Estamos ante un déjà vu. Igual que en 1971, 1979, 1985 y 2008, de nuevo proliferan las noticias y comentarios cuestionando la hegemonía del dólar, y de nuevo Alemania juega un papel central en el devenir del sistema monetario internacional.
La incertidumbre y la tensión dominan los mercados estos días.
No es para menos.
El día 2 de abril de 2025 Donald Trump anunciaba el “Día de la Liberación” de los Estados Unidos, imponiendo aranceles base del 10% a prácticamente todos los países del mundo (incluidas islas de la antártica solo habitadas por pingüinos), y aranceles todavía más elevados a las potencias exportadoras, y por lo tanto, más centrales de la economía global: China (54%), Vietnam (46%), Japón (24%), Taiwán (32%) y la Unión Europea (20%).
Pero justo una semana más tarde, después de ver cómo el bono del tesoro americano de 10 años pasaba del 4% al 4,5% en solo dos días, Trump tuvo que recular y anunciar una tregua de 90 días para empezar a negociar.
Normalmente los bond vigilantes (los vigilantes de la deuda soberana) no suelen disciplinar a los Estados Unidos, porque emiten la moneda reserva por excelencia, y, en consecuencia, disfrutan de un privilegio exorbitante, como lo denominó Valéry Giscard D’Estaing ya en los años 60 del siglo pasado, pero las políticas ultra-proteccionistas de Trump han espantado a los acreedores. Y eso es un aviso serio.
Si en un sistema monetario fiduciario, basado justamente en eso, fiducia, la confianza en el activo más seguro: la deuda americana, empieza a cuestionarse, el sistema financiero internacional se puede venir abajo.
¿Está entonces en peligro la hegemonía del dólar? ¿O volvemos al persistente mito del declive de la hegemonía del dólar, como escribía Susan Strange ya en los años 80?
Para resolver estas dudas es conveniente analizar la historia, entender bien y aplicar el concepto de poder monetario, y centrarse no solo en Estados Unidos y China, las dos superpotencias del momento, sino también en un tercer actor clave: la Unión Europea, y dentro de ella, en la economía más grande y más importante de la Unión: Alemania.
Por caprichos del destino, esta está a punto de formar un nuevo gobierno de centro entre la CDU y el SPD, y además acaba de reformar su Constitución para volver a endeudarse para rearmarse y modernizarse.
Estados Unidos explotó tanto su poder monetario en los años 70 que lo llevó al límite.
Miguel Otero Iglesias
Como ya anunció Robert Triffin en los años 60, Estados Unidos, como emisor de la moneda reserva por excelencia, se encuentra permanentemente en un dilema.
Intercambia papel moneda —que hoy en día es sobre todo un apunte en cuenta electrónico— con un valor ínfimo por bienes y servicios con valor real, de ahí que tenga unos déficits por cuenta corriente muy grandes. Estos déficits son además la contraparte de los superávits de la cuenta de capitales. La gran ironía del sistema actual, como explica Andrea Binder, es que se crean más dólares fuera que dentro de Estados Unidos y muchos de esos dólares acaban en Estados Unidos porque es un gran país para invertir —hasta ahora—.
Sin embargo, cuando estos déficits se vuelven mayúsculos, su nivel de deuda (el activo supuestamente más seguro del sistema financiero) empieza a cuestionarse y la credibilidad del dólar se pone en tela de juicio. Esto pasó ya varias veces en el último medio siglo. A finales de los años 60, Estados Unidos pasó de un superávit a un déficit por cuenta corriente y eso hizo que Nixon cerrase la ventana del oro, y rompiese con el sistema de Bretton Woods de tipos de cambio fijos y control de capitales en 1971.
Ahí Estados Unidos incurrió en un impago, de facto aunque no de jure, porque dejó de cumplir su promesa de intercambiar una onza de oro por 35 dólares. No solo eso, Nixon también aplicó unos aranceles del 10% a las importaciones para reducir el déficit —lo mismo que ha impuesto Trump estos días—.
El poder monetario estadounidense y sus víctimas
Esto nos lleva justamente al concepto de poder monetario internacional, desarrollado por Benjamin J. Cohen.
Este dice que un país tiene poder monetario cuando puede evitar los costes propios de los ajustes de la balanza de pagos.
Hay dos maneras de evitar esos costes, o bien alargar ese ajuste en el tiempo o bien, cuando llega ese ajuste, hacer que parte de los costes recaigan en los socios comerciales.
Estados Unidos ha demostrado un enorme poder monetario en los últimos 50 años gracias al dólar. Ha vivido durante mucho tiempo por encima de sus posibilidades, por lo tanto, ha retrasado los ajustes, y cuando han llegado, ha desviado parte del dolor hacia otros.
Sirvan un par de ejemplos para ilustrar este concepto.
En ellos Alemania juega un papel crucial, porque precisamente ha sido una de las grandes víctimas del poder monetario americano (hace tiempo que Estados Unidos ha pasado de ser un hegemón benévolo a uno predatorio), y justamente por eso hoy la Unión tiene el euro como moneda oficial.
Alemania ya sufrió en 1971 con el shock de Nixon porque era uno de los grandes acreedores de Estados Unidos y además le exportaba muchos bienes. Pero también sufrió a lo largo de los años 70, porque pese a la política ultra laxa de la Administración Carter y la devaluación del dólar, Estados Unidos seguía aumentando sus déficits comerciales y la presión diplomática americana sobre Alemania para revaluar su moneda y consumir más era cada vez mayor. Alemania era entonces la China de hoy. Esto generaba inestabilidad en Europa, porque el marco alemán era el ancla del sistema monetario europeo y los demás países no podían tener unos tipos de cambio tan altos en relación al dólar. Más presión para Alemania.
Pero también se generaba inestabilidad internacional.
Estados Unidos explotó tanto su poder monetario en los años 70 que lo llevó al límite. En 1978 los acreedores internacionales desconfiaron tanto del dólar que le exigieron a Estados Unidos que emitiese deuda en monedas duras: el franco suizo y el marco alemán, fueron los denominados Bonos Carter.
Si eres la mayor potencia del mundo y no puedes emitir deuda en tu moneda, tienes un grave problema —Trump todavía no ha llegado ahí pero si sigue por este camino puede llegar—.
Para resolver la situación, en 1979 Carter tuvo que poner a Paul Volcker en la FED, este generó su “shock” histórico, subió los tipos al 20% y Estados Unidos tuvo que sufrir una recesión severa, y por lo tanto, un buen ajuste, lo que llevó a reducir el déficit –temporalmente—.
Si eres la mayor potencia del mundo y no puedes emitir deuda en tu moneda, tienes un grave problema —Trump todavía no ha llegado ahí pero si sigue por este camino puede llegar—.
Miguel Otero Iglesias
Pero con los tipos tan altos, el valor del dólar se apreció, y volvimos de nuevo a las andadas. El déficit se disparó de nuevo y a mediados de los años 80, Estados Unidos volvió otra vez a la carga frente a los mayores países exportadores. Por aquel entonces Japón y Alemania.
Y bajo inmensa presión diplomática e incluso la amenaza velada de retirar las tropas americanas de ambos países en plena Guerra Fría, en 1985 se selló el Acuerdo Plaza en Nueva York para otra vez devaluar el dólar.
De nuevo Estados Unidos ejercía su poder monetario y de nuevo Alemania era la mayor víctima. Fue entonces cuando mucha de la elite alemana empezó a considerar seriamente la posibilidad de crear una moneda única europea. Era la única manera de poder enfrentarse al poder del dólar.
La creación del euro, que pasó de sueño a realidad después de la caída del Muro de Berlín en 1989 y la firma de Maastricht en 1992, no fue solo un acto interno de profundización del mercado único e imbricación de Alemania en el proceso de integración política de Europa, también fue un acto defensivo europeo ante el poder monetario estadounidense.
Y justamente ese escudo frente al poder americano le sirvió enormemente a Alemania de cara a la primera década del siglo XXI.
Alemania tras los Acuerdos Plaza: de la introducción del euro a la crisis financiera
En los años 90, con Bill Clinton, llegó la “Nueva Economía”, los ordenadores, el apogeo de la globalización, la burbuja internet y la financiarización de la economía americana y volvió gradualmente a aumentar el déficit.
En este megaciclo de crédito que acabó con la crisis financiera de 2008, Estados Unidos se convirtió en una máquina devoradora de consumo, llegando el déficit a más del 6% del PIB, y Alemania y China —la nueva Japón— se beneficiaron enormemente de este proceso.
Además, las dos economías, como denunció en su día el que fuera gobernador de la FED, Ben Bernanke, lo hicieron sobre la base de tipos de cambio artificialmente reprimidos. Es decir, las dos grandes economías exportadoras empezaban a generar sus propias armas frente al poder del dólar. Alemania jugaba con un euro, relativamente fuerte, que llegó en 2008 a los 1.60 dólares, pero que no se apreciaba tanto como si existiese el marco alemán, y China intervenía periódicamente en los mercados de divisas para devaluar el yuan.
A partir de los acuerdos del Plaza mucha de la elite alemana empezó a considerar seriamente la posibilidad de crear una moneda única europea.
Miguel Otero Iglesias
Y llegó la crisis financiera y llegó el ajuste, que sacudió a Alemania enormemente porque sus bancos habían comprado muchos activos tóxicos americanos, y de nuevo Estados Unidos volvió a usar su poder monetario.
La FED realizó expansión monetaria (quantitative easing) en grandes cantidades, y Alemania volvió a sentir de nuevo la presión diplomática de Washington, París, Roma y Madrid por ser demasiado ortodoxa, frugal y no querer rescatar a la periferia. Al final, el rescate se hizo a través del MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad) y la llegada de Draghi al BCE, pero lento y a regañadientes, y tras un proceso interno traumático en el seno de la Unión, y de Alemania. Tuvieron que superarse dos episodios de casi Grexit en 2012 y 2015, y no nos olvidemos que Alternativa por Alemania, el partido de extrema derecha que amenaza la estabilidad de Alemania hoy, surge en 2013 por un grupo de profesores de economía ultra-conservadores opuestos al euro.
Sin embargo, Angela Merkel entendió el momento histórico. Se posicionó a favor de Draghi y en contra del Bundesbank a la hora de hacer expansión monetaria en Europa y aprendió la lección y, cuando vino el covid-19, aceptó la creación de eurobonos para superar la crisis. Todo un viaje, para ella, y su país.
Merkel también se enfrentó duramente a Trump, durante su primera legislatura. Después del shock del Brexit, y de sufrir sus bravuconadas en un G7, en 2017 volvió a Alemania y declaró que la época en la que Europa podía depender de otros —léase Estados Unidos— se había acabado, y que había llegado la hora de que Europa agarrase su destino en sus propias manos —una constatación parecida a la que hizo en los años 70 Helmut Schmidt en la era Carter—.
Lamentablemente, los años siguientes no hizo demasiado para avanzar en la denominada autonomía estratégica —abierta— de la Unión Europea. Como Alemania seguía exportando, sobre todo a Estados Unidos y China, no había mucha urgencia para realizar muchos cambios. La época de Merkel se recordará como la época de una Alemania fuerte comparada con sus vecinos, pero una Alemania también que se durmió en los laureles e hizo muy poco para prepararse para un mundo marcado por la rivalidad geopolítica entre Estados Unidos y China y la triple transición verde, digital y social.
El auge de China como competidor industrial, el Covid y el shock en las cadenas de valor que produjo la pandemia, la invasión rusa de Ucrania, y ahora Trump han puesto al descubierto las debilidades estructurales de Berlín.
Su excesiva dependencia del mercado chino —y americano—, del gas ruso y de la protección militar de Estados Unidos la hacen ahora una economía vulnerable en esta nueva fase de transición entre la hiperglobalización neoliberal y el neomercantilismo de la ley del más fuerte. Trump está usando el poder americano ya en su máxima expresión. Ya no solo el monetario, también el tecnológico y arancelario, y hasta el militar. Pero esto demuestra cierta desesperación. El Acuerdo Mar-A-Lago —que sería una especie de nuevo acuerdo Plaza— para devaluar multilateralmente el dólar y hasta reestructurar la deuda de Estados Unidos, según lo ha propuesto Stephen Miran, es muy difícil que se lleve a cabo.
Estados Unidos lleva intentando cambiar la política económica de China 20 años y no ha sido capaz de conseguirlo. China sigue anclada en el sistema de Bretton Woods, con controles de capitales, un tipo de cambio fijo y una política monetaria relativamente independiente, y es difícil que se vaya a mover de ahí.
El poder monetario de China ha aumentado mucho.
Ha acumulado más de 3 billones de dólares en reservas —Brad Setser incluso piensa que son 6 billones— y el yuan chino se ha depreciado casi un 20% frente al dólar en los últimos 10 años y eso que ha tenido superávits récord. Esto supone un problema para los Estados Unidos, independientemente de quien esté en la Casa Blanca, y por eso desde Obama ya la estrategia ha sido la de la contención del gigante asiático.
Además, a través de su estrategia de Doble Circulación, China se ha hecho cada vez más autónoma industrial y tecnológicamente —en el coche eléctrico controla toda la cadena de valor, por ejemplo— y con iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda ha aumentado enormemente su presencia e influencia en terceros países, incluso con mayor uso del yuan chino.
Emitir deuda común: de la soberanía europea a la geopolítica del euro
La élite alemana es consciente de que el enfrentamiento será violento. Cambiar la Constitución con una mayoría de más de dos tercios, gracias a los votos del centro derecha (CDU/CSU) y centro izquierda (SPD) y Los Verdes, para endeudarse más es un cambio de rumbo importante.
¿Pero será suficiente?
El nuevo canciller de Alemania ha declarado que Europa tiene que ser más independiente de Estados Unidos. Estas son palabras mayores en un país que ha visto en Estados Unidos siempre su gran protector. En el acuerdo de gobierno de la CDU y el SPD se dice lo siguiente:
“En vista del cambio de época geopolítico, Europa debe desarrollar una soberanía estratégica integral. Para ello son fundamentales las tecnologías clave, la seguridad energética, la soberanía digital, incluidas las plataformas europeas, la protección de las infraestructuras críticas, la resiliencia y la capacidad de afirmarse en la competencia del sistema mundial.”
Esto suena bien, pero hay que llevarlo a la práctica.
En el mismo acuerdo se añade lo siguiente: “Queremos hacer un mayor uso del principio de cooperación reforzada en línea con el concepto de una «Europa de varias velocidades». [Y] para proteger la cohesión en la Unión Europea, esta cooperación debe permanecer siempre abierta a todos los Estados miembros.”
De nuevo, aquí estaríamos ante un cambio profundo de la política europea de Alemania, que siempre se ha resistido a las dos velocidades porque podía fragmentar la Unión. En el contexto actual esta cooperación reforzada se hará quizás cada vez más imprescindible, sobre todo en política exterior y de defensa, porque es difícil que se logre pasar de la unanimidad a las mayorías cualificadas en estos ámbitos, como también se propone en el mismo acuerdo, y llevan defendiendo Alemania, Francia y España desde hace años.
Y esto mismo vale también para el concepto de “soberanía estratégica integral” arriba mencionado.
Alemania aceptó con muchas reticencias la unión monetaria, pero lo hizo, y es probable que haga lo mismo con la fiscal y la política.
Miguel Otero Iglesias
Si realmente se quiere lograr, la Unión Europea va a necesitar financiar, en colaboración con el sector privado, una serie de bienes públicos europeos a través de un mayor presupuesto de la Unión. ¿Por qué no aprovechar la coyuntura actual, donde la hegemonía del dólar está de nuevo en entredicho por las políticas erráticas de Trump, y los acreedores internacionales están buscando alternativas, para emitir eurobonos a un tipo de interés barato?
Mario Draghi en su informe sobre competitividad estimó que se necesitan anualmente unos 800.000 millones de euros, cerca del 5% del PIB de la Unión, para lograr esa soberanía estratégica europea.
Si la Unión anunciase la emisión de deuda por valor de un 15% de su PIB para los próximos cinco años (a razón de un 3% por año, contando que el 2% restante pueda venir del sector privado) esto supondría un vuelco importante en el sistema —monetario— internacional.
Muchos acreedores se lanzarían a comprar deuda mancomunada europea y eso reduciría los tipos de interés de esta y haría el euro más atractivo como moneda reserva.
Esto no acabaría, por supuesto, con la hegemonía del dólar. Pero le asestaría un duro golpe.
¿Se atreverá Berlín a dar ese paso?
Es improbable a corto plazo. Alemania siempre se ha resistido a distanciarse demasiado de Washington. Merz dirá que eso de establecer un presupuesto como porcentaje del PIB sin saber en qué se va a gastar el dinero es una cosa muy francesa y no se va a hacer.
Pero a medio y largo plazo, no se puede descartar.
Alemania aceptó con muchas reticencias la unión monetaria, pero lo hizo, y es probable que haga lo mismo con la fiscal y la política.
Se quiera o no, toda independencia tiene su coste. Y la hegemonía del dólar no será eterna.