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Después de dos años dedicados casi exclusivamente a la guerra en Oriente Medio, por fin se vuelve a hablar de paz, lo cual es una muy buena noticia. Los rehenes han sido finalmente liberados, algunos prisioneros palestinos regresan a sus hogares y los bombardeos israelíes sobre Gaza deberían cesar.

El plan Trump, que sucede al alto el fuego alcanzado en enero de 2025, se ha impuesto en la agenda de los responsables políticos regionales, poco después de la iniciativa franco-saudí de reconocimiento del Estado de Palestina. A este plan hay que añadir el de Tony Blair para Gaza, elaborado en estrecha colaboración con Trump, su yerno Jared Kushner, su enviado al Oriente Medio Steven Witkoff y, probablemente, los emiratíes y los saudíes.

Durante su discurso en la Knesset, Donald Trump multiplicó las declaraciones grandilocuentes: su acuerdo era un «triunfo increíble para Israel y para el mundo», «el fin de una larga pesadilla», «el amanecer histórico de un nuevo Oriente Medio».

¿Debemos creerlo? Por desgracia, no, y los altos diplomáticos del Golfo con los que me he reunido recientemente tampoco lo creen.

Nada de eso va a suceder.

El plan Trump/Blair no tiene ninguna posibilidad de instaurar la paz, ni en Gaza, ni en Palestina, ni en Israel. No es más que un alto el fuego —uno más— en esta «guerra de cien años» entre israelíes y palestinos que desgarra a los pueblos y las almas de la región.

Al igual que Galileo decía que «la naturaleza está escrita en lenguaje matemático», también se podría decir del plan Trump que está escrito en lenguaje israelí. Por otra parte, el presidente estadounidense no había visto a ningún líder palestino desde su regreso a la Casa Blanca hasta la cumbre de Sharm el-Sheij, la noche del 13 de octubre, cuando Emmanuel Macron llevó a Mahmoud Abbas a su encuentro; por lo demás, Donald Trump no se desplazó a Ramala para reunirse con él.

Sin embargo, para hacer la paz se necesitan dos; ese es todo el problema de la estrategia estadounidense e israelí sobre el tema desde el asesinato de Yitzhak Rabin: los palestinos han desaparecido de su horizonte. Pero como estos siguen existiendo, la paz sin ellos es imposible. 

El plan Trump/Blair: un protectorado sobre Gaza 

¿En qué consiste este plan de paz?

Trump ha propuesto un alto el fuego que responde a las exigencias del momento: la devolución de los rehenes y de algunos prisioneros palestinos (entre ellos los 1.700 encarcelados por Israel después del 7 de octubre para servir de futura moneda de cambio), el desmantelamiento político y militar de Hamás, el cese de los bombardeos y un horizonte muy vago de «una vía creíble hacia un Estado palestino».

Este «Estado palestino» nunca se define, ni en su principio, ni en sus fronteras —ni siquiera se menciona Cisjordania—, ni en sus funciones. Se presenta como un horizonte, y no como un derecho para los palestinos. Tampoco se dice nada sobre la colonización israelí de Cisjordania. Estados Unidos no reconoce a Palestina; los israelíes tampoco, y Benjamín Netanyahu ha precisado que Israel no se retirará de Gaza. Por lo demás, el plan no esboza ningún calendario, salvo para el regreso de los rehenes, y nunca se menciona el derecho internacional.

El plan de Trump se complementa con el de Tony Blair, el plan «Gaza Riviera». Elaborado por el ex primer ministro británico, con la colaboración de socios del Boston Consulting Group —despedidos desde entonces— e inversores israelíes, propone la creación de un «consejo de paz» que supervisaría la autoridad tecnocrática palestina de Gaza.

El plan prevé la formación de una autoridad suprapolítica legal suprema (la Autoridad Internacional de Transición de Gaza, AITG), derechos monetarios (a través de un token) para los palestinos que abandonen Gaza y un gran plan de reconstrucción, diseñado con los israelíes y dirigido por una Autoridad de Promoción de las Inversiones y el Desarrollo Económico de Gaza (APIDEG). Esta última funcionará como una autoridad económica autónoma dependiente directamente del consejo de administración de la AITG, es decir, actuará sin los palestinos.

El único papel de los palestinos en este plan será la gestión de los asuntos locales: sanidad, educación, infraestructuras, policía civil, justicia, regulación económica y gobernanza municipal. Estas actividades estarán bajo la supervisión de la Secretaría Ejecutiva, que supervisará a la Autoridad Palestina; sólo un palestino formará parte del consejo de administración de la AITG.

La Autoridad Palestina tendrá, por tanto, un papel auxiliar de la policía israelí, como en Cisjordania: se encargará de aplicar la política definida por la AITG. El verdadero poder en materia de seguridad estará en manos de la Fuerza Internacional de Seguridad, que estará compuesta por unidades proporcionadas por los Estados participantes y será independiente de la policía palestina.

Todo parece indicar que, ochenta años después del fin del mandato británico sobre Palestina, está naciendo un nuevo protectorado 1.

Hamás quiere mantener su control sobre los palestinos

El movimiento islamista Hamás, presionado por todas partes, ha acogido la propuesta de paz estadounidense con una cautela calculada: ni un rechazo frontal, ni una adhesión plena, sino una apertura parcial acompañada de condiciones precisas. Esta posición tiene por objeto preservar su legitimidad política, evitando al mismo tiempo aparecer como un obstáculo para un posible fin de la guerra en Gaza. El movimiento también ha acogido favorablemente el cese de las hostilidades y el establecimiento de un alto el fuego duradero garantizado por actores internacionales. 

Esta apertura sigue estando estrictamente limitada por las líneas rojas que Hamás considera no negociables. Así, se niega a comprometerse a un desarme completo, condición impuesta por el plan de Trump para cualquier acuerdo definitivo; además, desde el anuncio del alto el fuego, ha comenzado a ajustar cuentas con los habitantes de Gaza que, evidentemente, no seguían su línea. El grupo terrorista también rechaza cualquier cesión inmediata del poder político en Gaza, sin garantías sobre su futuro papel en el sistema palestino y sin un consenso interno que incluya a Fatah y otras facciones.

¿Cómo se puede desarmar realmente a Hamás y sacarlo del juego en Gaza? La Fuerza Internacional de Seguridad mencionada sigue siendo muy difusa, sobre todo porque los estadounidenses han anunciado que no enviarán fuerzas al enclave. Por lo demás, si los países que acogían a algunos de los dirigentes de Hamás —a menudo con el consentimiento de israelíes y estadounidenses— se han distanciado de él, ¿quién garantizará que no mantendrá la misma influencia sobre los habitantes de Gaza, en particular mediante la violencia y la coacción? 

Para hacer la paz, hacen falta dos. Ahí radica todo el problema de la estrategia estadounidense e israelí al respecto: los palestinos han desaparecido de su horizonte.

HAKIM EL KAROUI

Hamás exige además garantías claras sobre la retirada israelí, el levantamiento del bloqueo y la seguridad de la población.

También se muestra favorable a la creación de una administración palestina neutral y tecnocrática, encargada de gestionar la reconstrucción de Gaza durante un período transitorio, bajo la supervisión de los países árabes y musulmanes —pero no de Donald Trump y Tony Blair—.

Por último, denuncia la ausencia de perspectivas sobre las grandes cuestiones nacionales: Jerusalén, los refugiados, las fronteras de 1967 o el derecho a la autodeterminación. En estos puntos, se alinea con las reivindicaciones tradicionales de los palestinos, en particular las de la Autoridad Palestina, probablemente para presentarse como el único interlocutor legítimo y único representante de los palestinos. 

La paz del más fuerte

Trump y los israelíes conocen estas reivindicaciones, pero hablan de paz. Sería insultante pensar que son incapaces de comprender lo que dicen los palestinos, por lo que hay que tomarse en serio su discurso y comprender las ideas implícitas.

El plan de Trump refleja una visión de la paz propia de la derecha israelí, que considera que la paz sólo llegará cuando Israel sea lo suficientemente fuerte como para imponer sus condiciones.

Esta propuesta, al igual que el plan Blair, dice lo mismo: Gaza será un protectorado estadounidense-israelí-golfico, con Tony Blair como ejecutor y un gobierno local transformado en consejo de administración de Gaza Inc.

Su modelo es quizás el recomendado por Curtis Yarvin, un ideólogo trumpista; sin duda, está inspirado en los actores del Golfo, que mezclan alegremente la política y los negocios. Los Emiratos se consideran una gran empresa dirigida por Mohamed Ben Zayed, y «Dubái Inc.» está inspirada y dirigida por el jeque Mohamed Ben Rachid Al Maktoum. Lo que proponen Trump y Blair es convertir Gaza en un protectorado estadounidense-israelí-golfico, con una presencia sin duda prolongada del ejército israelí, que sólo retrocederá un poco. Mientras tanto, continúa la anexión progresiva 2 de Cisjordania.

¿Por qué desaparecería Hamás, que hoy cuenta con más combatientes que hace dos años? ¿Por qué los palestinos renunciarían a su Estado? ¿Cómo no iban a surgir otros grupos armados sobre las ruinas de Gaza, siguiendo un proceso bien conocido en la región?

Ninguna de estas cuestiones existenciales para la paz se ha siquiera planteado. Netanyahu y Trump creen que «decir paz en sus términos es hacerla». Esta forma de proceder no conducirá a la paz, sino a la continuación de la guerra. Los estadounidenses y los israelíes deben ver la realidad tal y como es, y no sólo como les gustaría que fuera.

Las raíces del problema

En 1942 y 1944 se celebraron las conferencias de Biltmore y Atlantic City, que vieron el acercamiento entre los sionistas de derecha y de izquierda. Durante esos mismos años, Hannah Arendt escribía: «Palestina y la existencia de un hogar nacional judío constituyen hoy la gran esperanza y el gran orgullo de los judíos de todo el mundo. No obstante, la ‘cuestión árabe’ sigue siendo, aunque no se aborde, la única cuestión política y moral de la política israelí» 3

Ochenta años después, la «cuestión árabe», convertida en la «cuestión palestina», sigue sin resolverse. Mientras no se resuelva, ningún plan de paz será creíble.

Los palestinos existen, aunque el gobierno israelí no quiera verlo. Esta falta de reconocimiento tiene su origen en una combinación de factores históricos, ideológicos y políticos que, desde hace más de un siglo, estructuran la lógica del sionismo y del proyecto nacional israelí.

Desde los orígenes del movimiento sionista a finales del siglo XIX, Palestina se percibe como una tierra casi vacía, una terra nullius lista para acoger el «hogar nacional judío». Los habitantes árabes, aunque son mayoría, sólo se mencionan de forma marginal.

Como recuerda Jean-Pierre Filiu, en 1881 la población era de aproximadamente 465.000 personas, de las cuales 405.000 eran musulmanas, 45.000 cristianas y 15.000 judías 4. Sin embargo, los promotores del sionismo y las potencias occidentales trataron a Palestina como un espacio «sin nación», con la idea de que allí sólo vivían «árabes» y que el mundo árabe era grande, mientras que Eretz Israel 5 era pequeño.

Más tarde, esta visión se alimentó de una doble matriz: por un lado, la dimensión religiosa del sionismo, que se basa en la promesa bíblica del «retorno» a Sión, un tema que cobró una importancia considerable; por otro lado, la lectura política occidental que, tras el Holocausto, vio en la creación de Israel un imperativo moral e histórico. En este contexto, el sufrimiento judío borró simbólicamente el de los árabes de Palestina: la cuestión de su presencia seguía sin plantearse.

Esta ceguera se tradujo en discursos políticos explícitos. En 1969, Golda Meir afirmaba: «Nunca ha existido nada parecido a los palestinos»; en 1991, Yitzhak Shamir, durante la conferencia de Madrid, sólo se refirió a los palestinos a través del prisma del «terrorismo» y los «árabes palestinos» a los que se concedía autonomía. Además, el Estado israelí se negó durante mucho tiempo a mantener cualquier contacto oficial con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), prefiriendo confiar la representación palestina a Jordania, hasta la conferencia de Madrid en 1991.

Esta negación se ha reforzado aún más en las últimas décadas. La política de colonización y la Ley Fundamental de 2018, que define a Israel como «el Estado-nación del pueblo judío» y reserva el derecho a la autodeterminación nacional únicamente al pueblo judío, institucionalizan una jerarquía identitaria: el 20% de la población —musulmana, cristiana o drusa— queda relegada al margen del proyecto nacional.

No se trata de dividir la tierra, sino de aprender a convivir en ella, de otra manera.

HAKIM EL KAROUI

Las fuentes ideológicas de Netanyahu: la doctrina Jabotinsky

Para comprender a Benjamín Netanyahu y a la derecha israelí, hay que partir de Vladimir Jabotinsky, fundador del sionismo revisionista y figura tutelar de la derecha israelí. Sin duda, fue el primero en pensar con lucidez —y con una brutalidad asumida— la cuestión palestina tal y como se planteaba al movimiento sionista.

A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Jabotinsky no negaba la existencia de los árabes de Palestina; simplemente se negaba a creer que pudieran consentir voluntariamente su propia desposesión. En su texto fundacional «El muro de hierro» (1923) 6, escribía: «Toda población indígena del mundo se resiste a los colonizadores mientras conserve la esperanza de deshacerse de ellos. Esa es toda la historia de la colonización». Los palestinos, añadía, «no son niños, ni una raza atrasada. Tienen la misma mentalidad nacional que nosotros».

A partir de esta constatación, Jabotinsky saca una conclusión inequívoca: dado que la resistencia palestina es racional, hay que romperla por la fuerza. «La colonización sionista —escribía también— sólo puede continuar y desarrollarse bajo la protección de un muro de hierro que los árabes no puedan atravesar». Este «muro» no era, en origen, una barrera física, sino una doctrina política: considerar que el proyecto sionista sólo podía imponerse haciendo que toda oposición fuera inútil, incluso impensable. «Sólo después de que hayan perdido toda esperanza de vencernos —concluía Jabotinsky— vendrán sus líderes a negociar con nosotros. No antes».

Jabotinsky no pretendía, por tanto, borrar la presencia árabe, sino neutralizarla. Para él, los palestinos no constituían un pueblo con derechos concurrentes: eran un hecho que había que gestionar, una resistencia que había que dominar. En una carta escrita en 1937, reconocía sin rodeos: «No creo que sea posible obtener el consentimiento voluntario de los árabes de Palestina para transformar este país de mayoría árabe en un país de mayoría judía». La conclusión era clara: dado que el acuerdo era imposible, sólo la coacción garantizaría la seguridad y la perpetuidad del hogar judío. «La ética del muro de hierro es la única ética posible», escribía. «Si queremos vivir, hay que construir un muro de hierro. Todo lo demás es mentira y debilidad».

Bajo su pluma, la cuestión palestina deja de ser un problema moral para convertirse en un problema de poder. Según él, la justicia no podía ser invocada por dos pueblos para la misma tierra: «No podemos darles nada, porque su reivindicación nacional es la misma que la nuestra. Dos naciones no pueden reinar allí». Este razonamiento, de un cinismo gélido, sentó las bases de lo que se convertiría en la doctrina de seguridad israelí: una coexistencia material posible, pero sin reconocimiento político del otro.

La influencia de Jabotinsky se dejó sentir a lo largo de todo el siglo XX israelí. Sus discípulos directos —Begin, Shamir y luego Netanyahu— son los herederos de su doctrina. Tradujeron el «muro de hierro» en una estrategia de Estado: la paz sólo llegará, afirman, tras la victoria total, cuando los palestinos comprendan que toda resistencia es inútil. Entonces será el momento de grabar en piedra las fronteras intangibles. Pero no antes. En cuanto al derecho internacional, no tiene ningún valor mientras no refleje la voluntad plena y total de Israel.

Hoy, Netanyahu y Trump aplican exactamente la doctrina de Jabotinsky.

Jabotinsky no inventó la negación del otro, sino que la teorizó con un realismo implacable. Su «muro de hierro» no era sólo una metáfora: un siglo después, se ha convertido en un muro muy real, que separa a los dos pueblos y encarna la permanencia de una idea: que la seguridad de los judíos puede únicamente construirse a costa de la invisibilidad de los palestinos.

La identidad en el exilio de los palestinos

La paradoja es que los israelíes contribuyeron a crear a los palestinos y su identidad herida: la dispersión, la ocupación y el exilio transformaron una simple voluntad de supervivencia en una razón de ser. Y, por lo tanto, en identidad.

Durante más de un siglo, todo parecía conducir a la desaparición de la idea de Palestina, que apenas estaba naciendo a principios del siglo XX. En aquella época, los sirios existían por motivos históricos, pero apenas los libaneses y, desde luego, no los jordanos.

Ante los acontecimientos, los palestinos podrían haber desaparecido, dispersos por la región, sin unidad ni identidad: vivieron el mandato británico, la creación de Israel en 1948 y la Nakba, el éxodo de más de 700.000 personas; luego las guerras de 1967 y 1973, la ocupación de Cisjordania y Gaza, la colonización, la fragmentación territorial, los bloqueos y las divisiones internas; finalmente, vivieron la nueva guerra de Gaza.

Tras la Nakba de 1948, Líbano, Siria, Jordania y Egipto acogieron a cientos de miles de refugiados sin abrirles nunca por completo las puertas de sus sociedades. La solidaridad proclamada en nombre de la causa palestina vino acompañada de una desconfianza constante: los refugiados fueron tolerados, pero no integrados. En los campos de Beirut, Sabra y Chatila, en los de Baqa’a en Jordania o Yarmouk en Siria, vivieron bajo un régimen de excepción, privados de derechos políticos y económicos.

Esta marginación no fue accidental: reflejaba el temor a que los palestinos, portadores de una causa demasiado grande, desestabilizaran el equilibrio interno. El Líbano, dividido entre sus comunidades, les prohibió la naturalización, por temor a alterar el frágil pacto confesional. Jordania, después de haber acogido a la mayoría de los refugiados, se volvió brutalmente contra ellos durante el «Septiembre Negro» de 1970, cuando la OLP amenazó la autoridad del rey Hussein. Siria instrumentalizó durante mucho tiempo su presencia, manteniéndolos bajo control, hasta destruir en 2015 el campo de Yarmouk, símbolo de su arraigo provisional. En cuanto a Egipto, administró Gaza entre 1948 y 1967 sin conceder nunca la ciudadanía a sus habitantes, considerados extranjeros en una tierra ya amputada.

Así, los palestinos sufrieron una doble expulsión: primero por Israel y luego por el mundo árabe. Cada frontera cerrada, cada campo abandonado los remitía a la única identidad que les quedaba: la de palestinos, en una tierra que les estaba prohibida. Rechazados por las capitales árabes y por las negociaciones internacionales, paradójicamente se volvieron aún más palestinos; se vieron obligados a convertir su exilio en patria. Su imposible regreso no borró Palestina: la recreó, a la vez como memoria, como horizonte y como necesidad.

Esta historia ha llevado a los palestinos a construir un Estado sin fronteras, pero con memoria. Es este Estado el que ha sido reconocido por España, Noruega, Bélgica, Francia recientemente y otros 150 miembros de la Organización de las Naciones Unidas.

Palestina no ha desaparecido; sigue ahí. Hannah Arendt tenía razón. Israel debe abordar la «cuestión árabe», que se ha convertido en la «cuestión palestina».

Mientras israelíes y palestinos sigan considerando su soberanía como exclusiva, cada compromiso parecerá una traición, cada gesto de apertura una pérdida de identidad.

HAKIM EL KAROUI

Conclusión: más allá de «la tierra por la paz»

Los israelíes tienen derecho a su tierra: aparte de Hamás y la Yihad Islámica, los palestinos lo aceptaron en 1988 con la actualización de la Carta de la OLP en Argel, cuando la organización palestina reconoció la resolución 242 de la ONU —y, por tanto, la existencia de Israel—, en 1989, cuando Yasser Arafat declaró «caduca» la Carta de la OLP, y en 1993, ante los ojos del mundo, con el apretón de manos entre Yasser Arafat e Itzhak Rabin.

Este derecho no es sólo jurídico o histórico: es existencial.

Tras siglos de vagabundeo, persecución y destrucción, Israel se ha convertido, para el pueblo judío, en el espacio donde la historia debe dejar de ser una tragedia. Este retorno no es una conquista, sino una reparación. Por eso, la relación que Israel mantiene con su tierra no es la de un Estado con un territorio, sino la de un pueblo con su supervivencia. Israel es a la vez lugar, refugio y promesa.

Esta promesa tiene como reverso una concepción absoluta de la posesión. La tierra de Israel no es, para los israelíes, un bien que administrar, sino una parte de sí mismos, una geografía convertida en identidad. No se puede negociar ni fragmentar sin poner en peligro la coherencia misma del proyecto nacional. Israel no sólo defiende fronteras: defiende una interioridad colectiva. Por eso, cualquier concesión se entiende como una renuncia a sí mismo, cualquier restitución como una herida ontológica. Detrás de cada colonia, cada muro, cada línea de seguridad, se esconde el miedo arcaico a volver a quedarse sin tierra y, por tanto, sin identidad.

Para los palestinos, la tierra es también una matriz identitaria. No es únicamente el espacio de un futuro Estado, sino la sustancia misma de la memoria. Perder Palestina es perder la continuidad del mundo, los olivos de la infancia, las piedras de los pueblos destruidos, la llave transmitida de generación en generación.

El exilio de los palestinos no sólo ha desgarrado a un pueblo, sino que ha destrozado una geografía interior. Ellos tampoco hablan de un territorio, sino de una pertenencia carnal: la tierra como herida, pero también como prueba de existencia. Es lo que queda cuando no queda nada. Al igual que para Israel, cualquier división de la misma parece una mutilación.

Los dos pueblos se parecen más de lo que admiten.

Cada uno ha construido su identidad sobre una historia de despojo y supervivencia; cada uno ve en la tierra no un espacio para compartir, sino una totalidad que salvar. Uno la percibe como un santuario, el otro como una matriz; uno ve en ella el fin del exilio, el otro la prueba de su continuidad. En esta simetría trágica, la justicia del reparto no basta. Aunque la tierra se dividiera equitativamente, la injusticia seguiría existiendo para cada uno, porque lo que reclaman no es una porción, sino lo indivisible: el reconocimiento de una historia y una legitimidad.

Por eso, la fórmula diplomática promovida en la década de 1990, fruto de la ocupación iniciada en 1967 —«paz a cambio de tierra»—, conduce a un callejón sin salida. Supone que existe una equivalencia entre territorio y reconciliación, que el trazado de una frontera puede saldar la memoria. Sin embargo, la tierra, para ambos pueblos, no es un objeto de intercambio, sino el lugar mismo donde se inscribe su identidad. Mientras israelíes y palestinos sigan considerando su soberanía como exclusiva, cada compromiso parecerá una traición, cada gesto de apertura una pérdida de identidad.

Por lo tanto, la solución no puede venir de un reparto aritmético, sino de un cambio de perspectiva. Israel nunca estará en paz mientras no reconozca la existencia de los palestinos.

Los dos pueblos tienen razón, y eso es lo que hace que el conflicto sea tan insoluble.

Los israelíes no pueden renunciar a una parte de lo que consideran su tierra sin perder el sentido de su historia; los palestinos no pueden dejar de volver a ella sin perderse a sí mismos.

Su enfrentamiento es el de dos lealtades: una a la promesa, otra a la memoria.

Por lo tanto, ya no se trata de dividir la tierra, sino de aprender a convivir de otra manera, no en la fusión, sino en la conciencia de que, en esta tierra demasiado estrecha para dos Estados tradicionales, cada uno sólo puede sobrevivir reconociendo al otro el derecho a existir.

Ese día, la tierra dejará de ser una frontera para volver a ser un horizonte.

Notas al pie
  1. Tras la Declaración Balfour de 1917, el Tratado de San Remo de 1920 confió Palestina a Gran Bretaña, lo que fue confirmado por la Sociedad de Naciones en 1922 (la actual Jordania quedó entonces excluida del territorio bajo mandato).
  2. Véase el excelente informe « Sovereignty in All but Name : Israel’s Quickening Annexation of the West Bank », International Crisis Group, 9 de octubre de 2025.
  3. Hannah Arendt, Écrits juifs, Paris, Fayard, 2011.
  4. Jean-Pierre Filiu, Comment la Palestine fut perdue, Paris, Seuil, 2024.
  5. La «tierra de Israel».
  6. Vladimir Jabotinsky, «El muro de hierro», Rasswyet, 3 de noviembre de 1923.