía del cuidado y buscar mecanismos para que el Estado y el mercado amplíen la provisión de servicios asociados y para que las cargas del hogar estén equitativamente distribuidas entre mujeres y hombres. Y requiere desarrollar sistemas tributarios más progresivos, que generen además los recursos tributarios necesarios para llevar a cabo una política social más activa, dos temas a los que me refiero más adelante.
La crisis nos ha enseñado, además, que es necesario contar con mecanismos de apoyo a ingresos de los hogares pobres, tanto de carácter permanente como temporales que se puedan poner en marcha de manera urgente durante las crisis laborales o aquellas que se generen por fenómenos naturales; los primeros podrían evolucionar hacia un sistema de renta básica mínima para todos los hogares. El aumento de los subsidios al desempleo también es conveniente, pero sus efectos sociales no serán tan importantes como las rentas básicas mientras subsistan altos niveles de informalidad laboral. La crisis ha puesto, además, sobre la mesa, los enormes costos sociales de la brecha digital y, por lo tanto, la necesidad de garantizar el acceso a las tecnologías digitales de hogares de bajos e incluso de medianos ingresos.
El segundo elemento es la necesidad de hacer un gran salto en materia de desarrollo productivo y exportador, con una diversificación hacia ramas con mayor contenido tecnológico. Es necesario erradicar, por lo tanto, y de manera definitiva, el lema que introdujeron las reformas de mercado, de acuerdo con el cual “la mejor política industrial es no tener una política industrial”. La política de desarrollo productivo debe incluir no solo una renovada diversificación del sector manufacturero, sino también de ramas de productos primarios (especialmente agropecuarios) donde la tecnología tenga un papel destacado, especialmente en materia de sostenibilidad ambiental, así como ramas de servicios, entre ellos los servicios de salud y aquellos con mayor contenido tecnológico (notablemente digitales). Y todo ello exige una ambiciosa política de inversión en investigación y desarrollo, teniendo como objetivo alcanzar niveles similares a los de la OCDE en máximo una década.
La política de desarrollo productivo debe contribuir además a la lucha por la equidad mediante un apoyo fuerte a las micro, pequeñas y medianas empresas, mediante asistencia técnica, formación de personal y a la comercialización de sus productos, así como a los mecanismos de inclusión financiera a los cuales me refiero más adelante. Estas políticas son particularmente importantes en las áreas rurales, ya que allí se concentran los productores de menores ingresos. Los apoyos a estos productores deben incluir además el acceso a la propiedad de la tierra, incluyendo a través de medidas redistributivas ambiciosas, la formalización de dicha propiedad cuando sea necesario y un apoyo a la asociatividad (ya sea mediante cooperativas u otros mecanismos de asociación) para apoyar la comercialización de sus productos y el acceso a la tecnología y al financiamiento.
La política de desarrollo productivo debe estar acompañada, en tercer lugar, de grandes avances en la integración económica regional. Este proceso es particularmente importante hoy por los bajos ritmos de crecimiento del comercio internacional desde la crisis de 2008-09, que han reducido las oportunidades exportadoras de América Latina; sin embargo, deben explotarse, como es obvio, las oportunidades que se presenten, tales como el crecimiento del comercio con China y otros países asiáticos, así como las que presenten como resultado de la relocalización de las cadenas de valor que genere la crisis del COVID-19. La revitalización de la integración debe partir del principio de que es un compromiso de Estados y no de gobiernos, por lo cual no debe generar cambios porque la opción política de algunos países gire de derecha a izquierda o en el sentido contrario. La integración exige, además, fortalecer la arquitectura financiera regional (los bancos regionales y subregionales de desarrollo y el Fondo Latinoamericano de Reservas) y esfuerzos en múltiples nuevos campos, en especial en materia de cooperación entre investigadores de varios países, desarrollo de cadenas de valor regionales, mayor movilidad intrarregional de la mano de obra y defensa de sistemas ambientales compartidos.
El cuarto elemento debe ser una política macroeconómica que incluya objetivos múltiples: máximo empleo, tasas de inflación e interés moderadas, y sostenibilidad de las cuentas fiscales, de la balanza de pagos y del endeudamiento externo. Un elemento esencial de esta política es un fuerte marco anti-cíclico, para evitar que los gobiernos carezcan del margen que necesitan para expandir el gasto durante las crisis, o los bancos centrales no puedan reducir las tasas de interés por los desequilibrios de la balanza de pagos. Estas limitaciones han estado muy presentes en muchos países durante la crisis actual, especialmente en materia fiscal. Esto exige el uso de regulaciones a los flujos de financiamiento externo que eviten excesivas entradas de capitales durante los auges que se interrumpen súbitamente durante las crisis, y altos niveles de reservas internacionales para protegerse de dichas fluctuaciones. Exige también una regulación y supervisión severa de las entidades financieras para prevenir costosas crisis financieras.
La sostenibilidad de las cuentas fiscales, pero también las políticas sociales, exigen un fuerte énfasis en la generación de recursos tributarios adecuados. Esta es una necesidad que se hará, además, más necesaria para estabilizar los niveles de deuda pública que generará la crisis actual. Exige desarrollar sistemas tributarios más progresivos, con un fortalecimiento de la tributación sobre personas naturales, la eliminación de muchos beneficios a la tributación corporativa y la generalización de los impuestos a la riqueza. Las reformas tributarias correspondientes deben elevar, además, los ingresos fiscales para financiar una política social más ambiciosa.
El control a la evasión y elusión de impuestos es también un elemento esencial. En este campo, fuera de políticas nacionales más efectivas, es necesario participar activamente, y con posiciones latinoamericanas conjuntas, en las negociaciones internacionales en curso que tienen lugar en el Marco Inclusivo de la OCDE sobre la erosión de la base tributaria y el desplazamiento de las utilidades de las empresas hacia territorios con niveles de tributación bajos o nulos. Dichas negociaciones deben generar mecanismos efectivos, y fáciles de manejar por parte de los países en desarrollo, que garanticen que los impuestos corporativos se paguen donde la producción o las ventas tienen lugar, y adoptar una tasa mínima de tributación para las empresas a nivel mundial que restrinja o incluso elimine la competencia tributaria entre países. El intercambio de información entre las autoridades tributarias debe acentuarse e incluso hacerse automático. Se deben adoptar también medidas severas contra los paraísos fiscales y los países o territorios con muy bajas tasas de tributación, con el objetivo de controlar también la evasión de impuestos de las personas naturales. Los países latinoamericanos deben impulsar, además, una posición conjunta para que dichas negociaciones tengan lugar en la ONU y no en la OCDE, para garantizar la plena participación de los países en desarrollo.
En materia financiera, es esencial, en quinto lugar, impulsar la banca de desarrollo para apoyar, con créditos y garantías, las siguientes acciones: la recuperación de la actividad productiva después de las crisis, el financiamiento de las regiones rezagadas en materia de desarrollo, mayores inversiones con contenido tecnológico, la inclusión financiera, el desarrollo de la infraestructura y proyectos y programas de inversión con fuerte contenido ambiental. Todos estos objetivos deben buscar una expansión de la inversión y el financiamiento privados. En el caso de empresas con contenido tecnológico, los aportes de capital de los bancos de desarrollo pueden jugar también algún papel, en especial a través de fondos de capital de riesgo que promuevan como inversionistas, y el apoyo a proyectos público-privados de infraestructura. Algunos bancos oficiales de primer piso y fondos oficiales pueden acompañar las acciones de los bancos de desarrollo, especialmente para mejorar la inclusión financiera de micro y pequeñas empresas, así como de hogares de bajos ingresos, especialmente para la adquisición de su vivienda. Todos los bancos públicos deben tener estándares administrativos de alta calidad y reglas de manejo financiero que garanticen su sostenibilidad como empresas, lo cual exige el aporte de recursos fiscales para apoyar aquellos subsidios crediticios que se consideren pertinentes.
El sexto elemento de la agenda es un impulso a la sostenibilidad ambiental, apoyando en particular los tres grandes acuerdos internacionales en este campo: el combate al cambio climático, la defensa de la biodiversidad y el freno a la desertificación. En el primero de estos cambios, las acciones de mitigación y adaptación son esenciales, muy notablemente el freno a la deforestación, que es la principal contribución de América Latina al cambio climático, y el impulso consecuente a la reforestación. Las actividades amigables con el medio ambiente, incluyendo las nuevas formas de generación eléctrica, pueden ser, además, contribuciones importantes a la innovación y diversificación de la actividad productiva. La defensa de la biodiversidad es esencial para una región que cuenta con el mayor número de países mega-diversos. Y la protección de las fuentes de agua no es solo esencial para ambos objetivos ambientales sino también para frenar la desertificación. La riqueza en materia de agua debe continuar siendo una de las fortalezas de la región.
Por último, pero no menos importante, toda esta agenda debe hacerse con un fuerte respeto por las reglas e instituciones democráticas, incluyendo muy especialmente elecciones limpias y respeto a la división de poderes. La construcción de instituciones públicas de alta calidad, eficaces y eficientes, es parte esencial de esta agenda, así como la lucha frontal contra todas las formas de corrupción. La participación ciudadana en todos los programas de desarrollo debe ser promovida como un aporte adicional a la democracia. Todo esto debe contribuir a un fuerte sentimiento de identificación de los ciudadanos con la sociedad a la cual pertenecen y de apoyo a las instituciones democráticas, el cual han sido debilitados por la ineficacia e ineficacia de las instituciones públicas, la corrupción, y la polarización política que está afectando a un conjunto amplio de países latinoamericanos.