¿Cómo ir más allá del mundo?
Siguiendo los pasos de Horacio Castellanos Moya y Roberto Bolaño, Carlos Fonseca es uno de los grandes escritores que consiguen captar la experiencia global desde una perspectiva latinoamericana. Félix Terrones leyó su última novela publicada por Anagrama, Austral.
A inicios del nuevo siglo, se discutió mucho acerca de la literatura latinoamericana, si valía la pena seguir hablando de ella o si se había convertido en una categoría alienante, cuando no en un comodín de los especialistas en el mismo registro de “economía emergente”, “joven democracia” y demás. Si consideramos que era el mismo periodo en el que se promulgaba el derrumbe de fronteras y la libre circulación por el globo, de repente miniaturizado en una canica, entenderemos mejor la voluntad de convertir a América Latina en un anacronismo. Escritores como el mexicano Jorge Volpi ensayaron la escritura de ficciones que denominaron “sin señas de identidad”; en otras palabras, textos que no mostraran sus pertenencias, sino que por su temática se insertaran en un entramado global. Así, la novela En busca de Klingsor (1999) en la cual Volpi aborda la Alemania nazi llevó a Guillermo Cabrera Infante a escribir que en ella el mexicano logró que “sus personajes tengan otras lenguas maternas, otras nacionalidades”. ¿Si ya no existían las fronteras, para qué restringirse a ámbitos que se revelaron estrechos y tendenciosos? El autor hiperconectado podía escribir acerca de cualquier realidad y momento histórico para lectores sin territorio, más virtuales que concretos.
¿Por qué veinte años después todos esos esfuerzos, los de Volpi y tantos otros, resultan más vetustos que la literatura latinoamericana que pretendieron enterrar? No pretendo responder a esta pregunta, pero una gran parte del razonamiento debería tener en cuenta otras líneas literarias, autores que iniciaron el nuevo milenio, o aparecieron entretanto, con la voluntad de recrear la tradición latinoamericana, tal y como se arriesgara a hacerlo el argentino Juan José Saer, verdadero maestro que indagó en la espesa selva de lo real. En la línea de escritores como el chileno Roberto Bolaño y el también argentino Ricardo Piglia, quizá las dos grandes líneas de fuerza en la literatura latinoamericana actual, el costarricense Carlos Fonseca (1987) ha venido enriqueciendo un proyecto personal que se puede entender como una continuación a la vez de una ruptura con la tradición literaria latinoamericana. En dicho proyecto, cada nueva novela interroga la historia mundial a partir de personajes que recorren sin descanso territorios textuales y físicos, necesitados de resolver enigmas que permitan entender de mejor manera quienes alguna vez frecuentaron.
Después de la ambiciosa Museo animal (2017), novela que en su aliento recuerda los grandes textos del boom de novela latinoamericana, sin ser un epígono de ellos, Austral (2022) propone la historia de Julio, docente universitario, abandonado por su esposa, que de pronto ve sacudida su vida consuetudinaria. La desaparecida escritora Aliza Abravanel, a quien había frecuentado mucho tiempo atrás, lo ha denominado albacea literario. Dicha designación, llevará a Julio de viaje hasta Humahuaca, en la cordillera de los Andes, donde leerá el manuscrito dejado por su amiga. Afásica, enfrentada al silencio que es el revés de las palabras, Alicia Abravanel llevará póstumamente a Julio por otro viaje, el de su texto, que plantea una indagación en la historia familiar judía en el marco de la explosiva historia del siglo XX. A la sombra de Bajo el volcán, la mítica novela de Malcolm Lowry, que recuerdo como un incandescente enfrentamiento del hombre y su destino, incluso si la sensación de derrota no deja de acechar, la novela de Fonseca avanza sin descanso y en espirales concéntricas entre el pasado y el presente. Se trata de uno de los logros de Fonseca; es decir, de su capacidad a multiplicar profusamente los destinos de sus personajes, pero sin perder el norte. Al contrario, cada personaje que se añade a la lectura contribuye a complejizar la sensación de absurdo frente a la historia occidental hecha de saqueos, expoliaciones, abusos.
Si el lector reconoce las temáticas y las exploraciones formales de autores como Thomas Bernhard (los vínculos deletéreos) y W.G. Sebald (los archivos), a los cuales Fonseca ha metabolizado con maestría, también distingue el interés del autor en los desplazamientos. Así la historia colonial, después las grandes expediciones científicas y, finalmente, las exploraciones antropológicas son integradas en la ficción, lo cual da un espesor al viaje del protagonista. Sin embargo, no solamente se trata de eso, sino también de plantear un paralelismo que, sin desnaturalizar los tres momentos, muestra una crónica de encuentros abortados, malentendidos permanentes, sin olvidar la incapacidad de traducir la experiencia tanto de un lado como de otro. Felizmente, la novela de Fonseca nos deja descubrir los desfases entre los personajes provenientes de diversas culturas e idiomas, desfases que marcan a fuego sus encuentros, como si no se pudiera interactuar de otra manera que no sea esa otra forma de silencio.
Las grandes expediciones científicas de los siglos XVIII y XIX nos legaron relatos que muestran la necesidad que tuvieron las grandes potencias occidentales de nominalizarlo todo, de iluminar cualquier reducto de la experiencia, por más lejano que éste fuera. Pienso en viajeros como Charles Marie de la Condamine (1701-1774), Alexander von Humboldt (1769-1859) o Antonio Raimondi (1826-1890). Por su parte, la literatura latinoamericana del siglo XXI parece devolver el gesto, pero a partir la ficción. Desde Roberto Bolaño, escritores como Horacio Castellanos Moya y Carlos Fonseca dan cuenta de la experiencia global, pero desde una perspectiva latinoamericana. La historia de Europa y la de Estados Unidos es recreada desde la ficción como si no existiera otra manera de entenderla, más aún como si precisamente las ficciones latinoamericanas al reinventarlas terminaran subvirtiéndola, trocando jerarquías, movilizando territorios que, de pronto, se revelan tan arbitrarios como estrechos. La historia no es la sucesión de eventos más o menos gloriosos, sino un doloroso, arbitrario y absurdo catálogo de hechos que un autor como Fonseca interroga, más aún, metaforiza por medio de sus figuras de escritor. Así, el archivo de la humanidad, constituido meticulosamente por expediciones que fueron promovidas por potencias mundiales, adquiere un nuevo valor, menos científico que metafórico, un valor que cuestiona este saber archivístico a la vez que lo complejizan. Porque novelas como las de Carlos Fonseca apuntan a replantear la historia de la humanidad, pero siendo fieles a ella. O a lo que de terrible y trágico ésta nos recela.